domingo, 13 de mayo de 2018

Lo votaste para poder comprar iPhones y terminaste haciendo lasagna con los fideos que sobraron.

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Llorando en el espejo; por Martín Rodríguez Columna de opinión. TIEMPOAR.COM.AR

A mi amigo Cachito

Fuera de la chicana tuitera “del club del helicóptero”, los argentinos tienen derecho a agitar el fantasma del 2001. La chicana reduce ese fantasma a una sola imagen: la de un presidente que se va en helicóptero. Hay derecho a mirarse en el pasado porque el 2001 no es un fantasma de la clase política sino un trauma social fundamental, como otros de nuestros años democráticos (las sublevaciones militares, la hiperinflación). 
Y además, Macri supo siempre que convivía con el espejo de un gobierno ajustador que se podía ir en helicóptero, vaciado de mediaciones políticas y aferrado sólo al uso del monopolio de la violencia. El espejo entre Cambiemos y la Alianza nació de entrada y se tomaron, primero, medidas literales para romperlo: la terraza de Balcarce 50 no es más un helipuerto, ahora es una huerta. La Historia no se repite ni como tragedia ni como farsa. La historia continúa. Cada época tiene sus continuidades, rupturas y excepciones. Pero cada época es única. 
¿Qué marcó aquel diciembre? El fin de una etapa. Un final sangriento. Estructuralmente nos cansamos de leerlo en textos de la izquierda social: el ciclo que se abrió en 1976. Como decía Chávez: el "neoliberalissssmo". El experimento democrático de administrar una economía nacida sobre consensos y enajenaciones irreversibles: el fin del Estado de Bienestar que impulsó Martínez de Hoz, la consagración de la economía de mercado, una deuda externa impagable y los condicionamientos del FMI que auditaban el “gasto público”. Ese combo explosivo que tuvo sus etapas se llevó puesto a la clase política: a De la Rúa, a Alfonsín, a Menem, al Frepaso. Con sus más y sus menos derrotados, todos sintieron eso. Asís o Alfonsín (con bastantes pelotas) se trompeaban en 2001 con los escrachadores, pero la mayoría de la clase política se daba cita en hoteles de turistas o reservaba salones vip para pasar desapercibidos. Gobernó Duhalde, que se autoproclamó literalmente el último de “una clase política de mierda”, y tal vez tramó con la sociedad argentina un pacto que no supo que firmó: ser un político sin futuro para esa sociedad arrasada. En su honor, Duhalde construyó el futuro, pero no su futuro.  
La salida del 2001-2002 coincidió con el boom de los commodities, la irrupción por carambola de un gobierno de izquierda peronista que reorganizó el sentido de la crisis en clave “progresista” (NK) que sintonizó con un momento regional la apertura a nuevos consensos sobre políticas públicas (AUH, paritarias) diseñadas con independencia de los organismos internacionales y con el intento de una economía más cerrada y basada en la expansión de la demanda. Soja sí, deuda no. El boom de los commodities y el populismo que contaba con esos dólares frescos nos hizo olvidar la cara de Anoop Singh y su “fiesta inolvidable”. Ese nuevo tiempo tuvo carencias que se escribieron (déficit energético, restricción externa, desarrollo trunco, etcétera) pero dejó, diríamos, “el consenso del 2001”: no se gobierna con ajuste y represión. Estas dos “inhibiciones” explican al kirchnerismo: sus mil vueltas para no hacer exactamente eso. Y esto es lo que está en juego hoy. El fin de ese consenso. Juan Carlos Torre, a su vez, apuntó con lucidez, cuando Cambiemos ganó su segunda elección nacional el año pasado, que los argentinos renunciaron “al ideal igualitario”. Si fuera cierto, ¿cómo sería un 2001 en una sociedad así? 
