Los hechos de la Semana Trágica se iniciaron el 7 de enero de 1919 en los portones de la empresa Sociedad Hierros y Aceros Limitada de Vasena e Hijos, ubicada en el barrio sur de Buenos Aires, cuando una huelga que llevaba ya un largo mes de duración alcanzó su momento crítico. Ese día, el enfrentamiento entre un piquete de huelguistas y los matones al servicio de la empresa dejó cuatro muertos y cuarenta heridos. Al día siguiente las centrales sindicales decretaron el paro general. El cortejo fúnebre de los primeros caídos, una vez arribado al Cementerio de la Chacarita, fue atacado por una partida policial y hubo más muertos. De allí en más, en Buenos Aires, la vida se volvió muy precaria en tanto las barricadas y los tiroteos detuvieron el funcionamiento urbano por completo. En verdad, lo que sucedió no puede ser entendido de otro modo más que como una desordenada y ubicua insurrección urbana. Pero una vez que la policía quedó desbordada, y también desorientado su accionar, el ejército se hizo cargo de la represión, auxiliado por brigadas homicidas conformadas por jóvenes de clase alta. Al cabo de la semana las bajas eran incontables: entre setecientos y mil trescientos muertos, más de dos mil heridos, y hasta treinta mil detenidos en cuarteles, comisarías y cruceros acorazados, así como en la isla Martín García. A Pedro Vasena, el dueño de la fábrica, se le había reclamado la reducción de la jornada laboral de 11 a 8 horas y la implementación del descanso dominical. Era poco. Su tozuda y pertinaz incapacidad para desandar posiciones, su endiablado afán de codicia y su infinita soberbia había logrado que la ciudad se incendiara.
¿Cómo era el paisaje después de la batalla? Había restos de barricadas en las calles, amén de regueros de sangre todavía visibles. Unos dos mil faroles y lamparitas públicas habían sido cegadas por menores de edad –hondas y piedras–. No quedaba adoquín que estuviera en su lugar. Múltiples fogatas en las esquinas consumían la basura acumulada –la tempera-tura se mantuvo en 35 grados durante la entera semana–. Las casillas de madera próximas a la fábrica Vasena, escenario de tiroteos dia-rios, estaban acribilladas a balazos –muchos murieron por causa de “balas perdidas”–. Carros, tranvías y subterráneos –en cesación absoluta mientras duró el combate– recién comenzaban a aventurarse por las calles, y también reabrían sus puertas restaurants, cines y teatros. Por un tiempo la mala fama acompañó a los comerciantes de la Capital, puesto que habían especulado grandemente con la falta de mercadería, inflando los precios, incluyendo los de la leche para los niños. En fin, todo era ruina y azoramiento, y poco consuelo resultaba saber ahora que el patrón de la fábrica Vasena había aceptado al fin el pliego de condiciones que el sindicato le había presentado siete días antes y al que Vasena había calificado de “arrogante petitorio”. Todavía pasarían días y días hasta que los miles de arrestados volvieran a sus casas, una vez que el Gabinete Dactiloscópico de la policía de la ciudad y la Sección Orden Social terminaran de ficharlos y abrirles prontuario. Los únicos satisfechos eran los agentes de policía, a quienes el Poder Ejecutivo Nacional les concedió un aumento de sueldo –en plena faena represiva– a título de “justo estímulo”. En cambio, a quienes recorrían dependencias policiales y hospitales públicos preguntando por los suyos no se les dijo lo que el comisario José Romariz dejaría asentado en 1952, al publicar sus recuerdos de la semana sangrienta: “Esos elementos fueron incinerados, ahora todos son cenizas”.
