sábado, 2 de marzo de 2013
UN CUENTO DE MEMPO GIARDINELLI
Viernes batata podrida
Por Mempo Giardinelli
El que no tenga imaginación
que se corte la mano, que no escriba.
Juan Filloy
Debo confesar que aunque este relato ha sido laboriosa, pacientemente reescrito muchas veces, ninguna de las versiones que resultaron fue de mi agrado. Ni siquiera ésta. Sucede que, como dice Lindsay E. Caldler, algunas veces los escritores nos damos por vencidos, abandonamos la empresa de seguir corrigiendo y presentamos la obra tal cual está, acaso disconformes con nosotros mismos, desazonados, porque sabemos cuán imprescindible es el conocimiento público de ciertas historias que, aunque parecen fantásticas, no lo son. Y si bien no es mi costumbre referir hechos que puedan ser sospechados, ni siquiera mínimamente, de excesivamente imaginativos, lo que me ocurrió el 18 de agosto del año pasado fue —lo creo de veras— lo suficientemente impactante como para que la redacción de este relato (una inquietante tarea en la que empleé los últimos diez meses) me haya resultado absolutamente necesaria, no sólo para dejar un testimonio sino también para que quienes lean esto lo tomen como una advertencia, pues la vida —lo he aprendido— no es ni un largo día ni una larga noche, ni un sueño feliz o infeliz, sino un tenebroso e inmensurable pequeño universo en el que hasta lo más inverosímil puede ser factible.
No quiero parecer, sin embargo, demasiado enigmático. Los hombres misteriosos —afirma también Caldler— siempre tienen, además de misterio, graves conflictos íntimos que no saben resolver y que los llevan, irremediablemente, a alguna rara forma, conocida o no, de demencia. Quizá, ahora lo pienso, ése sea mi destino. En todo caso, si es que estoy atravesando aquello que los juristas llaman “intervalos lúcidos”, quiero apresurarme a concluir esta narración, que fecharé cuidadosamente pues ya estamos en junio y, además de que en este preciso instante recibo datos fehacientes de que es exiguo el tiempo que me queda, tengo la sospecha de que sólo es definitivo lo que envejece, no lo que muere.
Aquel viernes 18 de agosto mi vida cambió radicalmente y para siempre (si es que lo eterno existe, y tengo razones para creer que sí). Abandonar el calorcito de la cama, por la mañana, fue una tortura cruel pero necesaria, como los partos. Miré el reloj al pasar hacia el baño y supe que disponía del tiempo justo para estar en la revista alrededor de la una. (Debo decir, previamente, que entonces trabajaba como redactor en un conocido semanario porteño). Me había despertado luego de una pesadilla, como me ocurría habitualmente, en la que un infinito y devastador ejército de hormigas me acorralaba en algún lugar anaranjado, en medio de un silencio sólo quebrado por el gorjeo de un canario y, mientras una a una trepaban por mi cuerpo, mis gritos eran desesperantemente sordos.
Aunque yo sabía que se trataba de un sueño y que lo había soñado, antes, muchas veces, igualmente me dolían los pinzazos de las hormigas, intentaba una inútil defensa y al final, desfalleciente, echaba a correr espantándolas a manotazos. Muchas otras madrugadas me había despertado llorando, sudoroso y arañado, en el otro ambiente de mi pequeño departamento; pero esa mañana, curiosamente, a la pesadilla la sucedió un sueño liviano, transparente y descansado.
Me llamó la atención que el agua de la ducha saliera apenas tibia. Supuse que estaban arreglando alguna cañería del edificio y que Julio, el portero, había apagado las calderas. Fui a la cocina, puse a calentar el café de la noche anterior y volví rápidamente para aprovechar el último calor del agua. Cuando terminé de enjabonarme, súbitamente se afinaron los chorritos de la lluvia. Manoteé la llave de paso y la abrí hasta el máximo, pero no obtuve otro resultado que el silencio posterior a un par de gotas retrasadas. Sentí como si de repente me hubiera abrazado un hombre de las nieves, al mismo tiempo que desde la cocina me llegaba el ruido característico de cuando el café hervido sobrepasa los bordes de la cafetera, la tapa cae al piso y el líquido, desbordado, apaga el fuego.
