lunes, 3 de diciembre de 2012

REVISANDO LA HISTORIA.

Por Jorge Torres Roggero
“Si la Libertad descendiera al mundo, buscaría como Santuario el corazón de Simón Bolívar” (Manuel Dorrego)
“Felices aquellos que pagan a la Patria la deuda sagrada que contrajeron desde la cuna…// ¡Oh, Patria amada! ¡Escucha los acentos de una voz que no te es desconocida, y acepta con agrado estos últimos esfuerzos de una vida que se escapa!… (Deán Funes)
1.- El deán va al muere
Cuando la revolución americana lo llamó a sus filas era un hombre rico, pero al declararse “americano y argentino” el Virrey Abascal le confiscó sus bienes. Esbozó en escritos memorables los contornos todavía borrosos de una nación continental: fue el primer historiador de la patria. Ese 11 de enero de 1829, el octogenario cura salió de su casa de la calle Florida a dar un paseo. Se encaminó con sus pasos vacilantes hacia un parque de diversiones recién inaugurado. Se llamaba Parque Argentino[1] y era creación del inglés Santiago Wilde: imitaba los jardines europeos. Se importaron plantas y semillas que las sirvientas sacaban bajo sus pañuelos o rebozos. Había un buen hotel francés, magníficos salones de baile, un circo para mil quinientas personas, un pequeño teatro en que había actuado Casacuberta. Por la tarde, una banda de música animaba el ambiente y se exhibían tigres, tapires y antas.
El viejo se sentía olvidado por la patria. Su amigo y compañero de ideales, Manuel Dorrego, el primer coronel del pueblo, había sido asesinado un año atrás. Desde siempre, había esperado el día en que el sentimiento de patria no “fuera un crimen ya que bajo el antiguo régimen el pensamiento era un esclavo y el alma misma del ciudadano no le pertenecía”. Estas palabras le valieron el hostigamiento de la jerarquía eclesiástica. Pero aunque las épocas tenebrosas del coloniaje se habían hundido en el pasado, las luchas intestinas lo han herido. Los próceres de la “primera patria”, como le hizo decir Bartolomé Hidalgo a su gaucho, sienten el olvido popular y la indiferencia.
El Deán Gregorio Funes, raído el manteo, blanca la cabeza, camina con paso vacilante. Ha sido acusado de traidor a la patria, de tener públicamente una manceba y haber procreado con ella. Sarmiento, que alguna vez denunció a sus adversarios políticos porque se metían entre sus sábanas para perjudicarlo políticamente, lo supone rodeado de su extraña familia en aquel último paseo. El sanjuanino traza una de sus extraordinarias escenas: el anciano huele una flor y se deja morir, “rodeado de aquella familia póstuma a su vida pública y a las virtudes de su estado y aun a la edad ordinaria de las emociones más suaves del corazón al aspirar el perfume de una flor, el Deán se sintió morir, y lo dijo así a los tiernos objetos de sus cariño, sin sorpresa y como de un acontecimiento que agrada”[2].
No le fue dado morir en su patria como el llamaba a Córdoba del Tucumán. ¿Qué era la patria para los próceres? Desde el siglo XVIII, era el lugar del nacimiento. Pero cuando llegó la hora de la construcción de las nacionalidades aparecieron los conflictos. El, desde siempre, había tomado como suya una sola causa: la independencia de América. Por lo tanto la causa de Colombia es la de las Provincias Unidas. Como Monteagudo, San Martín, Bolívar y Dorrego, su amigo asesinado un año antes, la patria era toda América. Profeta de un sueño entonces irrealizado, bregó por una Patria Americana, sin fronteras ni gobiernos regionales. Sufrió prisiones por parte de Rivadavia. Viejo y pobre, muerto Bolívar, asesinado Sucre (cuya biografía había escrito) y fusilado Dorrego, dolido por la decisión de su discípulo Olañeta de jugarse por la “patria chica” no “entendía este ciudadano de América otra cosa que la ciudadanía americana, no
conocía otra nacionalidad que la continental”.
