martes, 27 de noviembre de 2012
Las flores resistentes, por Juan Diego Incardona
La historia, guaraní, cuenta que Anahí era la india más fea de la tribu, pero que su voz era hermosa. Cuando cantaba, los árboles abrían las hojas y las piedras se desenterraban solas. Vivía en una choza a orillas del río Paraná, hasta que llegaron los invasores y arrasaron las tribus. Entonces, Anahí fue llevada prisionera. Una tarde, aprovechando el sopor de la siesta, trató de escapar, pero el centinela se despertó de pronto. Con los pies de nuevo en la selva, la sangre de la india hervía deseos de libertad y, defendiéndose, mató a su enemigo clavándole un puñal en el pecho. El grito moribundo alertó a los otros guardias, quienes salieron a perseguirla. Finalmente, la atraparon y, en venganza, le impusieron como castigo la muerte en la hoguera. La ataron a un árbol e iniciaron las llamas. Al principio, el fuego no quería quemarla, sólo buscaba cortezas y hojas secas de los alrededores. Los soldados se empecinaron y le untaron el cuerpo con grasa. Entonces, ante los ojos sorprendidos de sus verdugos, Anahí y el árbol empezaron a fundirse en un nuevo ser, mitad vegetal, mitad humano, sin vestigios de heridas o quemaduras. A la mañana siguiente, los soldados descubrieron que el árbol se había transformado por completo, que había cambiado sus hojas y que de ellas colgaban, como racimos, montones de flores rojas.
Muchos años después, el 2 de diciembre de 1942, estas flores serían declaradas Nacionales de Argentina, por Decreto N°138.974. Registradas con el mismo nombre que el árbol, se las conoce como seibos o flores de seibo.
Anahí...
recuerdan acaso tu inmensa bravura, reina guaraní
Anahí,
indiecita fea de la voz tan dulce como el aguaí.
Anahí, Anahí,
tu raza no ha muerto, perduran sus fuerzas en la flor rubí.
(Osvaldo Sosa Cordero, “Anahí”, fragmento)
La literatura argentina no se ha ocupado demasiado de ellas, salvo algunas excepciones, como en los poemas de Rafael Obligado, poeta que pasó su infancia en Paraná y quien fuera autor de Santos Vega y parte del grupo fundador de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.
Tu “flor de caña”,/ ¡oh plácido amigo!/ no tuvo unos ojos/ más negros y lindos,/ que cierta morocha/ del suelo argentino/ llamada… su nombre;/ jamás lo he sabido;/ mas tiene unos labios/ de un rojo tan vivo/ difúndese de ella/ tal fuego escondido,/ que aquí en la comarca,/le dan, los vecinos,/por único nombre,/”la flor de Seibo”… (Rafael Obligado, “La flor del seibo”, fragmento)
Yo tengo mis recuerdos asidos a tus hojas/ yo te amo como se ama la sombra del hogar / risueño compañero del alma de mi vida / seibo esplendoroso del regio Paraná… (Rafael Obligado, “El seibo”, fragmento)
Pero igual que en otras literaturas, tal vez la flor que ha tenido mayor presencia en poemas y relatos de nuestra tradición es la rosa, esa misma flor que ya aparece en la Biblia y en las mitologías, tanto en la mano de una de las Tres Gracias como en los collares que usan los católicos para rezarle a la Virgen María: el Rosario. Es justamente en una ciudad llamada Rosario donde se enarbola por primera vez la Bandera Nacional, el 27 de febrero de 1812.
Desde El Asno de Oro de Apuleyo, donde un borrico se vuelve hombre al comer rosas, hasta El nombre de la Rosa, de Humberto Eco, la rosa aparece una y otra vez en la literatura universal. Para el modernismo fue un símbolo:
Mes de rosas. Van mis rimas/ en ronda, a la vasta selva,/ a recoger miel y aromas/ en las flores entreabiertas./Amada, ven… (Rubén Darío, “Primaveral”)
En Argentina, aunque también aparece humanizada o divinizada, carnal o platónica, como en el poema de Borges (“La rosa”), donde dice “La que siempre está sola/ la que siempre es la rosa de las rosas,/ la joven flor platónica,/ la ardiente y ciega rosa que no canto,/ la rosa inalcanzable”, la rosa adquiere propiedades particulares, una versión local que agrega, a la belleza, fortaleza, y que destacan dos autores: Roberto Arlt y Raúl González Tuñón.
En Los siete locos y Los Lanzallamas, de Arlt, el protagonista principal, Erdosain, mientras participa de una sociedad secreta y delirante que planea la revolución, se obsesiona por conseguir, mediante electroquímica y galvanoplastia, la rosa de cobre.
Se toma una rosa —explica Erdosain— y se la sumerge en una solución de nitrato de plata disuelto en alcohol. Luego se coloca la flor a la luz que reduce el nitrato a plata metálica, conductora de corriente. Luego se trata por el común procedimiento de galvanoplastia. La flor queda convertida en una rosa de cobre.
En la década del ´30, González Tuñón publica La Rosa Blindada, un libro de poemas en homenaje a la insurrección obrera de Asturias, en una España amenazada por el fascismo. El título aludía a la necesidad de que la cultura fuera usada como un arma en las luchas sociales y políticas.
“El morir por la revolución existe, es un hecho favorable.
Nosotros sabemos lo que se debe saber.
De todas maneras cada semana la flor anuncia un constante recuerdo.
Si está sola su insistente perfume se reparte y murmura:
Camaradas, vosotros estáis ahí.”
Estas versiones locales que dotan a las flores con la fuerza de la resistencia, adquieren mayores sentidos, cuando uno las pone bajo la luz de la Historia. Ya en la década del 60, “La Rosa Blindada”, sería el nombre de una de las revistas y editoriales de izquierda más importantes de nuestro país, dirigida por José Luis Mangieri.
Y así comienzan los sueños de esta comunidad, entre flores, evocando.
A las rosas de cobre y acero de nuestra literatura, hechas para resistir tormentas y largos inviernos, que han crecido a orillas de los ríos que alguna vez obsesionaron a Sarmiento y Alberdi. Allí están —como acostumbraban a decir Borges y Bioy Casares al quejarse del peronismo—, para siempre. Tenemos Rosas para siempre.
AGENCIA PACO URONDO,
GB
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario