sábado, 2 de marzo de 2013

UN CUENTO DE MEMPO GIARDINELLI

Viernes batata podrida Por Mempo Giardinelli El que no tenga imaginación que se corte la mano, que no escriba. Juan Filloy Debo confesar que aunque este relato ha sido laboriosa, pacientemente reescrito muchas veces, ninguna de las versiones que resultaron fue de mi agrado. Ni siquiera ésta. Sucede que, como dice Lindsay E. Caldler, algunas veces los escritores nos damos por vencidos, abandonamos la empresa de seguir corrigiendo y presentamos la obra tal cual está, acaso disconformes con nosotros mismos, desazonados, porque sabemos cuán imprescindible es el conocimiento público de ciertas historias que, aunque parecen fantásticas, no lo son. Y si bien no es mi costumbre referir hechos que puedan ser sospechados, ni siquiera mínimamente, de excesivamente imaginativos, lo que me ocurrió el 18 de agosto del año pasado fue —lo creo de veras— lo suficientemente impactante como para que la redacción de este relato (una inquietante tarea en la que empleé los últimos diez meses) me haya resultado absolutamente necesaria, no sólo para dejar un testimonio sino también para que quienes lean esto lo tomen como una advertencia, pues la vida —lo he aprendido— no es ni un largo día ni una larga noche, ni un sueño feliz o infeliz, sino un tenebroso e inmensurable pequeño universo en el que hasta lo más inverosímil puede ser factible. No quiero parecer, sin embargo, demasiado enigmático. Los hombres misteriosos —afirma también Caldler— siempre tienen, además de misterio, graves conflictos íntimos que no saben resolver y que los llevan, irremediablemente, a alguna rara forma, conocida o no, de demencia. Quizá, ahora lo pienso, ése sea mi destino. En todo caso, si es que estoy atravesando aquello que los juristas llaman “intervalos lúcidos”, quiero apresurarme a concluir esta narración, que fecharé cuidadosamente pues ya estamos en junio y, además de que en este preciso instante recibo datos fehacientes de que es exiguo el tiempo que me queda, tengo la sospecha de que sólo es definitivo lo que envejece, no lo que muere. Aquel viernes 18 de agosto mi vida cambió radicalmente y para siempre (si es que lo eterno existe, y tengo razones para creer que sí). Abandonar el calorcito de la cama, por la mañana, fue una tortura cruel pero necesaria, como los partos. Miré el reloj al pasar hacia el baño y supe que disponía del tiempo justo para estar en la revista alrededor de la una. (Debo decir, previamente, que entonces trabajaba como redactor en un conocido semanario porteño). Me había despertado luego de una pesadilla, como me ocurría habitualmente, en la que un infinito y devastador ejército de hormigas me acorralaba en algún lugar anaranjado, en medio de un silencio sólo quebrado por el gorjeo de un canario y, mientras una a una trepaban por mi cuerpo, mis gritos eran desesperantemente sordos. Aunque yo sabía que se trataba de un sueño y que lo había soñado, antes, muchas veces, igualmente me dolían los pinzazos de las hormigas, intentaba una inútil defensa y al final, desfalleciente, echaba a correr espantándolas a manotazos. Muchas otras madrugadas me había despertado llorando, sudoroso y arañado, en el otro ambiente de mi pequeño departamento; pero esa mañana, curiosamente, a la pesadilla la sucedió un sueño liviano, transparente y descansado. Me llamó la atención que el agua de la ducha saliera apenas tibia. Supuse que estaban arreglando alguna cañería del edificio y que Julio, el portero, había apagado las calderas. Fui a la cocina, puse a calentar el café de la noche anterior y volví rápidamente para aprovechar el último calor del agua. Cuando terminé de enjabonarme, súbitamente se afinaron los chorritos de la lluvia. Manoteé la llave de paso y la abrí hasta el máximo, pero no obtuve otro resultado que el silencio posterior a un par de gotas retrasadas. Sentí como si de repente me hubiera abrazado un hombre de las nieves, al mismo tiempo que desde la cocina me llegaba el ruido característico de cuando el café hervido sobrepasa los bordes de la cafetera, la tapa cae al piso y el líquido, desbordado, apaga el fuego. Salí de la bañera maldiciendo, pasmado, y entonces me di cuenta de que la toalla estaba en el balcón, ventilándose. Tiritando, corrí hacia el dormitorio para buscar otra, lo que fue una imprudencia porque en el pasillo resbalé y sólo la oportuna estirada de un brazo evitó que me reventara un ojo contra la manija de la puerta de la cocina. Con el codo dolorido y una repentina sensación de náusea, abrí el cajón donde guardaba las toallas. No había ninguna. Me acordé del gas y fui a apagarlo. Contemplé el desolador espectáculo de un rico café desparramado y toda la cocina salpicada, mientras el abrazo del yeti se tornaba paralizante, el jabón comenzaba a secarse y yo me sentía como un chico al que un grandote de catorce le quita un sángüiche en el recreo y se lo come mirándolo, desafiante, a los ojos. Volví al baño y me sequé con la toalla de manos. —¿Qué me pasa? —le pregunté a nadie, mientras entraba al dormitorio, me sentaba en la cama y miraba a mi alrededor presintiendo que cualquier cosa, en cualquier momento, podría atacarme. Estaba nervioso, incomprensiblemente torpe, y me resultaba evidente que un paulatino miedo crecía dentro de mí, indomable, irracional; era como si alguna extraña fuerza comenzara, casi imperceptiblemente, a dirigir hechos y objetos en mi contra. Intenté meditar serenamente, pero me sentía perturbado por completo; sacudí la cabeza, como para ahuyentar algunas absurdas ideas terroríficas, de esas que suelen acosarnos en momentos de desasosiego, y empecé a vestirme rápida, mecánicamente. Tampoco entonces me faltaron contratiempos: no encontré una sola media sana, la única camisa que tenía todos los botones estaba calamitosamente sucia, se me rompieron los cordones de las botas y, al agacharme a buscar los mocasines, se me descosió el pantalón en la entrepierna. Me quedé así, con la cabeza hacia abajo, mirando la oscuridad debajo de la cama y traté nuevamente de tranquilizarme. Me incorporé lentamente, en una clara actitud defensiva, y busqué los cigarrillos en la mesa de luz. Habían desaparecido, aunque yo recordaba que ahí los había depositado la noche anterior. Consideré seriamente la posibilidad de llamar a la revista y decir que estaba enfermo —me quedaría todo el día en la cama, leyendo—, pero me acordé de mi promesa de acompañar esa tarde a Soriano a ver una reposición de La General, de Buster Keaton, en el San Martín, y de que el maniático de Serra seguramente me estaría esperando en la redacción con un horrible informe para traducir en seis carillas, catorce líneas y cinco espacios. —Salváme, hermanito, sólo vos podés hacerlo. A todos les decía lo mismo, Serra. —No, no voy a ir —me dije—. Una cosa es la mufa en casa y otra arriesgarme a que este viernes sea una batata podrida. Sin embargo, me animé a salir. Suele ocurrirme: tomo una decisión y luego hago lo contrario. A mucha gente le pasa; después no saben explicárselo, es cierto, pero no se detienen a pensarlo demasiado, quizá porque la gente nunca piensa demasiado. Debí sortear otros inconvenientes antes de llegar a la calle: el olvido de las llaves sobre la mesa, lo que me obligó a reclamarle el duplicado a Julio, quien estaba almorzando y se quejó groseramente porque para él es sagrado que nadie toque el timbre de su departamento después de las doce; y la insólita, infrecuente descompostura del ascensor, debido a lo cual tuve que bajar los siete pisos por la escalera. El frío, afuera, era sencillamente aterrador y, mientras caminaba, la falta de sobretodo me pareció una verdadera, exasperante injusticia social. Maldije mi sueldo y decidí que la gente que cree que el periodismo es una profesión envidiable está irrecuperablemente loca. Tomé el 94. Se trata, como cualquiera sabe, de la línea que menos pasajeros transporta en todo Buenos Aires (una suerte de oasis en el que uno siempre encuentra un asiento desocupado y hasta puede extender cómodamente un diario sin molestar al ocasional acompañante). Bueno, ese viernes, extrañamente, todo el mundo parecía haberse puesto de acuerdo en abordar el mismo 94 que yo. No quiero exagerar, pero debo decir que viajé prácticamente colgado del pasamanos; que una anciana me insultó porque supuso que le falté el respeto (aunque me disculpé por lo que fuera se enojó más, de modo que se ganó la solidaridad del chofer, quien opinó que yo era un barbudo asqueroso y amenazó con detener el micro para darme una