Los protagonistas de los sucesos, aquellos que tuvieron mayor influencia y poder, no pudieron sino responder a su naturaleza: audacia, irreductibilidad y valentía desesperada por parte de los anarquistas, vacilaciones en la dirección del Partido Socialista, miopía y mezquindad de los dueños de industrias, a lo que se suma el grotesco de la escena parlamentaria, oscilante entre la inacción y la afirmación de la razón de Estado. Gastaron las horas chicaneándose entre bancadas mientras la ciudad se deslizaba hacia la furia, el estruendo y la matanza. En cuanto a los diarios nacionales, su papel fue lamentable. Exigieron orden a toda costa y se dedicaron a trompetear la xenofobia. Suscitarían aversión retrospectiva de no ser porque la figura del “mal inmigrante” sigue estando vigente. Se habló de “elementos perniciosos”, de “sujetos de razas inferiores que hablan en lenguajes exóticos”, de “escoria de viejas naciones europeas”, de “deshechos sociales arrojados a estas playas”, y también, de boca de un diputado de la nación –Horacio Oyhanarte–, de “tentáculos extraídos de la sombra”. Los periódicos le recordaron a la Dirección de Migra-ciones que existía un “decreto estatal de profilaxis” y que era imperioso el “saneamiento de la inmigración”. Algún diario aludió a los huelguistas en tanto “mendigos, vagos, delincuentes profesionales”, en tanto la popular revista Caras y Caretas optó por llamarlos “elementos indesiderables” (sic). El eco de aquellas palabras no se perdería en el tiempo. Se lo escucha aún en nuestros días.
Fueron días y noches enormes y atroces –toda la semana–, pero hubo uno particularmente pródigo en espantos e impiedades. El sábado 10 de enero de 1919, al cual poco después el diario Die Presse evocaría como “El día de los asaltos y la noche de las hogueras”. Veinte años después, en la Alemania nazi, a eso se lo llamaría “Kristallnacht”. En los días previos, cuando ya era evidente que los negocios no abrirían sus persianas, que los trabajadores no asumirían sus labores habi-tuales y que la policía no podía hacer frente a lo que el diputado nacionalista Manuel Carlés calificó como “desborde de la osadía”, varios personajes connotados organizaron una “Comisión Pro-Defensores del Orden”, con el objetivo de proteger los bienes propios y de hacer frente a huelguistas y a “bolshevikis”. Pronto lograron congregar a unos 500 jóvenes –y otros no tan jóvenes– que por aquellos días fueron mencionados en los diarios como “Guardias Cívicos”, y a quienes, por orden del jefe de policía, les fueron entregados revólveres marca Colt. Según los diarios, se trataba de “elementos distinguidos”, “caballeros conocidos”, “personas calificadas”. Aquel sábado saldrían de safari y para dedicarse al pillaje, a incendiar, a devastar, y a disparar a mansalva y aplicar luego el tiro de gracia, y casi todo ello lo hicieron en el Barrio del Once, o “Pequeña Rusia”, como también se lo conocía. Era lugar de residencia de la comunidad israelita. De modo que lo sucedido fue una cacería. Nada de ello pasó desapercibido –los diarios lo informaron en abundancia–. Que los sucesos dramáticos de ese día hayan sido olvidados –olvido “oficial”, olvido en los textos escolares, olvido de los historiadores– ha de haber sido por causa de un pacto implícito. Demasiada gente –entre los de la casta política y los de la clase bien, que muchas veces resultan ser los mismos– tenía interés en que “eso”, salir a cazar y matar judíos, fuera olvidado.
¿Qué es lo que fue “eso”? Básicamente, hordas de señores y señoritos lanzados a destruir todo aquello que aparentara ser ruso –o sea, judío–, de modo que se saqueó y se incendió tanto hogares como locales y bibliotecas de la comunidad, y fueron arrojados por las ventanas de las casas asaltadas enseres, cuadros, libros, ropa, documentos, y con todo ello se encendieron hogueras. Hombres y mujeres fueron arrastrados por las calles y golpea-dos con saña, en tanto niños perdidos daban vueltas en círculos, vagando entre la destrucción y las lágrimas. Fotografías de las víctimas publicadas en revistas bien conocidas y apenas un mes después muestran los estragos, sobre todo las perdurables marcas escarlatas en brazos y espaldas, consecuencia del impacto sobre los cuerpos de los golpes dados con la plana de las espadas, y eso en los casos afortunados en que los sablazos no produjeron mutilaciones en el acto, o bien la muerte. De otras vejaciones que recayeron sobre hombres y niños, y de las violaciones padecidas por las mujeres, los afectados hicieron silencio, por vergüenza e impotencia, y por no tener a quien recurrir para contar su pena o pedir justicia.
