jueves, 3 de octubre de 2013
MARIANO PUJADAS, SU FAMILIA, IN MEMORIAM.
COMPAÑERO MARIANO PUJADAS, SU FAMILIA. TESTIMONIO INÉDITO /
“Yo me di cuenta de que alguien vivía, pero respiraba como un animal que se está muriendo” Mario López es un ex bombero de Alta Gracia que el 14 de agosto de 1975 comprobó que “alguien respiraba” al fondo del pozo de agua donde una patota de los Comandos Libertadores de América había tirado a familia Pujadas, casi tres años después del fusilamiento de Mariano Pujadas en Trelew. Teresita Molina es una enfermera que atendió a la sobreviviente en el Hospital de Urgencias. El 14 de agosto de 1975, Mario Ignacio López, bombero voluntario de Alta Gracia, delgado y fibroso en sus 21 años, experto en rescates, no llegó a ver la carrera de autos de Falda del Carmen donde el jefe lo había enviado, junto a su brigada, esa mañana. A las nueve, tal vez las diez, escuchó el llamado agitado de Pablo Larizzatti, que convocaba a su gente al grito de “hay que sacar a una familia de un pozo”.
El grupo subió enseguida al precario camión en que se trasladaba, y la polvareda se mezcló con el tierral de los autos que corrían. El día era frío, pero soleado. El vehículo de los Bomberos se volvió sobre sus pasos hacia la Ciudad del Tajamar, por la Ruta 5. A la altura del monumento a la aviadora Myriam Stefford dobló a la derecha por un camino de tierra, casi una huella, que bordea una estancia conocida como La Lagunilla. López no lo sabía, pero estaba a punto de ver las huellas de una de las más terribles matanzas perpetradas en Córdoba por el Comando Libertadores de América, el brazo local de la Triple A, cuyo accionar fue una muestra del horror que arribaría tras el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976: la masacre de la familia Pujadas. “Tres o cuatro kilómetros hicimos, hasta que llegamos”, recuerda el bombero hoy en una entrevista con el diario LA MAÑANA. La nota se hizo en el patio de su casa de barrio La Perla, de Alta Gracia, y continuó durante un extenso recorrido en búsqueda de aquel pozo de agua donde 37 años atrás se había topado con el horror.
Bajo tierra “Apenas nos bajamos del camión, lo que vi fueron muchas manchas de sangre alrededor de un pozo de agua, a una distancia más o menos así”, empieza López y dibuja en el suelo un círculo con un palito y, a menos de un metro, la línea de sangre. Y describe: “El pozo tenía más o menos un metro cuarenta de boca, con brocal de ladrillo. Al frente había varios paraísos y una tapera vieja, medio caída”. Dice Mario López que quien primero divisó movimientos extraños en La Lagunilla fue el lechero que había pasado a las cuatro de la madrugada por el camino de tierra allende a la estancia, rumbo a la ruta, donde otros camiones se llevarían lo que traía de los tambos de la zona. “El hombre había pasado por allí temprano. Dijo que vio montones de luces de autos y que sintió tiros, pero por miedo no se acercó. Más tarde volvió y avisó”, señala. Al borde del pozo, el bombero se acercó a la boca y vio varios cuerpos desplomados al fondo. “Larizatti se desmayó”, recordó y medio se sonrió. “Cuando el jefe se repuso, preguntó ‘¿quién se larga?’”, relató el bombero, pero era más que nada una pregunta retórica, porque la respuesta se sabía. “Yo era audaz con los pozos, y me ofrecí.
Usted me ve así ahora, pero yo era delgado, con fuerza, y era el que siempre se tiraba a hacer los rescates a los pozos. Así que me largué con una soga atada a un caballete de palo que pusieron en la boca, y que se usó hasta que llegó una grúa”, detalló. Aferrado a ese cordón, López descendió. “Me largué y enseguida vi que el pozo se había acampanado, estaba socavado por dentro y se estaba derrumbando. Le habían tirado algo y la tierra había caído sobre los cuerpos. Por lo menos, tenía doce metros de profundidad”, contó. Doce metros abajo, yacía parte de la familia Pujadas, que durante la noche anterior había sido secuestrada de su granja avícola ubicada en Guiñazú, camino a Jesús María, por una patota de los Comandos Libertadores de América, cuyo jefe era el represor Héctor Vergez. El apellido Pujadas remite directamente a Mariano, el hijo mayor, cofundador de la organización Montoneros en Córdoba y uno de los fusilados de la Masacre de Trelew del 22 de agosto de 1972. Casi tres años después, la patota parapolicial se llevó al padre, José María, a la madre, Josefa Badell, sus hermanos José María y María José, y la mujer del joven José María, Mirta Yolanda Bustos. Fueron llevados al predio camino a Alta Gracia, baleados y tirados al pozo al que descendió aquella mañana el bombero López. Luego, los represores habrían dinamitado los cuerpos.
