sábado, 16 de marzo de 2019

RADAR LIBROS 10 de marzo de 2019 La osadía del desborde

Los hechos de la Semana Trágica se iniciaron el 7 de enero de 1919 en los portones de la empresa Sociedad Hierros y Aceros Limitada de Vasena e Hijos, ubicada en el barrio sur de Buenos Aires, cuando una huelga que llevaba ya un largo mes de duración alcanzó su momento crítico. Ese día, el enfrentamiento entre un piquete de huelguistas y los matones al servicio de la empresa dejó cuatro muertos y cuarenta heridos. Al día siguiente las centrales sindicales decretaron el paro general. El cortejo fúnebre de los primeros caídos, una vez arribado al Cementerio de la Chacarita, fue atacado por una partida policial y hubo más muertos. De allí en más, en Buenos Aires, la vida se volvió muy precaria en tanto las barricadas y los tiroteos detuvieron el funcionamiento urbano por completo. En verdad, lo que sucedió no puede ser entendido de otro modo más que como una desordenada y ubicua insurrección urbana. Pero una vez que la policía quedó desbordada, y también desorientado su accionar, el ejército se hizo cargo de la represión, auxiliado por brigadas homicidas conformadas por jóvenes de clase alta. Al cabo de la semana las bajas eran incontables: entre setecientos y mil trescientos muertos, más de dos mil heridos, y hasta treinta mil detenidos en cuarteles, comisarías y cruceros acorazados, así como en la isla Martín García. A Pedro Vasena, el dueño de la fábrica, se le había reclamado la reducción de la jornada laboral de 11 a 8 horas y la implementación del descanso dominical. Era poco. Su tozuda y pertinaz incapacidad para desandar posiciones, su endiablado afán de codicia y su infinita soberbia había logrado que la ciudad se incendiara.
¿Cómo era el paisaje después de la batalla? Había restos de barricadas en las calles, amén de regueros de sangre todavía visibles. Unos dos mil faroles y lamparitas públicas habían sido cegadas por menores de edad –hondas y piedras–. No quedaba adoquín que estuviera en su lugar. Múltiples fogatas en las esquinas consumían la basura acumulada –la tempera-tura se mantuvo en 35 grados durante la entera semana–. Las casillas de madera próximas a la fábrica Vasena, escenario de tiroteos dia-rios, estaban acribilladas a balazos –muchos murieron por causa de “balas perdidas”–. Carros, tranvías y subterráneos –en cesación absoluta mientras duró el combate– recién comenzaban a aventurarse por las calles, y también reabrían sus puertas restaurants, cines y teatros. Por un tiempo la mala fama acompañó a los comerciantes de la Capital, puesto que habían especulado grandemente con la falta de mercadería, inflando los precios, incluyendo los de la leche para los niños. En fin, todo era ruina y azoramiento, y poco consuelo resultaba saber ahora que el patrón de la fábrica Vasena había aceptado al fin el pliego de condiciones que el sindicato le había presentado siete días antes y al que Vasena había calificado de “arrogante petitorio”. Todavía pasarían días y días hasta que los miles de arrestados volvieran a sus casas, una vez que el Gabinete Dactiloscópico de la policía de la ciudad y la Sección Orden Social terminaran de ficharlos y abrirles prontuario. Los únicos satisfechos eran los agentes de policía, a quienes el Poder Ejecutivo Nacional les concedió un aumento de sueldo –en plena faena represiva– a título de “justo estímulo”. En cambio, a quienes recorrían dependencias policiales y hospitales públicos preguntando por los suyos no se les dijo lo que el comisario José Romariz dejaría asentado en 1952, al publicar sus recuerdos de la semana sangrienta: “Esos elementos fueron incinerados, ahora todos son cenizas”.