Lo cierto es que fue el fin de una etapa de este gobierno, y se abre una etapa más crítica. ¿Qué significa el gradualismo que los funcionarios repitieron como mantra y que muchos más se acostumbraron a repetir sin indagarlo? ¿A qué llaman gradualismo? Hay una discusión entre economistas y comentaristas opositores: ¿vivimos estos dos años exactamente un ajuste, tal como los conocimos? Amén de la inocultable transferencia de ingresos de abajo hacia arriba que comenzó el 20 de diciembre de 2015, Cambiemos evitó la ceremonia del ajuste puro que muchos liberales duros desean. Piden un “programa” y la Moncloa del ajuste: que los políticos suban a la montaña y diseñen un futuro y luego bajen a explicarnos el sacrificio. Porque cuando dicen Moncloa dicen ajuste negociado, repartidos sus costos, separado lo político de lo social. Piden que el “peronismo racional” sea la otra pata de la mesa. Un ajuste solemne. Algo que Durán Barba resistió, o al menos así: háganlo cuando pueden pero no digan que lo hacen. Y al gobierno se le acumularon dos internas: los que le piden más política, los que le piden más ajuste. No es lo mismo pero es igual. Que el costo se asuma como clase política, que se margine a las izquierdas (incluyendo al kirchnerismo). Y lo que hubo fue un largo “vemos”, un tironeo de la comunicación política y la economía de emergencia, que ajustaba hasta donde podía, con un dólar un día para acá, otro día un poquito más para allá, todo con manta corta, un día Techint, otro día los sojeros, como una sortija, y hacerlo despacio donde no se puede y rápido donde sí, reprimir si se acumula para hacerlo, pero, en lo posible, sin alharaca, con la camisa desabrochada como en el after hour, haciendo política de lunes a viernes de 9 a 18, con plata prestada de un mundo líquido que no te preguntaba exactamente en qué la gastabas y a la espera de unas inversiones que no llegaron ni ahí, salvo esas que llegan para irse y ese irse es literal. Y un día… se van. Levantan “vuelo hacia la calidad”, porque Trump sube las tasas. Y así. Obsesionados por la comunicación, atrapados en su propio imperativo paradójico: sé espontáneo, se dijeron unos a otros. Desdramaticemos porque a este país le sobra drama. Y bueno. La volatilidad de los mercados vendrá y tendrá tus ojos.  

En la autonarración del elenco de Cambiemos se notaba una auto-percepción: se sienten hijos del 2001 y su “que se vayan todos” (en sus biopics muchos se presentan como jóvenes del mundo privado que se involucran en la política a partir de la crisis), pero también, hijos de algo así como “el fracaso argentino”, un genérico al que vienen a remediar, una tradición de desencuentros y empates centenarios que no podían “desarrollar” el país por exceso ideológico. El credo duranbarbista en ese sentido articuló este nuevo discurso cuya cima mesiánica y fundacional parece un imposible paradójico: el vacío. Que se puede no tener relato y no tener Historia. ¿Qué se quería? Borrar la historia propia, es decir, la historia del liberalismo del que este gobierno y este elenco es tradición. No nacieron de un repollo. Son hijos de una larga historia. Y aquí estamos. Anuncian la vuelta al FMI, que es como todo un capítulo desgraciado, pero lo hacen en tres minutos de televisión como si no hubiera memoria emotiva, porque este “es otro FMI”. La trampa del gradualismo (esa metáfora con la que proclamaron su novedad pragmática) los enfrenta a su frustración: creyeron que existía un mundo sólido para financiar un país frágil. Un mundo de plata fresca y barata que te prestan sin preguntarte para qué porque iba a ser solidario para la paciencia de un ajuste gradual que contemplaba los tiempos de la política. Les falló el mundo frágil (falló su geopolítica). Hicieron campaña mientras Obama era presidente y Hillary candidata y ahora gobierna Donald Trump. Lo que no funcionó del esquema es aquello en lo que se suponía que eran “cracks”: las inversiones, los brotes verdes, la guita gringa, el Mini-Davos, las energías renovables, el “obamismo”. Sin eso, efectivamente, su modelo es sólo deuda, lápiz rojo y pasar el invierno. Había una vez un mundo que ya no existe más. «
Suplemento cultura especial
Ciencia Ficción


Salvador Sanz: “El Eternauta demuestra que hay ciencia ficción en Argentina".  (Leer nota)
 
MACRI Y LA JUSTICIA | Entrevista a Federico Delgado, el fiscal que investiga la corrupción macrista. Todo sobre Odebrecht.
Mirá el programa El Destape en vivo hoy a las 21 hs porwww.eldestapeweb.com
Roberto Navarro
Periodista

03 de mayo de 2018 Opinión A un año del 2x1

Hace exactamente un año la Corte Suprema de Justicia de la Nación dispuso que los condenados por crímenes de lesa humanidad tenían derecho a que su pena fuera sensiblemente reducida, aplicando la llamada ley del “2x1”. Lo que vino después es historia conocida: una contundente desaprobación social, canalizada en multitudinarias movilizaciones en las principales plazas del país, para concluir con una ley respaldada por todo el arco político con representación parlamentaria. En una semana, la doctrina del “2x1” estaba sepultada legal y políticamente. 