Por eso López vio que el hoyo se derrumbaba. Mirta sobrevivió, y López, según aseguró en esta nota, fue el primer humano que la sintió respirar después de aquella madrugada infernal. Quejidos Lacónico en sus frases, López no parece conmoverse demasiado con los recuerdos de aquella mañana. Reconoce que muchas veces tuvo que sacar “cuerpos amasijados” por choques de autos producidos en aquella Ruta 5 que tantas víctimas se cobró. Sin embargo, hay algo que sí lo moviliza. “Empecé a bajar, y enseguida sentí quejidos de una persona, sentí su respiración. Entonces yo grité para arriba y pedí que alguien se largue para ayudarme a sacar a alguien que estaba vivo pero que estaba atrapado con otros cuerpos”, afirmó. “Pero primero, sacamos a una chica de unos 22 o 23 años, jovencita. Era rubia y estaba semidesnuda; tenía puesta la bombacha pero sin corpiño. Estaba muerta”, dice.
El bombero suspira hondo pero no dice nada cuando se entera de que María José tenía 18, que acababa de terminar la secundaria y que había comenzado a estudiar Historia en la Universidad Nacional de Córdoba. “Por debajo del brazo de ésta había otra mujer, vieja, como de 60 años, también muerta. Tenía la ropa hecha pedazos, y como las tripas salidas. Era la única que me impresionó por el aspecto”, admitió. La mujer destrozada era la madre de familia, la única que habría sido asesinada antes de llegar al lugar. Sigue López: “Entonces llegamos a la que estaba viva. Le habían puesto cinta adhesiva de la ancha en la boca, y le habían atado las manos con esa cinta. La sacamos viva, pero estaba inconsciente”, rememora. Esta mujer es Mirta, madre de una beba de meses, María Eugenia, que junto al más pequeño de los hermanos Pujadas, Víctor, de once años, habían quedado abandonados en la casa familiar.
Ante una pregunta, López precisa que Mirta tenía un “impacto en la cara” de una bala, pero él cree que el proyectil sólo la rozó. “Yo me di cuenta de que vivía, pero respiraba como un animal que se está muriendo, perdón», se disculpa. El bombero volvió a respirar fuerte, como si recordara el esfuerzo de hace 37 años. Se recompone, y continúa. Balacera Luego de subir a Mirta a la superficie, López perdió contacto con la sobreviviente. “Vi que la acomodaron bien (en una camilla o algo similar), pero luego se la llevaron, no sé a dónde porque estaba adentro del pozo”, aclaró. Él no había finalizado. “Me volví a meter. Saqué otros dos cuerpos de varón, que me parece eran los primeros que habían tirado. Los dos muertos”, remarcó, como si hiciera falta aclarar el destino de José María padre e hijo. La información que proporcionó el bombero no coincide con la de otras fuentes, que aseguran que Mirta estaba «tapada» por los otros cuerpos, y que ese albur le había salvado la vida. Ante la objeción, López insistió con su versión, y grafica en el piso la ubicación de las víctimas. El 14 de agosto del 75 ya era mediodía y el rescatista tenía el uniforme estaba manchado de sangre. Ya no estaba solo con su brigada y su jefe. A esa hora, calculó, había varias decenas de personas en el lugar. “De la Policía y del Ejército”, recuerda. El día aún no había finalizado. «Después de sacar los cuerpos, encontré un paquete todo envuelto, de entre un kilo y un kilo y medio, más o menos”, continuó. «Como una cajita de zapatos que cuando saqué, todos creyeron que era una bomba», relató. Los policías tuvieron miedo y sólo atinaron a disparar, a lo loco. El terror provoca terror. «Tiraron lejos el bultito y le empezaron a disparar, porque no había quien desactivara la bomba. Pero luego vieron que eran documentos y papeles de los Pujadas”, apuntó. De eso no se habla (vivir equivocado) Mario López dice que ningún juez, ni en 1975 ni en la actualidad, lo llamó para que contara su historia. Que nunca fue citado ni declaró ante la Justicia, pese a que la masacre de los Pujadas integra la megacausa La Perla, en el llamado “expediente Barreiro”. En la causa que actualmente juzga el Tribunal Oral Federal Nº 1, Héctor Pedro Vergez, que luego fuera jefe de La Perla, es considerado autor de la matanza. “En ese momento, entre nosotros no comentamos nada, no se dijo nada”, admitió, aunque aclaró que nadie le exigió silencio. Sin embargo, cree que la cantidad de policías apostados en el lugar aquel día era, de alguna manera, para cuidarlos. «¿De qué o de quién?», le preguntamos. Mario, empleado municipal de Barrido de Calles, y con el don de curar males de palabra, no sabe decirlo, tal vez por la equivocada certeza que alguien le acercó aquella mañana fría donde se encontró con el horror. “Cuando yo preguntaba quién lo había hecho, nos decían que eran los guerrilleros, los extremistas”. Betina Marengo bmarengo@lmcordoba.com.a
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