Los protagonistas de los sucesos, aquellos que tuvieron mayor influencia y poder, no pudieron sino responder a su naturaleza: audacia, irreductibilidad y valentía desesperada por parte de los anarquistas, vacilaciones en la dirección del Partido Socialista, miopía y mezquindad de los dueños de industrias, a lo que se suma el grotesco de la escena parlamentaria, oscilante entre la inacción y la afirmación de la razón de Estado. Gastaron las horas chicaneándose entre bancadas mientras la ciudad se deslizaba hacia la furia, el estruendo y la matanza. En cuanto a los diarios nacionales, su papel fue lamentable. Exigieron orden a toda costa y se dedicaron a trompetear la xenofobia. Suscitarían aversión retrospectiva de no ser porque la figura del “mal inmigrante” sigue estando vigente. Se habló de “elementos perniciosos”, de “sujetos de razas inferiores que hablan en lenguajes exóticos”, de “escoria de viejas naciones europeas”, de “deshechos sociales arrojados a estas playas”, y también, de boca de un diputado de la nación –Horacio Oyhanarte–, de “tentáculos extraídos de la sombra”. Los periódicos le recordaron a la Dirección de Migra-ciones que existía un “decreto estatal de profilaxis” y que era imperioso el “saneamiento de la inmigración”. Algún diario aludió a los huelguistas en tanto “mendigos, vagos, delincuentes profesionales”, en tanto la popular revista Caras y Caretas optó por llamarlos “elementos indesiderables” (sic). El eco de aquellas palabras no se perdería en el tiempo. Se lo escucha aún en nuestros días.
Fueron días y noches enormes y atroces –toda la semana–, pero hubo uno particularmente pródigo en espantos e impiedades. El sábado 10 de enero de 1919, al cual poco después el diario Die Presse evocaría como “El día de los asaltos y la noche de las hogueras”. Veinte años después, en la Alemania nazi, a eso se lo llamaría “Kristallnacht”. En los días previos, cuando ya era evidente que los negocios no abrirían sus persianas, que los trabajadores no asumirían sus labores habi-tuales y que la policía no podía hacer frente a lo que el diputado nacionalista Manuel Carlés calificó como “desborde de la osadía”, varios personajes connotados organizaron una “Comisión Pro-Defensores del Orden”, con el objetivo de proteger los bienes propios y de hacer frente a huelguistas y a “bolshevikis”. Pronto lograron congregar a unos 500 jóvenes –y otros no tan jóvenes– que por aquellos días fueron mencionados en los diarios como “Guardias Cívicos”, y a quienes, por orden del jefe de policía, les fueron entregados revólveres marca Colt. Según los diarios, se trataba de “elementos distinguidos”, “caballeros conocidos”, “personas calificadas”. Aquel sábado saldrían de safari y para dedicarse al pillaje, a incendiar, a devastar, y a disparar a mansalva y aplicar luego el tiro de gracia, y casi todo ello lo hicieron en el Barrio del Once, o “Pequeña Rusia”, como también se lo conocía. Era lugar de residencia de la comunidad israelita. De modo que lo sucedido fue una cacería. Nada de ello pasó desapercibido –los diarios lo informaron en abundancia–. Que los sucesos dramáticos de ese día hayan sido olvidados –olvido “oficial”, olvido en los textos escolares, olvido de los historiadores– ha de haber sido por causa de un pacto implícito. Demasiada gente –entre los de la casta política y los de la clase bien, que muchas veces resultan ser los mismos– tenía interés en que “eso”, salir a cazar y matar judíos, fuera olvidado.
¿Qué es lo que fue “eso”? Básicamente, hordas de señores y señoritos lanzados a destruir todo aquello que aparentara ser ruso –o sea, judío–, de modo que se saqueó y se incendió tanto hogares como locales y bibliotecas de la comunidad, y fueron arrojados por las ventanas de las casas asaltadas enseres, cuadros, libros, ropa, documentos, y con todo ello se encendieron hogueras. Hombres y mujeres fueron arrastrados por las calles y golpea-dos con saña, en tanto niños perdidos daban vueltas en círculos, vagando entre la destrucción y las lágrimas. Fotografías de las víctimas publicadas en revistas bien conocidas y apenas un mes después muestran los estragos, sobre todo las perdurables marcas escarlatas en brazos y espaldas, consecuencia del impacto sobre los cuerpos de los golpes dados con la plana de las espadas, y eso en los casos afortunados en que los sablazos no produjeron mutilaciones en el acto, o bien la muerte. De otras vejaciones que recayeron sobre hombres y niños, y de las violaciones padecidas por las mujeres, los afectados hicieron silencio, por vergüenza e impotencia, y por no tener a quien recurrir para contar su pena o pedir justicia.
No cabe considerar el atropellar de estos “cosacos” únicamente como efecto de ideologías “de derecha”, y tampoco el contexto mundial –la guerra civil en Rusia y el alzamiento de la izquierda espartaquista en Alemania, que coincidió con los sucesos de Buenos Aires– explica nada. Los hechos sucedieron en la Argentina y entre los participantes había pistoleros que respondían al comité capital de la Unión Cívica Radical. El grito de guerra de los atacantes, “¡Mueran los judíos! ¡Mueran los maximalistas!”, asentado por el testigo presencial Juan Carulla en sus memorias, Al filo del medio siglo, podrá haber sido dicho en muchos lenguajes y en otros sitios antes, pero se lo gritó en castellano y en esta ciudad, y varios de los agresores portaban banderas argentinas. Tanta fue la conmoción, y el peligro aún subyacente, que el día 14 de enero diversas organizaciones israelitas hicieron pegar un afiche en las paredes de la ciudad alertando contra el peligro de la xenofobia, que fue contestado por otro afiche firmado por un Comité Pro-Argentinidad: “Que caiga sobre los judíos la execración pública”.