paliza, cosa que hubiera logrado sin mucho esfuerzo, a juzgar por su tamaño); que después la anciana me aplicó un certero bastonazo en las costillas y que, cuando descendí, me salvé por muy poco de ser arrollado por un camión de reparto de gaseosas aunque no alcancé a evitar una violenta caída contra el cordón de la vereda, de lo que resultó —casi parece obvio aclararlo— una enorme desgarradura de mi pantalón que permitió que se vieran mis calzoncillos. Me quedé en la esquina, invadido por una súbita tristeza, cubriéndome, pudoroso, sintiendo cómo la angustia me oprimía la garganta, deseoso de llorar pero imposibilitado de hacerlo. Alguien me dijo, alguna vez, que eso ocurre cuando la propia soberbia, inconscientemente, comienza a admitir que la omnipotencia no es sino una velada forma de impotencia; es como cuando uno ha estado cuarenta horas sin dormir, llega a su casa, se acuesta dispuesto a no levantarse jamás y justo en ese momento suena el teléfono y es una tía que tiene mil años que llama para ver cómo estás y seguramente no sabés lo que les pasó a Antoñito y a la tía Josefina; y después, cuando a uno ya no le importa resultar grosero y la tía colgó indudablemente ofendida, el portero viene a traer una carta de un acreedor que promete accionar judicialmente; y cuando se va el portero suenan tres timbrazos confianzudos y es el señor del cuarto, que vende vinos El Marinero, mire vecino pruébelo sin compromiso yo sé lo que le digo es un vinazo bárbaro, y nos ensarta una damajuana que uno paga con tal que el tipo se vaya; y al final, cuando uno descolgó el teléfono y juró no atender la puerta así vengan para un allanamiento, repara en ese goteo infame, agresivo, de la canilla del baño que retumba como el tam-tam de un bombo y que seguramente no nos permitirá conciliar el sueño. Detuve un taxi y emprendí el regreso. No pienso describir los detalles del choque, en Santa Fe y Canning; sólo diré que me golpeé violentamente la cabeza contra la puerta y que una lluvia de vidrios se me incrustó en la cara. Sangrante y furioso al mismo tiempo, maldije la imprudencia del chofer y, conmocionado e incapaz de controlarme, eché a correr hacia mi departamento. Debo haber brindado un llamativo espectáculo de sangre chorreante, con los calzoncillos a la vista y blasfemando en voz alta. No recuerdo qué sucedió a mi alrededor a lo largo de esas cinco cuadras. Sólo sé que tuve que subir los siete pisos por la escalera, sintiéndome moralmente quebrado, y que entre el tercero y el cuarto me detuve a llorar hasta que alguien me puso una mano sobre el hombro y me preguntó qué le pasa amigo, pero yo corrí escaleras arriba, tropecé, me partí un labio, se me aflojó un diente, escupí muchísima sangre y entré a mi departamento como perseguido por una bruja en una noche de aquelarre y me eché sobre la cama, boca abajo, desahuciado. No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que llegó Aliana, la novia del pibe Mauricio. Creo, sin embargo, que me quedé dormido un buen rato. Estuve soñando —o pensando, si es que no dormí— con la muerte o algo parecido; era como una perentoria necesidad, una especie de diluvio universal privado: me veía a mí mismo arrastrado por las aguas de un río desbordado, a la deriva, flotando agitadamente como esas vacas hinchadas que se desplazan a favor de la corriente durante las inundaciones, hasta que pasaba frente a una montaña azul, plagada de policías que me apuntaban con picanas, y en ese momento un alud de piedras se desprendía y me sepultaba. No sé muy bien cómo era aquella muerte, pero de algo estoy seguro: tras el sueño o lo que fuera empecé a considerar, repentinamente fatalista, que me quedaba poco tiempo, que en cualquier momento ocurrirían graves sucesos. Ahora pienso que todo eso fue premonitorio. D ebo decir, en este punto, que si bien no me gusta lo que llevo escrito —como lo anticipé, ninguna versión de este relato ha logrado convencerme, y acaso ésta sea la peor, si se toman en cuenta las diversas formas literarias que utilizo, además de la lentitud manifiesta y en cierto modo premeditada que le impongo a su desarrollo— no es menos cierto que ya no podré seguir practicando estilos. Ya no estoy en condiciones de desperdiciar oportunidades. —Hola —dijo Aliana, mirándome desde el pasillo. La besé en la mejilla, la hice pasar, me preguntó cómo estaba y se lo dije. Miró a su alrededor detenidamente, como quien participa de una visita guiada al Vaticano. Yo sabía que le gustaba mi departamento. “Un lindo bulincito”, había definido el día que la conocí, cuando el pibe Mauricio la trajo con la misma naturalidad con que llevaba su agenda bajo el brazo, cinco meses atrás. Aliana y yo, inmediatamente, habíamos establecido una especie de código secreto, producto de una mutua atracción; una suerte de mudo entendimiento que tras una decena de encuentros sólo se expresaba en miradas furtivas. —Yo también estoy mal. Me peleé con Mauricio. Me tiene podrida. —Qué pasó. —No sé muy bien; es difícil de explicar. Sin embargo lo hizo, aunque yo no podía dejar de mirarle las piernas, de carnes firmes, inmejorablemente torneadas, ni el suéter rojo que apareció cuando se quitó el tapado y que era tan ajustado que resultaba incapaz de evitar que yo pensara en un par de ubres pequeñas, redondas y duras; ni tampoco su rostro de labios gruesos y húmedos, mirada entre inocente y pecaminosa y esa mueca de insatisfacción permanente, impropia en una adolescente de dieciocho años, que tanto me excitaba. Imaginé que mi suerte cambiaba, pues la ocasión era óptima: seguramente debería escuchar sus penas amorosas y su desconsolado llanto, en solemne silencio, y luego haría lo imposible por comprenderla y transmitirle mi calidez y mi ternura, hasta que finalmente, sin saber cómo, nos encontraríamos en la cama. Recordé a Mauricio, a quien quería entrañablemente, como a un hermano menor; me fastidiaba la certeza de que tarde o temprano terminaría traicionándolo (quizá por eso nunca había intentado seducir a Aliana), pero reconocí que si se presentaba la posibilidad lo haría sin que se me moviera un pelo. En cierto modo, sucedió lo que había previsto: ella lloró sobre mi hombro, yo la comprendí como Jesucristo al mundo, de la ternura pasamos a la pasión, casi imperceptiblemente, y nos abrazamos con tanta fuerza como si temiéramos caernos del planeta. Supongo que entonces cometí la torpeza de pretender que el burro caminara delante de la zanahoria, no, por favor, dijo ella en mi oído, con su voz ronca, sensual, y yo le pregunté no qué, no quiero, dejáme, no quiero, repitió separándose hábilmente mientras me miraba con una expresión que no supe si era de desprecio, desilusión o miedo. Entonces recogió su tapado y salió dando un portazo. La espié por la mirilla y vi cómo se introducía en el ascensor, repentinamente arreglado para ella. Pensé lanzarme escaleras abajo para detenerla, pero en ese momento llamaron por teléfono. Era la voz de Aliana. Me dijo que estaba con Mauricio en La Perla del Once, que iban al cine, que me invitaban. Corté la comunicación sin decir una palabra, arranqué furiosamente el cable del enchufe, desesperado, me puse un saco y salí, sintiendo un miedo atroz, insultando a la oscuridad de la escalera porque el ascensor continuaba descompuesto, golpeándome contra las paredes, tropezando y gimoteando, sin importarme el nuevo olvido de las llaves del departamento y jurándome que no me volvería loco, carajo, viernes de mierda, viernes batata podrida. Afuera, la noche parecía robada a la Patagonia. El viento jugueteaba con la llovizna que abrillantaba los adoquines sobre los que viboreaban los fugaces destellos de las luces de los autos. Entré a ese horrible bar que hay en Santa Fe y Serrano, para tomar un café y hablar por teléfono con alguien. Necesitaba hacerlo, pedir ayuda, que no me dejaran solo. Había tres personas en fila frente al único aparato que funcionaba: un hombre maduro aseguró que el domingo se podría ir al Tigre, ya que el tiempo mejoraría porque se lo había prometido a su mujer y a los chicos; un muchacho con la cara plagada de unos granos que parecían garbanzos reventados insistió vanamente para que ella saliera con él esa noche, y después se alejó, fastidiado; la señora que me precedía informó al médico sobre la evolución de la gripe de la nena durante casi quince minutos. Cuando llegó mi turno, me di cuenta de que no tenía monedas. En la barra, un jovencito que hablaba con acento norteño me sirvió un café y me cambió un billete. Cuando volví al teléfono, atropellé