viernes, 4 de octubre de 2013
MARTINA CHAPANAY
Martina Chapanay,
la bandolera indómita Libre, temida y valiente, Martina Chapanay representa uno de los mitos populares más deslumbrantes y al mismo tiempo olvidados del bandolerismo rural en nuestro país. En el siguiente texto, Nadia Fink pone su pluma a la altura de la historia, y nos sumerge en las aventuras de esta increíble mujer. Es de noche. Martina hace un alto para descansar. Como el cielo está repleto de estrellas y no hace frío, decide dormir a la intemperie. Hoy no quiere encerrarse en una cueva. Su caballo se echa cerca. Y la soledad, como la noche, cae sobre Martina. Ya conoció el amor, junto a su hombre, en la vida y en las luchas por la liberación de las provincias. Ya se cansó, también, del amor urgente, de manos torpes y aliento a alcohol. Extraña a sus muertos, la Chapanay, y sigue creyendo aún en el amor a su tierra, en el valor de las provincias. Como todos los mitos populares, la vida de Martina Chapanay fue construyéndose de boca en boca. Dos contemporáneos decidieron llevarla al papel.
Pedro Echagüe trató de hacerlo desde un lugar moralizante. Unitario él, intentó redimir a una federal empedernida. Pedro Desiderio Quiroga escribió una relación sobre su vida que parece tener datos más precisos, y en esa dirección, la de una Martina valiente e indomable, va la novela de Mabel Pagano, Martina Chapanay, montonera del Zonda. Hoy la tumba en el pueblo de Mogna, en San Juan, sigue recibiendo flores y velas a modo de ofrenda. Martina nació cerca de 1800, aunque no se sabe si en las entonces Lagunas de Guanache, que hoy se han secado, o en el Valle de Zonda, de la provincia de San Juan. Su madre era una blanca de la capital de la provincia y su padre, uno de los últimos caciques huarpes que habitaban la región. El mestizaje produjo que ninguna regla fuera tan rígida para Martina. Provenientes de una tribu caracterizada por su pacifismo, exacerbado por la evangelización de los misioneros, alfareros y artesanos en su origen; habían aprendido a adaptarse a la vida pastoril. Los sometimientos y despojos de tierra a los que fueron expuestos desde hacía años habían forjado un espíritu guerrero en cada joven. Martina tuvo la libertad de ser criada en los oficios femeninos, pero también en los quehaceres masculinos de la tribu: era una experta jinete, montaba en pelo como ninguno, participaba de las cacerías, oficiaba de chasqui por su desarrollado sentido de la orientación… Cuando un emisario de Facundo Quiroga llegó a la región para reclutar soldados para sus montoneras, Martina se enamoró del hombre que traía el mensaje, y de la causa. Hacia La Rioja partió la joven con su reciente marido, para pelear junto al caudillo que iniciaba su lucha contra los unitarios que pretendían un país mirado desde Buenos Aires. En esas campañas, las mujeres cumplían el rol de “soldaderas”: se ocupaban de cocinar, realizaban las curaciones y cuidaban de los enfermos. Martina no iba a desdeñar sus habilidades en pos de las tareas de su género; nadie tenía su destreza en el manejo del cuchillo y la lanza huarpe. Facundo Quiroga debió darle el permiso para pelear junto a su marido después de que le llegaran los cuentos sobre el arrojo de Martina en la batalla de El Tala. En esas luchas estuvo la pareja durante más de diez años. Allí confluían, en las montoneras, los indios, los mestizos, los gauchos, los pobres y olvidados que luchaban por un país que fuera igual para todos. Allí peleó al lado del Chacho Peñaloza, caudillo al que quería y admiraba la Chapanay. Ella era la protectora en esos combates cuerpo a cuerpo. Su hombre estaba a salvo si ella cuidaba su espalda. Así, de a poco, empezaron a correr las voces de algún pacto, posiblemente con el diablo, cada vez que Martina salía intacta de una contienda. Pero en la batalla de Ciudadela, en Tucumán, no pudo estar.
