domingo, 30 de marzo de 2014

La ciudad invisible Por Rodolfo Mariani. Politólogo sociedad@miradasalsur.com

La batalla cultural. “Hemos guardado un silencio bastante parecido a la estupidez” Bernardo de Monteagudo Más que hablar de penas, cárceles y –ahora– códigos, los que se dicen preocupados por la inseguridad deberían invertir tiempo en pensar y explicar cómo piensan ayudar a construir una sociedad más integrada.

En Las ciudades invisibles, de Italo Calvino, Marco Polo verificaba cómo las urbes visitadas se apartaban tanto de la norma como de los desviaciones imaginadas por el emperador, y decía sobre Aglaura: “No hay nada de cierto en cuanto se dice de Aglaura, y, sin embargo, de ello surge una imagen sólida y compacta de ciudad, mientras alcanzan menor consistencia los juicios dispersos que se pueden enunciar viviendo en ella… todo lo que se ha dicho de Aglaura hasta ahora aprisiona las palabras y te obliga a repetir antes que a decir. Por eso los habitantes creen vivir siempre en la Aglaura que crece sólo con el nombre de Aglaura y no se dan cuenta de la Aglaura que crece en tierra. Y aun yo, que quisiera tener separadas en la memoria las dos ciudades, no puedo sino hablarte de una, porque el recuerdo de la otra, por falta de palabras para fijarlo, se ha dispersado”. La ciudad, su nombre, era una especie de logos que simbolizaba todo lo dicho sobre ella hasta consolidarse como un significado inmutable que, paradójicamente, poco tenía que ver con lo que realmente acontecía.

En ocasiones, el conocimiento que surge de la investigación es contraintuitivo; creemos estar convencidos de algo y los resultados de las investigaciones contrarían nuestra percepción. Eso es así en cualquier campo del conocimiento, y mucho más en los que están intervenidos por los medios de comunicación, que se constituyen en materia de disputas de intereses de todo tipo y están sometido a otros procesos de construcción de sentido. Ese es el caso del tema de la (in)seguridad ciudadana.

Como suele suceder en otros campos de investigación social, los datos disponibles sobre delitos son escasos, a veces discontinuados y poco confiables (ya sea por razones atribuibles a la fuente o a la naturaleza del suceso al que refiere la evidencia). Por ejemplo, los robos con cobertura de seguros suelen denunciarse pero no ocurre lo mismo con todos los robos o hurtos y, en consecuencia, se pierde el registro de esos hechos. La violencia homicida es la que menos puede ocultarse, por ello en la investigación se acude habitualmente a las estadísticas de homicidios dolosos como aproximación empírica más confiable al tema de la inseguridad.
El pasado martes 18, un cronista del noticiero central de canal 13, con un encendido alegato, “informaba” a la audiencia que en el conurbano bonaerense la situación era tal que, “en los últimos 75 días, hubo 60 asesinatos, uno cada 30 horas”. Al día siguiente, Clarín publicó en su edición impresa un artículo titulado “Provincia caliente: un muerto por inseguridad cada 30 horas”, que ahondaba en la bajada: “Desde el Gobierno admiten su preocupación y convocan a policías retirados. Se registraron 64 muertes en 77 días”. Tanto en el noticiero como en el diario, la forma de enunciación de la noticia, el lenguaje utilizado y la estética que rodeaba a las presentaciones, eran alarmantes. La exacerbación en la forma de presentar la información, con reiteraciones interminables y una suerte de goce con los aspectos más morbosos de los casos, constituye un plus de violencia como si no fuera suficiente la que verdaderamente surge de la información despojada, sin aditamentos. Sin embargo, la proyección de los datos que se presentan como la evidencia incontrastable del descontrol arrojaría una tasa de homicidios dolosos de 2 cada 100.000 habitantes, similar a la de países como Israel, Finlandia o Luxemburgo. ¡Sería deseable que fuera esa la situación! Ciertamente no lo es y mucho menos en el conurbano bonaerense en donde las tasa es de 7.66, con picos de 10.5 en Lomas de Zamora, 10.8 en San Martín, 12 en Quilmes y 12.8 en José C. Paz.

La rigurosidad se elude aun en los casos en los que la evidencia asiste a la intencionalidad del emisor. Como en Aglaura “todo lo que se ha dicho, aprisiona las palabras”.

El miedo y la sugestión impiden pensar y empujan a ejercer las peores versiones de nosotros mismos. Hay una economía del miedo y cuantiosas inversiones que procuran la turbación y la zozobra, ya que sobre esas bases es posible construir las formas más mezquinas de la convivencia, esas que serían inaceptables si no existiera la sospecha y la amenaza que les da sentido.

La situación es delicada y difícil de abordar si no se hace el intento de separar el tema de la intencionalidad mediática o política que lo asfixia. No vivimos en el peor de los mundos, pero estamos lejos de los estándares a los que deberíamos aspirar en términos de violencia. La comparación con la región nos ubica en niveles de violencia homicida similares a los de Uruguay (5.9) y bien lejos de Canadá (1.5).

Son pocos los factores que inciden en el nivel de delito sobre los que exista evidencia cierta. La desigualdad es el más claro. Otro es la portación y tenencia domiciliaria de armas de fuego. Finlandia es un caso de baja desigualdad (con un Gini de 0.259) y no tan baja tasa de homicidios dolosos (de casi 3 cada 100.000 habitantes) y Singapur, es el caso inverso. Según el estudio internacional para la regulación del uso de armas de fuego realizado por Naciones Unidas, Finlandia es el país con mayor porcentaje de hogares con presencia de armas de fuego y Singapur el de menor porcentaje.

Otros factores, como los culturales e institucionales, se alimentan y refuerzan en contextos de alta desigualdad y presencia de armas. La relación entre delito y desigualdad es una de las pocas que genera consenso, y la integración social puede ser vista como el mejor antídoto contra la inseguridad ciudadana.

Si bien la inseguridad es un tema cotidiano en los grandes medios de comunicación –y materia de todo tipo de alocuciones de los líderes políticos más mediáticos–, la reducción de la desigualdad y el combate contra la exclusión, más allá de cierto palabrerío hueco, no están en la agenda de prioridades de todas las fuerzas políticas. Más que hablar de penas, cárceles y –ahora– códigos, los que se dicen preocupados por la inseguridad deberían invertir tiempo en pensar y explicar cómo piensan ayudar a construir una sociedad más integrada, más inclusiva, con menos desigualdad.

Nada del orden legal obliga a un partido o coalición política a incluir en su agenda (en otras épocas se llamaba “plataforma”) temas que no son parte de su ideario o ideología. La derecha no es igualitarista y, en consecuencia, la desigualdad no suele ser para ella un problema, aunque el dispositivo de conquista de preferencias sociales que supone las elecciones la empuje en ocasiones a mostrarse más preocupada de lo que está, estuvo y estará en el destino de los excluidos. No hay nada de malo en ello, sólo una cuestión ideológica (y, con perdón por la antigualla, ética). Pero visto su recurrente desinterés por la cuestión social, hay que decir que la intensidad con que baten el parche con el tema de la inseguridad quienes se afilian a posiciones claramente contrarias a la integración social y la reducción de la desigualdad, es un síntoma de la forma en que la lógica del mercado logró atravesar a –una extensa parte de– nuestra sociedad. De acuerdo a esa lógica, la problemática social se reduce a un shopping list con las demandas de los sectores integrados. “Queremos poder caminar tranquilos”, “queremos comprar dólares”, “queremos veranear allá”, y otras expresiones por el estilo, constituyen anhelos muy legítimos, pero que no están de ningún modo desvinculados de la política económica, de la salud pública, de la cantidad y calidad del empleo, de la educación, del gasto público, de las mejores o peores instituciones, de la distribución del ingreso, etcétera. Las sociedades son densas tramas vinculares moldeadas por múltiples determinaciones complejas. Suponer que un gobierno, o más aún, un Estado, es un centro de atención al cliente que atiende demandas aisladas de individuos igualmente aislados unos de otros, definitivamente, antes que un error, es un desquicio.