Una vez aquietada la violencia y recogidos los cadáveres, la bancada de legisladores radicales soslayó los pedidos de informes sobre el pogrom. Había basura para ocultar bajo la alfombra. Piénsese que hasta la Federación Universitaria Argentina, de simpatías yrigoyenistas, el 17 de enero emitió una declaración desagradable, por no decir penosa y brutal: “El movimiento que se inició en Buenos Aires revistió características subversivas, revelando la existencia en el seno de la sociedad argentina de gérmenes nocivos, arribaron a nuestras playas hombres con taras morales, lo que revela la necesidad de seleccionar al extranjero que ingresa a nuestro país”. Nunca han faltado los políticos locales, y no sólo miembros de partidos minúsculos, que repiten estas ideas, y a veces concitan audiencia e importantes canales de difusión. Siempre aluden a una sustancia indefinida que estaría siendo amenazada, el “sentimiento de argentinidad”. Por entonces, en el Congreso de la Nación, y una vez sofocada la rebelión, el diputado Horacio Oyhanarte, de la Unión Cívica Radical, reclamó la palabra en el recinto y esto es lo que dijo: “Pido un voto de aplauso, un voto de argentino, un voto macho para los conscriptos y los vigilantes”. Ni una palabra sobre los sucesos del barrio del Once.
 Durante mucho tiempo no hubo mucho saber sobre la Semana Trágica de 1919, no más de lo que los periódicos anarquistas si-guieron denunciando y de lo que se transmitía oralmente entre las víctimas y entre adherentes a las ideas libertarias. Y así siguió sucediendo por cuatro décadas: casi ningún libro, testimonios dispersos, insuficiente ensamblaje de datos dispersos. Los hechos parecían sentenciados a perpetuarse en el pie de página, como misterios del subsuelo. Hubo, sí, un casi inmediato testimonio lite-rario de lo acontecido, un cuento publicado por Arturo Cancela –”Una semana de holgorio”–, notable en sí mismo, pero recién en la década de 1960 se darían a conocer un artículo informado de Nicolás Babini y un relato de David Viñas, así como el primer libro que intentó esclarecer los hechos, escrito por Julio Godio. Más adelante llegarían los estudios de Edgardo Bilsky y Horacio Silva, así como la imprescindible recopilación de textos y testimonios de la época hecho por Beatriz Seibel, y ya casi era el año 2000. Pero en verdad ya existía un testimonio, el más significativo de todos, un libro titulado Koshmar –Pesadilla–, publicado en 1929 y en lengua idish. Transcurriría medio siglo hasta que se tradujera al castellano. El autor se llamaba Pinie Wald, periodista de una publicación judía y hombre de ideas socialistas, quien inverosímilmente fue acusado por la policía de ser el “Presidente de la Repú-blica Maximalista Americana”. Su libro es una crónica del asalto a las casas y comercios de judíos, y también de su propio martirio, pues fue arrestado y torturado. Quien lo lea sólo deseará poder cerrar los ojos.
Pinie Wald describe las emociones del momento: desconcierto y pánico en una ciudad silente y a oscuras, sin orden de tránsito, con automóviles incendiados y tiroteos dispersos. Todo sucede en la comisaría ubicada en la calle Lavalle, entre Paso y Pueyrredón, donde aún permanece. Una vez arrestado –también su novia, Rosa Weinstein–, y acusado de conspiración, junto a otros dos compañeros, supuestos expertos en el armado de “máquinas infernales” y también supuestamente habituados a mantener relaciones con “mujeres de mala vida”, Pinie Wald fue inte-rrogado y torturado entre cuatro paredes, sin que pudiera entender la locura que se había abalanzado sobre su vida. Otro de los arrestados, inculpado de ser su “Ministro de Guerra”, fue descrito por los diarios: “Su rostro es del tipo de degenerado: nariz larga, cara angulosa, labios gruesos”. Es típico: la fisiognomía del “extranjero” que tanto gusta a policías y periodistas y que habilita la subsi-guiente denigración del cuerpo, pues en a-quellos días se humilló, se torturó y se mató. Pinie Wald entiende muy bien quién era él a los ojos de sus captores: “Yo era el otro, el extranjero, el innombrable, el distinto”. Lo que siguió al primer amedrentamiento fue la ofensa, la crueldad, la venganza de clase, la exposición del cuerpo torturado a la mirada de “personajes importantes”, el despojo de toda consideración humana. Cuando se está sometido a la arbitrariedad de la mazmorra la mente vuela como un pájaro enloquecido y quizás por eso la forma que Pinie Wald eligió –o bien la única que pudo– para contar los sucesos sea el delirio de la memoria –”pensé que la realidad era increíble”-, la cual sin embargo necesita dar forma a un testimonio. La esperanza recién se restablece con la aparición en escena del diputado socialista Alfredo Palacios y de un delegado de la FORA, la central sindical anarquista. Es un momento de epifanía en medio de la desolación: la aparición de “miradas fraternas” contrapuestas a las ojeadas duras o festivas de sus martirizadores. Antes de salir de la comisaría, Pinie Wald observa a sus compañeros de infortunio: ensangrentados, deformes, sucios, aterrorizados. “Parecían máscaras”. Es que les habían quitado el rostro.
Asombra que una matanza de tal magnitud haya podido ser absorbida por el sistema político argentino sin más y sin que hubiera asunción alguna de responsabilidades. No hubo juicios ni comisiones investigadoras. Sencillamente, la conmoción pública, los enfrentamientos, las balaceras con armas cortas y largas, y también con ametralladoras, la cacería de judíos en barrios del centro de la ciudad, la quema y destrucción de locales sindicales y de imprentas anarquistas, los despojos de carne tirados por las calles, todo ello se disolvió de la memoria de los porteños, como si se hubiera tratado, apenas, de un mal sueño, por más que al despertar todavía estuvieran a la vista los signos de la destrucción, como ci-catrices que por un tiempo perduran en la piel de los atormentados. Eso mismo, la capacidad de solapar o hacer desvanecer los desastres, las sevicias, las injurias, las cace-rías de carne humana, en fin, las grandes culpas estatales, es la marca de identidad de la larga tradición argentina de exterminios y fratricidios. El signo de Caín sin duda es universal –ubicuo y móvil–, pero cada una de sus manifestaciones específicas es propia e intransferible, y conduce a una pregunta que ningún futuro puede abolir: ¿sobre qué materia espiritual se asienta una nación cuyo devenir implicó desbarrancar a miles –miles de miles– de muertos en fosas carentes de cruz o nombre? El aliento de esta pregunta esfíngida alcanza incluso a quienes aún no han nacido.