Salí de la bañera maldiciendo, pasmado, y entonces me di cuenta de que la toalla estaba en el balcón, ventilándose. Tiritando, corrí hacia el dormitorio para buscar otra, lo que fue una imprudencia porque en el pasillo resbalé y sólo la oportuna estirada de un brazo evitó que me reventara un ojo contra la manija de la puerta de la cocina. Con el codo dolorido y una repentina sensación de náusea, abrí el cajón donde guardaba las toallas. No había ninguna.
Me acordé del gas y fui a apagarlo. Contemplé el desolador espectáculo de un rico café desparramado y toda la cocina salpicada, mientras el abrazo del yeti se tornaba paralizante, el jabón comenzaba a secarse y yo me sentía como un chico al que un grandote de catorce le quita un sángüiche en el recreo y se lo come mirándolo, desafiante, a los ojos. Volví al baño y me sequé con la toalla de manos.
—¿Qué me pasa? —le pregunté a nadie, mientras entraba al dormitorio, me sentaba en la cama y miraba a mi alrededor presintiendo que cualquier cosa, en cualquier momento, podría atacarme. Estaba nervioso, incomprensiblemente torpe, y me resultaba evidente que un paulatino miedo crecía dentro de mí, indomable, irracional; era como si alguna extraña fuerza comenzara, casi imperceptiblemente, a dirigir hechos y objetos en mi contra. Intenté meditar serenamente, pero me sentía perturbado por completo; sacudí la cabeza, como para ahuyentar algunas absurdas ideas terroríficas, de esas que suelen acosarnos en momentos de desasosiego, y empecé a vestirme rápida, mecánicamente.
Tampoco entonces me faltaron contratiempos: no encontré una sola media sana, la única camisa que tenía todos los botones estaba calamitosamente sucia, se me rompieron los cordones de las botas y, al agacharme a buscar los mocasines, se me descosió el pantalón en la entrepierna. Me quedé así, con la cabeza hacia abajo, mirando la oscuridad debajo de la cama y traté nuevamente de tranquilizarme. Me incorporé lentamente, en una clara actitud defensiva, y busqué los cigarrillos en la mesa de luz. Habían desaparecido, aunque yo recordaba que ahí los había depositado la noche anterior.
Consideré seriamente la posibilidad de llamar a la revista y decir que estaba enfermo —me quedaría todo el día en la cama, leyendo—, pero me acordé de mi promesa de acompañar esa tarde a Soriano a ver una reposición de La General, de Buster Keaton, en el San Martín, y de que el maniático de Serra seguramente me estaría esperando en la redacción con un horrible informe para traducir en seis carillas, catorce líneas y cinco espacios.
—Salváme, hermanito, sólo vos podés hacerlo.
A todos les decía lo mismo, Serra.
—No, no voy a ir —me dije—. Una cosa es la mufa en casa y otra arriesgarme a que este viernes sea una batata podrida.
Sin embargo, me animé a salir. Suele ocurrirme: tomo una decisión y luego hago lo contrario. A mucha gente le pasa; después no saben explicárselo, es cierto, pero no se detienen a pensarlo demasiado, quizá porque la gente nunca piensa demasiado.
Debí sortear otros inconvenientes antes de llegar a la calle: el olvido de las llaves sobre la mesa, lo que me obligó a reclamarle el duplicado a Julio, quien estaba almorzando y se quejó groseramente porque para él es sagrado que nadie toque el timbre de su departamento después de las doce; y la insólita, infrecuente descompostura del ascensor, debido a lo cual tuve que bajar los siete pisos por la escalera. El frío, afuera, era sencillamente aterrador y, mientras caminaba, la falta de sobretodo me pareció una verdadera, exasperante injusticia social.
Maldije mi sueldo y decidí que la gente que cree que el periodismo es una profesión envidiable está irrecuperablemente loca.
Tomé el 94. Se trata, como cualquiera sabe, de la línea que menos pasajeros transporta en todo Buenos Aires (una suerte de oasis en el que uno siempre encuentra un asiento desocupado y hasta puede extender cómodamente un diario sin molestar al ocasional acompañante). Bueno, ese viernes, extrañamente, todo el mundo parecía haberse puesto de acuerdo en abordar el mismo 94 que yo.