a un grandote que tomaba vino, el que se derramó prolijamente sobre su camisa. Me insultó mientras yo me alejaba pensando que siempre he sido un pacifista incapaz de responder a los que insultan a la gente, quizá por cobardía, quizá porque pienso que la gente necesita aligerar su rabia agrediendo a los demás. Eso le hace bien. Tanto Llosa como Soriano tenían sus líneas ocupadas. Decidí esperar en la puerta que da a Santa Fe, mirando la lluvia que arreciaba, los micros repletos de gente y, detrás de la estatua de Garibaldi, la oscuridad de los predios de la Sociedad Rural. Me pareció escuchar el rugido de un león en el zoológico. Me juré que, de haber estado abiertas las puertas, habría entrado para acurrucarme a su lado. Pensé en Silvia, en su presencia todavía tan cercana, tan dolorosa, y la imaginé en brazos de otro. Me sentía como un fulbac que hace un gol en contra sobre la hora, en un clásico igualado cero a cero, y me convencí de que necesitaba verlo a Soriano, para emborracharnos juntos con ginebra; él me diría que las rubias de ojos azules son lo único capaz de destruir al mundo, yo estaría de acuerdo y a lo mejor lloraríamos abrazados. Volví al teléfono. Soriano estaba terminando de comer una pizza. —Y después me voy al cine con la China. —Bueno, no te preocupes. —Estás muy jodido, ¿no? —Siempre estamos jodidos, Gordo. Después llamé a lo de Llosa. Había salido y no sabían a qué hora regresaría. Entonces decidí ir al centro, a caminar por Corrientes, a mirar tras las ventanas a toda esa gente absurda del Politeama, del La Paz, los Suárez o los Pipos. Compré la Sexta y trepé a un 12 cuyo chofer parecía haberse divorciado media hora antes; tenía una sonrisa como la de Doris Day, dialogaba amablemente con todos y sólo faltaba que convidara cigarrillos a cada pasajero. Lo envidié durante unos segundos, hasta que me di cuenta de que en realidad me deprimía; intenté concentrarme en la lectura, pero las noticias me parecieron conocidas, como si ya las hubiese leído antes: una serie de atentados en Córdoba, Tucumán y el Gran Buenos Aires, una declaración del gobierno en contra de la violencia, el ascenso de siete generales, un nuevo anuncio del Viejo, desde Madrid, asegurando que a fin de año estaría de regreso, todo matizado con nuevas bombas en el Ulster, las eternas negociaciones en Medio Oriente y los avances del Vietcong. Cerré el diario, observé al chofer y sentí pena por el mundo. Varias cuadras después, descubrí que no era más que una artimaña para olvidar la pena que sentía por mí mismo. Caminé un rato al azar, entré a un restaurante y comí medio plato de ravioles con manteca, desganadamente, y bebí un litro de vino, antes de emprender el regreso, desesperado porque el tiempo no pasaba, caprichosamente detenido, y porque a pesar del dolor de mis costillas, mi labio y mi diente, no estaba cansado. Me detuve en tres bares, a lo largo del camino, y perdí la cuenta de las ginebras que tomé. Empleé casi una hora y media en volver a Santa Fe y Serrano, donde el jovencito de acento norteño me sirvió un generoso trago de caña. Para entonces ya me sentía lo suficientemente mareado como para pensar que sólo se trataba de un mal día. —Después todo volverá a la normalidad —me dije. —La normalidad es la mierda que somos —me contestó, como si yo hubiera hablado en voz alta, un hombrecito que se acodaba en la barra y hacía ingentes esfuerzos por mantener la verticalidad de su cabeza. Empezamos a conversar. Creo que los dos nos reconocimos lo suficientemente solos como para valorar ese momento compartido. Yo ansiaba dialogar, encontrar respuestas, confiar lo que me pasaba (aunque no lo sabía muy bien) a cualquiera dispuesto a escucharme. Ese es el inconveniente de las conversaciones entre borrachos: cada uno se duele tanto de la propia amargura que no escucha al otro; y cada uno necesita hablar, no que le hablen. Al menos, todos los borrachos que he conocido —y me incluyo— se han mostrado expansivos aunque habitualmente no lo fueran. El hombrecito y yo, como es fácil imaginarlo, nos las arreglamos para comunicarnos —los individuos desinhibidos por el alcohol siempre lo logran— y bebimos juntos hasta la madrugada. Si bien yo me mantuve consciente de mis actos, juro que todavía hoy me pregunto en qué momento perdí al hombrecito, pues él desapareció súbitamente; estábamos juntos y después me encontré solo, así de sencillo, el hombrecito se me perdió como uno pierde un paraguas y no sabe dónde; uno sólo recuerda que lo llevaba y cuando se dio cuenta ya no lo llevaba. Lo cierto es que volví a mi departamento pensando que uno puede tener catorce conceptos más o menos claros en la cabeza, estar convencido de haber logrado establecer algunas verdades y de que hay un par de cosas inmutables en la vida, pero basta una pequeña sucesión de hechos concretos, alguna demostración de realidades, para que todo se venga abajo como una villa que erradica el ejército. Cuando, finalmente, llegué a casa —previa furia de Julio, quien me aseguró que él trabajaba todo el día como un animal, de modo que no le parecía justo que además tuviera que oficiar de mayordomo de los que estábamos acostumbrados a vivir en carpa y volvíamos borrachos— el hombrecito era apenas una referencia de lo desgraciados que éramos él, yo y todos los habitantes de esta ciudad. Me senté en el banquito de la cocina, fumé varios cigarrillos y después comí dos bananas ennegrecidas que encontré en la heladera. Me dolía la cabeza como si Cassius Clay se hubiera convencido de que yo era el enemigo número uno de los musulmanes negros y hubiera usado mi cara como púchinbol, y me sentía agobiadoramente solo y abandonado. Eructé con fuerza, me sequé una baba que se deslizaba por mi barba e intenté ponerme de pie. En ese momento escuché el suspiro en el dormitorio. Tambaleante, salí de la cocina y me dirigí al otro ambiente. Aliana estaba acostada sobre mi cama, desnuda, durmiendo plácidamente. Fue una de las visiones más excitantes que he apreciado en mi vida: no me atrevería a describir sus pechos, sus caderas y la inigualable línea de sus piernas, sin advertir previamente que mi descripción jamás resultaría eficaz. Me quedé, incrédulo, recostado contra la jamba de la puerta, mirando cómo el dormitorio comenzaba a girar, primero lentamente, después con mayor velocidad y finalmente a un ritmo vertiginoso que me hizo temer que Aliana se perdiera en el torbellino. De repente, yo suponía que ella podía cubrir el vacío de Silvia; suponía, ingenuo, que el amor era una simple cuestión de nombres y reemplazos. Cosa de borracho. Pero el temor se ensanchó como los giros del dormitorio y yo, desesperado, me lancé a correr detrás de Aliana, tropecé un par de veces, caí, rodé por el piso, logré incorporarme y la alcancé. Trepé a la cama, acezante, y la abracé. Pero entonces descubrí el vacío sobre las sábanas y el pelo castaño y brilloso de Aliana se convirtió en el lomo de una rata gorda, grasienta y pegajosa que huyó de mi mano, saltó sobre sí misma y contraatacó lanzándome dentelladas, mientras yo corría, despavorido, hacia el comedor, gritando con todas mis fuerzas, vomitando una pasta viscosa. La rata me seguía, beligerante, inmensa, hasta que consiguió arrinconarme en una esquina en la que empecé a pedirle perdón, perdón por lo que fuera, pero era inútil, de modo que no pude hacer otra cosa que abrir la puerta que daba al balcón y al gélido frío de la noche. Un segundo después, consciente de que estaba en el límite entre la locura y la razón, decidí arrojarme. Sólo recuerdo el viento, un golpe y la exacta, irrefutable noción que tuve de la muerte. No me es posible explicar lo que sucedió después; sólo tengo presente la mañana en que me desperté con un terrible dolor de cabeza, que se me pasó luego de un largo y acongojado llanto que no intenté contener. Desde entonces, he procurado redactar esta historia pero, como dije al principio, ninguna versión me pareció verdaderamente fiel. Quiero agregar, nada más, que no he vuelto a ver a mis amigos —no los he llamado, es cierto, pero tampoco me consta que ellos lo hayan hecho—, no supe más de Aliana y ni siquiera he salido de este departamento. Y digo que seguramente ésta es la última versión de este relato, pues hace como una hora que cuatro peones de una empresa de mudanzas están llevándose mis pocos muebles y profiriendo soeces comentarios acerca de la suciedad y las manchas de sangre que hay en todos los ambientes. Pero eso no es lo peor; lo que me resulta francamente intolerable es que me ignoren y no me respondan cuando les pregunto qué voy a hacer de ahora en adelante. [De Cuentos completos, Seix Barral, 1999]