RADAR LIBROS 10 de marzo de 2019 Koshmar, el libro de la semana trágica Una semana de cien años

Hace cien años, durante los sucesos de enero de 1919 conocidos como la Semana Trágica, un inmigrante polaco que residía en Buenos Aires desde 1906 y trabajaba como periodista en diarios de la comunidad judía fue detenido y torturado, acusado de ser el presidente del “Soviet argentino”. Pinie Wald pudo salvar su vida, fue liberado y diez años después publicaría Koshmar (Pesadilla), una crónica de los sucesos escrita en lengua ídish, y que, en opinión de algunos críticos y escritores, se puede leer como un legítimo antecedente del nuevo periodismo. En 1987 fue vertido del ídish al castellano por Simja Sneh para una colección de crónicas judeoargentinas, y en 1998 Pedro Orgambide volvió a publicarlo en la editorial Ameghino. En conmemoración de los cien años de la Semana Trágica, Astier Libros presenta una edición crítica de Koshmar –con textos de Perla Sneh, Gabriel Lerman, Herman Schiller, Christian Ferrer, Katherine Dreier y Alejandro Kaufman– que rescata su carácter totalmente original de texto urgente inmerso en un universo cultural bastante desconocido aún hoy y, a la vez, indaga en los conflictos sindicales y sociales y la brutal represión que comenzó en los Talleres Vasena y culminó, en un paroxismo de violencia y odio, en el primer pogrom de la Argentina.
Leer hoy Koshmar –Pesadilla– de Pinie Wald, al calor de los debates actuales, significa renovar la posibilidad de aventurarnos a un diálogo con un universo cultural que pocos conocen. A Koshmar no le han faltado lecturas. Existen variados y sugestivos trabajos sobre el texto, sobre su inserción en la escena sociopolítica de comienzos del siglo XX, sobre sus huellas en la memoria argentina, sobre si se trató o no de un pogróm y, en caso de serlo, sobre la reacción de la comunidad y sus modos de conmemoración (o no) de los hechos. Los énfasis difieren: sociológico, histórico, ideológico, comunitario; rara vez literario, salvo por la definición del género en que el escrito de Wald debiera ubicarse. En enero de 2019, a cien años de los terribles sucesos que Wald insistió en no olvidar, aún se discute si Koshmar es novela o crónica o ambas. Hay quien considera a Wald un precursor de Rodolfo Walsh y un pionero del género testimonial. Hay quien ve en el texto un preludio de lo que más tarde se llamará “non fiction”. Hay quienes abordan el texto sin detenerse, siquiera, en el hecho de que no fue escrito originalmente en castellano. 
Reparemos, entonces, en algo que suele pasarse por alto –quizás por las mismas razones que relegaron los hechos narrados al olvido–: Pinie Wald es, ante todo, un escritor judío y escribe en ídish. Desconectar el escrito de Walsh de la cultura en la que arraiga –y en la que fue tan activo– es despojarlo de sustancia viva, momificarlo. Más citada que leída, Koshmar –esta Pesadilla– merece una consideración atenta, que la redima de los realismos ideológicos de uno u otro tenor, que secuestran –y empobrecen– tantas de sus lecturas.
Leer a Wald desgajado de su contexto lingüístico cultural puede ser un modo de repudiar una experiencia que bien podríamos llamar –si hiciera falta definirla– vanguardista: la de un lector comprometido con una lectura que es, en sí, un modo de militancia, una verdadera vanguardia de lectura. No siempre erudito, esclarecido ni ilustrado, el lector al que Wald –y tantos otros– se dirigía es, sí, un lector inquieto, ávido, un lector que intuye los poderes de la letra y busca en ella las cifras de su existencia.
En esta herencia se inscribe este texto, que permaneció ajeno a la lengua argentina hasta que, en 1987 el escritor Simja Sneh la traduce al castellano –con el título de Pesadilla– como parte de una selección que integra el volumen Crónicas judeoargentinas – Los pioneros en ídish. 1890-1944 (Bs.As. AMIA). En 1998, el escritor Pedro Orgambide lo reedita bajo el título Pesadilla: Una novela de la Semana Trágica. 
Wald habla de cosas de las que no queremos saber nada: la pobreza de los inmigrantes, la desconfianza de los nativos, los ecos que llegan de Europa y su efervescencia política, los pogroms, el antisemitismo, la desesperación de una comunidad que no sabe para dónde correr. Como Balzac, Wald se ocupa de asuntos tenebrosos. Quizás por eso son pocos los que pueden leer a Wald sin hacer una tesis; leerlo, es decir, dejarse tocar por la angustia que transmite, por esa música de fondo que es su ídish: 
En mi cabeza resonaban estas frases: “el dictador”... “el presidente”... “la bomba”... yo había bebido sangre... como señal del juramento que había prestado para hacerme cargo del liderazgo del levantamiento... de pronto sentí punzada, como de agujas, en la parte hinchada de mi rostro: Mi boca ensangrentada había explotado: ¡Estallé en risas! 
Estas palabras hablan de días de salvajismo y atropello que arrancaron en la Sociedad Hierros y Aceros Limitada de Vasena e Hijos, cuyos obreros reclamaban reducir la jornada de once a ocho horas y un descanso dominical. 
Para la historiografía anarquista, la Semana Trágica es, junto con el ajusticiamiento de Ramón L. Falcón, un jalón imprescindible de su historia, pero las referencias al pogromo son mínimas, apenas un epifenómeno de la represión. Para la derecha nacionalista, la Semana trágica es la prueba más cabal del complot judeo-bolchevique. Todavía en 1986, Rivanera Carlés afirmaba que había sido fruto de una conspiración del “judaísmo internacional”. La “actividad” fue calificada, en su momento, por La Nación como “errada pero bienintencionada”. En los años ‘60, se rescata la memoria de la Semana Trágica en el marco de los debates del momento a la luz de sucesos como el Cordobazo y el resurgimiento del movimiento obrero
Cargada de inquietud y sospecha, la retórica de Wald, en cambio, parece invocar una especie de reiterado dejá-vu. Porque si bien Wald no precisa andar explicando en qué consiste su judaísmo –o para el caso, su argentinidad– como tantos se ven llevados a hacer hoy en día, tampoco desconoce lo que el nombre judío implica. Quizás sea precisamente por eso, por ese no desconocimiento, que Wald reivindica el valor de la escritura como arma, un arma que permite, en medio de la catástrofe, establecer genealogías que otorguen un sentido a la memoria y ayuda a establecer la continuidad histórica de una comunidad amenazada.  
A cien años de esa Semana Trágica, ahora que la historia ha agregado nuevos pliegues a esa amenaza, ahora que los caprichos filosóficos decretan giros conservadores y la academia declara la cancelación de algunas modernidades, el texto de Wald debe releerse con cuidado porque hay miradas que persisten, inalteradas. Si en el siglo XX los judíos eran sospechados de revolucionarios y subversivos, hoy, en el XXI, lo son de ser representantes de las fuerzas más retrógadas. Sin embargo, aún en la diversidad de los escenarios, la sospecha permanece, inalterada: una conjura judía, todopoderosa, ubicua, impiadosa. Si no son Los Protocolos... es el Mossad, pero el complot no cede. No faltan quienes, imbuidos de ese humanismo abstracto que tanto parece imponerse, invisibilizan, por momentos, la figura de los judíos tras la de los ciudadanos, incluyéndolos en la igualdad republicana mientras que, al mismo tiempo, excluyen de la retórica nacional la inquietante diferencia judía. Esa diferencia con la que nunca se sabe qué hacer. Esa diferencia que empapa las palabras de esta Pesadilla.