No quiero exagerar, pero debo decir que viajé prácticamente colgado del pasamanos;
que una anciana me insultó porque supuso que le falté el respeto (aunque me disculpé por lo que fuera se enojó más, de modo que se ganó la solidaridad del chofer, quien opinó que yo era un barbudo asqueroso y amenazó con detener el micro para darme una paliza, cosa que hubiera logrado sin mucho esfuerzo, a juzgar por su tamaño); que después la anciana me aplicó un certero bastonazo en las costillas y que, cuando descendí, me salvé por muy poco de ser arrollado por un camión de reparto de gaseosas aunque no alcancé a evitar una violenta caída contra el cordón de la vereda, de lo que resultó —casi parece obvio aclararlo— una enorme desgarradura de mi pantalón que permitió que se vieran mis calzoncillos.
Me quedé en la esquina, invadido por una súbita tristeza, cubriéndome, pudoroso, sintiendo cómo la angustia me oprimía la garganta, deseoso de llorar pero imposibilitado de hacerlo. Alguien me dijo, alguna vez, que eso ocurre cuando la propia soberbia, inconscientemente, comienza a admitir que la omnipotencia no es sino una velada forma de impotencia; es como cuando uno ha estado cuarenta horas sin dormir, llega a su casa, se acuesta dispuesto a no levantarse jamás y justo en ese momento suena el teléfono y es una tía que tiene mil años que llama para ver cómo estás y seguramente no sabés lo que les pasó a Antoñito y a la tía Josefina; y después, cuando a uno ya no le importa resultar grosero y la tía colgó indudablemente ofendida, el portero viene a traer una carta de un acreedor que promete accionar judicialmente; y cuando se va el portero suenan tres timbrazos confianzudos y es el señor del cuarto, que vende vinos El Marinero, mire vecino pruébelo sin compromiso yo sé lo que le digo es un vinazo bárbaro, y nos ensarta una damajuana que uno paga con tal que el tipo se vaya; y al final, cuando uno descolgó el teléfono y juró no atender la puerta así vengan para un allanamiento, repara en ese goteo infame, agresivo, de la canilla del baño que retumba como el tam-tam de un bombo y que seguramente no nos permitirá conciliar el sueño.
Detuve un taxi y emprendí el regreso. No pienso describir los detalles del choque, en Santa Fe y Canning; sólo diré que me golpeé violentamente la cabeza contra la puerta y que una lluvia de vidrios se me incrustó en la cara. Sangrante y furioso al mismo tiempo, maldije la imprudencia del chofer y, conmocionado e incapaz de controlarme, eché a correr hacia mi departamento.
Debo haber brindado un llamativo espectáculo de sangre chorreante, con los calzoncillos a la vista y blasfemando en voz alta. No recuerdo qué sucedió a mi alrededor a lo largo de esas cinco cuadras. Sólo sé que tuve que subir los siete pisos por la escalera, sintiéndome moralmente quebrado, y que entre el tercero y el cuarto me detuve a llorar hasta que alguien me puso una mano sobre el hombro y me preguntó qué le pasa amigo, pero yo corrí escaleras arriba, tropecé, me partí un labio, se me aflojó un diente, escupí muchísima sangre y entré a mi departamento como perseguido por una bruja en una noche de aquelarre y me eché sobre la cama, boca abajo, desahuciado. No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que llegó Aliana, la novia del pibe Mauricio.
Creo, sin embargo, que me quedé dormido un buen rato. Estuve soñando —o pensando, si es que no dormí— con la muerte o algo parecido; era como una perentoria necesidad, una especie de diluvio universal privado: me veía a mí mismo arrastrado por las aguas de un río desbordado, a la deriva, flotando agitadamente como esas vacas hinchadas que se desplazan a favor de la corriente durante las inundaciones, hasta que pasaba frente a una montaña azul, plagada de policías que me apuntaban con picanas, y en ese momento un alud de piedras se desprendía y me sepultaba. No sé muy bien cómo era aquella muerte, pero de algo estoy seguro: tras el sueño o lo que fuera empecé a considerar, repentinamente fatalista, que me quedaba poco tiempo, que en cualquier momento ocurrirían graves sucesos. Ahora pienso que todo eso fue premonitorio.