EL AHOGO FINANCIERO YANQUI

El divorcio político ahoga a Estados Unidos Por Yolanda Monge - Washington | El País Que la última reunión mantenida por la mañana para evitarlo durase menos de una hora dio la pauta de lo que estaba por llegar cuando el presidente compareció luego ante la prensa para calificar de “tontos” y “arbitrarios” los recortes automáticos al presupuesto federal –conocidos como ‘secuestro’– por un total de 85.000 millones de dólares que debían de entrar en vigor a lo largo del día de hoy ante la incapacidad de un acuerdo entre la Casa Blanca y los legisladores de ambos partidos en el Congreso. Desde el podio de la sala de prensa de la Casa Blanca, un combativo Barack Obama ha llegado a decir que él no era “un dictador”, sino “el presidente”, ante la insistencia de algunos reporteros de por qué no había hecho más –como por ejemplo, “encerrar a los líderes del Congreso en una sala hasta que hubiera acuerdo”, en boca de la periodista de CNN–. “Yo no puedo ordenar lo que hay que hacer, es un problema de responsabilidad de cada uno”, ha explicado Obama informando que no iba a dictar al servicio secreto que bloquease la puerta de salida a nadie. “No puedo forzar al Congreso a que haga lo correcto”, ha proseguido Obama bromeando que no tenía el poder mental del Jedi. El presidente ha culpado a los republicanos y así quedaba cerrado el cruce de acusaciones que había abierto minutos antes el líder de la Cámara, el republicano John Boehner –la culpa es del presidente por “insistir en que el aumento de los impuestos a las rentas más altas sea parte del acuerdo”-. Utilizando su habitual ‘déjenme ser claro’, Obama ha asegurado que nada de lo que estaba pasando era “necesario”. “Ocurre lo que ocurre porque así lo han decidido los republicanos del Congreso. No deberíamos de estar haciendo recortes tontos y arbitrarios”. Creado en julio de 2011 por políticos desesperados en Washington durante la negociación del techo de la deuda de aquel verano –de aquellos polvos vienen estos lodos- para obligarse a encontrar una solución inteligente a los recortes –¡¿quién pensaba que se llegaría hasta aquí sin acuerdo?!–, el famoso ‘secuestro’ se convirtió ayer en parte de la ley del país hasta el 27 de marzo, día en que el Gobierno se queda sin fondos y podría entrar en bancarrota –otra fecha que se puso a última hora en febrero dilatando una crisis que agota a todo el mundo y a la que no se ve final–. “No podemos seguir gestionando el país mes a mes, crisis a crisis, debemos solucionar el tema del presupuesto para los próximos meses y los próximos años”, ha dicho el presidente. “Con esto no gana nadie”, ha proseguido Obama en su comparecencia. “Esto es una pérdida para el pueblo norteamericano”. La letanía ha seguido y seguido y no ha parado hasta que el presidente decidió que había que bajar una nota el catastrofismo y ha anunciado que lo que estaba por venir no era “el apocalipsis”, como ha dicho “alguna gente”. “Es tonto y va a hacer daño. Va a dañar a individuos en particular y a la economía en general”, ha informado el mandatario, que ha advertido de que la falta de acuerdo supondrá la destrucción de 750.000 empleos y costará un punto al crecimiento del país. “Puede que personas como Michael Bloomberg no noten la reducción de fondos, pero este fin de semana, cuando se marchen los legisladores del Congreso, el personal de seguridad y de limpieza sí van a empezar a sufrirla". Boehner ha tomado un avión tras finalizar la reunión de la mañana rumbo a su casa en Ohio y una vez más quedaba escenificada la inmensa brecha entre republicanos y demócratas a la hora de conjugar el modelo de sociedad que desean para EEUU. El principal escollo de las negociaciones está en que los republicanos consideran que el gasto del Gobierno es excesivo y hay que recortarlo más, mientras los demócratas persiguen una reforma fiscal para aumentar los ingresos del Estado a la que los conservadores se oponen. “La discusión sobre los ingresos, en mi opinión, ha terminado. Se trata de asumir el problema del gasto”, explicó a los periodistas Boehner, al término de la reunión de la mañana con Obama. Cansado de la ingobernabilidad a la que el manejo partidista de los presupuestos del país a conducido el país, Obama ha dejado saber que “la reducción del déficit es parte importante de nuestra agenda, pero no la única”. El presidente ha prometido que “el estancamiento político” en torno al tema presupuestario no va a impedir que siga trabajando con los republicanos en otras áreas, como el control de armas y la reforma migratoria. Por primera vez desde la anterior crisis de final de año, el presidente se reunía esta mañana con los cuatro líderes del Congreso –Boehner; el líder de la mayoría en el Senado, Harry Reid; la líder de la minoría en la Cámara, Nancy Pelosi; y Mitch McConnell, líder de la minoría en el Senado-. Pero el solo hecho de que el encuentro se programase para el mismo día en que los recortes debían de entrar en vigor –y con la mitad del Congreso ya de fin de semana- no podía hablar más claro de lo que iba a pasar. Adelante ‘secuestro’, pase hasta el fondo, nadie lo quiere y sin embargo aquí está. Todas las claves del ‘secuestro’ EE UU acordó reducir su presupuesto federal en 1,2 billones de dólares durante la próxima década. ¿Por qué el ‘secuestro’? La Constitución de Estados Unidos exige al presidente enviar su propuesta de los presupuestos federales cada año al Congreso, que deberá ratificarlos en forma de ley. Si carece de mayoría en el Congreso, el partido en el poder, debe ponerse de acuerdo con la oposición para sacarlos adelante. En la actualidad, la Casa Blanca necesita un pacto con el Partido Republicano, que dispone sólo de la mayoría en la Cámara de Representantes. La falta de consenso llevó en 2011 a crear la figura del ‘secuestro’ como medida de presión: recortes automáticos por valor de 1,2 billones de dólares. La Administración Obama accedió pensando que la cifra obligaría a los republicanos a negociar, pero no ha sido así. ¿Cuándo empiezan los recortes? Obama tenía que firmar este viernes la orden para autorizar los recortes automáticos de 85.000 millones de dólares en programas repartidos en varias áreas, desde educación a defensa o sanidad. En total, las arcas federales deberán gastar 100.000 millones de dólares menos este 2013, entre el 8% y el 9% del presupuesto federal. Esto se podrá evitar si demócratas y republicanos alcanzan un nuevo acuerdo. La fecha límite es el 27 de marzo, cuando está previsto que el Gobierno agote su financiación. ¿Cuáles son las áreas más afectadas? Más de la mitad de la reducción del presupuesto, un total de 55.000 millones de dólares, deberá acometerse en el Departamento de Defensa. Esto no afectará directamente al salario de los miembros del Ejército, aunque sí eliminará algunos de los beneficios de los que disponen, como pólizas de seguro o planes de pensiones. Según el presidente, el ‘secuestro’ ya ha impedido la flota de un portaaviones hacia el Golfo Pérsico por temor a no poder financiar el total de la misión. El resto será aplicado a la sanidad, con un recorte de 11.000 millones de dólares en el programa Medicare, que cubre los gastos médicos de personas de la tercera edad; 1.600 millones de dólares para investigación en el Instituto Nacional de Salud y más de 300 millones del Centro de Prevención y Control de Enfermedades. El sistema público de becas para estudiantes perderá 725 millones de dólares y, en total, el gobierno estima que desaparecerán 750.000 puestos de trabajo vinculados al funcionamiento de la administración. ¿Qué Estados perderán más dinero? Dado que la mayoría de los recortes afectan al Departamento de Defensa, aquellos Estados donde están situadas las bases militares, así como el Pentágono, sufrirán antes el impacto del ‘secuestro’. En la Base de Pearl Harbor, Hawai, pueden desaparecer los empleos de 19.000 profesionales, según advirtió el gobernador del Estado. La reducción de la parte del presupuesto que cada uno de los Estados recibe de las arcas federales y que permite subcontratar servicios a terceras empresas también obligará a destruir puestos de empleo. Según un estudio realizado por el Centro Pew, los Estados más afectados, teniendo en cuenta la relación entre la reducción de ayudas y su PIB, serán Dakota del Sur, Illinois, Georgia, Tejas y Tennessee. En otros, como Ohio, el ‘secuestro’ podría poner en peligro el trabajo de 350 profesores y su atención a 43.000 alumnos, de acuerdo con datos de la Casa Blanca. ¿Cuál es la solución? El presidente Obama quiere aprobar un nuevo presupuesto antes del 27 de marzo, cuando está previsto que el Gobierno agote su financiación. Miembros de ambos partidos han declarado estos días que confían en alcanzar un acuerdo que logre reducir el presupuesto federal en cantidades similares a las que impone el ‘secuestro’, pero mientras que los demócratas quieren conseguirlo incrementando los impuestos de los ciudadanos con mayor nivel de ingresos, los republicanos apuestan por recortes a los programas públicos del gobierno. El País GB