LAS12 15 de marzo de 2019 Las lenguas del paro

COSAS VEREDES | Un recuento que de ningún modo se pretende exhaustivo de las muchísimas manifestaciones que se multiplicaron por el mundo el pasado 8M, jornada histórica donde mujeres, lesbianas, trans y travestis salieron a las calles con diversas consignas y un común denominador: el miedo va a cambiar de bando.
En Karachi, Pakistán. En Lausana, Suiza. En Tegucigalpa, Honduras. En Melbourne, Australia. En La Paz, Bolivia. En Phnom Penh, Camboya. En Yakarta, Indonesia. En Nairobi, Kenia. En Monrovia, Liberia. En Ciudad de México, Santiago de Chile, El Salvador, Sao Paulo, Lima, San José de Costa Rica, Quito, Asunción, Bogotá. En Bruselas, Oslo, Dublín, Roma. En Atenas, en Kiev. En San Petersburgo, en Lisboa… En fin, portodas las latitudes, a lo largo y ancho del mundo, mujeres, lesbianas, trans y travestis salieron a las calles el pasado viernes, histórico 8M, en pacífico reclamo por temas largamente pendientes: aunque con variantes según las urgencias de cada lugar, la equidad y el fin de la violencia machista fueron las grandes banderas de la jornada; también el derecho al aborto, acabar con la bendita brecha salarial, la educación libre de contenido sexista, romper el infame techo de cristal, no más explotación, basta de femicidios.   
A modo de caprichoso recuento: en Estambul, una multitud se congregó en la avenida Istiklal en una protesta (contra las políticas del gobierno islamista) que había sido prohibida por Recep Tayyip Erdogan. “No tenemos miedo”, rezaban los carteles de quienes se manifestaban en forma ordenada y festiva, e igualmente fueron violentamente dispersadas con gases lacrimógenos y balas de goma por la policía turca. En Kiev, las ucranianas mantuvieron las pancartas en alto mientras recibían las provocaciones de grupos de derecha, que se hicieron presentes con el único propósito de amedrentarlas. En Malina, miles de filipinas dijeron basta a las políticas macho-fascistas del presidente Rodrigo Duterte, asegurando las activistas que los casos de violencia y abuso sexual contra las mujeres crecieron un 153 por ciento durante su gobierno. En Nueva Delhi, mujeres indias protestaron contra la violencia doméstica y la discriminación salarial. En Seúl, Corea del Sur, se hicieron presentes las brujitas con look temático que denunciaron la caza o persecución sistemática contra el movimiento feminista.
“Mujeres del mundo, luchemos juntas”, aclamaban las parisinas reunidas en la Plaza de la República, mientras otras se trasladaban a la embajada de Arabia Saudita para demandar la liberación de activistas presas que luchan, entre otras cosas, por el derecho a manejar. En Berlín, varios centenares se dieron cita en Alexanderplatz en un día que es, a partir de este año, feriado local. En Hamburgo, mientras tanto, las Femen derribaron un portón de Herbertstrasse por el que se ingresa al barrio rojo de la urbe: “Ni fronteras ni burdeles” decían las pintadas sobre las espaldas descubiertas de las muchachas. En Brixton, UK, hubo una caminata en honor a las invisibilizadas mujeres africano-caribeñas que lucharon por los derechos civiles y por la igualdad de género en Gran Bretaña.  
“Nos quitaron tanto que nos quitaron el miedo”, se leía en algunos carteles que sostenían españolas de todas las edades, razas, religiones, profesiones en un día de huelga (laboral, de cuidados y de consumo), manifestaciones y concentraciones por la equidad, contra la violencia machista, contra la brecha salarial. Y de cara a las elecciones generales del 28 de abril, contra el ascendente partido de ultraderechas Vox, cuyas rancias políticas piden derogar la Ley de Violencia de Género, suprimir organismos feministas, eliminar el aborto de la sanidad pública. Solo entre Madrid, Valencia y Barcelona, se estima que a razón de 800 mil españolas salieron a las calles en una jornada decididamente multitudinaria.
Vale decir que muchas monjitas españolas se sumaron a la huelga feminista reclamando que se acaben “los techos de cristal dentro y fuera de iglesia”. Cabe presumir que a ellas tampoco les habrá caído en divina gracia el provocador mensaje del Papa Francisco que celebró “el valor de donarse” (sic) de las mujeres, la forma en que “embellecen el mundo”. No tan alejado al tono elegido por Vladimir Putin para referirse al Día Internacional de la Mujer: aplaudió cómo ellas “logran encargarse del hogar y aun así permanecer bellas y encantadoras”, y posando a caballo (ahorrándonos el torso desnudo, por fortuna) junto a policías montadas, se despachó con pregunta y respuesta: “¿Qué necesita una chica joven para mantener su figura? Tres cosas: una máquina para entrenar, un masajista y un pretendiente”. Ajá. 
Párrafo aparte amerita el caso argelino. En un clima francamente esperanzador, el pasado 8M significó para lxs argelinxs su tercer viernes consecutivo de protestas masivas contra el régimen de Abdelaziz Buteflika, que aspira a ganar las presidenciales por quinta vez consecutiva. “El ambiente es precioso. Butef había prohibido las manifestaciones en Argel en 2001. Solo llevaba dos años en el poder y ya prohibió manifestarse. Convirtió la república en una especie de monarquía donde los asuntos de Estado parecen asuntos de familia”, explicaba una activista, a la par que otra se alegraba de que la marcha coincidiera con el Día Internacional de la Mujer “porque solo cuando llegan las mujeres, comienza la revolución”. “Sin igualdad no hay libertad”, destacó la abogada y escritora feminista Wassyla Tamzali, de 78 años: “Es preciso que las jóvenes reclamen, al mismo tiempo que la democracia, el derecho a la igualdad en el divorcio, a la herencia, a libertad sexual… Mi generación no creyó que era posible la equidad”. Da sus más justificadas razones: “Las mujeres combatieron en el maquis durante la guerra de la independencia. Pero ellos llegaron al poder y se olvidaron de ellas. Después, tras la guerra con los islamistas en los noventa, ellos cogieron el poder en nombre de los derechos de las mujeres. ¿Y qué hicieron? Nada. Hablan de libertades, pero después asumen la sharia, la ley islámica. El artículo primero de la nueva Constitución tiene que decir que todos los seres somos iguales en derechos y libertades, sin ninguna restricción. El islam debe adaptarse a eso. Y no al revés”.