Ocuparse de la inseguridad sin hacer centro en la desigualdad y la exclusión implica concentrarse exclusivamente en la faz punitiva del tema y aniquilar el ideal emancipador de la democracia en una cárcava correccional.

La desigualdad es un tema alarmante en el mundo. Y es motivo de preocupación, no tanto (como sería deseable) por cuestiones valorativas como por el riesgo que la desigualdad extrema significa para la seguridad estratégica de los países centrales y por el freno o dificultad que supone a la expansión económica capitalista. Desde que el neoliberalismo se instaló con fuerza en el mundo a fines de los años ’70, el proceso de concentración de riqueza fue incesante y brutal. Hoy, la mitad de la riqueza global está en manos de menos del 1% de la población mundial y ese grupo privilegiado no dejó de acrecentar su riqueza desde 1980 hasta el presente. En los Estados Unidos, mientras que el 90% de la población más pobre se empobreció más aún desde 2009, el 1% más rico se apropió del 95% del crecimiento total posterior a aquel año. 3.500 millones de personas (es decir, la mitad de la población mundial) apenas alcanzan a acumular entre todos una riqueza equivalente a la de las 84 personas más ricas del mundo. La suma de las fortunas de las 10 personas más adineradas de Europa (217.000 millones de euros) supera el monto de las medidas de estímulo aplicadas en todo el continente entre 2008 y 2010 (200.000 millones) en el marco de la brutal crisis que aun no cesa y que dejó consecuencias sociales desastrosas en varios países. Además, existe un inmenso caudal de dinero oculto en el mundo (estimado en 18,5 billones de dólares) cuya apropiación es razonable pensar que no sólo no mejora un ápice el panorama de la desigualdad sino que lo agrava considerablemente.

En este contexto, la Argentina, junto con algunos otros países de la región, logró dar pasos en la mejora de la distribución del ingreso (flujo) medido por el índice de Gini. En 2003, la Argentina tenía un Gini de 0,547 y logró reducirlo a 0,411 en 2013, según datos del Banco Mundial. También logró avances significativos en inclusión social que sería bueno que todas las fuerzas políticas se comprometieran a sostener y mejorar si fuese posible.

Sin embargo, la desigualdad en la riqueza (stock) y los niveles de polarización (el 10% más rico apropia el 32% de la renta y el 20%, casi la mitad) constituyen una realidad mucho más consolidada cuya modificación progresiva requiere no sólo más tiempo, sino también que sea una meta para el conjunto del sistema político (o para una mayoría extensa), instituciones fuertes y, fundamentalmente, un cambio cultural que nos permita asumir dos cuestiones básicas: a) que la exclusión es la contracara de una riqueza infamante y, en consecuencia, si nos importa mucho la exclusión, tenemos que discutir sobre la riqueza, sus formas de acumulación, sus dispositivos de legitimación. En las sociedades modernas no hay nada más opaco que el circuito de generación de dinero, nada que genere más pobreza y violencia que la riqueza exorbitante, ni nada más autoritario y que amenace más a las democracias que los grupos económicos concentrados; b) que en los ’90, el neoliberalismo inoculó en nuestra sociedad (como en cada sitio en donde hizo pie) un dispositivo simbólico centrado en el dinero y el consumo que atravesó a nuestra sociedad y a nuestros dirigentes más aún de lo que estamos dispuestos a reconocer. Cuestionar radicalmente la centralidad del consumo como lugar preeminente de inscripción de la experiencia social y el valor existencial de un vehículo de alta gama, de una urbanización cerrada o de una hamburguesa es un desafío, pesado y definitivo, que no puede quedar por fuera de una política que pretenda transformar la realidad en el sentido del igualitarismo, de una mejor democracia, de más solidaridad, de mejores instituciones y más inclusión.

Quizás se debería invertir un poco más de tiempo de debate público en plantear las múltiples caras de la exclusión y las formas de enfrentarlas. Si es por tiempo, nada se perdería con restarle un poco del que insume la banalidad en los grandes medios. Parafraseando a Dostoievski en La casa de los muertos, se podría decir que el grado de civilización de una sociedad se juzga visitando la exclusión, la desigualdad, las privaciones. Mejorar las condiciones de vida de la gente (proveer infraestructura, propiciar el acceso a la tierra, a la vivienda digna, al empleo, a la educación, a los buenos servicios públicos, a las buenas políticas sociales, a la previsión social, etcétera) es un objetivo que enaltece la política democrática y la mejor defensa frente a los embates del crimen y la violencia, institucional o de cualquier otra.

En el tejido social lacerado por la desigualdad abrevan las oportunidades de toda forma de explotación e incivilidad. La seguridad refiere a múltiples aspectos de la vida en comunidad susceptibles de afectar los lazos con el otro. Los modos de relacionarnos y los lenguajes que nos hablan, parecen dar cuenta de una deriva signada por infinitas instancias de desafectividad en el acuerdo social. Se trata de ese aspecto inasible y vital como el oxígeno, que nos hace parte de un “nosotros” o nos contamina el aire que respiramos. Abordar esta cuestión parece impostergable, algo así como “darse cuenta de la Aglaura que crece en tierra”.

30/03/14 Miradas al Sur

 

NI LA LEY DE LYNCH NI LAS REGLAS DEL BEISBOL COMBATEN LA INSEGURIDAD Furia

Furia

Massa con Giuliani: hacer bandera con la seguridad

Massa llevó a Washington y Nueva York su campaña presidencial basada en la denuncia de la inseguridad y el narcotráfico. Su equipo de prensa difundió una alabanza que su interlocutor estadounidense no había pronunciado y debió rectificarla. La violencia verbal y los arrebatos protofascistas producen violencia real y crímenes repugnantes. La fórmula de Rudy Giuliani, quien cobra por su asesoramiento, fracasó en Estados Unidos, donde está en plena revisión.