Si bien la Corte sigue en deuda con la sociedad argentina, lo cierto es que en todo el año un solo juez falló aplicando el 2x1. Con distintos argumentos, todas las instancias judiciales inferiores rechazaron la aplicación de ese beneficio.
Pero si algo aprendimos en estas cuatro décadas de lucha contra la impunidad es que ni las victorias ni las derrotas son definitivas. Hoy asistimos a un nuevo intento de derribar el proceso de Memoria, Verdad y Justicia a través de una vía indirecta: la reapertura de causas penales contra los miembros de las organizaciones armadas de la década del ‘70. La Cámara Federal de Rosario tiene a estudio un pedido en ese sentido, en el conocido caso “Larrabure”.
No se trata de un reclamo nuevo de quienes bregan por la impunidad. Bajo el rótulo de “Memoria Completa”, esos sectores solo reclamaron el juzgamiento de los militantes de esas organizaciones apenas cuando los responsables del terrorismo de Estado fueron detenidos: a mediados de los años ‘80 y tras la nulidad de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. Esta ley, dicho sea de paso, declaraba la extinción de la acción penal no solo de los crímenes del terrorismo de Estado, sino que también comprendía a “toda persona que hubiere cometido delitos vinculados a la instauración de formas violentas de acción política hasta el 10 de diciembre de 1983”. 
Los organismos de derechos humanos, las víctimas del terrorismo de Estado, frente a esa ley y a la posterior ley de Obediencia Debida y a los indultos, acudieron al Comisión Interamericana de Derechos Humanos, a diversos organismos de Naciones Unidas, impulsaron juicios en el exterior, luego aquí los “Juicios por la Verdad” y la causa por el “Plan Sistemático de Apropiación de Niños”. No se conoce que las proclamadas “víctimas del terrorismo” ni las organizaciones que los nuclean hayan tenido iniciativas semejantes por entonces. 
Si bien esa pasividad no dice nada acerca de la legitimidad de su reclamo, refleja muy nítidamente su objetivo actual: frenar los juicios a los represores y validar judicialmente su discurso justificante del terrorismo de Estado. Aquel que proclama que éste “sucedió al pánico social provocado por las matanzas indiscriminadas perpetradas por grupos entrenados para una guerra sucia” (La Nación dixit).
En cuanto a la legitimidad de su reclamo, lo cierto es que no los asiste ni el derecho local, ni el derecho internacional de los derechos humanos ni el derecho penal internacional.
Para el derecho local, indudablemente se trata de hechos que se encuentran prescriptos. Pero, además, aquellos hechos cometidos de manera previa al golpe de Estado –los que de acuerdo a la mirada sintetizada por el diario La Nación justificaron el golpe– fueron investigados y juzgados en los años ´70 y ´80, en procesos no exentos de abusos y violaciones de garantías constitucionales. Entre los casos que fueron juzgados se encuentran, por ejemplo, los que damnificaron al propio Larrabure y al Capitán Humberto Viola y su hija. Quienes fueron imputados en esos procesos no pueden volver a ser juzgados, en virtud del principio constitucional non bis in ídem, que veda la doble persecución penal por un mismo hecho. En cualquier caso, vale la pena mencionar que muchos de aquellos imputados fueron desaparecidos por el terrorismo de Estado.
El derecho internacional de los derechos humanos y el derecho penal internacional, como se sabe, establecen una serie de excepciones a la prescripción y al non bis in ídem. La prescripción es inoponible frente a crímenes de lesa humanidad, en tanto que el non bis in ídem puede ceder en situaciones sumamente restringidas y siempre que se pruebe que el proceso de juzgamiento ha sido fraudulento. Pero es claro que no hay posibilidad alguna de encuadrar los hechos de las organizaciones armadas bajo esas excepciones. 
La definición más tradicional de los crímenes de lesa humanidad establece que para que una conducta ilícita reciba esa calificación se requiere que sea cometida por un agente estatal, o con apoyo o aquiescencia del Estado, en el marco de un ataque generalizado o sistemático contra la población civil. 