Su entrega a la causa emancipadora le valió problemas con la jerarquía eclesiástica. Consideraba que la elección de los obispos debía volver a la antigua tradición con intervención “del pueblo y del clero”: “No podemos engañarnos: un prelado puesto en los intereses de España, al contemplar nuestro espíritu revolucionario, sería un hombre que con la misma lengua bendijese a Dios y maldijese a su Pueblo”[3].
Cuando estudiaba en España, peroraba en el púlpito “sobre las excelencias del desaparecido rey Carlos III y su divino origen pero, de regreso al hospedaje y hasta que el día apuntase sobre las llanuras de Castilla, devoraba el tesoro de libros condenados acopiados en secreto que venían apareciendo desde cuarenta años atrás”.[4] De regreso a su Córdoba natal “abrió las excelencias de su biblioteca, la mejor de América” a sus alumnos venidos de toda Suramerica. Como los viejos lectores de la Mater Universitas, sentado entre los jóvenes, leía y comentaba libros novedosos que ni la censura ni la inquisición le habían podido arrebatar. Desfilan ante los ojos y oídos de los jóvenes Cartas a los sordos de Diderot, algunas entradas del Diccionario Filosófico . Se entretienen con Las Misceláneas de D’Alambert y no vuela una mosca cuando escuchan algunas escenas picantes de La Doncella de Voltaire.
Lo rodean el tucumano Monteagudo, el chuquisaqueño Olañeta, los hijos de Liniers, el sanjuanino Del Carril, el puntano Lafinur y hasta un italiano, Arduz, que luego se dedicará al servicio de Bolivia. En la cálida siesta cordobesa, bajo los emparrados, les cuenta historias “de allá” sobre los tratos del Duque Orleans con los masones en España. De vez en cuando saca a relucir ciertas hojas volantes traídas de España que revelan la escandalosa conducta de la reina Luisa o denuncian la ambición de poder y los saqueos del valido Godoy.
Desde 1774 se han sucedido los motines de los estudiantes en la Universidad. En 1776 el obispo Moscoso informa sobre alborotos en los claustros. En ese mismo año, la viuda Margarita Echeverría solicitó al Consejo la revisión de los autos contra su hijo colegial por desobedecer al P. Barrientos. Fue en esos años cuando el Deán culmina sus estudios de teología: además del tumulto vibraban todavía las enseñanzas de uno de los más esclarecidos catedráticos, el P. Morelli, autor de Rudimenti jure naturae et gentibus y de Fasti Novi Orbi.
Tras dura contienda con los franciscanos, el Deán es elegido Rector por el claustro de egresados y se dedica a actualizar el colegio Monserrat. Funda la cátedra de física y la de matemática. Entroniza, en cierto modo, a la diosa Razón. Ahora la cuestión ya no se centra en la perdición del alma sino en la curiosidad del saber. La ciencia no se rige por el derecho canónico. El razonamiento disputa con la ciega credulidad y no acepta la obediencia a las jerarquías impuestas. En 1819, entregado a la organización del estado, propuso que los diputados fueran representativos de sus pueblos, o sea, elegidos entre ”ciudadanos sin fuero que alegar”. Sostuvo el voto popular y la libertad de prensa. Desde entonces, quedó para siempre consensuado que el único freno del pensamiento escrito “ha de ser la misma prensa”.