No cabe considerar el atropellar de estos “cosacos” únicamente como efecto de ideologías “de derecha”, y tampoco el contexto mundial –la guerra civil en Rusia y el alzamiento de la izquierda espartaquista en Alemania, que coincidió con los sucesos de Buenos Aires– explica nada. Los hechos sucedieron en la Argentina y entre los participantes había pistoleros que respondían al comité capital de la Unión Cívica Radical. El grito de guerra de los atacantes, “¡Mueran los judíos! ¡Mueran los maximalistas!”, asentado por el testigo presencial Juan Carulla en sus memorias, Al filo del medio siglo, podrá haber sido dicho en muchos lenguajes y en otros sitios antes, pero se lo gritó en castellano y en esta ciudad, y varios de los agresores portaban banderas argentinas. Tanta fue la conmoción, y el peligro aún subyacente, que el día 14 de enero diversas organizaciones israelitas hicieron pegar un afiche en las paredes de la ciudad alertando contra el peligro de la xenofobia, que fue contestado por otro afiche firmado por un Comité Pro-Argentinidad: “Que caiga sobre los judíos la execración pública”.
Una vez aquietada la violencia y recogidos los cadáveres, la bancada de legisladores radicales soslayó los pedidos de informes sobre el pogrom. Había basura para ocultar bajo la alfombra. Piénsese que hasta la Federación Universitaria Argentina, de simpatías yrigoyenistas, el 17 de enero emitió una declaración desagradable, por no decir penosa y brutal: “El movimiento que se inició en Buenos Aires revistió características subversivas, revelando la existencia en el seno de la sociedad argentina de gérmenes nocivos, arribaron a nuestras playas hombres con taras morales, lo que revela la necesidad de seleccionar al extranjero que ingresa a nuestro país”. Nunca han faltado los políticos locales, y no sólo miembros de partidos minúsculos, que repiten estas ideas, y a veces concitan audiencia e importantes canales de difusión. Siempre aluden a una sustancia indefinida que estaría siendo amenazada, el “sentimiento de argentinidad”. Por entonces, en el Congreso de la Nación, y una vez sofocada la rebelión, el diputado Horacio Oyhanarte, de la Unión Cívica Radical, reclamó la palabra en el recinto y esto es lo que dijo: “Pido un voto de aplauso, un voto de argentino, un voto macho para los conscriptos y los vigilantes”. Ni una palabra sobre los sucesos del barrio del Once.
Durante mucho tiempo no hubo mucho saber sobre la Semana Trágica de 1919, no más de lo que los periódicos anarquistas si-guieron denunciando y de lo que se transmitía oralmente entre las víctimas y entre adherentes a las ideas libertarias. Y así siguió sucediendo por cuatro décadas: casi ningún libro, testimonios dispersos, insuficiente ensamblaje de datos dispersos. Los hechos parecían sentenciados a perpetuarse en el pie de página, como misterios del subsuelo. Hubo, sí, un casi inmediato testimonio lite-rario de lo acontecido, un cuento publicado por Arturo Cancela –”Una semana de holgorio”–, notable en sí mismo, pero recién en la década de 1960 se darían a conocer un artículo informado de Nicolás Babini y un relato de David Viñas, así como el primer libro que intentó esclarecer los hechos, escrito por Julio Godio. Más adelante llegarían los estudios de Edgardo Bilsky y Horacio Silva, así como la imprescindible recopilación de textos y testimonios de la época hecho por Beatriz Seibel, y ya casi era el año 2000. Pero en verdad ya existía un testimonio, el más significativo de todos, un libro titulado Koshmar –Pesadilla–, publicado en 1929 y en lengua idish. Transcurriría medio siglo hasta que se tradujera al castellano. El autor se llamaba Pinie Wald, periodista de una publicación judía y hombre de ideas socialistas, quien inverosímilmente fue acusado por la policía de ser el “Presidente de la Repú-blica Maximalista Americana”. Su libro es una crónica del asalto a las casas y comercios de judíos, y también de su propio martirio, pues fue arrestado y torturado. Quien lo lea sólo deseará poder cerrar los ojos.