LAS12 15 de marzo de 2019 OBJETIVO EN FOCO

RESCATES | El libro Desde la Cuba revolucionaria: Feminismo y marxismo en la obra de Isabel Larguía y John Dumoulin, de Mabel Bellucci y Emmanuel Theumer (Clacso 2018), investiga el empeño que, en 1969, la dupla intelectual y política Larguía/Dumoulin, puso en la teorización marxista y feminista sobre el trabajo doméstico. En cambio, este artículo, armado con datos biográficos extraídos del propio libro, recupera la vocación y oficio de Isabel Larguía como documentalista, un perfil poco conocido de nuestra valiosa teórica feminista latinoamericana.
En 1932, Isabel nació en Rosario, la ciudad puerto. Los Larguía eran terratenientes vinculados a la concentración de estancias y fundación de pueblos en la provincia de Santa Fe. De adolescente se trasladó a Buenos Aires a estudiar como pupila en el Michael Ham, un colegio católico de monjas pasionistas y bilingüe. John Dumoulin,su compañero afectivo e intelectual de los últimos treinta años de vida de ella,graduado en Letras en la Universidad de Harvard y también radicado en la isla antes de la revolución, recuerda los inicios de la formación artística de Isabel: “Siendo joven ella se fue interesando cada vez más en serio en el tema del cine…En aquella época no se podía hacer una verdadera formación sistemática cinematográfica en Argentina sin probar antes Europa y, en particular, Francia.”
Por esta razón, en 1956, Larguía se radicó en París. Tiempo después de su arribo, allí se vinculó afectivamente con Ángel Elizondo, el famoso mimo y actor argentino. Ambos tenían la misma edad, 24 años, y una historia personal que por momentos coincidía. Isabel se encontraba desde hacía un año en la ciudad, intentando ingresar como estudiante regular del Idhec (Institut des Hautes Études Cinématographiques),creado en 1943 por Marcel L’Herbier <https://es.wikipedia.org/wiki/Marcel_L%27Herbier>. Ser mujer hizo peligrar su admisión: tuvo que asistir en calidad de oyente durante varios meses hasta lograr su objetivo. Para Elizondo, Isabel representaba una gran promesa cinematográfica latinoamericana. Sin embargo, ella abandonó la profesionalización en cine por la lucha política. Según su opinión, Isabelintensificó su compromiso comunista en París por sus vínculos con profesores, militantes en la clandestinidad, intelectuales latinoamericanos y, en especial, con cubanos bajo el contexto de la guerra de Argelia contra la colonización francesa. Mientras que su vínculo con el feminismo lo llevó consigo desde Rosario. Sus convicciones se radicalizaron, además, por la hostilidad vivida cuando le impidieron ser estudiante regular de dirección de cine. 
Ahora bien, entre el grupo selecto de amistades que cultivaba Isabel se encontraba Joris Ivens, realizador holandés de cine documental, de quien fue discípula. Este cineasta formado junto con Serguéi Eisenstein y Robert Flaherty tuvo como colaboradores a Ernest Hemingway y Orson Welles <https://es.wikipedia.org/wiki/Orson_Welles>. Ivens, como admiraba la garra cinematográfica de Isabel, la postuló a una beca de especialización como camarógrafa de guerra en la República Democrática Alemana (RDA), más precisamente en Berlín Este, durante la Guerra Fría. 
En 1961, un acontecimiento histórico resultó para ella una oportunidad que cambió su vida para siempre: la invasión de mil quinientos militares-mercenarios –muchos de ellos cubanos contrarrevolucionarios patrocinados por el gobierno de los Estados Unidos– que desembarcaron en Playa Girón y Playa Larga, en Bahía de Cochinos. Los comunistas alemanes la enviaron de inmediato a Cuba para filmar esa coyuntura, pero llegó tarde, ya que la acción acabó en menos de sesenta y cinco horas al ser derrotados los invasores por las fuerzas del gobierno de Fidel Castro y el propio pueblo cubano. Hay que recordar que ese año fue decisivo para la isla: Fidel se asumió como marxista-leninista y la