Imagen: Bernardino Avila
Reacia a ser definida, en primer lugar la política fascina porque jamás concluye su intercambio de piezas y estas nunca se equivalen entre sí. Si todo ocurre en un espacio plano, el conjunto de los actuantes siempre estará obligado a rezar la oración de “lo que falta”, “lo que no alcanza”. Parece una forma arcaica de la economía, un trueque siempre inestable, un desequilibrio que no se remedia. Aquí las promesas solo se combinan con olvidos y construcciones fugaces. La atracción principal de la política consiste en que condiciona todo lo que todos decimos querer. Precisamente porque todos actuamos al mismo tiempo una divergencia.
Es cuando se siente el deber de llamar a la “generosidad” –es decir, que alguien cese de actuar–, pero eso nunca se logra. Cada uno, en el ruedo político, no puede dejar de ser lo que es. Visto desde un plano único, lo político obstaculiza cada conjunto de hechos con otro conjunto fáctico, semejante y contrapuesto. Pero con múltiples segmentos que saltan constantemente de un lugar a otro. Visto por el absurdo, lo más importante entonces es ese salto. El secreto riesgo de deserción. Ahí se ve que en política solo hay tiempos entrecruzados, repletos de cortes, oscuros y profundos. El ser político no es euclidiano, sino que transcurre en múltiples espacios que no encajan entre sí. No se quiere confesar el deseo de dar ese salto, parece mejor cultivar una identidad persistente. En esa estabilidad ficticia, el político adquiere la máscara añorada del tecnócrata, cuando ya no tiene que decir quién es.
La política es enemiga de la satisfacción total y simultánea en sus partes tan diversas. Debido a eso también crea, pero para combatirlo, su “espacio público basado en la totalidad de la comprensión social”. Con esto, ninguna totalidad puede sentirse cómoda o desagraviada, pues si se generara una absoluta seducción, ella se desplomaría de inmediato al quedar saciada en un instante. El imposible destino de la política sería entonces el ascetismo. Pero que algo quede firme, que las cosas tengan una dádiva de inmovilidad, es lo que subyace en cualquier política, ya se diga conservadora, reformista o revolucionaria. El movilizador más entusiasta, el juglar del cambio más convencido, construye siempre un ritual, una base firme para tanto movimiento. A fin de convocarlo y al mismo tiempo refutarlo. No es fácil quedar sin instituciones, pero es fácil hablar en camisa y que solo se escuche el viento entre las arboledas y, entre las sombras, asome una torre perforadora de gas.
Pero en el neoliberalismo estas difíciles características se convierten en una exuberante impostura, siempre disimulada en la construcción de personas enumeradas, computadas, remarcadas y repuestas permanentemente en la góndola del Mall. Por eso, decir “cambiemos” no es ilógico. Un ser vacío pero situado en un lugar fuerte, se reviste de una voz colectiva para escucharse decir, y escuchar que le dicen, en un susurro insoportable: cambiemos, cambiemos. Consigue entonces moldear por el reverso a los individuos para adecuarlos a velocidades, fluidos y ondulaciones sin acto de cierre, pues eso ya se produjo al principio. Cuando se constató que individuo es igual a repetición. Cambiar, así, es postular un Amo que te susurra “¿viste que ahora auténticamente sos vos?”.
Con eso, la política (del neoliberalismo) ilusiona con una libertad en singular, que no altera las bases más firmes de una arcaica dominación. Dicta una orden pero finge recibirla de los que ya la aceptaron y proclaman: cambiemos, cambiemos, que deseamos ser átomos liberados. Pero todo ello, gracias a la sospecha y al odio. El neoliberalismo elimina la forma representacional, tan deficiente, que se conoció por siglos. Por eso, esta política se concibe como una progresiva absorción del sujeto, hasta el punto de que ya expropiado cree que habla por sí mismo. Pero ahora es ventrílocuo. Antes, en que estaba relativamente libre, le parecía que ocurría un tiempo dónde lo amenazaban los garantistas, que impedían el experimento de que otros le injertaran voces.
Parte de la contradicción en el corazón de los neoliberales es que destruyen viejas instituciones, que, aún burocráticas, son parte de un mínimo cimiento de la vida pública. La reemplazan con procedimientos, colores, aplicaciones digitales, espectáculos del Estado y de personas vivientes, pero como en Shakespeare, disfrazados de árboles. Nada que obstruya el flujo del capital, nada de prisiones, sino fuga. Para las personas, ciudad uniformada, existencia dentro de un logotipo.
Los sujetos reales del neoliberalismo surgen de plasmas previos, embriones que esperaban encontrar póstumamente su vida, aunque atenazada. Lo que se plasma allí es la obligación de portar y vivir como individuo su propia condición de dato, de emisor de pulsaciones. Para poder, así, encajarse en normas horarias, de transporte, de consumo, de vigilancia, de pensamiento, de inteligibilidad. Y viceversa, acoplar las categorías generales de gasto vital, en tal o cual serie de sujetos. Al ítem “fervorosos” le asignamos tantos millones de individuos, al ítem “abúlicos” otros tantos, quizás menos. ¡Medidas de gobierno! Este aglomerado mecánico sirve para adosar individuos a la máquina reproductora del lenguaje de servicios: catalogados anticipadamente todos los deseos, cada uno entra libremente en alguna cuadrícula para declararse deseante, pero su deseo ya fue empaquetado. Se lo encapsuló creyendo que hay deseos que gozan de una transparencia absoluta, la que él ahora vive sin saberse sujeto, adentro de los estuches previstos de conexiones; serán muchas, todas prefiguradas; no es el sujeto el que aplica, sino que las aplicaciones tienen sujetos.