La exigencia de que el Estado esté involucrado no es una antojadiza creación de los organismos de derechos humanos argentinos, sino que responde a los fundamentos del derecho internacional de los derechos humanos y del derecho penal internacional, que precisamente buscan proteger a los individuos frente los abusos del Estado y sancionar a quienes cometen crímenes al amparo de la impunidad que el Estado les garantiza. Parafraseando al Tribunal Internacional Militar de Nuremberg en su sentencia contra Göring, Hess y otros jerarcas nazis, la esencia del derecho penal internacional es que “los individuos tienen deberes internacionales que trascienden sus obligaciones nacionales de obediencia impuestas por un Estado determinado”. Cuando es el propio Estado quien organiza una política de exterminio contra un grupo de ciudadanos, estableciendo incluso la persecución como un mandato para sus agentes, las víctimas solo podrán tener algún día reparación reconociendo que existen deberes internacionales que no pueden ser abrogados por el Estado: por eso, estos crímenes no pueden ser objeto de amnistía, indulto o conmutación de pena o prescripción. En cambio, cuando un individuo -o grupo de particulares- viola los derechos de otro individuo, el afectado puede acudir al sistema judicial del Estado para buscar su sanción y reparación. Tan simple como eso.
Y si bien el requisito de la intervención del Estado ha ido desdibujándose en el más reciente desarrollo del derecho penal internacional, admitiendo que un crimen de estas características sea cometido por una organización no estatal, resulta claro que esa no era la regla vigente en la década del ‘70. De hecho, uno de los instrumentos principales que ha introducido la posibilidad de que organizaciones no estatales cometan crímenes de lesa humanidad es el Estatuto de la Corte Penal Internacional que entró en vigencia en 2002, pero dicho tratado establece expresamente que no puede aplicarse retroactivamente (art. 24.1). 
Usualmente, se reconoce además que esas organizaciones no estatales deben controlar un territorio determinado, ejerciendo funciones paraestatales, algo que claramente no sucedió en la Argentina. De hecho, en el Juicio a las Juntas, la Cámara Federal sostuvo que “en modo alguno parece que las fuerzas insurgentes hubieran ejercido dominio sobre un espacio geográfico determinado” y que “en momento alguno, tales grupos insurgentes, fueron reconocidos como beligerantes, recibieron reconocimiento internacional, contaron con la capacidad de dictar normas con alguna eficacia general, y menos aún tuvieron poder de hecho, para aplicarlas, ni hubo intervención en el conflicto de potencia extranjera alguna”. 
Esto tiene relación con el requisito de que el delito forme parte de un “ataque generalizado y sistemático a la población civil”. Como dijo el Tribunal Internacional para la Ex Yugoslavia en el caso Limaj, “un Estado soberano por su propia naturaleza posee los atributos que le permiten organizar y desarrollar un ataque contra la población civil, es el Estado quien puede más fácilmente y eficientemente reunir los recursos para lanzar un ataque contra la población civil en una escala generalizada o sobre una base sistemática”. En ese caso, de hecho, se juzgó a tres personas que integraban el Ejército de Liberación de Kosovo (KLA) y el Tribunal rechazó que hubieran cometido un crimen de lesa humanidad remarcando que se trataba de “una organización no estatal extremadamente limitada en recursos, personal y organización”. Según la sentencia, el KLA era “fuerza guerrillera involucrada en un combate limitado con un ejército superior y convencional” y además controló distintas áreas de Kosovo. 
Ni siquiera tanto se puede decir de las organizaciones armadas argentinas, que no solo nunca controlaron territorio alguno, sino que jamás desarrollaron ataques “generalizados o sistemáticos” contra la población civil. Los actos aislados, aleatorios o singulares, por más dolorosos que sean para sus víctimas, no satisfacen este requisito.
En definitiva, desprovisto de argumentos jurídicos serios que lo respalden, el pedido de reapertura de causas contra los miembros de organizaciones armadas no es más que un nuevo intento de justificar el terrorismo de Estado y presionar para que cesen los procesos judiciales a sus responsables. Por ello, más allá de las distintas interpretaciones de lo ocurrido en nuestro país en la década del ‘70, al igual que el 2x1, este nuevo intento de obtener impunidad requiere una respuesta transversal políticamente, que ratifique que la Memoria, la Verdad y la Justicia son política de Estado. 
* Coordinador del Equipo Jurídico de Abuelas de Plaza de Mayo.

CONTRATAPA 03 de mayo de 2018 Del miedo que da el dolor

Escribo porque veo en una foto las caritas de Facu Ferreira y de Mati Rodríguez y muero de tristeza, y necesito de alguna manera que estén, que no se disuelvan entre tanto vértigo del día a día. Aunque sé que no podré revivirlos, escribo porque los quiero vivos. Así de chiquitos como los veo quiero que estén como realmente eran. 