Revolución, inicialmente de carácter nacionalista y antiimperialista, selló su carácter socialista. Este clima la llevó a decidir a quedarse en ese país con una revolución en curso, con sus palmeras, el ron, la proximidad al mar y un clima de ideas eufórico por los agitados debates políticos anticapitalistas.Al tiempo, Isabel conoció a John Dumoulin.Sin demasiadas vueltas, entre ellos venció el amor y la producción intelectual. Así, desde La Habana, a inicios de 1969 esta pareja comenzó a difundir su primer manuscrito, una teorización marxista y feminista del trabajo doméstico,titulado «Por un feminismo científico»el cual será editado hacia 1971 por Casa de Las Américas. El esfuerzo teórico que pergeñaron estuvo dirigido a comprender las modalidades de explotación que atañen a las mujeres, así como las posibles alternativas emancipatorias. Ambos parecían tener el carácter suficiente para activar políticamente en un proceso revolucionario de increíble impacto en América Latina y el mundo. 
Pronto Isabel comenzó a trabajar en el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (Icaic). Pronto también, Ivens y otros cineastas extranjeros simpatizantes de la revolución fueron invitados por este Instituto a pasar una larga estancia de trabajo en la isla. Posiblemente haya sido Larguía quien propuso su nombre, a sabiendas de los logros que se obtendría de inmediato, pues recordemos que había sido su mentor. Sin dudarlo, Ivens se lanzó a filmar antes a la Milicia Popular que al Ejército Rebelde, con el fin de retratar el carácter eminentemente popular del pronunciamiento. Sus dos documentales, realizados en 1961, fueron Carnet de viaje y Pueblo en armas, este últimorelacionado a las milicias populares compuestas por campesinos y obreros cubanos. Ambos, son considerados como cruciales para la cultura audiovisual de la isla dado su alto valor histórico. Entre 1967 y 1968,Entre 1967 y 1968, Isabel acompaño, como documentalista, a losvoluntarios cubanos que lucharon por la independencia de la colonia
portuguesa de Guinea Bissau.Intentó hacer lo mismo contra Somozaen Nicaragua, pero fue privada de su libertad. También en Nicaraguaparticipó en el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN). Del mismo modo en el Congo.
Tiempodespués, trabajó como realizadora de documentales en los Estudios
Cinematográficos de la Televisión de La Habana. Hacia fines de octubre de 1980, se produjo un éxodo en masa de cubanos quienes partieron del Puerto de Mariel hacia los Estados Unidos. Esta fugamultitudinaria se la conoció como “el éxodo de Mariel”. Su origen estaba dadopor el asalto a la embajada del Perú (un país con el que se mantenía relaciones tensas) por parte de un grupo de civiles a bordo de un autobús público. El objetivo era entrar al recinto y solicitar asilo político. De acuerdo a las palabras del documentalista y fotógrafo, Sebastián Elizondo, hijo de Isabel “ella estuvo filmando en ambos lados del conflicto para el Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT). Considero que ese material debe existir aún en los archivos de la televisión cubana”. Para él, tanto éstos como los de Guinea Bissau fueron los más importantes en la obra fílmica de su madre. 
Por último, cabe recordar que, en 1982, publicó un ensayo «La mujer en los medios audiovisuales»,a partir del cual desde una óptica feminista abordó la ausencia de sus congéneres en el mundo del cine y del documental. Este trabajo fueeditado por la Universidad Autónoma de México (UAM).
El camino difícil y largo que hace muchos años abrió en Cuba Isabel Larguía, después de Sara Gómez,la primera mujer negra que realizó un largometraje, y otras queignoramos, tienen sus seguidoras, aun cuando crece el número no son tantas todavía. Cabría preguntarse qué de las obras de ambas dialogan con lo que se está produciendo hoy en el cine, en el documental y en la ficción por parte de las realizadorascubanas.