D
ebo decir, en este punto, que si bien no me gusta lo que llevo escrito —como lo anticipé, ninguna versión de este relato ha logrado convencerme, y acaso ésta sea la peor, si se toman en cuenta las diversas formas literarias que utilizo, además de la lentitud manifiesta y en cierto modo premeditada que le impongo a su desarrollo— no es menos cierto que ya no podré seguir practicando estilos. Ya no estoy en condiciones de desperdiciar oportunidades.
—Hola —dijo Aliana, mirándome desde el pasillo.
La besé en la mejilla, la hice pasar, me preguntó cómo estaba y se lo dije.
Miró a su alrededor detenidamente, como quien participa de una visita guiada al Vaticano. Yo sabía que le gustaba mi departamento. “Un lindo bulincito”, había definido el día que la conocí, cuando el pibe Mauricio la trajo con la misma naturalidad con que llevaba su agenda bajo el brazo, cinco meses atrás. Aliana y yo, inmediatamente, habíamos establecido una especie de código secreto, producto de una mutua atracción; una suerte de mudo entendimiento que tras una decena de encuentros sólo se expresaba en miradas furtivas.
—Yo también estoy mal. Me peleé con Mauricio. Me tiene podrida.
—Qué pasó.
—No sé muy bien; es difícil de explicar.
Sin embargo lo hizo, aunque yo no podía dejar de mirarle las piernas, de carnes firmes, inmejorablemente torneadas, ni el suéter rojo que apareció cuando se quitó el tapado y que era tan ajustado que resultaba incapaz de evitar que yo pensara en un par de ubres pequeñas, redondas y duras; ni tampoco su rostro de labios gruesos y húmedos, mirada entre inocente y pecaminosa y esa mueca de insatisfacción permanente, impropia en una adolescente de dieciocho años, que tanto me excitaba. Imaginé que mi suerte cambiaba, pues la ocasión era óptima: seguramente debería escuchar sus penas amorosas y su desconsolado llanto, en solemne silencio, y luego haría lo imposible por comprenderla y transmitirle mi calidez y mi ternura, hasta que finalmente, sin saber cómo, nos encontraríamos en la cama. Recordé a Mauricio, a quien quería entrañablemente, como a un hermano menor; me fastidiaba la certeza de que tarde o temprano terminaría traicionándolo (quizá por eso nunca había intentado seducir a Aliana), pero reconocí que si se presentaba la posibilidad lo haría sin que se me moviera un pelo.
En cierto modo, sucedió lo que había previsto: ella lloró sobre mi hombro, yo la comprendí como Jesucristo al mundo, de la ternura pasamos a la pasión, casi imperceptiblemente, y nos abrazamos con tanta fuerza como si temiéramos caernos del planeta.
Supongo que entonces cometí la torpeza de pretender que el burro caminara delante de la zanahoria, no, por favor, dijo ella en mi oído, con su voz ronca, sensual, y yo le pregunté no qué, no quiero, dejáme, no quiero, repitió separándose hábilmente mientras me miraba con una expresión que no supe si era de desprecio, desilusión o miedo. Entonces recogió su tapado y salió dando un portazo. La espié por la mirilla y vi cómo se introducía en el ascensor, repentinamente arreglado para ella. Pensé lanzarme escaleras abajo para detenerla, pero en ese momento llamaron por teléfono. Era la voz de Aliana. Me dijo que estaba con Mauricio en La Perla del Once, que iban al cine, que me invitaban.
Corté la comunicación sin decir una palabra, arranqué furiosamente el cable del enchufe, desesperado, me puse un saco y salí, sintiendo un miedo atroz, insultando a la oscuridad de la escalera porque el ascensor continuaba descompuesto, golpeándome contra las paredes, tropezando y gimoteando, sin importarme el nuevo olvido de las llaves del departamento y jurándome que no me volvería loco, carajo, viernes de mierda, viernes batata podrida.