MISERIAS DE LA CRIMINOLOGIA MEDIATICA

Miserias de la criminología mediática Por Ricardo Ragendorfer La espectacularidad se mantuvo por la filiación del automovilista: Pablo García, hijo de Eduardo Aliverti. Esas imágenes tomadas a casi 100 metros de distancia poseían una confusa vocación narrativa. De hecho, no era imposible confundirlas con las de la serie norteamericana CSI: Crime Scene Investigation: peritos con chalecos de la Policía Científica revoloteando en torno a un auto celeste, bajo la mirada de funcionarios judiciales y testigos. ¿Buscaban pistas de algún asesino serial? No era así. En realidad, se trataba de la pesquisa sobre un accidente de tránsito. El trabajo de los especialistas –que transcurrió durante la tarde del 26 de febrero en una calle de tierra aledaña a la Comisaría 5ª de Pilar– fue televisado en vivo por todas las señales de noticias, en medio de una notable expectativa. Desde las pantallas no se hablaba de otra cosa. Lo cierto es que el asunto había tenido un promisorio despertar ante la opinión pública y un no menos significativo desarrollo. La primera información acerca de la muerte del vigilador Reinaldo Rodas, cuya bicicleta fue embestida desde atrás por un Peugeot 504 en la madrugada del 17 de febrero, se refería a un conductor anónimo que atravesó 18 kilómetros de la autopista Panamericana, hasta el peaje de Tortuguitas, con el cadáver sobre el capó del vehículo. Y –al parecer– sin darse cuenta de ello. Sólo el carácter tétrico de semejante circunstancia justificaba su despliegue en la prensa. Con el paso de las horas, tal versión cayó en la nada. Pero la espectacularidad del caso se mantuvo al trascender la filiación del automovilista: Pablo García, hijo del periodista Eduardo Aliverti. En ese instante, el accidente en sí fue relegado a un segundo plano para dar paso a la construcción de un ogro público. Un ogro con más de un gramo de alcohol en la sangre, cuya responsabilidad en lo ocurrido también sería extensiva a su progenitor. La criminología mediática no perdona. Ahora, en la tarde de aquel martes, mientras los peritos trabajaban sobre el auto celeste, los movileros competían con efímeras primicias: "García tenía vencido el registro", reveló el de TN. "El Peugeot estaba a nombre del propio Aliverti", acotaría el de C5N. Estas palabras bastaron para que el animador del segmento, Eduardo Feinmann hostigara a Aliverti sin piedad. Otros comunicadores lo imitarían con creces. En paralelo, una guardia fotográfica del diario Perfil acechaba en la puerta de su domicilio La criminología mediática había pasado a la acción. Y, como suele ocurrir en estos casos, muchas personalidades públicas no se privaron de expresar su opinión al respecto. Entre ellos, Mauricio Macri, quien aprovechó la ocasión para ponderar uno de los logros de su gestión: las bicisendas. "Nuestra idea fue que la gente se anime a ir en bicicleta sin miedo a sufrir un accidente fatal", dijo, con un tono increíblemente grave. Tal vez en ese instante su mente haya retrocedido hasta la madrugada del 5 de marzo de 1999. En esa oportunidad, Macri –quien aún era presidente de Boca– regresaba de una fiesta organizada por un grupo de socios del club en la ciudad de Chacabuco, a 200 kilómetros de la Capital. Iba a bordo de un Peugeot 406 de su propiedad, junto al chofer Carlos Alberdi y los jugadores Martín Palermo y Diego Cagna. Los seguía el vehículo de la custodia. Minutos antes de las dos de la mañana, Paula González, de 14 años, y Marta Grunewald, de 16, volvían a sus casas luego de salir de un local de comidas rápidas situado en la localidad de Moreno. En tales circunstancias, cruzaron en una bicicleta la Autopista del Oeste. Macri, de pronto, pegó un grito. En ese preciso instante, la bicicleta cayó sobre el capot. Las astillas del parabrisas llovían sobre los ocupantes del auto. Y las dos adolescentes volaban hacia los costados. Un testigo –el dueño de una pizzería cercana– aseguraría que Macri bajó del vehículo por la puerta del conductor. Lo cierto es que, tras impartir breves instrucciones al chofer, partió junto a sus acompañantes en el rodado de los custodios. Alberdi, con una expresión demudada, quedó con las chicas que yacían sobre el pavimento. Después se acercó el pizzero. Y Macri, ya en la Capital, se haría un chequeo médico en el Hospital Italiano. En tanto, Marta y Paula fueron llevadas a un hospital de Moreno. La primera sólo tenía una fractura de pelvis; la otra agonizaba. El chofer se hizo cargo del accidente. El caso sería instruido por la fiscal de Mercedes, Miriam Rodríguez. Por consejo de su padre, Mauricio visitó a las dos chicas internadas. Además se ofreció a costear los gastos médicos. Ello causaría una excelente impresión en la progenitora de Marta, quien no dudó en decir: "El señor es una buena persona, y le agradezco que haya venido para hablar conmigo. Mi hija me pide perdón a cada rato por haber andado en bicicleta en esa zona; ella sabía que no se podía." A los dos días, Macri fue anoticiado sobre la muerte de Paula. Visiblemente afectado, voló a París para participar en una reunión de jóvenes sobresalientes. A casi 14 años del trágico hecho, la doctora Rodríguez admitió que la causa fue archivada. "No hubo acusación", argumentaría. –¿Es cierto –como dijo el testigo– que Macri era el que manejaba? –quiso saber Tiempo Argentino. La respuesta fue: –El testigo luego se desdijo. Y la cuestión quedó en la nada. Ya se sabe que, en algunos casos muy puntuales, la criminología mediática se declara incompetente. Infonews gb

QUIEN NO SE BANCA UNA PRESIDENTA MUJER

¿Quién no se banca a una presidenta mujer? Por Sandra Chaher Está claro que con la presidenta hay un ensañamiento especial. Quienes trabajan en Noticias parecen no tolerar el ejercicio del poder por parte de una mujer. Por qué genera tanta inquietud una mujer poderosa que no está en pareja? ¿Qué se teme, que el poder que ejerce no tenga dique de contención, si es que ese pudiera ser el rol de un compañero? Algo potente emana de este tipo de mujeres que desata el sexismo social. Y la revista Noticias está ahí para captarlo. La presidenta Cristina Fernández fue agredida en los últimos años por los artículos de la revista por, supuestamente, padecer enfermedades mentales ("El enigma de Cristina. Trastorno bipolar y nuevo gobierno", 2006); ser maltratada por familiares y correligionarias/os ("El negocio de pegarle a Cristina", 2009); y tener una sexualidad desenfrenada ("El goce de Cristina", 2011). Aparte, claro, las críticas a lo que califican como falta de límites en el ejercicio del poder, que podemos conceder que es un cuestionamiento que podrían haber realizado también a un presidente varón. Pero está claro que con la presidenta hay un ensañamiento especial. Quienes trabajan en Noticias parecen no tolerar el ejercicio del poder por parte de una mujer. Pero si además esa mujer demuestra que puede ser autónoma en la toma de decisiones y la contención emocional, y no tiene una sexualidad fácilmente encasillable, eso es algo insoportable. El año pasado, la revista publicó una tapa sobre la sexualidad de la presidenta, "El goce de Cristina", que le valió a la editorial al menos dos causas judiciales por violencia mediática presentadas por legisladoras y funcionarias. En la nota, además de calificar a la presidenta como "autoritaria" y "procaz", se especula con el vínculo entre poder, sexo y soledad: cuanto más poder, más soledad y más necesidad de sexo que libere tensiones. Es bueno recordar acá a Marcela Lagarde y de los Ríos, filósofa mexicana, cuando habla de la soledad de las mujeres como una trampa del patriarcado: las mujeres fuimos educadas para compartir y estar con otros, le tememos a la soledad; y tampoco desde fuera se ve bien que estemos solas si eso implica fortaleza en lugar de vulnerabilidad. Una presidenta de luto, abatida