Hace pocos días, después de que un infeliz de uniforme le disparara por la espalda a Mati, una querida amiga relató un episodio que quiero entregarles: contó que salía de su casa, en un barrio porteño, y en la vereda de enfrente un grupo de uniformados tenía rodeados a unos adolescentes que viven en el mismo barrio. A uno lo zamarreaban y lo tenían medio acogotado. Ella gritó que así no es y los filmó con el celular. De tanto insistir, los policías dejaron a sus víctimas habituales y cruzaron, la empezaron a insultar, alguno/a (porque había mujeres también) la sujetó de las muñecas y la empujaban, y a los gritos le reprochaban que con gente como ella así estaba el barrio. Estaba el hijo de ella, chiquito, que lloraba. Los pibes se sumaron y acusaban a los policías. El jefe le decía que esos pibes viven drogados, que no aprenden más, que no los respetan, que hay un vacío legal, y ella le respondía que así no es como se actúa, que hay leyes, que hay derechos. Al final, las y los uniformados se fueron yendo, se quedó el jefe solo, en la puerta de la casa, con ella. Le pidió disculpas, le dijo que venía de una familia humilde, que esos pibes no respetan, que nadie los respeta, que le resultaba difícil. Ella le respondió que pegando no se iba a ganar ningún respeto, menos de un pibe de 15, que así el respeto se pierde. El dijo que si alguien los necesitaba en el barrio ellos iban a estar. Ella le respondió que lo que necesita es saber que no les pegan a los chicos en el barrio. “El cana lagrimea en silencio, yo también, se va, me voy. Quedé en blanco.”
Escucho su relato y me pregunto si lo del policía será una actuación, si será sentido. Voy a creer, por qué no. Lo que no voy a hacer es caer en la facilidad de suponer que sus lágrimas comparten mis motivos. En todo caso, puedo suponer que, como lágrimas, son una expresión de impotencia y que de alguna manera por algún lado sale.
Reparo en que en algún momento mencionó el vacío legal. Cuando los policías ponen en juego el vacío legal, lo que ponen en juego es la posibilidad de decidir por sí mismos si soltar la carga de adrenalina que mantienen contenida por diferentes razones (entre otras porque existen leyes a las que ellos denominan “vacío legal”, por las que saben que no pueden. No que no deben, sino que no pueden. Destaco la diferencia, porque no poder les surge de una dificultad –en este caso las consecuencias–; no deber surge de un entendimiento reflexivo, que no es el caso, porque si lo fuera no apelarían al mentado vacío legal lleno de leyes).
Deciden soltar la carga de adrenalina, decía más arriba, lo que es ni más ni menos que jalar el gatillo. Y de golpe se me vienen encima las caritas de Mati y Facu, y vuelvo a morir de tristeza. Y es real, porque como padre siento que una parte mía se me muere de dolor. Y es ahí donde no puedo compartir lágrimas con el jefe policial. ¿Esta gente dónde ubica el dolor?
Y me pregunto: ¿qué es lo que hace que una persona entrenada para usar armas pueda jalar el gatillo contra otra persona cuando no hay necesidad de hacerlo? Más aún, puedo llegar a entender (no quiere decir que comparta) que en una situación de vértigo esa persona jale el gatillo, pero ¿cómo explicar que dispare cuando está desarmada? Y de espaldas es desarmado, en cualquier lugar del mundo. No hay excusas.
O no hay tal entrenamiento. 
Tengo otra pregunta. Ya no es disparar contra otra persona, que además está desarmada: ¿cómo hace para disparar por la espalda a un chico de 15 años, o de 18, o de 12? ¿Cómo hace?
Entonces se me vienen las caritas de Facu y de Mati, y escucho lo que dijo el jefe que lagrimeaba de impotencia. Y la falta de respeto, o el respeto perdido, que no es lo mismo. ¿Quién le enseña a esta gente que es fácil ganarse el respeto y que si se le pierde el respeto hay que golpear y gatillar?
Aparece una hipótesis. El dolor. Da miedo, a quién no. Dolor tienen, como cualquiera, pero lo niegan y en esa negación el dolor se deforma en odio.
Todos sufrimos dolor, todos tenemos miedos. Pero mucha gente tramita sus miedos con el odio. Muchos, tal vez sin saberlo. Muchos, seguro, por desinterés. Tanto miedo le tienen al dolor que niegan el miedo.
Simone Weil recuerda en “La Ilíada o el poema de la fuerza” que Aquiles, al vengar en Héctor la muerte de su Patroclo, no entiende que su poder tiene límites y que alguien como él lo buscará hasta matarlo. Y así el héroe invencible tenía su talón. “Al usar su poder nunca piensan que las consecuencias de sus actos los obligarán a inclinarse a su vez”, dice Weil. Así, la fuerza es muerte y no tiene fin.
