El 7D y lo que está en disputa
Por Ricardo Forster
La matriz despolitizadora ampliamente desparramada en escala planetaria por la forma neoliberal del capitalismo no sólo capturó el imaginario de amplios sectores medios de la sociedad sino que, también, caló muy hondo en las tradiciones provenientes del progresismo e, incluso, en quienes se referenciaban en las matrices de la izquierda y de lo nacional popular. Uno de los rasgos sobresalientes, sobre el que todavía no se ha escrito demasiado, es la mutación que se operó, en el interior de esos círculos, en relación directa con la idea de “democracia”. Asfixiados por una atmósfera de época que parecía traer sólo aires viciados por el “triunfo” neoliberal, incapaces de digerir el bocado en mal estado del derrumbe de las ideas igualitaristas y profundamente desconcertados por la implosión, desde el propio interior, de las experiencias mal llamadas socialistas, una amplia generación de intelectuales, de hombres y mujeres provenientes de militancias antiburguesas pasaron, casi de la noche a la mañana, de ser críticos de la democracia formal a convertirse en sus adoradores más fervorosos, contribuyendo a lo que el filósofo francés Jacques Rancière llamaba la “democracia vivida como medio ambiente”.
Una naturalización acrítica que hizo oídos sordos a la escisión, cada día más honda, entre los engranajes democrático-republicanos y la cuestión social. Las dos últimas décadas del siglo veinte fueron la etapa más desigual, en cuanto a la distribución de la riqueza, de la historia de América latina mientras, por esas paradojas extrañas, la mayoría de los países regresaba al Estado de derecho y abandonaba la noche dictatorial. Muchos de los otrora defensores del estatalismo, los viejos cultores de concepciones intervencionistas e igualitaristas, se pasaron, sin escrúpulos, al bando de los ideólogos del fin de la historia, de la economía global de mercado y del consensualismo liberal republicano.
El peronismo, en su versión menemista, constituyó el ejemplo acabado de esa mutación que sería acompañada por una parte sustancial del progresismo que apenas si movilizó sus recursos críticos para cuestionar, no el dominio neoliberal, sino las falencias republicanas del gobierno encabezado por el otrora émulo de Facundo Quiroga. Los medios de comunicación hegemónicos acompañaron estos travestismos y multiplicaron su capacidad de incidencia al mismo tiempo que avanzaron en el control monopólico de viejos y nuevos medios vinculados a las decisivas transformaciones tecnológicas que caracterizaron el fin de siglo pasado. La nueva ley de servicios audiovisuales buscó romper con esa hegemonía antidemocrática.
Pero el hueso sigue siendo duro de roer y los intereses que se defienden cuantiosos no sólo en su aspecto económico sino también en su dimensión político-cultural. Se trata de la disputa por el sentido común, la opinión pública y la producción de nuevas subjetividades.
Para muchos exponentes de esa generación, detrás de ellos quedaban el horror, la muerte y la derrota que fueron asociados al fracaso estrepitoso de una visión de la historia que ya no se correspondía con el mundo real afirmado, de un modo que asumía la perspectiva de la eternidad, en la estética de la sociedad de consumo y en la proliferación universal de una nueva forma de subjetividad autorreferencial y atravesada de lado a lado por la fascinación consumista.
Junto con la emergencia del individuo hedonista (al menos como experiencia real de quienes quedaban dentro del sistema y como deseo insatisfecho de aquellos otros que eran excluidos de los llamados mercantiles al goce) se pulverizaron las prácticas anticapitalistas y se expulsaron por anacrónicas y vetustas las ideas que siguieran insistiendo con proyectos alternativos al de un modelo de gestión de la sociedad que se ofrecía como triunfante y definitivo.
En todo caso, lo que quedaba para quienes no se resignaban a ser parte de la masa acrítica de consumistas alienados pero gozosos, era el distanciamiento crítico, la escritura testimonial y, claro, el más allá de la política. Nunca como en los noventa estuvieron más alejados los incontables de la historia, ampliamente marginados de la fiesta posmoderna, de los forjadores profesionales de ideas que, en su etapa anterior, habían contribuido con ahínco a reafirmar las virtudes míticas de aquellos mismos que, en el giro despiadado de la actualidad neoliberal, serían despojados incluso hasta de su memoria insurgente. La figura del intelectual, otrora imponente y desafiante, dilapidó sus herencias y sus virtudes al precio del acomodamiento académico o de la espectacularización mediática. Tiempo de ostracismo para aquellos otros que no se resignaban a convertirse en coreógrafos de la escenificación del fin de la historia.
Una de las consecuencias más significativas y difíciles de remover de la hegemonía neoliberal sobre la vida de nuestras sociedades fue la pérdida de espesor a la hora de intentar pensar críticamente el estado de las cosas diluyendo lo que, durante gran parte de la experiencia moderna, había sido el complejo entramado entre mundo de ideas, experiencia social y actuación política.
En el giro del capitalismo de la segunda mitad del siglo veinte hacia lo que el pensador francés Guy Debord denominó “la sociedad del espectáculo”, lo que se expandió de manera inconmensurable fue, precisamente, el poder de los lenguajes comunicacionales que fueron ocupando con sistemático empeño cada rincón de la trama cultural incidiendo, como nunca antes, en la construcción de las nuevas formas de subjetividad bajo la premisa, nunca explicitada, de darle sustento discursivo y relato legitimador al sistema económico dominante.
23/10/12 Tiempo Argentino
(CONTINUA)
GB
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