Por Horacio Verbitsky

En 1933, Joseph Goebbels eligió como responsable de la cinematografía nazi al gran director expresionista Fritz Lang, cuya saga de Sigfrido y los Nibelungos, la fantasía futurista de Metropolis y sus películas sobre el delirante doctor Mabuse y el Vampiro lo habían fascinado. Todas esas obras fueron filmadas a partir de 1922, la misma década terrible que le insumió a Hitler pasar de la conspiración en las cervecerías de Munich a la toma del poder. Compartían una fascinación por lo siniestro y lo subterráneo, pero sus valoraciones eran antagónicas: la disección crítica para Lang, quien estaba influido por los descubrimientos de Freud sobre el inconsciente y por la ética protestante sobre la responsabilidad individual; la exaltación triunfal de lo más oscuro y repulsivo para el nazismo. Sin la menor afinidad con un régimen monstruoso que concebía el cine como instrumento de propaganda, Lang objetó que su madre era judía. “Nosotros decidimos quién es judío”, fue la seca réplica de Goebbels. Aterrado ante esa oferta que no podía rechazar, Lang no perdió ni un día y esa misma noche huyó de Alemania. Luego de un par de años mediocres en Francia, donde sólo filmó una película menor, siguió a Estados Unidos, donde su primera película fue Furia. Estrenada en 1936, sigue siendo una obra maestra, que resignifica un género clásico de Hollywood para cuestionar el totalitarismo. Exiliado del nazismo, Lang supo detectar sus mismas raíces en la sociedad norteamericana, tan orgullosa de sus valores y su libertad. La trama es muy simple: una multitud que no cree en procedimientos ni derechos intenta linchar a un hombre bueno y trabajador, acusado sólo por indicios falsos de haber violado a una niña. El sheriff no les permite ingresar a la cárcel del pueblo para ahorcarlo y pide auxilio al gobierno del Estado. La Guardia Nacional está por partir cuando el gobernador la detiene: está en campaña, al electorado no le agradan los violadores y los pequeños pueblos resienten de la intervención de fuerzas federales. Con la seguridad de que no habrá represión, la turba arroja teas ardientes por las ventanas para asar vivo al forastero. Los rostros tensos de placer sádico ante el edificio que crepita en llamas se transfiguran durante el juicio, cuando los asesinos pierden el anonimato y aquella turba despiadada se descompone en sus miembros individuales. Una vez pasado el trance e identificados por las filmaciones periodísticas, la mayoría pueden expresar culpa, arrepentimiento y piedad, vuelven a ser personas responsables de sus actos. Tres años después, John Ford narró un episodio muy parecido en su biografía El joven Lincoln. El primer caso como abogado del futuro presidente es el proceso a dos hermanos acusados de un crimen que no cometieron. Para llegar al día del juicio Lincoln debe impedir que la turba los cuelgue, enfrentando al gentío que golpea la puerta de la prisión con un tronco como ariete. Está solo y no tiene otra arma que la palabra. “Juntos hacemos cosas que nos avergonzaría hacer a solas”, les dice. Señala a uno de los linchadores enardecidos y lo describe como el hombre más honrado y temeroso de Dios que conoce en el pueblo, y apuesta a que una vez en su casa abrirá la Biblia y leerá: “Bienaventurados los misericordiosos porque ellos obtendrán misericordia”. Son los años finales de la Gran Depresión iniciada en 1930, que generó en Estados Unidos tensiones equivalentes a las de la guerra perdida por Alemania. Pasó allí, pero también podría ocurrir aquí, es el subtexto nunca explicitado por Fritz Lang y por John Ford.

Aquí también

Cosas equivalentes están ocurriendo en la sociedad argentina, ocho décadas más tarde. En septiembre último, un tribunal oral de La Matanza absolvió a cuatro vecinos por la muerte a palazos y patadas de un pibe de 15 años, Lucas Navarro, al que atraparon cuando quiso robarse un auto con una pistola de plástico. Como quienes lo golpearon eran más de cincuenta, y ningún testigo accedió a identificarlos, los jueces concluyeron que no podía establecerse sin lugar a dudas que los responsables fueran los cuatro que lo habían tumbado y aferrado al piso. Y el sábado anterior, en el barrio Azcuénaga, de Rosario, medio centenar de vecinos golpearon a David Moreyra, un albañil morocho, de 18 años, acusado de arrebatarle el bolso a una joven mamá. Voltearon la moto en la que iba y (según relatos jocosos de algunos vecinos en las redes sociales e incluso en mensajes a las radios locales) lo tomaron de los pelos, lo llevaron al medio de la calle y lo patearon hasta la inconsciencia. Recién dos horas y media después permitieron que fuera atendido. La madre, que lo vio en el hospital, dijo que estaba irreconocible por los golpes. Moreyra murió al cabo de cuatro días en coma y no hay testigos dispuestos a contar lo sucedido. La última semana otros dos linchamientos sucedieron en el barrio Echesortu, de Rosario, y en el barrio San Martín de la capital provincial, Santa Fe. En ambos, hordas de misericordiosos vecinos golpearon a sendos adolescentes, uno acusado de quitarle la cartera a una señora, el otro de robar una moto. Transeúntes que pasaban, comerciantes de negocios vecinos, se sumaron al linchamiento. Los asesinatos no se consumaron porque un móvil de la Comisaría 6a de Rosario y un patrullero del comando radioeléctrico santafesino llegaron cuando las víctimas aún vivían y las condujeron al hospital. A la exaltación en las redes sociales de estos crímenes, presentados como actos de justicia, se sumó un juez penal que justificó las palizas frecuentes como reacción “ante un delito o una injusticia”. La cúpula policial implicada en forma directa en las bandas de narcotraficantes y la nula ejemplaridad del gobierno provincial, que ratificó su confianza en esos policías hasta horas antes de que fueran detenidos con pruebas contundentes, ponen el marco conceptual para estos episodios de barbarie colectiva. Esta semana, el portal “El último” publicó una nota firmada por Miguel Angel Villanueva, con abundantes fuentes policiales y denunciante habitual del “narcosocialismo”, quien afirma que Daniel Patricio Gorosito, a quien sindica como “el principal narcotraficante de la Argentina”, pactó con Hermes Binner, Antonio Bonfatti y Miguel Lifschitz el intercambio de protección policial por aportes económicos. Ex presidente del Club Real Arroyo Seco de Santa Fe, Gorosito fue detenido en España por la exportación de cocaína en contenedores de carbón vegetal y extraditado a la Argentina en noviembre pasado. Según el informe, el pacto incluyó la promoción de diversos funcionarios de policiales y judiciales, entre ellos el ahora detenido ex jefe de Policía, Hugo Damián Tognoli y el juez Juan Carlos Vienna. El portal reproduce facsímiles de presuntas planillas de la Dirección Nacional de Migraciones, según las cuales Vienna habría viajado el año pasado a México y Estados Unidos al mismo tiempo que Luis Alberto Paz, el padre de Martín “El Fantasma” Paz, un narco asesinado en una esquina de Rosario por la banda de Los Monos, que investiga Vienna. De acuerdo con esas planillas, ambos regresaron de Estados Unidos el 14 de diciembre de 2013 y pasaron por Migraciones con un minuto de diferencia. Ambos Paz poseían una empresa de transporte por camión. El padre es manager del boxeador rosarino Sebastián “Iron” Luján y su empresa sostiene al club de fútbol Central Córdoba: paga el sueldo de los técnicos y preparadores físicos de sus divisiones inferiores, los gastos de sus viajes y la indumentaria que utilizan. El desembarco de la Gendarmería en los barrios rosarinos puede traer algún alivio subjetivo al vecindario. Pero si el Estado Federal comparte con estas autoridades provinciales los datos de sus investigaciones, es probable que sólo se incrementen los golpes sobre los denominados bunkers del menudeo, en los barrios más pobres de Rosario, engrosando la superpoblación carcelaria con jóvenes siempre del mismo sector social, material fungible que las organizaciones criminales reemplazan con facilidad sin que se afecte el negocio protegido.