Y su marido cayó, tajeado por un sable, a la tierra árida. No sólo su cuerpo quedaba en esa tierra: con sus hermanos caídos en combate y sus padres muertos por la vejez y la enfermedad, la última certeza de hogar se le iba con ese hombre. Pronto los combates terminarían, aunque Quiroga empezaba a reclutar a sus colorados para acompañar a Rosas en la Campaña del Desierto. Algo más se quebró en Martina: el Tigre, que había mandado llamar a los indios para que lo secundaran en su lucha por la igualdad y la liberación, iba ahora en busca de sus tierras y de sus vidas, siguiendo el mandato de los instalados en Buenos Aires. Ahí se terminó su lealtad, y Martina pegó la vuelta para su San Juan natal. Pero, ¿adónde regresar? Lo que habían sido las ciudades huarpes junto a las lagunas no eran más que ruinas; el mismo gobierno que había necesitado de su fuerza, hoy miraba para otro lado a la hora de reivindicar los derechos de tantos combatientes; trabajar bajo las órdenes de un patrón se le hacía imposible: en las montoneras nadie la mandaba, en el frente de batalla cada quien era dueño de su vida. Ella había matado hombres, con sus manos, con sus armas, y esperaba, a esta altura, que tanta achurada no hubiera sido en vano. El camino iba amontonando a todos los huérfanos de batallas. Empezaba a ser el nuevo hogar para los que serían los asaltadores de caminos, los bandoleros que iban como nómades huidizos robando a los viajeros, emborrachándose en las pulperías, buscando pelea de vez en cuando para despuntar el vicio. En esa vida fue que Martina conoció a Cuero, otro que había peleado en las huestes de Quiroga, con el que formaron una banda y con el que se terminó enredando en un amor rústico, de excesos y violencias. No sólo se había ganado un lugar entre los asaltantes, sino que era difícil de igualar: era buena baqueana y rastredora, tenía gran olfato y mejor memoria; conocía los valles, los ríos, las llanuras; nada de la geografía le era indiferente. Sabía de los comportamientos animales y, cuentan, a través de su oído distinguía el número de caballos que se acercaban. Pero algunas reglas empezaron a ser cada vez más claras para Martina: robar sólo a los ricachones, muerte si era en defensa propia, nada de excesos cuando estaban enceguecidos por el alcohol. Fue de noche que la Chapanay abandonó a Cuero y a su banda.
El robo a unos viajeros con toneles de aguardiente provocó la juerga y la borrachera. Los tres asaltados fueron tomados como rehenes y empezaron a burlarse de ellos, primero; a golpearlos después, a matarlos de a uno. El más jovencito lloraba de miedo. Martina pedía a Cuero que parara con esa locura, y le prometió al muchacho que nada le pasaría. “¡Te calentaste con el Gringo!”, fueron los gritos furiosos de Cuero. Y sin tiempo de nada, agarró el trabuco y le voló la cara al gringuito. Martina supo que era lo último que vería. Le perdonó la vida a Cuero, después de tumbarlo al suelo y apoyarle el cuchillo en la garganta. Se fue llevando detrás el estigma de esa muerte y a la policía que ya empezaba a perseguirla. Es esa noche para la Chapanay. Esa noche llena de estrellas que la invita a dormir a la intemperie. Es la soledad. Pero también es la certeza que nunca iba a dejarla ya: el amor por la libertad. Empezó, entonces, a formar sus propias bandas con las reglas establecidas. Sus andanzas abarcaban toda la serranía de Pie de Palo, que cruzaba San Juan en el camino hacia la Rioja y las provincias del este. Así se aseguraba asaltos suculentos. Su nombre empezó a propagarse por toda la provincia: “La cuadrilla de la Martina reparte lo que roba con los que tienen menos”; “entre las viudas de las guerras, también”; “después de un buen asalto, hubo una fiesta de dos días en el ranchito aquél”. En cada pueblito hacía amigos, en cada rancho había un encubridor. Sus diversiones eran, por aquellos tiempos, los desafíos a montar potros por plata o a batirse a duelo a cuchillazos.
En 1845 Nazario Benavídez era el gobernador de San Juan. Había peleado en los ejércitos de Quiroga y si bien se convirtió en un “caudillo manso”, como lo llamaban por ser un pacificador, no dejaba de ser un federal. Martina había trabajado como “bombero” en algunos momentos: seguía a las tropas enemigas para proyectar sus acciones. Para 1858, Benavídez era uno de los puntales de la Confederación de Urquiza; pero el Club Libertad, núcleo de la aristocracia local y aliado con los porteños, provocó su destitución. Acusado de una falsa traición, Benavídez fue asesinado estando preso y con grilletes. Chacho Peñaloza decidió marchar sobre San Juan para vengarlo. Y Martina no dudó en pelear junto a él y a otros caudillos que pasaron a la historia: Felipe Varela, posiblemente Santos Guayama y seguramente Chumbita, quien venía siguiendo admirado desde niño la leyenda de la Chapanay. Hubo algún entrevero, hubo enamoramiento por parte de Chumbita, más ternura que amor por parte de Martina; y una familia que esperaba el regreso del combatiente. La insurrección se terminó algunos años después, con la ejecución del Chacho a manos de Pablo Irrazábal. El gobierno de San Juan le otorgaba una espada de honor al ejecutor y Sarmiento escribía hojas enteras justificando la muerte de un “bárbaro”, de un “simple salteador”. No sabía, la Chapanay, que pronto tendría la oportunidad de vengar esa muerte. Martina volvió a la vida errante.
