La tormenta de Obama
Por Ariel Dorfman *
Son muchos los comentaristas que aseguran que la reelección de Barack Obama se debió a la Frankenstorm, el huracán que azotó la Costa Este de los Estados Unidos una semana antes de los comicios. Y es cierto que la megatormenta atormentó a Romney a la vez que infligía dolor a millones de norteamericanos: el tema político del día dejó de ser la débil recuperación económica norteamericana y pasó a centrarse en el rol que el gobierno debe y puede tener ante una crisis gigantesca (lo opuesto a la tesis de los republicanos, que quieren privatizar todo, incluida la ayuda ante las catástrofes), y permitió al presidente mostrar su liderazgo.
Pero la verdadera tormenta que salvó a Obama fue otra. A riesgo de parecer lírico y hasta utópico, me permito declarar que fue la gente, una tempestad humana, una hojarasca de millones de activistas, lo que permitió la victoria del presidente afroamericano.
Mi propia limitada experiencia lo comprueba.
Durante interminables horas del día de la votación, mi mujer Angélica y yo hicimos un modesto trabajo electoral en Durham, Carolina del Norte, la ciudad donde vivimos. Nos tocaba recorrer, con un viento polar en contra y una incesante amenaza de llovizna, unos cuarenta apartamentos de bajos ingresos, esparcidos a lo largo de varias hectáreas, tratando de asegurar que sus habitantes –que ya habían sido previamente contactados dos veces– acudieran ese día a las urnas. Comprobamos quiénes habían sufragado (la mayoría), dejamos material electoral en las viviendas donde nadie respondía y, en un caso, conseguimos transporte para una mujer negra que no iba a votar y que finalmente lo hizo por Obama.
Podría pensarse que tal resultado, un solitario voto nuevo después de horas de impenitente trabajo, no valió la pena. Pero de no haber hecho nosotros esa peregrinación, se hubiera perdido aquel voto, aquella voz de apoyo a Obama, aquel repudio de las mentiras y arrogancia de Romney. Una situación similar a la nuestra, el rescate de un elector y otro y otro más, se estaba reiterando en miles de miles de sitios en Ohio, Virginia, Nevada, Colorado, Iowa, Wisconsin, New Hampshire, los estados que Obama ganó pese a una propaganda millonaria y una situación económica precaria. Fueron pequeños esfuerzos como el nuestro, multiplicados y repetidos y machacados en una réplica casi infinita, lo que aseguró la victoria.
Mientras íbamos con Angélica de una puerta a otra, subiendo y bajando escaleras y cruzando desolados parajes entre los edificios de apartamentos, recordábamos otros “puerta a puerta” en que habíamos participado, en las campañas de Salvador Allende entre 1958 y 1973, la lucha contra el miedo durante la dictadura de Pinochet que culminó en el plebiscito de 1988, el penoso restablecimiento de la democracia en Chile en 1990. Sobre todo, nos pusimos a rememorar –una buena manera de combatir el frío de Carolina del Norte– una noche en agosto de 1964 que pasamos en la casa de Allende mismo, convidados por sus hijas, Taty e Isabel, para armar listas de votantes que había que trasladar desde localidades del sur a sus lugares de sufragio en el norte (y viceversa), identificando a quienes necesitaban ayuda para poder votar. A la madrugada, entró Allende y saludó al grupo de jóvenes, desparramados con apuntes y papeles en la alfombra debajo de cuadros de Matta y Guayasamín y un grabado de Miró.
–Hola, muchachos –nos dijo–. Veo que están ocupados, así que no los molesto.
Venía de recorrer poblaciones y campos, con el polvo de Chile en sus zapatos y fatiga en los ojos, una fatiga que sin embargo relucía de alegría, sabiendo que tantos jóvenes como nosotros nos desvivíamos por su victoria. Ese año, no ganó. Pero no fue un trabajo en vano: seis años más tarde, en 1970, conquistó la Presidencia.
Y ahora estábamos Angélica y yo nuevamente dando lo que podíamos en un mundo donde Allende estaba muerto y Barack Obama, con todos sus errores e imperfecciones, representaba la mínima esperanza de un mundo mejor. Asegurando, como tantas décadas atrás, que un voto más siempre importa, siempre importa la pequeña voz de cada pequeño ser humano.
Si en algo falló Obama en su primer período, fue olvidar en demasía esas voces, confiar en que era posible hacer cambios significativos en un país regido por una plutocracia y paralizado por un sistema político disfuncional sin acudir al poder persuasivo del pueblo.
Ojalá en los cuatro años venideros, Obama retenga la lección que aprendió durante su última campaña electoral. Ojalá que cada día, antes de comenzar su ardua jornada en la Casa Blanca, se ponga a recorrer, por lo menos en su mente y quizás en su corazón, los millones de puertas que están esperándolo, que se abrieron como una dulce tormenta durante estas elecciones y que volverán a abrirse una y otra y otra vez para darle una bienvenida de viento y sol si está dispuesto a viajar con sus conciudadanos hacia un mundo más justo y bello.
* Escritor chileno. Su último libro es Entre sueños y traidores: Un striptease del exilio.