RECORDATORIOS 16 de marzo de 2019 Los recordatorios de hoy sábado16 de marzo

Guillermo Barbano, Oscar Daniel Berroeta, Eleonora Liliana Cristina de Domínguez, Nelly Carmen Godoy
Desde hace 30 años, Página/12 publica a diario los recordatorios de los desaparecidos y las desaparecidas que sus familias y amigos acercan a nuestra redacción en cada aniversario. Con el mismo compromiso que hemos asumido en todos estos años, ahora también tienen un lugar en nuestra web.




 Los recordatorios se reciben en medios@pagina12.com.ar 

SOCIEDAD 15 de marzo de 2019 · Actualizado hace 11 hs Opinión “Seño, me olvidé el cuaderno”

Imagen: DyN
“Seño, me olvidé el cuaderno”, fue la frase más escuchada en las aulas de la ciudad de Buenos Aires desde que comenzó el año escolar. Los maestros y las maestras sabemos que, en realidad, las familias no tienen plata para los útiles. Los niños y las niñas saben que lo sabemos. Sin embargo preferimos esa “mentira piadosa” al dolor de asumir que una familia no puede comprarle un cuaderno o una cartuchera a sus hijos. 
“Profe, no traje el delantal porque no se me secó”, es otra disculpa repetida en las escuelas. Muchas veces lxs niñxs optan por pasar como olvidadizos antes que comentar que sus familias no tienen dinero.
Terminó la primera semana de clases “sin conflictos”, según los gobernantes y algunos medios hegemónicos porque desconocen que la política económica del gobierno es la que produce la frase del título de esta nota. 
Cuando se acaba el interés espasmódico de los medios de comunicación por la educación, quedan los verdaderos conflictos educativos: la falta de útiles, la preocupación y ocupación por el conocimiento, por las raciones de comida, por las vacantes, por las netbooks, por los libros y por la hora en la que se sirve el desayuno.
Cuando se termina ese periodo de “caza mediática” de docentes, que incluye al Presidente en cadena hablando de “pruebas estandarizadas” con resultados escritos de antemano en los que, si se mejora, es gracias al gobierno, pero si se empeora es por culpa de los docentes; cuando se apagan las cámaras de TV y descansan los trolls, quedan ese vínculo inquebrantable entre las familias y la escuela y el compromiso de resolver el “seño, me olvidé el cuaderno” de todos los días. 
Por eso, las y los docentes los esperamos este sábado, a las 15, en el “Festival por la Educación Pública”, en Parque Patricios, donde recibiremos donaciones de útiles escolares y guardapolvos para las escuelas de la Ciudad.
Porque cuando estos funcionarios y sus “intratables animales sueltos” sean solo un mal recuerdo, la historia de amor entre la comunidad educativa y los docentes, esa que logró evitar el cierre de las escuelas nocturnas y del Lactario del Ramos Mejía, seguirá escribiéndose en las aulas, en las calles y en los corazones. 
Lxs esperamos. 
¡Viva la Educación Pública!
Secretario General de UTE y Gremial de CTERA

LA ENTREVISTA EN PRIMERA PERSONA

en 2003 para repasar su gestión al frente del Poder Ejecutivo entre 1983 y 1989. Aquí, un extracto con lo mejor de ese encuentro.