Pinie Wald describe las emociones del momento: desconcierto y pánico en una ciudad silente y a oscuras, sin orden de tránsito, con automóviles incendiados y tiroteos dispersos. Todo sucede en la comisaría ubicada en la calle Lavalle, entre Paso y Pueyrredón, donde aún permanece. Una vez arrestado –también su novia, Rosa Weinstein–, y acusado de conspiración, junto a otros dos compañeros, supuestos expertos en el armado de “máquinas infernales” y también supuestamente habituados a mantener relaciones con “mujeres de mala vida”, Pinie Wald fue inte-rrogado y torturado entre cuatro paredes, sin que pudiera entender la locura que se había abalanzado sobre su vida. Otro de los arrestados, inculpado de ser su “Ministro de Guerra”, fue descrito por los diarios: “Su rostro es del tipo de degenerado: nariz larga, cara angulosa, labios gruesos”. Es típico: la fisiognomía del “extranjero” que tanto gusta a policías y periodistas y que habilita la subsi-guiente denigración del cuerpo, pues en a-quellos días se humilló, se torturó y se mató. Pinie Wald entiende muy bien quién era él a los ojos de sus captores: “Yo era el otro, el extranjero, el innombrable, el distinto”. Lo que siguió al primer amedrentamiento fue la ofensa, la crueldad, la venganza de clase, la exposición del cuerpo torturado a la mirada de “personajes importantes”, el despojo de toda consideración humana. Cuando se está sometido a la arbitrariedad de la mazmorra la mente vuela como un pájaro enloquecido y quizás por eso la forma que Pinie Wald eligió –o bien la única que pudo– para contar los sucesos sea el delirio de la memoria –”pensé que la realidad era increíble”-, la cual sin embargo necesita dar forma a un testimonio. La esperanza recién se restablece con la aparición en escena del diputado socialista Alfredo Palacios y de un delegado de la FORA, la central sindical anarquista. Es un momento de epifanía en medio de la desolación: la aparición de “miradas fraternas” contrapuestas a las ojeadas duras o festivas de sus martirizadores. Antes de salir de la comisaría, Pinie Wald observa a sus compañeros de infortunio: ensangrentados, deformes, sucios, aterrorizados. “Parecían máscaras”. Es que les habían quitado el rostro.
Asombra que una matanza de tal magnitud haya podido ser absorbida por el sistema político argentino sin más y sin que hubiera asunción alguna de responsabilidades. No hubo juicios ni comisiones investigadoras. Sencillamente, la conmoción pública, los enfrentamientos, las balaceras con armas cortas y largas, y también con ametralladoras, la cacería de judíos en barrios del centro de la ciudad, la quema y destrucción de locales sindicales y de imprentas anarquistas, los despojos de carne tirados por las calles, todo ello se disolvió de la memoria de los porteños, como si se hubiera tratado, apenas, de un mal sueño, por más que al despertar todavía estuvieran a la vista los signos de la destrucción, como ci-catrices que por un tiempo perduran en la piel de los atormentados. Eso mismo, la capacidad de solapar o hacer desvanecer los desastres, las sevicias, las injurias, las cace-rías de carne humana, en fin, las grandes culpas estatales, es la marca de identidad de la larga tradición argentina de exterminios y fratricidios. El signo de Caín sin duda es universal –ubicuo y móvil–, pero cada una de sus manifestaciones específicas es propia e intransferible, y conduce a una pregunta que ningún futuro puede abolir: ¿sobre qué materia espiritual se asienta una nación cuyo devenir implicó desbarrancar a miles –miles de miles– de muertos en fosas carentes de cruz o nombre? El aliento de esta pregunta esfíngida alcanza incluso a quienes aún no han nacido.
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