Vueltas

No hay en la política argentina ningún estadista que, al estilo del Lincoln de John Ford, se enfrente con los linchadores. Por el contrario, abundan los dirigentes que como, el gobernador de Fritz Lang, omiten el cumplimiento de sus deberes porque temen que ante el clima social que ellos mismos han exasperado, tenga un efecto negativo sobre sus posibilidades electorales. La figura paradigmática es el impetuoso diputado renovador Sergio Massa, quien recorrió los principales centros de poder de los Estados Unidos como forma de instalación de su candidatura presidencial. Como corresponde, en cada escala advirtió que era inmoral hablar de candidaturas, que sólo había una agenda que cumplir. En privado admitió que pensaba vencer sin necesidad de segunda vuelta, porque cree que la primera serán las Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias. Esta proyección mecánica de lo ocurrido en 2011 revela una escasa comprensión del actual cuadro político. Entonces, el oficialismo tenía una sola candidatura, la de CFK. En 2015 todo sugiere que presentará entre dos y cinco. Quien obtenga la nominación podrá sumar en la elección general buena parte de los votos de sus rivales en las Primarias. Al contrario de la jactancia de Massa, hay una alta probabilidad de que la de 2015 sea la primera elección presidencial que se resuelva en segunda vuelta. Acompañado por el ex embajador duhaldista en Estados Unidos, Eduardo Amadeo, por el ex presidente del Banco Central, Martín Redrado, por el diputado Adrián Pérez y por el ex secretario ejecutivo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Santiago Cantón, Massa habló con hombres de negocios, banqueros, fondos de inversión, diplomáticos, think tanks, políticos y funcionarios de relaciones exteriores y de economía, incluyendo el Tea Party, las organizaciones judías de Estados Unidos, el Inter-American Dialogue, la Sociedad de las Américas y el Secretario General de la OEA, José Miguel Inzulsa. En cada lugar dijo lo que sus interlocutores querían oír: habló de relaciones maduras, de combatir la inflación, mejorar la seguridad, cooperar con Estados Unidos en temas nucleares y de lucha contra el terrorismo, garantizar la independencia de la Justicia y presionar a Venezuela para que cumpla con la Carta Democrática de la OEA, a la que exaltó como el principal foro político regional. Sólo tuvo un traspié en su exitosa gira de instalación presidencial. Fue en la reunión que mantuvo el simbólico 24 de marzo con el ex presidente de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Claudio Grossman, decano de la Facultad de Derecho de la American University, donde dicta una cátedra de Derecho Internacional y Humanitario. Nacido en Chile, Grossman conoce bien la Argentina. Durante cuatro años fue observador de la CIDH en el juicio por el atentado a la AMIA. Su informe final ratificó las conclusiones del tribunal oral sobre las conductas ilegítimas y los posibles actos criminales de los jueces Juan José Galeano y Claudio Bonadio, y apoyó el pedido de juicio político contra Bonadio, presentado por el representante del Ministerio de Justicia Alejandro Rúa. Massa le explicó sus posiciones sobre política criminal, sus propuestas de mano dura y su oposición a la reforma del Código Penal. Grossman, quien también fue presidente del Comité contra la Tortura de las Naciones Unidas y miembro de la Comisión para el Control de Archivos de la Interpol, escuchó con paciencia y replicó con alusiones a la vigencia de los derechos humanos, el Estado de Derecho y la sujeción a la ley. De ahí su sorpresa cuando el equipo de prensa que también acompañó a Massa difundió en un sitio de Internet que luego de escucharlo Grossman dijo: “Estábamos muy interesados por escuchar los programas de seguridad implementados por Massa, porque consideramos que su cosmovisión representa el respeto por la ley, por los derechos humanos y por el estado de derecho en la lucha contra la inseguridad”. Muy molesto, Grossman amenazó con una desmentida pública. Cantón, quien trabajó con él en la CIDH, y actualmente es director ejecutivo del Centro Robert Kennedy por la Justicia y los Derechos Humanos, en el que Grossman integra el jurado que otorga un premio anual, se disculpó y el inexistente elogio de Grossman fue levantado de la página, que mantuvo la información sobre el encuentro pero sin las alabanzas imaginarias. Ante una consulta para esta nota, Grossman escribió que “con posterioridad a la reunión se me atribuyó una cita que no reflejaba correctamente el contenido de lo expresado”. Por eso, “solicité que se retirara de la página web donde dicha cita se había incluido. Se me informo que mi solicitud se cumplió inmediatamente”. Con la filosa ironía que lo caracteriza, agregó que apreciaba que Massa quisiera “informarse sobre los últimos avances en políticas públicas con una perspectiva en derechos humanos para afianzar el estado de derecho”. El tiempo dirá si aprendió algo en ese curso relámpago que le dio el Decano Grossman. También se verá más adelante si el generoso intercambio de sonrisas incide de alguna manera en la especial atención que la embajada estadounidense en Buenos Aires presta al corredor norte del conurbano, gobernado desde Vicente López hasta Pilar por el massismo, donde residen y dirigen sus actividades los principales jefes de las organizaciones dedicadas al comercio de sustancias estupefacientes prohibidas y si se ha atenuado la curiosidad que esos funcionarios expresan por el generoso despliegue de medios económicos que exhibe el candidato que no habla de candidaturas.

30/03/14 Página|12

sábado, 29 de marzo de 2014

Subte línea E

Subte línea E

el pro se olvida de que la línea e también es de la ciudad

La Diputada del Frente para la Victoria Claudia Neira presentó en el día de hoy un pedido de informes por la problemática situación de Infraestructura que exhibe la Línea E del Subterráneo en todo su recorrido, desde Bolívar hasta Plaza de Virreyes.

En el pedido de informes se detallan serios inconvenientes estructurales que saltan a la vista de cualquier usuario de esta línea: Filtraciones permanentes en las estaciones Bolívar, Belgrano, Independencia, Entre Ríos – R. Walsh, Pichincha, Jujuy, Urquiza, Boedo, Av. de la Plata y José María Moreno; desprendimiento de Pared y Mampostería en la Estación Boedo y en pasillos de conexión de Estación Independencia; escaleras mecánicas fuera de Servicio en Estación Varela, Belgrano y Pichincha; y la ausencia de Ascensores en todas las estaciones de la línea.

Neira manifestó que “el nivel de deterioro de la Línea E es una muestra palpable de la desatención y discriminación que reciben los Ciudadanos del Sur de la Ciudad por parte del gobierno de Mauricio Macri” y agregó: “La línea que atraviesa numerosos barrios de trabajadores y conecta el Sur profundo mediante el Premetro es la que recibe peor mantenimiento y Servicio. Una muestra más de la diferenciación entre el Sur y el Norte de la Ciudad”

El pedido de informes describe que, hasta ahora, las únicas reformas proyectadas para la Línea E es una renovación de vías; y los únicos trabajos de mantenimiento son “parches” o soluciones precarias como el uso de policarbonatos para los techos, o pintura superpuesta para tapar manchas de filtraciones.

La diputada Neira expresó que: “Desde que la Ciudad de Buenos Aires se hizo cargo del Subte, la única gestión visible fue aumentar la tarifa en un 355% desde 2011 a la fecha” y agregó: “Las mejoras que se observan en el servicio, como la adquisición de nuevos vagones o la construcción de nuevas estaciones, son cuestiones heredadas de las gestiones anteriores que el Macrismo supo aprovechar para sacarse fotos de campaña”.

“A pesar de las consignas publicitarias, la Ciudad de Mauricio Macri no es una ciudad para todos. Los vecinos del Sur se ven obligados a padecer un servicio que excluye cada vez más: Una línea que no mejora sus estaciones, no garantiza condiciones de accesibilidad para las personas con capacidad reducida y que suspende el servicio ante la mínima adversidad climática

El corazón delator Por Edgar Allan Poe (1809-1849)

¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.

