lunes, 22 de octubre de 2012

RODOLFO KUSH II


“Haber perdido la impaciencia”
Por Rodolfo Kusch *

Cuando se viaja desde Abra Pampa hacia el oeste se sigue un largo camino que sube una lomada y de pronto se topa uno con el pueblo de Cochinoca. Las casas se desparraman a lo largo de un cerro y entre ellas aparecen las iglesias. Hacia el fondo se extiende un llano y a lo lejos se levantan las lomadas de la Puna. Cuando se llega, se encuentra uno con gestos de sorpresa y el típico recelo con que es recibido el forastero. Cuando pudimos lograr alguna comunicación nos llevaron a recorrer el pueblo. Supimos así de la proximidad de la fiesta de Santa Bárbara, de la migración de sus habitantes, de la penuria de reunir el agua durante el año y de muchas cosas más. Por supuesto, cuando nos disponíamos a volver hubo que llevar gente a Abra Pampa. Así conocimos a Mamaní, un viejito flaco, de piel arrugada, vestido con sombrero y traje y gestos vitales y rápidos. Nos había dicho que iba a llevar un bultito y cuando vino trajo dos corderos cuarteados para venderlos en Abra Pampa. En el camino hablamos de adivinación. Sospeché que conocería algo de adivinación boliviana, pero el viejito se escurría con toda habilidad. Se diría que desconfiaba de nosotros.

Cuando llegamos a Abra Pampa lo dejamos en el mercado. Luego lo vimos una vez más, caminaba con gesto apesadumbrado. Me quedó la preocupación sobre lo que le pudo haber ocurrido, quizás algún desencuentro, o alguna mala venta. Un hombrecito como Mamaní daba la idea de lo que es una vida atrapada por la Puna. Seguramente tendría una manada de corderos, viviría en una casa de adobe donde haría sus rituales propiciatorios y se tomaría al fin de la semana algunos vinos. Cuando volvíamos rumbo al sur pensamos qué significa vivir en América. O mejor se trata de preguntar algo más. Decir que vivimos en América el viejito y yo sería demasiado superficial. La pregunta iría a algo más profundo, ¿qué había de común entre la vida de ese viejito y la mía?

Si analizamos su vida que consiste sólo en llevar el cordero cuarteado para vender o en llamarse Mamaní, o en habitar desde hace tiempo en Cochinoca, evidentemente no habría nada en común. Al fin y al cabo, yo vivo en la ciudad, me dedico a escribir, soy profesor y vivo en una casa de ladrillos, no tengo nada que ver con Mamaní. Es más, infiltramos entre él y nosotros una cierta evolución en el tiempo que nos distancia considerablemente. Hacia nosotros crece la civilización y hacia Mamaní decrece, y en el medio se dan varios siglos de heroicos inventos y de grandes conquistas logradas por la humanidad. Pero, aunque nos cuenten todo eso, no puedo evitar la intuición de que entre el viejito y yo hay algo en común. Para encontrar esto habrá que dejar de lado los esquemas y las ideas hechas y obrar un poco como hace el filósofo: seguir la intuición para lograr al cabo de una reflexión, seguramente incómoda, lo que hay de común entre ambos. En suma, ¿qué es eso de vivir los dos en América y qué tenemos en común? Si con la primera pregunta me refiero a un simple episodio, con la segunda trato de encontrar el sentido mismo de la vida, que va más allá de América.

Claro que no se trata del estilo de vivir, porque en ese sentido se puede pensar que vivir es otra cosa. Si fuera por el estilo, creemos que lo hay en Jujuy o en Buenos Aires. Ahí, en cada esquina tenemos una cigarrería, un almacén, vamos al cine, al concierto y nos bañamos con frecuencia. Por ese lado perdemos a Mamaní. Pero ¿en qué queda entonces la intuición de que entre él y uno mismo hay algo en común? Preguntar así significa entrar en el secreto mismo de la vida, ya no en América sino en general. Pero aquí entramos en las tinieblas. ¿Sabemos acaso qué es vivir? Vivir es una condición atávica condicionada por milenios de vida de la humanidad pero que no conocemos. ¿Lo sabrá Mamaní? Puede ser.

Recuerdo un brujito muy simpático que en Tihuanaco me había realizado varios rituales propiciatorios, tal como hacen los aymaras. Mi impaciencia ciudadana me hacía preguntarle por qué hacía tal cosa y por qué hacía tal otra. Al principio me contestaba fabulando motivaciones en las cuales él no creía, pero, como yo insistía, se limitó a decir en aymara: Ucamau mundajja: “El mundo así es”. Decir “así es el mundo” significaba abstenerse de encontrar causas. Pero significa también haber perdido la impaciencia y aceptar la realidad en su verdadera constitución. Pensemos que el mundo moderno no está muy lejos de esa misma actitud. Cuando la física moderna descubrió que no podían determinarse las causas de los fenómenos, los científicos se limitaron a la simple descripción de los mismos. Es una forma de decir “así es” al fenómeno físico. Pero claro está que si empleamos el término “así es” para determinar lo que hay de común entre Mamaní y uno mismo, no significa que estemos diciendo algo. Pero he aquí el problema: ¿podemos decir algo de lo que hay en común?

Juzgamos la vida un poco por lo que ella manifiesta. Si Mamaní hubiera tocado el erque en Cochinoca nos habría llamado la atención, ya que en la gran ciudad eso no se hace, pero tampoco en Cochinoca se daría un concierto de violín. Decir que la vida es esto o aquello encierra un margen de miedo. ¿Será que el vivir mismo se da antes que el gesto, en un área misteriosa? Si se da en el misterio no sabremos qué decir, y si no sabemos qué decir entramos en el silencio. Detrás del gesto, del erque, del violín y aún de la palabra, está el silencio, y en ese silencio se abre un largo camino que se interna en el misterio. Ahí no cabe otra cosa que decir “así es”, y decir así es una explicación por el silencio. ¿Y nada más? Pues le parece poco. Decir “así es” es aceptar el misterio del vivir mismo y hacer esto es reconocer nada menos que la duda del porqué se ha venido al mundo. Es el misterio de una misión que no conocemos, pero tomando la palabra “misterio” en el sentido griego, como mystés, el guía, que nos lleva por corredores ignotos. La noche oscura de San Juan de la Cruz o la tortura filosófica de enfrentar un silencio donde nada determinamos.

Pero ahí mismo se adivina esa comunidad de estar todos en lo mismo, donde yo y Mamaní nos fundimos. Es el milagro de estar, antes de ser. El fondo común, antes de que yo me llame Kusch y el hombrecito Mamaní. Es un área no pensada e imposible de pensar. El silencio en suma, y detrás del silencio quizá un símbolo: quizá los dedos de la divinidad, la misma que estuvo arrugando los cerros: una vida realmente en común, la mía, la del viejito y la de la Puna, y todos en silencio.

* Artículo publicado por primera vez en San Salvador de Jujuy, el 25 de junio de 1988, bajo el título “Cuando se viaja desde Abra Pampa”, en edición controlada por Salma Haidar. Reeditado por la revista Kiwicha Cultural del Mundo Andino, en 1996, y rescatado en la sección “Textos olvidados” del sitio web Temakel (http://www.temakel.com/texolkusch.htm)

18/10/12 Página|12

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