Afuera, la noche parecía robada a la Patagonia. El viento jugueteaba con la llovizna que abrillantaba los adoquines sobre los que viboreaban los fugaces destellos de las luces de los autos. Entré a ese horrible bar que hay en Santa Fe y Serrano, para tomar un café y hablar por teléfono con alguien. Necesitaba hacerlo, pedir ayuda, que no me dejaran solo. Había tres personas en fila frente al único aparato que funcionaba: un hombre maduro aseguró que el domingo se podría ir al Tigre, ya que el tiempo mejoraría porque se lo había prometido a su mujer y a los chicos; un muchacho con la cara plagada de unos granos que parecían garbanzos reventados insistió vanamente para que ella saliera con él esa noche, y después se alejó, fastidiado; la señora que me precedía informó al médico sobre la evolución de la gripe de la nena durante casi quince minutos. Cuando llegó mi turno, me di cuenta de que no tenía monedas.
En la barra, un jovencito que hablaba con acento norteño me sirvió un café y me cambió un billete. Cuando volví al teléfono, atropellé a un grandote que tomaba vino, el que se derramó prolijamente sobre su camisa. Me insultó mientras yo me alejaba pensando que siempre he sido un pacifista incapaz de responder a los que insultan a la gente, quizá por cobardía, quizá porque pienso que la gente necesita aligerar su rabia agrediendo a los demás. Eso le hace bien.
Tanto Llosa como Soriano tenían sus líneas ocupadas. Decidí esperar en la puerta que da a Santa Fe, mirando la lluvia que arreciaba, los micros repletos de gente y, detrás de la estatua de Garibaldi, la oscuridad de los predios de la Sociedad Rural.
Me pareció escuchar el rugido de un león en el zoológico. Me juré que, de haber estado abiertas las puertas, habría entrado para acurrucarme a su lado. Pensé en Silvia, en su presencia todavía tan cercana, tan dolorosa, y la imaginé en brazos de otro. Me sentía como un fulbac que hace un gol en contra sobre la hora, en un clásico igualado cero a cero, y me convencí de que necesitaba verlo a Soriano, para emborracharnos juntos con ginebra; él me diría que las rubias de ojos azules son lo único capaz de destruir al mundo, yo estaría de acuerdo y a lo mejor lloraríamos abrazados.
Volví al teléfono. Soriano estaba terminando de comer una pizza.
—Y después me voy al cine con la China.
—Bueno, no te preocupes.
—Estás muy jodido, ¿no?
—Siempre estamos jodidos, Gordo.
Después llamé a lo de Llosa. Había salido y no sabían a qué hora regresaría. Entonces decidí ir al centro, a caminar por Corrientes, a mirar tras las ventanas a toda esa gente absurda del Politeama, del La Paz, los Suárez o los Pipos.
Compré la Sexta y trepé a un 12 cuyo chofer parecía haberse divorciado media hora antes; tenía una sonrisa como la de Doris Day, dialogaba amablemente con todos y sólo faltaba que convidara cigarrillos a cada pasajero. Lo envidié durante unos segundos, hasta que me di cuenta de que en realidad me deprimía; intenté concentrarme en la lectura, pero las noticias me parecieron conocidas, como si ya las hubiese leído antes: una serie de atentados en Córdoba, Tucumán y el Gran Buenos Aires, una declaración del gobierno en contra de la violencia, el ascenso de siete generales, un nuevo anuncio del Viejo, desde Madrid, asegurando que a fin de año estaría de regreso, todo matizado con nuevas bombas en el Ulster, las eternas negociaciones en Medio Oriente y los avances del Vietcong. Cerré el diario, observé al chofer y sentí pena por el mundo. Varias cuadras después, descubrí que no era más que una artimaña para olvidar la pena que sentía por mí mismo.
Caminé un rato al azar, entré a un restaurante y comí medio plato de ravioles con manteca, desganadamente, y bebí un litro de vino, antes de emprender el regreso, desesperado porque el tiempo no pasaba, caprichosamente detenido, y porque a pesar del dolor de mis costillas, mi labio y mi diente, no estaba cansado.
Me detuve en tres bares, a lo largo del camino, y perdí la cuenta de las ginebras que tomé. Empleé casi una hora y media en volver a Santa Fe y Serrano, donde el jovencito de acento norteño me sirvió un generoso trago de caña. Para entonces ya me sentía lo suficientemente mareado como para pensar que sólo se trataba de un mal día.