Me es imposible decir cómo aquella idea me entró en la cabeza por primera vez; pero, una vez concebida, me acosó noche y día. Yo no perseguía ningún propósito. Ni tampoco estaba colérico. Quería mucho al viejo. Jamás me había hecho nada malo. Jamás me insultó. Su dinero no me interesaba. Me parece que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre... Un ojo celeste, y velado por una tela. Cada vez que lo clavaba en mí se me helaba la sangre. Y así, poco a poco, muy gradualmente, me fui decidiendo a matar al viejo y librarme de aquel ojo para siempre.

Presten atención ahora. Ustedes me toman por loco. Pero los locos no saben nada. En cambio... ¡Si hubieran podido verme! ¡Si hubieran podido ver con qué habilidad procedí! ¡Con qué cuidado... con qué previsión... con qué disimulo me puse a la obra! Jamás fui más amable con el viejo que la semana antes de matarlo. Todas las noches, hacia las doce, hacía yo girar el picaporte de su puerta y la abría... ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando la abertura era lo bastante grande para pasar la cabeza, levantaba una linterna sorda, cerrada, completamente cerrada, de manera que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Oh, ustedes se hubieran reído al ver cuán astutamente pasaba la cabeza! La movía lentamente... muy, muy lentamente, a fin de no perturbar el sueño del viejo. Me llevaba una hora entera introducir completamente la cabeza por la abertura de la puerta, hasta verlo tendido en su cama. ¿Eh? ¿Es que un loco hubiera sido tan prudente como yo? Y entonces, cuando tenía la cabeza completamente dentro del cuarto, abría la linterna cautelosamente... ¡oh, tan cautelosamente! Sí, cautelosamente iba abriendo la linterna (pues crujían las bisagras), la iba abriendo lo suficiente para que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Y esto lo hice durante siete largas noches... cada noche, a las doce... pero siempre encontré el ojo cerrado, y por eso me era imposible cumplir mi obra, porque no era el viejo quien me irritaba, sino el mal de ojo. Y por la mañana, apenas iniciado el día, entraba sin miedo en su habitación y le hablaba resueltamente, llamándolo por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Ya ven ustedes que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que todas las noches, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.

Al llegar la octava noche, procedí con mayor cautela que de costumbre al abrir la puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez de lo que se movía mi mano. Jamás, antes de aquella noche, había sentido el alcance de mis facultades, de mi sagacidad. Apenas lograba contener mi impresión de triunfo. ¡Pensar que estaba ahí, abriendo poco a poco la puerta, y que él ni siquiera soñaba con mis secretas intenciones o pensamientos! Me reí entre dientes ante esta idea, y quizá me oyó, porque lo sentí moverse repentinamente en la cama, como si se sobresaltara. Ustedes pensarán que me eché hacia atrás... pero no. Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí empujando suavemente, suavemente.

Había ya pasado la cabeza y me disponía a abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló en el cierre metálico y el viejo se enderezó en el lecho, gritando:

-¿Quién está ahí?

Permanecí inmóvil, sin decir palabra. Durante una hora entera no moví un solo músculo, y en todo ese tiempo no oí que volviera a tenderse en la cama. Seguía sentado, escuchando... tal como yo lo había hecho, noche tras noche, mientras escuchaba en la pared los taladros cuyo sonido anuncia la muerte.

Oí de pronto un leve quejido, y supe que era el quejido que nace del terror. No expresaba dolor o pena... ¡oh, no! Era el ahogado sonido que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Bien conocía yo ese sonido. Muchas noches, justamente a las doce, cuando el mundo entero dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su espantoso eco los terrores que me enloquecían. Repito que lo conocía bien. Comprendí lo que estaba sintiendo el viejo y le tuve lástima, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Comprendí que había estado despierto desde el primer leve ruido, cuando se movió en la cama. Había tratado de decirse que aquel ruido no era nada, pero sin conseguirlo. Pensaba: "No es más que el viento en la chimenea... o un grillo que chirrió una sola vez". Sí, había tratado de darse ánimo con esas suposiciones, pero todo era en vano. Todo era en vano, porque la Muerte se había aproximado a él, deslizándose furtiva, y envolvía a su víctima. Y la fúnebre influencia de aquella sombra imperceptible era la que lo movía a sentir -aunque no podía verla ni oírla-, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.

Después de haber esperado largo tiempo, con toda paciencia, sin oír que volviera a acostarse, resolví abrir una pequeña, una pequeñísima ranura en la linterna.

Así lo hice -no pueden imaginarse ustedes con qué cuidado, con qué inmenso cuidado-, hasta que un fino rayo de luz, semejante al hilo de la araña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo de buitre.

Estaba abierto, abierto de par en par... y yo empecé a enfurecerme mientras lo miraba. Lo vi con toda claridad, de un azul apagado y con aquella horrible tela que me helaba hasta el tuétano. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, pues, como movido por un instinto, había orientado el haz de luz exactamente hacia el punto maldito.

¿No les he dicho ya que lo que toman erradamente por locura es sólo una excesiva agudeza de los sentidos? En aquel momento llegó a mis oídos un resonar apagado y presuroso, como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latir del corazón del viejo. Aumentó aún más mi furia, tal como el redoblar de un tambor estimula el coraje de un soldado.

Pero, incluso entonces, me contuve y seguí callado. Apenas si respiraba. Sostenía la linterna de modo que no se moviera, tratando de mantener con toda la firmeza posible el haz de luz sobre el ojo. Entretanto, el infernal latir del corazón iba en aumento. Se hacía cada vez más rápido, cada vez más fuerte, momento a momento. El espanto del viejo tenía que ser terrible. ¡Cada vez más fuerte, más fuerte! ¿Me siguen ustedes con atención? Les he dicho que soy nervioso. Sí, lo soy. Y ahora, a medianoche, en el terrible silencio de aquella antigua casa, un resonar tan extraño como aquél me llenó de un horror incontrolable. Sin embargo, me contuve todavía algunos minutos y permanecí inmóvil. ¡Pero el latido crecía cada vez más fuerte, más fuerte! Me pareció que aquel corazón iba a estallar. Y una nueva ansiedad se apoderó de mí... ¡Algún vecino podía escuchar aquel sonido! ¡La hora del viejo había sonado! Lanzando un alarido, abrí del todo la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez... nada más que una vez. Me bastó un segundo para arrojarlo al suelo y echarle encima el pesado colchón. Sonreí alegremente al ver lo fácil que me había resultado todo. Pero, durante varios minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Claro que no me preocupaba, pues nadie podría escucharlo a través de las paredes. Cesó, por fin, de latir. El viejo había muerto. Levanté el colchón y examiné el cadáver. Sí, estaba muerto, completamente muerto. Apoyé la mano sobre el corazón y la mantuve así largo tiempo. No se sentía el menor latido. El viejo estaba bien muerto. Su ojo no volvería a molestarme.

Si ustedes continúan tomándome por loco dejarán de hacerlo cuando les describa las astutas precauciones que adopté para esconder el cadáver. La noche avanzaba, mientras yo cumplía mi trabajo con rapidez, pero en silencio. Ante todo descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, brazos y piernas.

Levanté luego tres planchas del piso de la habitación y escondí los restos en el hueco. Volví a colocar los tablones con tanta habilidad que ningún ojo humano -ni siquiera el suyo- hubiera podido advertir la menor diferencia. No había nada que lavar... ninguna mancha... ningún rastro de sangre. Yo era demasiado precavido para eso. Una cuba había recogido todo... ¡ja, ja!