Solo se habla ahora de dejar sueltos los deseos singulares, que una fea realidad condiciona siempre. “Qué más quisiera yo que todos los argentinos la tuvieran más fácil; si hubiera otro camino, créanme, ya lo hubiera propuesto.” He aquí un caso de singularización del sujeto neoliberal, con la pegadiza plegaria del inverosímil impostor. No puede examinar la falencia de su ideal máximo. Yo = yo. Por eso todo en él es una clase maestra de indigencia humana. Si pensó tanto para buscar otro camino y no lo encontró, hay una falla muy honda en el significado del pensamiento. El peso fatal del “a priori” es tan grande en el neoliberalismo, que horas enteras de cavilación, que hasta pueden llamarse retiro espiritual, solo llevarán al punto de partida, la igualdad supina del que habló con lo que fue hablado. El nace ya conversado, ya enmarcado.
Fuera del neoliberalismo, lo más escuchado en términos de lo que se habla –cuando se habla de política– es sobre algo que no alcanza, algo que falta, lo que no se sabe qué, lo que está aún disponible. Evidentemente este es otro elemento de fascinación. El político profesional no ignora las raíces profundas de la atracción que siente por verse anunciando “lo que falta”, acaso permitiéndose relativizar “lo que hay” y al mismo tiempo arrojando una visión lineal de los eventos colectivos. Para el cual no imagina desvíos, no hay momentos previos que desplazados súbitamente interfieran en las retículas ya implantadas dónde se mueve el ajedrez político, jurídico, comunicacional. Pero solo ese enraizamiento en lo inesperado será ley en nosotros, bajo la forma del otro. Esto permitiría hablar de novedades, modificaciones, nuevas instancias desviadas de la norma burocrática. Nada de esto puede detectarse en el lenguaje de la “acumulación política”. Cuando parece ya estar todo “acumulado”, la mínima sospecha de que hay una fisura, lleva al “créanme”. Juego peligroso; cada “créanme” crea un abismo más profundo.
Es que el modo en que el neoliberalismo configuró la política del “no había otra” surgió de una suma cero donde nada se crea, sino que el que pensó tanto para concluir que no había más solución que un quebranto gradual –más perverso aún– solo puede sacar algo del fondo de la olla rascando con furia contenida. Allí donde aún preexiste la población. Todo esto no puede ser combatido solamente con un pensamiento que sigue el rosario lineal de “lo que falta”. Por lo menos, no con el presupuesto de que lo que “hay” es un “piso” de una arquitectura prefijada que debe convertirse a la “unidad general”.
Esto no se obtiene sin que se reconozca el grumo recóndito que parece etéreo, pero es el material fortuito a la espera. Estará fuera de todo plan, conciliábulo o contabilidad, pero repentinamente emerge. Entonces aviva todo, hace arder lo congelado, y mucho más lo ultracongelado, que se apodera de lo anteriormente ya congelado, elevando la frialdad del dominio varios grados bajo cero. Como siempre hay algo peor, se nos invita así a la antiquísima leyenda del mal menor, donde el mundo son graduaciones y no cortes decididos por una historia soberana. Llamaríamos lo político, en sentido estricto, a la resistencia al “mal menor”.
La política heredada –la que fundó sociedades y naciones aún con sus conocidas falencias– se basó en sujetos, acciones y discursos que podían cerrase sobre sí pero conservando una ambigüedad constitutiva, considerando la ley y sus poros como aquello por donde circula lo tácito de la ley. Lo aun no configurado como ley. Solo el neoliberalismo postula, en la base, la rigidez de la ley –uno por uno conectados por su exterior–, mientras permite arriba la norma de la ilegalidad, que hace continuas excepciones para sí misma. Entonces la ilegalidad domina sobre la ley o pasa a ser la ley. Pero esos simulacros les costarán caro. En cambio, un conjunto humano por el que ronda un sentido de emancipación, mantiene la ley en su conciencia con intensidades diversas, no como un latigazo reglamentario manejado por la mano del Gran Ilegal con casco de gasista que profesa el “no había otra”, matriculado un día antes de la explosión.
Por eso, conectarse no es un acto técnico sino una difusa acción inherente a lo humano. Conectarse no surge de una voluntad regulada o de un cableado, sino de superposiciones casuales, de excepciones que la laxitud le propone legítimamente a la norma rígida. O que la distensión le propone al reglamento del déspota serial y oficinesco. El neoliberalismo necesita la norma para computar sujeto por sujeto, inmunizar a cada uno del otro y decir “pensé todas las alternativas, pero no hay otro remedio, créanme”.
La teoría clásica postuló que un sujeto se sostiene en tres personas: yo, mis adversarios y mis jueces. Es lo que designa a lo político como una elección cada vez más compleja de sus propias decisiones, consecuencias, juzgamientos. Un sujeto político nunca termina en él mismo, sino en sus sortijas vaporosas que lo trasiegan en variados círculos. En algún momento debemos decir en la asamblea interna de nuestros otros cuál es la voz que moldeará nuestra figura pública. Nunca será la del yo más artificial –sea la del “créanme” o de la más aceptable sumatoria de “lo que falta”–, sino la de un yo social que busca su palabra cifrada, que incluye muchos otros yo entrelazados y contradictorios. No se los debe apilar, sino hacerlos participar de una unión política más fresca y efectiva. Adicionar sería fácil. Lo difícil pero necesario es descubrir que lo que falta no es un segmento alejado atraído por un astuto imán. Sino que lo que había que descubrir lo conocíamos, porque ya habitaba entre nosotros.
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