Ciudadano de América, amplió el concepto de patria a todo el continente. Sarmiento lo supone anclado en el siglo de oro de la revolución porque persistió en un visión continental justo en el momento en que se estaban organizando las naciones. Ciertamente, Sarmiento es un profundo intérprete de la realidad. Sus análisis, al contrario de sus opciones, suelen ser certeros. En efecto, “la primera patria”, como decía el gaucho Chano de Bartolomé Hidalgo[5], era heroica como luego dirán los románticos, pero era, sobre todo, continentalista. El gaucho denuncia desunión, corrupción e injusticia. El pobre es explotado, la mujer es degradada: el pueblo es una “tropilla de pobres” que metida en un rincón “canta al son de la miseria”. La relación , cuyo tema central es el llamado a la unión entre porteños y provincianos, concluye con un ruego: “Americanos, unión,/ os lo pide humildemente/ un gaucho con ronca voz/ que no espera de la patria/ ni premio ni galardón,/ pues desprecea la riqueza/ porque no tiene ambición”.
Las relaciones de Hidalgo aparecieron en la Lira Argentina. Esta colección de poesías patrióticas fue impresa en París en 1824 y contenía las principales obras en verso publicadas desde 1810. Su compilador, Ramón Díaz, mantuvo modestamente el anonimato hasta que Juan María Gutiérrez lo reveló en una breve nota necrológica de 1860. Su compilación, pensaba, no era una antología puesto que no era un literato, era sólo un acto patriótico[6]. Esos poemas patrióticos, en realidad cantos de guerra, presentan a América como vasto escenario de pueblos unidos, habitantes de un Nuevo Mundo, enfrentado a un viejo mundo decadente, al que designan indistintamente como América o Colombia. Los protagonistas de la epopeya se presentan a sí mismos como “sudamericanos”, “americanos”, “colombianos” o “indianos”: “mirar los hijos de Colombia clara”, “por vengar a los hijos de Columbia”, “el indo continente”, “el suelo indiano”, “el indiano continente”, “la indiana gente”.Por supuesto, también aparece el gentilicio argentino, pero como en el Himno, generalmente designa “porteño”.
El fraile Castañeda, en “Canción de la gaucha de Luján a Pío VII”, encara al Sumo Pontífice para que no se deje engañar y no apoye la posible venida de una armada rusa a conquistar el Plata. Lo incita a no ceder a las ambiciones ultramarinas. “Libre ya nuestra tierra se presenta” y, por lo tanto, está en condiciones de defender al Papa de quienes le quisieren atacar: “os librarán del Sur los campeones”. Le advierte que su reino “no es de este mundo” y que su primado espiritual “en Colombia tener debe su fuerte”. Los colombianos no permitirán que los tiranos “de la tiara os roben los diamantes”: “Buenos Aires será sede romana/ la nueva Roma o nuevo Vaticano,/ y los reinos peruano y mejicano/ serán tu gran familia americana”. Los gobiernos de Europa se niegan a aceptar que en América concluyó la era de las monarquías: “Colombia da la norma/ con sus ejemplos y sus documentos”. Separada de España, no de Roma, Colombia “implora ya el diploma/ de sucesor de Pedro”. Sabemos que los papas se declararon contrarios a la independencia. Por eso el fraile lo hace responsable ”de la ruina/ que tu olvido ocasione en todo/ cuanto/ pertenece a la fe y a la doctrina”.
Ese acendrado americanismo es objeto del sarcasmo sarmientino. El autor de Recuerdos de Provincia ya está empeñado, instalado en la hegemónica línea rivadaviana, en la creación de un estado nacional segregado de la patria continental.
Al Deán Funes, ese anacronismo le costó prisión, abandono, pobreza. Sarmiento lo supone entregado al desánimo y el resentimiento. Por eso, postula, fue que aceptó ser agente caracterizado de Bolívar en la Argentina. Así fue como en la historia escrita por los historiadores de la patria chica, cargó para siempre con una latente acusación de traidor[7]. Irónicas alusiones, confusa esgrima de documentos, dictaminan contra el deán en la historia argentina. Escrita para cohonestar los “intereses mercantiles” del puerto de Buenos Aires, lo sumió en la sospecha y el olvido.

Agenda de Reflexión
Prof GB

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