Cuando un policía quiere ganar su respeto a palos, lo que cosecha es miedo, que no es lo mismo que respeto. Si lo que pretenden es enseñar, lo que enseñan es a odiar. Me animo a pensar que los policías, al calzar un arma, calzan una buena cuota de odio en sus cartucheras. No hay lugar para el miedo ni para las lágrimas que hablan del dolor. Jalar el gatillo requiere de dolor transformado en odio. Porque ¿quién puede con el dolor? El dolor duele. 
Aspirar a ser Chocobar requiere de una buena cuota de miedo no reconocido y de ceguera que impida ver esas caritas, ver sus propios hijos, y en cambio construir un enemigo peligroso, cuya peligrosidad requiere ser construida a golpes, golpes que a su vez se justifican porque les faltan al respeto, respeto que se supone como un logro fácil. Todo eso es antes de disparar, claro. 
A mi amiga no le resultó nada fácil salir e interponerse. Es seguro que no lo hizo por odio.
Pero quienes sostienen a Chocobar como un modelo, quienes instan al policía a que odie para jalar el gatillo, a esos no les importa nada, ni siquiera de sí mismos. Son la proyección de sus miedos sobre el otro, son los que instan a jalar el gatillo porque suponen que el derecho son ellos, que la ley son ellos y, como ellos, hay que vaciarla de contenido. Nada mejor para vivir tranquilos, se dicen a sí mismos, que eliminar al enemigo.
Mati y Facundo hoy son ese enemigo. Mati y Facundo y Juan Pablo y Sebastián y Miguel y Luciano y tantos otros como ellos, conocidos por su muerte, y tantos otros como ellos que corretean en los barrios, que hacen mal y bien, que aprenden y desaprenden, son los desaparecidos de hoy. Mati y Facundo son conocidos porque un policía decidió que debían desaparecer y así aparecieron para todos. Hay miles de chicas y chicos como ellos que desde antes de nacer ya tienen calzado el prontuario porque alguien decide que deben quedarse afuera. Desaparecidos.
No quiero un Aquiles. Por eso hoy escribo esto, porque necesito por ellos, pero también por mí, porque me duele y necesito que estén vivos.

EL PAÍS 02 de mayo de 2018 Opinión Qué es la política

Imagen: Bernardino Avila
Reacia a ser definida, en primer lugar la política fascina porque jamás concluye su intercambio de piezas y estas nunca se equivalen entre sí. Si todo ocurre en un espacio plano, el conjunto de los actuantes siempre estará obligado a rezar la oración de “lo que falta”, “lo que no alcanza”. Parece una forma arcaica de la economía, un trueque siempre inestable, un desequilibrio que no se remedia. Aquí las promesas solo se combinan con olvidos y construcciones fugaces. La atracción principal de la política consiste en que condiciona todo lo que todos decimos querer. Precisamente porque todos actuamos al mismo tiempo una divergencia. 
Es cuando se siente el deber de llamar a la “generosidad” –es decir, que alguien cese de actuar–, pero eso nunca se logra. Cada uno, en el ruedo político, no puede dejar de ser lo que es. Visto desde un plano único, lo político obstaculiza cada conjunto de hechos con otro conjunto fáctico, semejante y contrapuesto. Pero con múltiples segmentos que saltan constantemente de un lugar a otro. Visto por el absurdo, lo más importante entonces es ese salto. El secreto riesgo de deserción. Ahí se ve que en política solo hay tiempos entrecruzados, repletos de cortes, oscuros y profundos. El ser político no es euclidiano, sino que transcurre en múltiples espacios que no encajan entre sí. No se quiere confesar el deseo de dar ese salto, parece mejor cultivar una identidad persistente. En esa estabilidad ficticia, el político adquiere la máscara añorada del tecnócrata, cuando ya no tiene que decir quién es. 
La política es enemiga de la satisfacción total y simultánea en sus partes tan diversas. Debido a eso también crea, pero para combatirlo, su “espacio público basado en la totalidad de la comprensión social”. Con esto, ninguna totalidad puede sentirse cómoda o desagraviada, pues si se generara una absoluta seducción, ella se desplomaría de inmediato al quedar saciada en un instante. El imposible destino de la política sería entonces el ascetismo. Pero que algo quede firme, que las cosas tengan una dádiva de inmovilidad, es lo que subyace en cualquier política, ya se diga conservadora, reformista o revolucionaria. El movilizador más entusiasta, el juglar del cambio más convencido, construye siempre un ritual, una base firme para tanto movimiento. A fin de convocarlo y al mismo tiempo refutarlo. No es fácil quedar sin instituciones, pero es fácil hablar en camisa y que solo se escuche el viento entre las arboledas y, entre las sombras, asome una torre perforadora de gas.