e imposibilitada de gobernar probablemente habría sido un modelo mucho más digerible que la guerrera que tenemos al frente del país. La semana pasada la revista volvió a insistir con el mismo tema, pero en un tono más light que el año pasado, quizá para evitar repudios y juicios. A propósito del cumpleaños de la presidenta publicó otra tapa, "Los 60 de Cristina", en la que volvió a establecer la misma relación entre sexualidad, soledad y poder a partir de estudios que indicarían que, luego de la menopausia y de la exigencia social de la maternidad, el deseo de las mujeres estaría más libre. Ahora bien, las personas especializadas convocadas en la nota no dicen que liberarse signifique sexo desenfrenado, sino que la liberación puede no anclar necesariamente en la sexualidad, que el erotismo puede comenzar a manifestarse de formas no habituales hasta entonces, y que son muy diferentes las expectativas sociales para esta etapa de la vida puestas sobre mujeres y varones. Un artículo de la misma semana publicado en el suplemento LAS/12, del diario Página 12, ahondaba en la misma idea: luego de la menopausia es probable que la sexualidad cambie, quizá la penetración deja de tener un rol preponderante dentro del acto sexual –lo cual no quiere decir que dejen de interesar las relaciones sexuales en sí mismas, sino que hay que explorar nuevas dimensiones– y, sobre todo, quizá es un momento para sentirse menos presionada con las exigencias de belleza y rendimiento de la juventud. Pero el artículo de Noticias no va en esta línea, sino que propone la asociación entre sexualidad y poder. A la revista la inquieta si la presidenta se masturba, si está sola, si tiene deseos. Actos de la vida privada como la sexualidad pasan a ser, en los artículos de la revista, temas de Estado. Se mezclan las decisiones gubernamentales con los cambios de ánimo, los partes de salud y los estados civiles. El horóscopo chino es un tema destacado de la nota, lo mismo que el vestuario de la presidenta, a la par del panorama político 2013 con elecciones parlamentarias en medio. ¿Existirían estos comentarios si la presidenta fuera "el presidente"? ¿Habría sido tapa de revista cómo resuelve su sexualidad un presidente viudo? ¿Alguna vez la andropausia fue motivo de especulaciones en torno al poder? ¿Qué imagen de la mujer desata estas conjeturas? El artículo da una pista cuando dice que "la modernidad desarma a cada rato el prejuicio de que la menopausia femenina acaba con el deseo y el goce". Si así fuera, la presidenta debería ser protagonista de escenas sexuales, sola o acompañada, y la revista se regodea en esa especulación. ¿Hay alguna otra motivación para especular sobre la vida privada de las personas además del amarillismo? Probablemente no. Pero además, el argumento es misoginia pura: una mujer sola, en ejercicio del poder, ¿cómo se satisface? Una mujer "no puede" ser autónoma emocional y sexualmente y además gobernar un país. De semejantes proezas sólo es capaz un varón. "Sola" es una palabra repetida muchas veces en el artículo de Noticias. ¿Por qué pensar que la presidenta está sola y no que es autosuficiente? ¿Por qué cuestionar la continuidad del luto? ¿Será porque no se tolera a una mujer que contiene su duelo, mantiene el vínculo emocional con su familia, sigue mostrándose bella y a la vez gobierna? ¿O será que si ya hubiera abandonado el luto y tuviera otro novio, la criticarían igual porque lo que no se tolera es a una mujer en el poder? Infonews -------------------------------------------------------------------------------- GB

LA PROPIEDAD PRIVADA POR DANTE PALMA.

Lo que nos cuesta la propiedad privada Por Dante Augusto Palma Uno de los mantras del liberalismo de derecha en la actualidad es la exaltación de una presunta oposición entre Estado y libertad. Se dice que a más Estado, menos libertad de los individuos o que, cuanto menos Estado haya, más libres serán los ciudadanos. Como se verá a continuación, este punto de vista excede la discusión teórica y puede palparse en los diferentes debates acerca de la acción de los gobiernos. Tomemos algunos ejemplos. Cuando se discutían los porcentajes de los derechos de exportación que tanto molestan a las patronales del campo, aparecía con fuerza la idea de que el Estado confisca la ganancia legítima fruto del sudor de la frente de los productores individuales; algo similar surge cuando a una inspección de la AFIP se la llama “apriete” o cuando algunos cultores de los juegos de palabras la llaman “Gestapo-AFIP”. Ni que hablar si se toma el caso de la restricción a la venta de dólares o el enojo de turistas argentinos que desde Punta del Este se quejan de no poder viajar al exterior. En todos estos casos, entonces, el Estado aparece como el principal enemigo de la libertad individual. Ahora bien, si se repasan los ejemplos que acabo de dar, notará que se trata de casos vinculados a un Estado que interviene en la economía de los individuos y que se ha dejado de lado otras formas de intervención estatal. ¿Por qué hice ese recorte? Porque pareciera que este liberalismo que ulula desde la principales usinas mediáticas pide que el Estado no intervenga en la economía pero le exige que tenga completa intervención en otras áreas, como ser, por ejemplo, la protección del derecho a la propiedad. Esto hace que deba revisarse la definición inicial para observar que esta línea de pensamiento tan enraizada en el sentido común argentino, rezonga cuando el Estado le cobra impuestos pero también rezonga si el Estado no llena de policías la calle o no ejerce las tareas de control de servicios privatizados. Esta tensión es la que quiero desarrollar en estas líneas haciendo especial énfasis en la importancia que tiene la financiación del Estado para el otorgamiento de los derechos que la ciudadanía exige. Con esto pienso mostrar que el desfinanciamiento del Estado por el que tanto pregona cierto liberalismo deriva en la imposibilidad de poder cumplir con las exigencias mínimas que la Constitución nacional otorga a los ciudadanos. Así, lo que el relato opositor denomina “La Caja” no es otra cosa que la condición de posibilidad para garantizar no sólo los derechos sociales, generalmente presentados como clientelísticos, sino también esos “otros” derechos básicos que ciertas clases acomodadas entienden como básicos y obligatorios para cualquier Estado. Ahora bien, una buena manera de comenzar esta indagación puede ser ir en busca de referentes ideológicos que brinden herramientas y fundamentos para repensar esta problemática. Y para no realizar una selección que alguien pudiera afirmar como sesgada podríamos trasladarnos a algunas de las reflexiones de, probablemente, los dos más importantes pensadores argentinos del siglo XIX, aquellos que suelen ser reivindicados por el liberalismo y que discutieron fervientemente proyectos de país. Me refiero, claro está, a Sarmiento y Alberdi. ¿Qué pensaba cada uno de ellos acerca de la relación entre la recaudación en manos del Estado y los derechos ciudadanos? Si nos centramos en Sarmiento, siguiendo la línea de lo que ya había desarrollado en Argirópolis, en su Comentarios a la Constitución de la Confederación Argentina, este afirma taxativamente: “Todo poder tiene por base la renta”. En esta misma línea, Alberdi, en Estudios sobre la Constitución Argentina, indica: “Se puede decir que el artículo 4 de la Constitución y sus correlativos contienen la verdadera creación del poder nacional o federal. Es por el Tesoro únicamente como la autoridad, que en sí es un derecho abstracto, se vuelve un hecho real y práctico. No hay poder donde no hay finanzas: ellas son el ejército, la lista civil, la Marina, las obras públicas, el progreso, la paz; en una palabra: la autoridad”. Detrás de estas definiciones aparece con claridad la relación intrínseca entre recaudación y poder, relación que, en este caso, no responde al latiguillo de la acusación que un cierto republicanismo vacuo les hace a aquellos gobiernos que abogan por una recuperación de la iniciativa estatal. Más bien se está pensando en que no puede haber soberanía ni construcción nacional sin un mecanismo de recaudación de impuestos centralizada. ¿Es que acaso Sarmiento y Alberdi eran populistas y no lo sabían? No lo creo, más bien diría que tales definiciones deben comprenderse a partir de esa capacidad que ambos tenían: el poder complementar la proyección de modelos ideales sin dejar de soslayo la trágica historicidad de las necesidades de un territorio en construcción. Dicho