sábado, 4 de noviembre de 2023

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viernes, 13 de octubre de 2023

Armando Nogueira, el fútbol y yo, pobrecita

Y el título sería más largo, sólo que no cabría en una única línea.
No leo todos los días a Armando Nogueira —aunque todos los días le dé por lo menos una ojeada rápida— porque “mi fútbol” no me permite entender todo. Aunque Armando escribe tan lindo (no digo solamente “bien”), que a veces, confundida con la parte técnica de su crónica, lo leo sólo por lo lindo. Y ha de ser en una de las crónicas que se me escaparon que salió una frase citada por el Correio da Manhã, entre frases de Robert Kennedy, Fernandel, Arthur Schlesinger, Geraldine Chaplin, Tristão de Athayde y muchos otros, y que me leyeron, por teléfono. Armando decía: “De buen grado yo cambiaría la victoria de mi equipo en un gran partido por una crónica...”, y ahí viene lo sorprendente: sigue diciendo que cambiaría todo eso por una crónica mía sobre fútbol.
Mi primer impulso fue el de una venganza cariñosa: decir aquí que cambiaría muchas cosas que valen mucho por una crónica de Armando Nogueira sobre digamos la vida. Por otra parte, mi primer impulso, ya sin venganza, sigue: lo desafío, Armando Nogueira, a perder el pudor y a escribir sobre la vida y sobre usted, lo cual sería lo mismo.
Pero, si su equipo es Botafogo, no puedo perdonarle que cambie, ni en broma, una victoria suya por una novela mía entera sobre fútbol.
Deje que le cuente mi relación con el fútbol, que justifica lo de pobrecita del título. Soy Botafogo, lo que ya resulta de entrada un pequeño drama que no hago mayor porque siempre quiero retener, como riendas de un caballo, mi tendencia a lo excesivo. Es lo siguiente: no me resulta fácil tomar partido en fútbol —pero, ¿cómo podría aislarme a tal punto de la vida de Brasil?— porque tengo un hijo Botafogo y otro Flamengo. Y siento que estoy traicionando a mi hijo Flamengo. Aunque la culpa no sea toda mía, y ahí aparece una queja contra mi hijo: él también era Botafogo, y así como así, tal vez sólo para agradar a su padre, resolvió un día pasarse a Flamengo. Ya entonces era demasiado tarde para que decidiera, aun con esfuerzo, no tomar partido: yo me había entregado toda a Botafogo, e incluso le había dado mi ignorancia pasional por el fútbol. Digo “ignorancia pasional” porque siento que podría llegar un día pasionalmente a entender el fútbol.
Y ahora voy a contar lo peor: excepto las veces que lo vi por televisión, sólo estuve en un partido de fútbol en la vida, quiero decir, de cuerpo presente. Siento que esto es algo tan anormal como si yo fuera una brasileña anormal.
¿Cuál era el partido? Sé que era Botafogo, pero no recuerdo contra quién. Quien estaba conmigo no despegaba los ojos del campo de juego, como yo, pero entendía todo. Y yo de vez en cuando, aun sintiendo que estaba molestando, no me contenía y hacía preguntas. Las cuales eran respondidas con la mayor prisa y síntesis para que yo no siguiera interrumpiendo.
No, no imagine que voy a decir que el fútbol es un verdadero ballet. Me recordó una lucha entre la vida y la muerte, como de gladiadores. Y yo —probablemente pobrecita de nuevo— tenía la impresión de que la lucha no salía de las reglas de juego y se volvía sangrienta únicamente porque un juez vigilaba, no lo permitía, y mandaría fuera del campo a quien actuara como yo, en caso de que yo jugara (!). Bueno, por más amor que tuviera por el fútbol, jamás se me ocurriría jugar... Preferiría el ballet. Pero, ¿acaso el fútbol se parece al ballet? El fútbol tiene una belleza propia de movimientos que no necesita comparaciones.
Cuando lo miro por televisión, mi hijo botafoguense mira conmigo. Y, cuando hago preguntas, probablemente bien tontas como lega que soy, él responde con una mezcla de impaciencia piadosa que se transforma después en paciencia casi mal controlada, y algo de ternura por la madre que, si sabe de otras cosas, se ve obligada a valerse de su hijo para estas lecciones. También él responde rápido, para no perderse los lances del juego. Y si sigo preguntando de vez en cuando, termina diciendo aunque sin encolerizarse: ah, mamá, tú no entiendes de esto, no vale la pena.
Lo cual me humilla. Entonces, en mi avidez por participar de todo, y tan luego del fútbol que es Brasil, ¿no voy a entender jamás? Y cuando pienso en todo de lo que no participo, Brasil o no, me desanimo con mi pequeñez. Soy muy ambiciosa y voraz para admitir con tranquilidad una no participación en lo que representa vida. Pero siento que no desistí. En cuanto al fútbol, un día entenderé más. Aunque esté, si llego a vivir hasta entonces, viejita y caminando despacito. ¿O cree usted que no vale la pena ser una viejita de esas modernas que tantas veces, por puro prejuicio imperdonable nuestro, llegan al límite de lo ridículo por interesarse por lo que ya debía quedar en el pasado? Es que, y no sólo en fútbol, sino también en muchas otras cosas, yo no querría solamente tener un pasado: querría estar teniendo siempre un presente, y alguna porcioncita de futuro.
Y ahora reitero mi desafío amigable: escriba sobre la vida, lo que significaría usted en la vida. (Si no fuera cronista de fútbol, de cualquier manera sería escritor.) No importa que, en esta columna que pido, usted entre por la puerta del fútbol: eso le facilitaría romper el pudor de hablar directamente. Y más, para facilitárselo: le dejo que escriba una crónica entera sobre lo que el fútbol significa para usted, personalmente, y no sólo como deporte, lo cual terminaría revelando lo que usted siente por la vida. ¿El tema es demasiado general, para alguien que está habituado a una especialización? Lo que me parece es que usted no conoce sus propias posibilidades: su modo de escribir me garantiza que podría escribir sobre innumerables cosas. Avíseme cuando resuelva responder a mi desafío, pues, como le dije, no es todos los días que lo leo, a pesar de tener verdadero gusto en ser su colega en el mismo diario. Quedo a la espera.
Clarice Lispector, 30 de marzo de 1968, Jornal do Brasil

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