Cuando hube terminado mi tarea eran las cuatro de la madrugada, pero seguía tan oscuro como a medianoche. En momentos en que se oían las campanadas de la hora, golpearon a la puerta de la calle. Acudí a abrir con toda tranquilidad, pues ¿qué podía temer ahora?

Hallé a tres caballeros, que se presentaron muy civilmente como oficiales de policía. Durante la noche, un vecino había escuchado un alarido, por lo cual se sospechaba la posibilidad de algún atentado. Al recibir este informe en el puesto de policía, habían comisionado a los tres agentes para que registraran el lugar.

Sonreí, pues... ¿qué tenía que temer? Di la bienvenida a los oficiales y les expliqué que yo había lanzado aquel grito durante una pesadilla. Les hice saber que el viejo se había ausentado a la campaña. Llevé a los visitantes a recorrer la casa y los invité a que revisaran, a que revisaran bien. Finalmente, acabé conduciéndolos a la habitación del muerto. Les mostré sus caudales intactos y cómo cada cosa se hallaba en su lugar. En el entusiasmo de mis confidencias traje sillas a la habitación y pedí a los tres caballeros que descansaran allí de su fatiga, mientras yo mismo, con la audacia de mi perfecto triunfo, colocaba mi silla en el exacto punto bajo el cual reposaba el cadáver de mi víctima.

Los oficiales se sentían satisfechos. Mis modales los habían convencido. Por mi parte, me hallaba perfectamente cómodo. Sentáronse y hablaron de cosas comunes, mientras yo les contestaba con animación. Mas, al cabo de un rato, empecé a notar que me ponía pálido y deseé que se marcharan. Me dolía la cabeza y creía percibir un zumbido en los oídos; pero los policías continuaban sentados y charlando. El zumbido se hizo más intenso; seguía resonando y era cada vez más intenso. Hablé en voz muy alta para librarme de esa sensación, pero continuaba lo mismo y se iba haciendo cada vez más clara... hasta que, al fin, me di cuenta de que aquel sonido no se producía dentro de mis oídos.

Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero seguí hablando con creciente soltura y levantando mucho la voz. Empero, el sonido aumentaba... ¿y que podía hacer yo? Era un resonar apagado y presuroso..., un sonido como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón. Yo jadeaba, tratando de recobrar el aliento, y, sin embargo, los policías no habían oído nada. Hablé con mayor rapidez, con vehemencia, pero el sonido crecía continuamente. Me puse en pie y discutí sobre insignificancias en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Anduve de un lado a otro, a grandes pasos, como si las observaciones de aquellos hombres me enfurecieran; pero el sonido crecía continuamente. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré... Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del piso, pero el sonido sobrepujaba todos los otros y crecía sin cesar. ¡Más alto... más alto... más alto! Y entretanto los hombres seguían charlando plácidamente y sonriendo. ¿Era posible que no oyeran? ¡Santo Dios! ¡No, no! ¡Claro que oían y que sospechaban! ¡Sabían... y se estaban burlando de mi horror! ¡Sí, así lo pensé y así lo pienso hoy! ¡Pero cualquier cosa era preferible a aquella agonía! ¡Cualquier cosa sería más tolerable que aquel escarnio! ¡No podía soportar más tiempo sus sonrisas hipócritas! ¡Sentí que tenía que gritar o morir, y entonces... otra vez... escuchen... más fuerte... más fuerte... más fuerte... más fuerte!

-¡Basta ya de fingir, malvados! -aullé-. ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esos tablones! ¡Ahí... ahí! ¡Donde está latiendo su horrible corazón!

El cazador de orquídeas Por Roberto Arlt (1900-1942)

Djamil entró en mi camarote y me dijo: Señor, ya están apareciendo las primeras montañas.

Abandoné precipitadamente mi encierro y fui a apoyarme de codos en la borda. Las aguas estaban bravías y azules mientras que en el confín la línea de montañas de Madagascar parecía comunicarle al agua la frialdad de su sombra. Poco me imaginaba que dos días después me iba a encontrar en Tananarivo con mi primo Guillermo Emilio, y que desde ese encuentro me naciera la repugnancia que me estremece cada vez que oigo hablar de las orquídeas.

Efectivamente, dudo que en el reino vegetal exista un monstruo más hermoso y repelente que esta flor histérica, y tan caprichosa, que la veréis bajo la forma de un andrajo gris permanecer muerta durante meses y meses en el fondo de una caja, hasta que un día, bruscamente, se despierta, se despereza y comienza a reflorecer, coloreándose las tintas más vivas.

Yo ignoraba todas estas particularidades de la flor, hasta que tropecé con Guillermo Emilio, precisamente en Madagascar.

Creo haber dicho que Guillermo Emilio era cazador de orquídeas. Durante mucho tiempo se dedicó a esta cacería en el sur del Brasil; pero luego, habiendo la justicia pedido su extradición por no sé qué delito de estafa, de un gran salto compuesto de numerosos y misteriosos zigzags se trasladó a Colombia. En Colombia formó parte de una expedición inglesa que en el espacio de pocos meses cazó dos mil ejemplares de orquídeas en las boscosas montañas de Nueva Granada. La expedición estaba costosamente equipada, y cuando los ingleses llegaron a Bogotá, de los dos mil ejemplares les quedaban vivos únicamente dos. El resto, malignamente, se había marchitado, y el financiador de la empresa, un lustrabotas enriquecido, enloqueció de furor.

Completamente empobrecido, y además mal mirado por la policía, Guillermo Emilio emigró a México, donde pretende que él fue el primero que descubrió la especie que conocemos bajo el nombre de “orquídea del azafrán”. No sé qué incidentes tuvo con un nativo —los mexicanos son gente violenta—, que Guillermo Emilio desapareció de México con la misma presteza que anteriormente salió de Río Grande, después de Natal, luego de Bogotá y, finalmente, de Tampico. Algunos maldicientes susurraban que el primo Guillermo Emilio combinaba el robo con la caza, y yo no diré que sí ni que no, porque bien claro lo dicen las Sagradas Escrituras: “No juzguéis si no quieres ser juzgado”.

Era él un hombre alto como un poste, de piernas largas, brazos largos, cara larga y fina y mucha alegría que gastar. Se le encontraba casi siempre vestido con un traje caqui, polainas y casco de explorador y un cuaderno bajo el brazo. En este cuaderno estaban pegados varios recortes de periódicos de provincia, donde se le veía junto a una planta de orquídeas acompañado de un grupo de indígenas sonrientes. Tal publicidad le permitió robar en muchas partes.

Este es el genio que yo me encontré una mañana de agosto en Tananarivo cuando semejante a un babieca abría los ojos como platos frente al disparatado palacio que ocupó la ex reina indígena Ranavalo. Este palacio lo construyó un francés aventurero que recaló en Madagascar huyendo de sus crueles deudores, y de quien me contaron extraordinarias anécdotas; pero dejémoslas para otro día.

Estaba, como digo, de pie, abriendo los ojos frente al palacio y rodeado de un grupo de cobrizas chiquillas con motas trenzadas y desparramadas, como los flecos de una alfombra, sobre su frente de chocolate. Por momentos miraba el palacio de la pobre Ranavalo, y si le volvía la espalda tropezaba con una multitud de robustos malgaches, que con la cabeza cargada de cestos de cañas pasaban hacia el mercado transportando sus plátanos. También pasaban rechinantes carros arrastrados por pequeños cebúes despojados de su rabo por una infección que permite salvar al buey sacrificando su cola. Yo conocía un chiste muy divertido respecto al buey y su cola, pero ahora no lo recuerdo. Adelante.