esto, supongamos que advertimos la necesidad de circunscribir las afirmaciones de Sarmiento y Alberdi en el contexto de un espacio físico en el que se comenzaba a reconocer en Rosas el mérito de haber impuesto el orden. Aun aceptando eso, creo posible mostrar la importancia de un Estado fuertemente recaudador en los términos estrictamente republicanos por el que se transita en la actualidad. Dicho de otra manera, un Estado fuerte, con capacidad financiera, es central para que los Estados respeten los principios que sus propias constituciones exigen hoy. Esta es la hipótesis del libro El costo de los derechos, publicado por Stephen Holmes y Cass Sunstein en el año 1999 y reeditado recientemente en la Argentina. Si bien no se puede ubicar a los autores como parte de ideologías marxistas o populistas, el libro se ocupa de desarrollar varios aspectos muy útiles al momento de contribuir con varias de las discusiones que se dan en la Argentina hoy frente a la derecha neoliberal, o libertaria, como se la denomina en el mundo anglosajón. Para entrar en el núcleo del debate déjeme recordarle que este se da en el marco de una discusión interesante acerca de lo que se conoce como derechos de primera generación (derechos civiles y políticos), derechos de segunda generación (sociales y económicos) y derechos de tercera generación (acerca de las generaciones futuras, colectivos étnicos y medio ambiente). Las visiones más liberales afirman que los únicos derechos que un Estado debe garantizar son los derechos de primera generación pues no es posible costear una educación pública, libre y gratuita, una vivienda y un trabajo digno, un sistema de salud de libre acceso, ni reivindicaciones vinculadas a ayudas a grupos puntuales (como pueden ser grupos étnicos) o a la exigencia de un aire respirable para las generaciones futuras. Simplemente se necesita proteger la propiedad privada, la integridad física y la participación en elecciones para elegir representantes (en algunos casos ni siquiera esto último). Siguiendo esta lógica, la única razón de la intervención estatal radica en proteger ese núcleo de derechos básicos. En cuanto a los derechos de segunda y tercera generación se trata de reivindicaciones que deben quedar libradas a la lógica del mercado dado que supondrían una erogación injusta para algunos miembros de la sociedad. Dicho más fácil, para solventar el acceso a los derechos de segunda y tercera generación habría que sacarles a los que más tienen para darles a los que menos tienen. ¿Es correcto este argumento? Holmes y Sunstein dicen que no. ¿Pero cómo pueden justificar esta respuesta? Al fin de cuentas, ¿no resulta claro, si vamos a un ejemplo vernáculo, que una política como la Asignación Universal por Hijo supone una fuerte erogación por parte del Estado? Efectivamente. Eso resulta innegable. Pero la estrategia de los autores pasa por preguntar: ¿acaso los derechos civiles y políticos no suponen también una fuerte erogación? Pensemos en la seguridad. Hay que pagarles el sueldo a los policías; hay que equiparlos; hay que adquirir nueva tecnología y formarlos, para lo cual se necesitan instituciones, docentes, etc. Además hay que controlarlos para que no sean corruptos y que no abusen de su autoridad. Eso supone la creación de organismos de control que, para que sean eficaces, deben ser bien solventados. En palabras de los autores (y más allá de que el dato no esté actualizado, su elocuencia alcanza): “En 1992, por ejemplo, en Estados Unidos se gastaron alrededor de 73 mil millones de dólares –una suma mayor que el PBI de más de la mitad de los países del mundo– en protección policial y corrección criminal. Buena parte de ese gasto, por supuesto, se destinó a proteger la propiedad privada”. Pasemos ahora a la Justicia, aquella a la que recurren las corporaciones económicas y los ciudadanos de a pie cuando consideran que el Estado está afectando su propiedad. ¿Cuánto cuesta mantener a los jueces, sus secretarios, y los espacios físicos para guardar expedientes cuya finalidad es garantizar que se cumplan los derechos de cada uno de nosotros? ¿Y si hablamos de los gastos de Defensa más allá de que, por ejemplo, nuestro país no se encuentre, ni por asomo, ante una hipótesis de conflicto? A esto debemos agregar las inversiones en infraestructura para que, por ejemplo, un productor pueda transportar sus productos a menor costo o la inversión en tecnología para que existan canales donde poder expresarse con libertad, o asociarse; lo mismo sucede con la energía y con, probablemente, cada una de las pequeñas cosas que consideramos propias y fruto del esfuerzo individual pero que no podrían haber sido nunca llevadas adelante por una única persona. Porque ni siquiera el más recalcitrantemente liberal podría por sí mismo garantizarse todos los derechos civiles y políticos que reclama sin la existencia del Estado. Por último, ¿qué erogación supone cada acto eleccionario? ¿Cuánto cuesta controlar los padrones, pagarles a las autoridades de mesa o a los que trabajan en los centros de cómputos? ¿Cuánto costarían las máquinas para el voto electrónico que para algunos sería el remedio contra el clientelismo (más allá de que no puedan explicar bien por qué)? Por esto, me permito concluir con un último párrafo en el que los autores explican con claridad algo que la verba antiestatal debiera asimilar: “Debemos añadir a estas observaciones la proposición correlativa de que los derechos de propiedad dependen de manera excluyente de un Estado dispuesto a cobrar impuestos y a gastar. Defender los derechos de propiedad es costoso. Identificar con precisión la suma exacta de dinero dedicada a la protección de los derechos de propiedad plantea complejos problemas contables. Pero algo está claro: un Estado incapaz, en determinadas condiciones, de “apropiarse” de bienes privados tampoco podría protegerlos con eficacia (…) Al fin de cuentas, es posible que los derechos de propiedad le cuesten al tesoro público más o menos tanto como nuestros programas sociales”. De esto se sigue que sin recaudación, sin un Estado que tenga los recursos suficientes, no habría derechos de segunda y tercera generación pero tampoco de primera. Quizá muchos no se han dado cuenta de ello o quizá su modelo ideal sea vivir en territorios sin ley con custodia privada, donde la participación ciudadana y las elecciones periódicas sean sólo un artículo anticuado que yazca olvidado en las estanterías de un museo saqueado. Infonews

AMARILLO PRO

MACRI TRAZO UN PANORAMA DE LA CIUDAD QUE PARA LA OPOSICION NO EXISTE Pintó un cuadro amarillo PRO En su discurso para la apertura de las sesiones ordinarias de la Legislatura, el jefe de Gobierno repasó lo que considera sus logros de gestión y se planteó “desafíos”. Criticó al gobierno nacional y al del bonaerense Daniel Scioli. Por Werner Pertot Mauricio Macri habló durante 23 minutos, todo un record para lo que acostumbra.. Hay un lugar donde los sueños se hacen realidad: en el discurso que dio Mauricio Macri ante la Legislatura porteña. De traje azul y corbata gris, el jefe de Gobierno repasó las distintas áreas de la gestión, sobre las que trazó una pintura que los opositores encontraron sumamente optimista. “Macrilandia”, la bautizó uno de ellos. El líder del PRO prometió mejoras en la basura, las inundaciones y en el subte y no ahorró críticas al gobierno nacional y al de la provincia de Buenos Aires, aunque obvió mencionar a Daniel Scioli. También anunció que le enviará una invitación a la Presidenta para que asista a la reinauguración de la línea A del subte, que ya lleva cerrada tres meses. “Sueño con una ciudad llena de bicicletas”, fue, tal vez, su principal definición. Legisladores, funcionarios e invitados especiales bostezaban ya cerca de las 8.30 cuando Macri hizo su entrada. Luego del besamanos habitual, el jefe de Gobierno se sentó a dar su discurso a las 8.58. Se tomó 23 minutos para describir los últimos cinco años de gestión. El año anterior el discurso había durado 13 minutos. Como de costumbre, leyó todo de un texto preparado, lo que no lo salvó de cometer errores con la cantidad de policías de la Metropolitana. Con la mirada puesta en la campaña, Macri comenzó con un llamado al diálogo: “Eso que nos une es más importante que todo lo que nos puede separar. De nosotros depende que la Argentina que viene sea la del diálogo, la diversidad de ideas y la capacidad de disentir. Una sociedad donde se compita desde la virtud y no desde la chicana y la obstrucción”, les dijo a los legisladores. Luego se refirió a las medidas cautelares, que tanto le molestan cuando se dirigen a su gestión. “Estamos abiertos a opiniones distintas, pero judicializar la gestión no es el camino adecuado. Eso sólo demora las mejoras”, consideró. “Cada día más personas recurren a nuestro sistema de salud y educación, especialmente de la provincia de Buenos Aires, que está cada día más débil a la hora de dar respuesta.” Fue la primera crítica a Scioli, un eventual competidor por la presidencia en 2015. Macri propuso “ocho desafíos” para este año. 1. Una Red de Protección Social que integrará los distintos planes sociales “con una cobertura integral, transparente y sin clientelismo”. Su nombre será el último slogan de la gestión PRO: “En todo estás vos”. 