08/11/12 Página|12
GB
Por Ariel Dorfman *
Son muchos los comentaristas que aseguran que la reelección de Barack Obama se debió a la Frankenstorm, el huracán que azotó la Costa Este de los Estados Unidos una semana antes de los comicios. Y es cierto que la megatormenta atormentó a Romney a la vez que infligía dolor a millones de norteamericanos: el tema político del día dejó de ser la débil recuperación económica norteamericana y pasó a centrarse en el rol que el gobierno debe y puede tener ante una crisis gigantesca (lo opuesto a la tesis de los republicanos, que quieren privatizar todo, incluida la ayuda ante las catástrofes), y permitió al presidente mostrar su liderazgo.
Pero la verdadera tormenta que salvó a Obama fue otra. A riesgo de parecer lírico y hasta utópico, me permito declarar que fue la gente, una tempestad humana, una hojarasca de millones de activistas, lo que permitió la victoria del presidente afroamericano.
Mi propia limitada experiencia lo comprueba.
Durante interminables horas del día de la votación, mi mujer Angélica y yo hicimos un modesto trabajo electoral en Durham, Carolina del Norte, la ciudad donde vivimos. Nos tocaba recorrer, con un viento polar en contra y una incesante amenaza de llovizna, unos cuarenta apartamentos de bajos ingresos, esparcidos a lo largo de varias hectáreas, tratando de asegurar que sus habitantes –que ya habían sido previamente contactados dos veces– acudieran ese día a las urnas. Comprobamos quiénes habían sufragado (la mayoría), dejamos material electoral en las viviendas donde nadie respondía y, en un caso, conseguimos transporte para una mujer negra que no iba a votar y que finalmente lo hizo por Obama.
Podría pensarse que tal resultado, un solitario voto nuevo después de horas de impenitente trabajo, no valió la pena. Pero de no haber hecho nosotros esa peregrinación, se hubiera perdido aquel voto, aquella voz de apoyo a Obama, aquel repudio de las mentiras y arrogancia de Romney. Una situación similar a la nuestra, el rescate de un elector y otro y otro más, se estaba reiterando en miles de miles de sitios en Ohio, Virginia, Nevada, Colorado, Iowa, Wisconsin, New Hampshire, los estados que Obama ganó pese a una propaganda millonaria y una situación económica precaria. Fueron pequeños esfuerzos como el nuestro, multiplicados y repetidos y machacados en una réplica casi infinita, lo que aseguró la victoria.
Mientras íbamos con Angélica de una puerta a otra, subiendo y bajando escaleras y cruzando desolados parajes entre los edificios de apartamentos, recordábamos otros “puerta a puerta” en que habíamos participado, en las campañas de Salvador Allende entre 1958 y 1973, la lucha contra el miedo durante la dictadura de Pinochet que culminó en el plebiscito de 1988, el penoso restablecimiento de la democracia en Chile en 1990. Sobre todo, nos pusimos a rememorar –una buena manera de combatir el frío de Carolina del Norte– una noche en agosto de 1964 que pasamos en la casa de Allende mismo, convidados por sus hijas, Taty e Isabel, para armar listas de votantes que había que trasladar desde localidades del sur a sus lugares de sufragio en el norte (y viceversa), identificando a quienes necesitaban ayuda para poder votar. A la madrugada, entró Allende y saludó al grupo de jóvenes, desparramados con apuntes y papeles en la alfombra debajo de cuadros de Matta y Guayasamín y un grabado de Miró.
–Hola, muchachos –nos dijo–. Veo que están ocupados, así que no los molesto.
Venía de recorrer poblaciones y campos, con el polvo de Chile en sus zapatos y fatiga en los ojos, una fatiga que sin embargo relucía de alegría, sabiendo que tantos jóvenes como nosotros nos desvivíamos por su victoria. Ese año, no ganó. Pero no fue un trabajo en vano: seis años más tarde, en 1970, conquistó la Presidencia.
Y ahora estábamos Angélica y yo nuevamente dando lo que podíamos en un mundo donde Allende estaba muerto y Barack Obama, con todos sus errores e imperfecciones, representaba la mínima esperanza de un mundo mejor. Asegurando, como tantas décadas atrás, que un voto más siempre importa, siempre importa la pequeña voz de cada pequeño ser humano.
Si en algo falló Obama en su primer período, fue olvidar en demasía esas voces, confiar en que era posible hacer cambios significativos en un país regido por una plutocracia y paralizado por un sistema político disfuncional sin acudir al poder persuasivo del pueblo.
Ojalá en los cuatro años venideros, Obama retenga la lección que aprendió durante su última campaña electoral. Ojalá que cada día, antes de comenzar su ardua jornada en la Casa Blanca, se ponga a recorrer, por lo menos en su mente y quizás en su corazón, los millones de puertas que están esperándolo, que se abrieron como una dulce tormenta durante estas elecciones y que volverán a abrirse una y otra y otra vez para darle una bienvenida de viento y sol si está dispuesto a viajar con sus conciudadanos hacia un mundo más justo y bello.
* Escritor chileno. Su último libro es Entre sueños y traidores: Un striptease del exilio.
08/11/12 Página|12
GB
No hay comentarios:
Publicar un comentario