miércoles, 30 de octubre de 2013
OPINION 4/30 Por Horacio Verbitsky
Cuatro años debió esperar la sociedad argentina para que el Poder Judicial declarara la plena vigencia de todos y cada uno de los artículos de la ley audiovisual, promulgada en octubre de 2009 con el propósito de asegurar la diversidad y el pluralismo de la comunicación por esos medios y “fortalecer una democracia deliberativa”, sin “voces predominantes” que asordinen a otras. El fallo firmado ayer ratifica que, aunque el gobierno no siempre lo advierta, la Corte Suprema sigue siendo uno de los grandes activos de este período democrático.
Con ser extensa e injustificada, esta dilación es apenas una parte mínima de una deuda mayor. Hoy, 30 de octubre, se cumplen 30 años de las elecciones presidenciales que pusieron fin a la última, cruel y extensa dictadura cívico militar. Ninguno de los gobiernos que se sucedieron durante un cuarto de siglo fue capaz de modificar a favor del interés general el restrictivo decreto firmado en su ocaso por Videla, porque los poderes fácticos condicionaron la institucionalidad republicana con la inmensa capacidad de presionar y corromper que ejercen sin pudor, como si fuera un intocable derecho adquirido.
Contra esto se rebeló sin éxito Alfonsín (sobre la base de un dictamen del Consejo para la Consolidación de la Democracia) y simuló hacerlo De la Rúa, con un proyecto de ley que llegó al Congreso y allí quedó para siempre. Sólo Menem consiguió enmendar aquel decreto, porque su proyecto no era la ampliación de derechos colectivos, sino la mayor concentración del poder mediático, que le dio impulso porque lo beneficiaba. La crisis de fin de siglo favoreció que la deliberación democrática ganara espacio sobre los intereses que resistían el cambio. Este itinerario describe bien el de la democracia argentina, que recién entonces pudo plantearse la liberación de los condicionamientos salvajes que la dejaron exánime.
Aquellos proyectos fallidos fueron retomados en la última década por la Coalición para un Radiodifusión Democrática (integrada por tres centenares de organizaciones sociales, sindicales y civiles), que los reformuló en una propuesta de 21 puntos. El gobierno nacional los tomó como insumo para elaborar un anteproyecto que, durante varios meses de 2009, fue discutido en dos docenas de foros que se realizaron en distintos puntos del país. Con los aportes formulados en esos encuentros, el Poder Ejecutivo completó la redacción del proyecto que envió al Congreso. Fue la primera ley anotada artículo por artículo, desde el Código Civil del siglo XIX. Pero mientras aquel código fue obra de un solo hombre, cuyo proyecto se aprobó sin debate, a libro cerrado, la ley audiovisual del siglo XXI fue una creación colectiva. Luego de los foros, cada cámara legislativa escuchó durante semanas a todos los interesados que tenían algo para decir y a raíz de esos planteos introdujo numerosos cambios en el texto que, al cabo de ese intensísimo proceso participativo, fue sancionado con amplias mayorías, imposibles de alcanzar sin el apoyo de distintos partidos políticos.
Si alguna duda quedaba, las audiencias públicas realizadas hace dos meses la disiparon. No sólo los jueces de la Corte Suprema sino toda la sociedad asistieron al contraste entre una visión mercantilista, justificada en una posición liberal conservadora sobre la autonomía de la empresa que no admite límite alguno, y el interés público, que incluye el derecho de todos a expresarse, el de la sociedad a recibir información de fuentes plurales y diversas, y la obligación del Estado de intervenir para asegurarlo. Durante su transcurso, fue evidente que no estaba en riesgo la libertad de expresión sino la rentabilidad del mayor grupo de medios, cosa que el tribunal dijo con todas las letras ayer. Si algún perjuicio surgiera de la aplicación de la ley, los afectados deberían reclamar su indemnización, en un proceso distinto al que concluyó ayer. Sólo el juez Fayt rechazó todo límite a la concentración mediática. Su hermana es la esposa de Claudio Escribano, directivo e ideólogo de La Nación, una empresa asociada al Grupo Clarín en negocios de medios y agropecuarios. Hubiera sido más decoroso que se excusara.
La constitucionalista María Angélica Gelli llegó a decir que sólo una escala económica monumental permitía realizar periodismo de investigación crítico del poder. Este es un concepto insostenible en el país donde un hombre solo realizó las mayores obras del periodismo universal (según la definición de Gabriel García Márquez). Se llamaba Rodolfo J. Walsh. Cuando terminó de investigar Operación Masacre, en 1956, no encontró quién quisiera publicársela, y en 1976 él mismo imprimió y distribuyó su Carta Abierta a la Junta Militar. Tampoco se verifica en el mundo, donde sólo personas o pequeños medios independientes escudriñan allí donde al poder más le molesta.
Esto también se verifica en otros campos. La Corte Suprema fue impiadosa con los abogados mejor pagos del país y destacó en el fallo la deficiente fundamentación de los derechos que defendían. Todo lo contrario sucedió con la austera representación que el Estado llevó a la audiencia, demostración indirecta pero contundente de que no todo se consigue con dinero.
Dos advertencias finales para prevenir excesos de euforia. El Grupo Clarín ya anunció que “respeta las decisiones judiciales” pero que no piensa cumplirlas. En cambio, volverá a judicializar cada intento de llevar la ley a la práctica e incluso recurrirá al Sistema Interamericano de Derechos Humanos, sobre la base del voto minoritario del tribunal supremo argentino e ignorando el de la mayoría, como de costumbre. Es difícil que prospere, ya que el SIDH sólo entiende en casos en los que se afecten derechos de las personas, no utilidades de los conglomerados empresarios.
Igual que siempre, espera un cambio político para revertir la decisión, como ya anticipó ayer el abogado Ricardo Gil Lavedra, contradiciendo la posición del partido por el que fue diputado. Por último, cuando la ley audiovisual rija para todos, el Grupo Clarín seguirá siendo hegemónico y mucho más poderoso que todos sus competidores, con diario, agencia, fábrica de papel, canal de aire o sistema de distribución por cable y canal de noticias, con la misma capacidad y libertad de informar, opinar y distorsionar que hoy tiene. Si se atiende a sus propias afirmaciones durante el juicio, la concentración que ha conseguido en sus siete décadas no excede del 40 por ciento del mercado audiovisual. Una ley moderada, modesta, sólo le exige que retroceda al 35 por ciento.
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