2. Mejorar la calidad educativa. Macri les pidió que aprueben la ley que crea el Instituto de Evaluación. “Logramos salir del estado de emergencia edilicia”, opinó Macri. El gremio UTE-Ctera difundió en los últimos días datos que lo contradicen: once escuelas no pudieron comenzar las clases porque no están terminadas las obras, mientras que otras comenzaron con los edificios en pésimo estado. 3. Salud pública. “Estamos terminando una revolución de reequipamiento”, aseguró sin sonrojarse el jefe de Gobierno. 4. “Vamos a seguir desarrollando la zona sur. La planificación del Estado y el empuje de los vecinos volvieron a revitalizar barrios enteros”, sostuvo Macri. No arriesgó ejemplos concretos, pero sí dijo que planean “un proyecto estratégico de reparación histórica para los barrios de la Comuna 8”, que incluye a Villa Lugano, Riachuelo y Soldati. 5. “Una Ciudad Verde.” Lo dividió en los contratos de la basura, sobre los que reconoció que en estos cinco años les “costó encontrar el camino para empezar a reducir la basura”. “La Ciudad ya empezó y esperamos que comience también la provincia”, fue otra de las críticas para Scioli. “Lamentamos la decisión del gobierno nacional de no querer extender el predio del Ceamse a Campo de Mayo”, lanzó hacia el kirchnerismo. Sostuvo que el metrobús de 9 de Julio es “un medio menos contaminante y más económico”. Sobre la discusión por el traslado de los árboles, sólo acotó: “Sabemos que ha generado polémica”. También defendió las bicicendas e incluyó al subte en la política ambiental. Sostuvo que van a “avanzar en un proceso de modernización” y lanzó una advertencia a los sindicatos de trabajadores del subterráneo: “Esto debe ser acompañado en una mejora en los recursos humanos”. Macri ya había insinuado que el subte requería un recorte de trabajadores. En el discurso de ayer, no desarrolló el tema. “Voy a enviarle a la Presidenta una carta invitándola a la reapertura de la línea A”, anunció Macri. Fue la única sorpresa de su discurso. El sexto tema fue la Metropolitana y el séptimo, las inundaciones. El jefe de Gobierno optó nuevamente por culpar al gobierno nacional por el retraso de las obras en el arroyo Vega. El octavo desafío fue la “modernización” de los empleados públicos. Por último, Macri mencionó que “este año hay elecciones y espero que eso no nos saque las energías”. Sobre si decidirá que las elecciones porteñas sean unificadas o separadas de las nacionales, no dio ninguna pista. gb

LA OPO SE OPONE

CUESTIONARON CASI TODO LO QUE DIJO CRISTINA FERNANDEZ DE KIRCHNER SOBRE LA GESTION KIRCHNERISTA Entre los opositores jugaron a oponerse Los principales reproches fueron los vinculados con la inflación y la política de seguridad. Aunque consideraron positivos algunos de los cambios propuestos para el Poder Judicial, alertaron sobre el supuesto avance del oficialismo sobre la Justicia. Por Sebastian Abrevaya Tras casi cuatro horas de discurso, el arco opositor criticó la mayoría de los temas que abordó la presidenta Cristina Fernández, puntualmente los referidos a la “década ganada” de la gestión kirchnerista y en especial los vinculados con la inflación y la política de seguridad. Respecto de las iniciativas referidas a la democratización de la Justicia, legisladores de la UCR, el FAP y el PRO, entre otros, consideraron positivos algunos proyectos, como el acceso por sorteo a los cargos del Poder Judicial y la publicación de las declaraciones juradas de sus funcionarios. Sin embargo, fueron muy críticos de las iniciativas más complejas, como la reforma del Consejo de la Magistratura, y alertaron sobre el avance del Poder Ejecutivo sobre la independencia de la Justicia. “Fue un discurso tedioso en el que evitó hablar de actualidad, de la inflación, la caída del empleo. No hubo ninguna mención concreta a la inseguridad, más allá de la pelea doméstica”, arrancó el jefe de la bancada radical, Ricardo Gil Lavedra, en referencia a las críticas de la Presidenta a quienes “utilizan la seguridad como instrumento político” y no como “una preocupación real de toda la ciudadanía”. En la misma línea se expresó Claudio Lozano, de Unión Popular. Según el economista e integrante del Frente Amplio Progresista, el discurso tuvo una parte dedicada a la campaña electoral. “La inflación, el estancamiento de los que no llegan a fin de mes ni que tres de cada diez hogares son pobres. Habló más de pasado que del presente y del futuro”, insistió Lozano, quien insistió en las críticas a la Presidenta por el acuerdo con Irán y la falta de avances en la pista local de los atentados a la Embajada de Israel y la sede de la AMIA. Desde el peronismo disidente, el presidente del bloque de diputados de ese espacio, Enrique Thomas, consideró que fue un discurso “alejado de la realidad y de lo que la mayoría de la gente quiere escuchar”. “Por momentos parecía que la Presidenta se confundía y leía el discurso de apertura de las sesiones legislativas de Suiza”, ironizó el diputado mendocino. El socialista Juan Carlos Zabalza, referente del ex gobernador Hermes Binner en el Congreso, consideró “superficial” el análisis sobre la inseguridad y le recriminó que no hiciera ninguna mención “al crecimiento del narcotráfico” en la Argentina. El gobierno socialista de Santa Fe le achacó a la administración nacional el problema del narcotráfico en esa provincia, donde por enfrentamientos entre bandas murieron militantes del Movimiento Evita. Aunque no asistió a la apertura de sesiones, Elisa Carrió no se perdió la oportunidad de opinar sobre el discurso oficial. La diputada de la Coalición Cívica consideró que “esta es la kirchnerización final de la Justicia” porque la “corporación camporista se va a hacer cargo de las Cámaras de Casación para controlar a todos los jueces y garantizar impunidad”. De esta manera cuestionó la propuesta de crear tres Cámaras de Casación en los fueros Civil y Comercial, Contencioso Administrativo y Previsional Laboral. “Si esto no es fascismo, ¿el fascismo dónde está? Vamos a dar la batalla para defender a la Justicia y espero que esta vez el pueblo nos acompañe, porque sin Justicia no hay vida ni libertad”, concluyó la diputada chaqueña. El peronista Gustavo Ferrari consideró que las reformas propuestas al Consejo de la Magistratura “pueden ser inconstitucionales”. En su discurso la Presidenta propuso que los magistrados, abogados y académicos que integren el órgano encargado de la selección y evaluación de los magistrados sean electos mediante el voto popular. Los radicales advertían, además, que si se hace junto a las elecciones nacionales, el Consejo corre el riesgo de quedar en manos de la mayoría política, cuando su espíritu original lo colocaba alejado de la voluntad mayoritaria circunstancial. “Para los tres Poderes y el Poder Ejecutivo tendría que permitir el acceso a la información pública, derogar los superpoderes que le permiten mover partidas de un lado a otro y reglamentar la publicidad oficial”, señaló Paula Bertol, del PRO, en referencia al proyecto para difundir las declaraciones juradas de los magistrados y la creación del Registro de Causas y Publicidad, donde se pueda conocer el trámite de los expedientes judiciales. Desde el FAP, Lozano rescató varias iniciativas, como el acceso por sorteo a los cargos del Poder Judicial y la publicidad de las declaraciones juradas, entre otras medidas que apuntan a desarticular los “privilegios oligárquicos”. Por otro lado, varios legisladores opositores compartieron el criterio de la presidenta Cristina Fernández respecto del pago de ganancias por parte de los jueces. Si bien no presentó un proyecto, la Presidenta trasladó el tema a la Corte Suprema, recordándole que fue mediante una acordada de 1996 que quedaron eximidos de ese impuesto. 02/03/12 Página|12