Mis proyectos eran variados. Uno consistía en marcharme a los arrozales de Ambohidratrimo, otro —y éste me seducía muy particularmente— en cruzar oblicuamente la isla partiendo de Tananarivo para el puerto de Majunga, y embarcarme allí para el archipiélago de las Comores. Ninguno de estos proyectos estaba determinado por la necesidad de los negocios, sino por el placer. De pronto escuché una gritería y vi a un viejo con casco de corcho que salió maldiciendo y riéndose a la puerta de su almacén, y al tiempo que maldecía y se reía, amenazaba con el puño la copa de un cocotero. Entonces, fijándome en donde señalaba el viejo, vi un mono con un gran cigarro encendido que se lo había robado. En el almacén ladero, un chino, con un blusón azul que le llegaba a los talones y una gran coleta, miraba al mono, que fumaba haciéndole amenazadoras señales.

—¡Tony! ¡Tú aquí, Tony!

¿Quién diablos me llamaba? 

Me volví, y allí, para mi desgracia, estaba el primo Guillermo, con su traje caqui y el cuaderno debajo del brazo. Mientras cambiábamos las primeras preguntas yo pensaba en echarle escrupuloso candado a mi cartera. Sin embargo, me dejé persuadir, y Guillermo, tomándome de un brazo, exclamó en voz alta, tan alta, que creo que la pudo escuchar el chino del “fondak” frontero:

—Nunca entres al restaurante de un chino. Será un misterio para ti lo que te dé de comer.

Terminó mi primo de pronunciar estas palabras, se corrió una cortinilla de abalorios, y corpulento, con una barba despejada sobre su pecho y un turbante del razonable diámetro de una piedra de molino, apareció Taman. Arrastrando sus amarillas babuchas por él piso de madera, se aproximó a nuestra mesa, y Guillermo Emilio le dijo:

—Honorable Taman: te presentaré a un primo mío, perteneciente a una muy noble familia de América.

Taman me saludó al modo oriental; luego estrechó calurosamente mi mano y yo pensé si no había caído en una emboscada. Luego un chico tuerto, con una lamentable chilaba colgando de sus hombros y un fez rojo, depositó tres vasos de café sobre la mesa y el primo Guillermo me lo presentó:

—Es sabio y virtuoso como el ojo de Alá.

El pequeño tuerto me saludó lo mismo que su amo, y el primo Guillermo continuó:

—A ti puedo confiarme —miró en derredor cautelosamente—. Este prodigioso niño llamado Agib, ha descubierto la orquídea negra. Dice que de petalo a pétalo la flor mide cerca de cuarenta centimetros.

— Y dónde descubrió ese prodigio?

—A ti puedo confiártelo. Es en el oeste del lago Itasy, sobre una falda del Tananarivo.

—¿Y por qué no la cazó él?

El tuerto, a quien su tío Taman encontraba sabio y virtuoso como el ojo de Alá, me respondió:

—Te diré señor. He oído decir en ese paraje que en el tronco mismo de la orquídea se oculta una venenosísima serpiente negra...

—El primo Guillermo masculló:

—¡Supersticiones! ¿No sabes acaso, que el perfume de las orquídeas ahuyenta a las serpientes?

—¿Y qué piensas hacer tú? —intervine yo, que a mi pesar comenzaba a sentirme interesado en la aventura.

—Contrataré a dos indígenas cargaremos el tronco en una angarilla y traeremos la orquídea aquí.

Taman el dueño del tabuco, que bebía su café silenciosamente, remató el diálogo con estas palabras, al tiempo que acariciaba la nuca de su sobrino:

—Este precioso niño no se equivoca nunca. Le aconseja un djim.

Finalmente, después de muchas conferencias, tratos y disputas, como se acostumbra en Oriente, Taman le alquiló al primo Guillermo Emilio su sobrino con las siguientes condiciones, de cuya puntual enumeración fui testigo:

TAMAN. — Convenimos tú y yo en que no le pegarás al niño con el puño ni con un bastón.

GUILLERMO. — Únicamente le pegaré cuando haga falta.

TAMAN. — Pero ni con el puño ni con el bastón.

GUILLERMo. — Pero sí podré utilizar una vara flexible.

TAMAN. — Sí; podrás. Le darás, además, de comer suficientemente.

GUILLERMO. — Sí.

TAMAN. — Le dejarás dormir donde quiera, sin forzar su voluntad.

GUILLERMO. — Sí; menos cuando esté de guardia.

TAMAN. — No serás con él cruel ni autoritario.

GUILLERMO. (impaciente). — ¡No pretenderás que le trate como si fuera mi esposa preferida!

TAMAN. — Bueno, bueno; te recomiendo a la alegría de mi vida, al hijo de mi hermana y a la preferencia de mis ojos.

Finalmente, una semana después, guiados por el tuerto Agib, salimos de Tananarivo en dirección al Norte. Dos malgaches, de pelo tan rizado que le formaba en torno de la cabeza una corona de flecos de alfombra, nos acompañaban como cargueros.

Primero cruzamos los arrabales y las aldeas vecinas, donde encontramos por todas partes, frente a sus cabañas de bambú y rafia, verdaderas colectividades de poltrones malgaches jugando al karatva, un juego muy parecido al nuestro que se conoce bajo el nombre de las damas, con la diferencia que ellos, en vez de tener trazado su tablero en una tabla, lo han pintado en un tronco de árbol.

Después dejamos detrás una larga caravana de cargadores de carbón, semidesnudos, andrajosos, algunos ya completamente ciegos, otros con larga barba blanca caída sobre el pecho desnudo rayado de costillas. Algunos se ayudaban para caminar con un báculo, y entre ellos venían jovencitas, y todos, sin distinción de edad, cargaban hasta cinco cestas redondas, puestas una encima de la otra, sobre la cabeza.

Cantaban una canción tristísima, y aunque el sol se extendía sobre los próximos mambúes, aquella caravana de espectros negruzcos me sobrecogió, y la consideré de mal augurio para nuestra aventura.

Al caer la tarde alcanzamos los primeros bosques de ravenalas, plantas de bananos de hasta treinta metros de altura, con anchas hojas abiertas como abanicos. Indescriptibles gritos de monos acompañaban nuestra marcha. Nunca me imaginé que los monos pudieran conectar tan variadísimas sinfonías de chillidos, rugidos, lamentaciones, gritos, ronquidos, rebuznos y aullidos como los que estas bestias peludas, negruzcas, rojas y amarillentas componían desde sus alturas.

El “Ojo de Alá”, como irreverentemente llamaba Taman a su sobrino Agib, se había humanizado. De tanto en tanto volvía la cabeza y le dirigía una sonrisa de señorita tímida a mi primo, que, implacable como un beduino, seguía adelante sin mirar a derecha ni izquierda, a no ser para lanzar una de esas malas palabras que hasta a las bestias de la selva las obligan a enmudecer. ¡Pobre Guillermo Emilio! ¡Si sabía él para qué se apresuraba!...

Al día siguiente ya cruzamos un bosque de ébanos; luego descendimos a un valle y al cruzar un río cenagoso un cocodrilo, que tenía la misma cabeza conformada que una corneta, atrapó por una pantorrilla a un carguero y se lo llevó aguas adentro, y pudimos ver cuando otro cocodrilo, precipitándose sobre él, le llevó un brazo. El agua se tiñó de rojo, y nosotros nos alejamos consternados. Quedaba ahora un solo cargador malgache, con cara de gato de cobre, y cuyas motas las mantenía constantemente peinadas en trencitas, que le caían sobre la frente como los flecos de una gualdrapa.