Ya no eran prioridad sus asaltos. Empezó a ser la baqueana de la zona. Devolvía animales o tropas perdidas de los pequeños productores o campesinos del lugar a cambio de algún dinero. También arrebataba objetos o animales que habían sido robados a quienes no contaban con medios para reponerlos. Y también, a veces, cuando faltaba para comer, era la propia Martina la que escondía algún ganado para que solicitaran su ayuda. Seguía con la costumbre que había adquirido en los caminos: los hombres para calmar los deseos de sexo, los encuentros fugaces, de pocos días, con alguno que la deslumbrara y al que invitaba (cuando no forzaba) para que se quedara ese tiempo con ella. El general José Miguel Arredondo era el nuevo dueño de La Rioja. La idea de pacificar la región traía a la cabeza un nombre: Martina Chapanay. En las provincias del este era ya muy conocida, no sólo por su valentía, sino también porque se le atribuían poderes superiores, como el de predecir el futuro o el de la sanación. Algo del diálogo entre ambos se desliza en …la montonera del Zonda, imaginado, intuido: “–¿No cree que se derramó demasiada sangre ya, doña Martina? –Mire, general, de la sangre que corrió, ustedes tienen la mayor parte de la culpa (…). Sé que nunca nos vamos a poner de acuerdo, así que vamos a lo nuestro”. El arreglo era el indulto, y un reconocimiento de su lucha con el grado de Sargento mayor. Martina aceptó el acuerdo. Nunca se había quedado quieta y era hora de bajar la marcha. Y seguía siendo hora, también, de su libertad. Organizaron una fiesta, en la que, apenas llegada, distinguió a Irrazábal, el asesino del Chacho. Con indulto o sin él, no estaba en sus planes que pasara por alto el pellejo de ese asesino. Se plantó delante del mayor, y lo batió a duelo. “Que no se iba a batir con ladrones”, dijo con asco Irrazábal.
Pero más allá de su desprecio, no le quedaba otra opción que aceptarlo. A pesar de que los padrinos definieron que, por ser la ofendida, le tocaba elegir armas a Martina, le dejó esa posibilidad al contrincante. “Que sea el sable”, apuró el mayor. Ya los rivales frente a frente, Martina sacó su arma y le gritó que lo iba a matar de frente, no a lo cobarde, como él sí había hecho con el Chacho. Pero Irrazábal tragó saliva y los dientes empezaron a castañearle sin poder detenerlos. El temblor se extendió por todo el cuerpo. Martina reiteró el desafío, pero el mayor no paraba de sacudirse en movimientos espásticos. El médico suspendió el duelo por el ataque de nervios del que había sido presa el mayor; y Arredondo le quiso evitar la vergüenza trasladándolo a la guarnición de San Juan. Era tarde. La cobardía del mayor asesino de un caudillo querido por el pueblo se extendió sin pausa por toda la región. Después Martina se instaló en su ranchito de Mogna, aunque no se quedó quieta ni le esquivó a la osadía. Siguió ayudando a los vecinos a curar personas y animales con las medicinas naturales que le enseñara su padre, a cruzar a los viajeros el río por aquellos lugares en los que no hubiera peligro. Fue ahí que a lo largo de unas cuarenta leguas empezó a levantar enramadas, en las que dejaba adentro tinajas con agua para que los que pasaban por esos lugares de viaje pudieran descansar a la sombra y reponerse del cansancio. De lo que recibía de pago o de los animales que cazaba, seguía acostumbrando quedarse algo para ella y lo demás repartirlo; agradecida por las épocas en que los habitantes de cada rincón la cubrían de la policía. La muerte no la encontró sola. Su vecina, su amiga, velaba por la Martina agonizante.
En esa construcción del mito también aparece una muerte incierta: una picadura de serpiente; una mordida de un puma que había alcanzado a bolear; las heridas que se derivaron por esos dientes clavados. Lo cierto es que Martina se extinguió ya vieja. Que el pacto con la divinidad llegaba a su fin. O tal vez era el comienzo en el que se construía una Chapanay nueva, que pasaría de boca en boca y que volaría libre empujada por el cálido y bravo viento zonda.
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