Pero en el neoliberalismo estas difíciles características se convierten en una exuberante impostura, siempre disimulada en la construcción de personas enumeradas, computadas, remarcadas y repuestas permanentemente en la góndola del Mall. Por eso, decir “cambiemos” no es ilógico. Un ser vacío pero situado en un lugar fuerte, se reviste de una voz colectiva para escucharse decir, y escuchar que le dicen, en un susurro insoportable: cambiemos, cambiemos. Consigue entonces moldear por el reverso a los individuos para adecuarlos a velocidades, fluidos y ondulaciones sin acto de cierre, pues eso ya se produjo al principio. Cuando se constató que individuo es igual a repetición. Cambiar, así, es postular un Amo que te susurra “¿viste que ahora auténticamente sos vos?”.
Con eso, la política (del neoliberalismo) ilusiona con una libertad en singular, que no altera las bases más firmes de una arcaica dominación. Dicta una orden pero finge recibirla de los que ya la aceptaron y proclaman: cambiemos, cambiemos, que deseamos ser átomos liberados. Pero todo ello, gracias a la sospecha y al odio. El neoliberalismo elimina la forma representacional, tan deficiente, que se conoció por siglos. Por eso, esta política se concibe como una progresiva absorción del sujeto, hasta el punto de que ya expropiado cree que habla por sí mismo. Pero ahora es ventrílocuo. Antes, en que estaba relativamente libre, le parecía que ocurría un tiempo dónde lo amenazaban los garantistas, que impedían el experimento de que otros le injertaran voces.
Parte de la contradicción en el corazón de los neoliberales es que destruyen viejas instituciones, que, aún burocráticas, son parte de un mínimo cimiento de la vida pública. La reemplazan con procedimientos, colores, aplicaciones digitales, espectáculos del Estado y de personas vivientes, pero como en Shakespeare, disfrazados de árboles. Nada que obstruya el flujo del capital, nada de prisiones, sino fuga. Para las personas, ciudad uniformada, existencia dentro de un logotipo.
Los sujetos reales del neoliberalismo surgen de plasmas previos, embriones que esperaban encontrar póstumamente su vida, aunque atenazada. Lo que se plasma allí es la obligación de portar y vivir como individuo su propia condición de dato, de emisor de pulsaciones. Para poder, así, encajarse en normas horarias, de transporte, de consumo, de vigilancia, de pensamiento, de inteligibilidad. Y viceversa, acoplar las categorías generales de gasto vital, en tal o cual serie de sujetos. Al ítem “fervorosos” le asignamos tantos millones de individuos, al ítem “abúlicos” otros tantos, quizás menos. ¡Medidas de gobierno! Este aglomerado mecánico sirve para adosar individuos a la máquina reproductora del lenguaje de servicios: catalogados anticipadamente todos los deseos, cada uno entra libremente en alguna cuadrícula para declararse deseante, pero su deseo ya fue empaquetado. Se lo encapsuló creyendo que hay deseos que gozan de una transparencia absoluta, la que él ahora vive sin saberse sujeto, adentro de los estuches previstos de conexiones; serán muchas, todas prefiguradas; no es el sujeto el que aplica, sino que las aplicaciones tienen sujetos. 
Solo se habla ahora de dejar sueltos los deseos singulares, que una fea realidad condiciona siempre. “Qué más quisiera yo que todos los argentinos la tuvieran más fácil; si hubiera otro camino, créanme, ya lo hubiera propuesto.” He aquí un caso de singularización del sujeto neoliberal, con la pegadiza plegaria del inverosímil impostor. No puede examinar la falencia de su ideal máximo. Yo = yo. Por eso todo en él es una clase maestra de indigencia humana. Si pensó tanto para buscar otro camino y no lo encontró, hay una falla muy honda en el significado del pensamiento. El peso fatal del “a priori” es tan grande en el neoliberalismo, que horas enteras de cavilación, que hasta pueden llamarse retiro espiritual, solo llevarán al punto de partida, la igualdad supina del que habló con lo que fue hablado. El nace ya conversado, ya enmarcado. 