El tercer día de nuestra expedición subimos a la altura de unos montes, cuya planicie parecía de cristalización vidriada, piedra negra, resbaladiza como canto de botella. Abajo se veía el mar de la selva, y allá, muy lejos, el confín aguanoso del océano Índico. A pesar de que estábamos en verano, arriba hacía frío. Después de caminar trabajosamente durante dos horas por esta planicie cristalina oscura, pelada de toda vegetación, comenzamos el descenso hacia un valle arborescente, verde como si estuviera recortado en grandes paños de terciopelo verde cotorra. Un gran pájaro azul cruzó delante de nosotros chillando ásperamente, y comenzamos a bajar, pero pronto nos envolvió una nube de estaño; mascábamos agua, y cuando quisimos acordar, casi sin tiempo para refugiarnos debajo de un peñasco, estalló una tempestad terrible.

Verticales centellas conectaban el cielo y la tierra, torbellinos de agua rodaban en el espacio sus trombas de lluvia, y los truenos y la noche nos mantenían acurrucados bajo una roca. De pronto, aquel monstruoso techo de tinieblas se resquebrajó, y nuevamente apareció el cielo azul, con un sol centelleante de alegría. Eran las dos de la tarde. Nos desnudamos y pusimos a secar nuestra ropa al sol, y por primera vez desde la salida de Tananarivo oímos, el rugido corto, parecido al ladrido de un perro afónico. Era una pareja de panteras que andaba cazando cerca de nosotros. Cenamos varios puñados de arroz hervido en agua con un poco de aceite y bebimos abundantes cuencos de cacao.

Luego nos echamos a dormir. Al día siguiente alcanzaríamos el paraje donde florecía la orquídea negra.

Aborrezco los detalles superfluos. Aquel viernes, a las diez de la mañana estábamos a un paso de la orquídea negra. Ismaíl nos había guiado hasta un pequeño sendero rayado de troncos podridos de ravanalas y acacias. Este sendero estaba cerrado al fondo por un murallón de roca, pero cubierto también de una alfombra de musgo, y allí, al fondo, derribado sobre el roquedal, se veía un tronco podrido, tan deshecho, que no podía precisarse a qué especie vegetal pertenecía. Y de este tronco arrancaba un tallo, y al extremo de este tallo..., ¡jamás he visto nada tan maravilloso, ni aun pintado!

Era una estrella de picos fruncidos, tallada en un tejido de terciopelo negro bordeado de un festón de oro. Del centro de este cáliz lánguido, inmenso como una sombrilla de geisha, surgía un bastón de plata espolvoreado de carbón y rosa.

Todos lanzamos un grito de admiración. Guillermo Emilio se aproximó, estudió el tronco, lo removió con una palanca muy fácilmente, sacó del bolsillo un puñado de monedas de plata, las repartió entre Agib y el carguero malgache y les dijo:

—Retírenla cuidadosamente. Si llegamos a Tananarivo con la flor completa, les daré el doble.

Armados de hachas y palancas Agib y el malgache comenzaron a separar el tronco de su base musgosa. Guillermo y yo dimos principio a la construcción de una angarilla de bambú provista de su correspondiente techo.

—Este ejemplar nos reportará veinte mil dólares, por lo menos —cuchicheaba Guillermo, mientras ataba las cañas.

Nunca escuché un grito de terror semejante. Salté hacia la orquídea, y allí, arriba del murallón, vi al niño musulmán con la cara cruzada por un látigo de aceite negro; de pronto este látigo de aceite negro cruzó el espacio, y ya no le vimos más. Un doble hilo de sangre corría por la mejilla de Agib.

Fue inútil cuanto hicimos. Cubierto de sudor sanguinolento, estremeciéndose continuamente, pocos minutos después moría Agib. Tenia razón. Una serpiente negra se ocultaba bajo el tronco de la orquídea.

Yo mentiría si dijera que la muerte del Ojo de Alá, como le llamábamos un poco burlonamente, nos importó. Estábamos envenenados de codicia.

Veinte mil dólares danzaban ahora en nuestra mente. El mismo malgache había salido de su apatía oriental, y dos horas después, no sin matar previamente una araña venenosa, gorda como un sapo, cargamos en la angarilla el tronco de la orquídea.

Y con esta preciosa carga, una semana después entrábamos al tabuco de Taman.

—Déjame a mí; yo le hablaré —dijo el primo Guillermo Emilio.

Recuerdo que Taman salió a nuestro encuentro sumamente pálido. Tenia ya noticia de la muerte del hijo de su hermana.

Pero me llamó la atención que no se dignó dirigir una sola mirada a la preciosa flor, cuyos festones de terciopelo y oro llenaban la mísera habitación revestida de tapices baratos y alfombras, mezquinas, de un monstruoso prestigio de sueño chino. Nos miramos todos en silencio: luego Taman dijo:

—¿Dónde han dejado al hijo de mi hermana?

Creo que el primo Guillermo empleó cinco mil palabras para explicarle a Taman el final del Ojo de Alá. Mesándose la barba, lo cual es signo peligroso en un musulmán robusto, Taman escuchaba a Guillermo, y cuanto más profundo era el silencio de Taman, más impaciente y voluble era la cháchara de Guillermo. Y de pronto Taman, cuya exquisita educación no hacía esperar esta reacción de su parte, agarró un garrote, y levantándolo sobre la cabeza de Guillermo, dijo:

—¡Perro maldito! ¡Cómete esa orquídea!

—¡Taman —suplicó el primo Guillermo—, Taman, entiéndeme: ni tú, ni yo, ni él tuvo la culpa! En cuanto a comerme esa orquídea, no digas disparates. ¿Te comerías veinte mil dólares?

—¿Cómete esa orquídea, he dicho!

—Entendámonos, Taman: tu querido sobrino...

—¡Vas a comerte esa orquídea, perro!

El tono que esta vez empleó Taman para amenazar fue terrorífico. Que el primo Guillermo se percató de ello lo demuestra el hecho que sin ningún pudor se arrodilló delante de Taman, y tomándole la chilaba, le dijo:

—Escúchame, honorable hermano mío...

Una sombra de ferocidad cruzo el rostro de Taman. Guillermo Emilio vio esa sombra, y con infinita melancolía se dirigió a la angarilla donde la orquídea negra dejaba caer su picudo cáliz de terciopelo y oro.

—Taman, piensa...

—¡Come! —ladró Taman.

Entonces por primera y probablemente por última vez en mi vida he visto a un hombre comerse veinte mil dólares. El primo Guillermo desgarró la orquídea de su tronco, y con la misma desesperación de quien devora sus propias entrañas comenzó a morder y tragarse el suntuoso tejido de la flor.

Cuando Guillermo terminó de comerse el último pedacito de terciopelo y oro, Taman salió del tabuco en silencio, y Guillermo se desmayó.

Estuvo dos meses enfermo del estómago, y cuando creyeron que se había curado una peste curiosísima, manchas negras con borde bronceado, le comenzó a cubrir la piel en todas partes del cuerpo, y aunque varios médicos sospechan que es una afección nerviosa, ninguna autoridad sanitaria le permite al primo Guillermo abandonar la isla donde “se comio su fortuna”.

De El criador de gorilas (1941)