Fuera del neoliberalismo, lo más escuchado en términos de lo que se habla –cuando se habla de política– es sobre algo que no alcanza, algo que falta, lo que no se sabe qué, lo que está aún disponible. Evidentemente este es otro elemento de fascinación. El político profesional no ignora las raíces profundas de la atracción que siente por verse anunciando “lo que falta”, acaso permitiéndose relativizar “lo que hay” y al mismo tiempo arrojando una visión lineal de los eventos colectivos. Para el cual no imagina desvíos, no hay momentos previos que desplazados súbitamente interfieran en las retículas ya implantadas dónde se mueve el ajedrez político, jurídico, comunicacional. Pero solo ese enraizamiento en lo inesperado será ley en nosotros, bajo la forma del otro. Esto permitiría hablar de novedades, modificaciones, nuevas instancias desviadas de la norma burocrática. Nada de esto puede detectarse en el lenguaje de la “acumulación política”. Cuando parece ya estar todo “acumulado”, la mínima sospecha de que hay una fisura, lleva al “créanme”. Juego peligroso; cada “créanme” crea un abismo más profundo. 
Es que el modo en que el neoliberalismo configuró la política del “no había otra” surgió de una suma cero donde nada se crea, sino que el que pensó tanto para concluir que no había más solución que un quebranto gradual –más perverso aún– solo puede sacar algo del fondo de la olla rascando con furia contenida. Allí donde aún preexiste la población. Todo esto no puede ser combatido solamente con un pensamiento que sigue el rosario lineal de “lo que falta”. Por lo menos, no con el presupuesto de que lo que “hay” es un “piso” de una arquitectura prefijada que debe convertirse a la “unidad general”. 
Esto no se obtiene sin que se reconozca el grumo recóndito que parece etéreo, pero es el material fortuito a la espera. Estará fuera de todo plan, conciliábulo o contabilidad, pero repentinamente emerge. Entonces aviva todo, hace arder lo congelado, y mucho más lo ultracongelado, que se apodera de lo anteriormente ya congelado, elevando la frialdad del dominio varios grados bajo cero. Como siempre hay algo peor, se nos invita así a la antiquísima leyenda del mal menor, donde el mundo son graduaciones y no cortes decididos por una historia soberana. Llamaríamos lo político, en sentido estricto, a la resistencia al “mal menor”. 
La política heredada –la que fundó sociedades y naciones aún con sus conocidas falencias– se basó en sujetos, acciones y discursos que podían cerrase sobre sí pero conservando una ambigüedad constitutiva, considerando la ley y sus poros como aquello por donde circula lo tácito de la ley. Lo aun no configurado como ley. Solo el neoliberalismo postula, en la base, la rigidez de la ley –uno por uno conectados por su exterior–, mientras permite arriba la norma de la ilegalidad, que hace continuas excepciones para sí misma. Entonces la ilegalidad domina sobre la ley o pasa a ser la ley. Pero esos simulacros les costarán caro. En cambio, un conjunto humano por el que ronda un sentido de emancipación, mantiene la ley en su conciencia con intensidades diversas, no como un latigazo reglamentario manejado por la mano del Gran Ilegal con casco de gasista que profesa el “no había otra”, matriculado un día antes de la explosión.
Por eso, conectarse no es un acto técnico sino una difusa acción inherente a lo humano. Conectarse no surge de una voluntad regulada o de un cableado, sino de superposiciones casuales, de excepciones que la laxitud le propone legítimamente a la norma rígida. O que la distensión le propone al reglamento del déspota serial y oficinesco. El neoliberalismo necesita la norma para computar sujeto por sujeto, inmunizar a cada uno del otro y decir “pensé todas las alternativas, pero no hay otro remedio, créanme”.
La teoría clásica postuló que un sujeto se sostiene en tres personas: yo, mis adversarios y mis jueces. Es lo que designa a lo político como una elección cada vez más compleja de sus propias decisiones, consecuencias, juzgamientos. Un sujeto político nunca termina en él mismo, sino en sus sortijas vaporosas que lo trasiegan en variados círculos. En algún momento debemos decir en la asamblea interna de nuestros otros cuál es la voz que moldeará nuestra figura pública. Nunca será la del yo más artificial –sea la del “créanme” o de la más aceptable sumatoria de “lo que falta”–, sino la de un yo social que busca su palabra cifrada, que incluye muchos otros yo entrelazados y contradictorios. No se los debe apilar, sino hacerlos participar de una unión política más fresca y efectiva. Adicionar sería fácil. Lo difícil pero necesario es descubrir que lo que falta no es un segmento alejado atraído por un astuto imán. Sino que lo que había que descubrir lo conocíamos, porque ya habitaba entre nosotros.