—Después todo volverá a la normalidad —me dije.
—La normalidad es la mierda que somos —me contestó, como si yo hubiera hablado en voz alta, un hombrecito que se acodaba en la barra y hacía ingentes esfuerzos por mantener la verticalidad de su cabeza.
Empezamos a conversar. Creo que los dos nos reconocimos lo suficientemente solos como para valorar ese momento compartido. Yo ansiaba dialogar, encontrar respuestas, confiar lo que me pasaba (aunque no lo sabía muy bien) a cualquiera dispuesto a escucharme. Ese es el inconveniente de las conversaciones entre borrachos: cada uno se duele tanto de la propia amargura que no escucha al otro; y cada uno necesita hablar, no que le hablen. Al menos, todos los borrachos que he conocido —y me incluyo— se han mostrado expansivos aunque habitualmente no lo fueran.
El hombrecito y yo, como es fácil imaginarlo, nos las arreglamos para comunicarnos —los individuos desinhibidos por el alcohol siempre lo logran— y bebimos juntos hasta la madrugada. Si bien yo me mantuve consciente de mis actos, juro que todavía hoy me pregunto en qué momento perdí al hombrecito, pues él desapareció súbitamente; estábamos juntos y después me encontré solo, así de sencillo, el hombrecito se me perdió como uno pierde un paraguas y no sabe dónde; uno sólo recuerda que lo llevaba y cuando se dio cuenta ya no lo llevaba. Lo cierto es que volví a mi departamento pensando que uno puede tener catorce conceptos más o menos claros en la cabeza, estar convencido de haber logrado establecer algunas verdades y de que hay un par de cosas inmutables en la vida, pero basta una pequeña sucesión de hechos concretos, alguna demostración de realidades, para que todo se venga abajo como una villa que erradica el ejército. Cuando, finalmente, llegué a casa —previa furia de Julio, quien me aseguró que él trabajaba todo el día como un animal, de modo que no le parecía justo que además tuviera que oficiar de mayordomo de los que estábamos acostumbrados a vivir en carpa y volvíamos borrachos— el hombrecito era apenas una referencia de lo desgraciados que éramos él, yo y todos los habitantes de esta ciudad.
Me senté en el banquito de la cocina, fumé varios cigarrillos y después comí dos bananas ennegrecidas que encontré en la heladera. Me dolía la cabeza como si Cassius Clay se hubiera convencido de que yo era el enemigo número uno de los musulmanes negros y hubiera usado mi cara como púchinbol, y me sentía agobiadoramente solo y abandonado. Eructé con fuerza, me sequé una baba que se deslizaba por mi barba e intenté ponerme de pie. En ese momento escuché el suspiro en el dormitorio.
Tambaleante, salí de la cocina y me dirigí al otro ambiente. Aliana estaba acostada sobre mi cama, desnuda, durmiendo plácidamente. Fue una de las visiones más excitantes que he apreciado en mi vida: no me atrevería a describir sus pechos, sus caderas y la inigualable línea de sus piernas, sin advertir previamente que mi descripción jamás resultaría eficaz.
Me quedé, incrédulo, recostado contra la jamba de la puerta, mirando cómo el dormitorio comenzaba a girar, primero lentamente, después con mayor velocidad y finalmente a un ritmo vertiginoso que me hizo temer que Aliana se perdiera en el torbellino. De repente, yo suponía que ella podía cubrir el vacío de Silvia; suponía, ingenuo, que el amor era una simple cuestión de nombres y reemplazos. Cosa de borracho. Pero el temor se ensanchó como los giros del dormitorio y yo, desesperado, me lancé a correr detrás de Aliana, tropecé un par de veces, caí, rodé por el piso, logré incorporarme y la alcancé.
Trepé a la cama, acezante, y la abracé. Pero entonces descubrí el vacío sobre las sábanas y el pelo castaño y brilloso de Aliana se convirtió en el lomo de una rata gorda, grasienta y pegajosa que huyó de mi mano, saltó sobre sí misma y contraatacó lanzándome dentelladas, mientras yo corría, despavorido, hacia el comedor, gritando con todas mis fuerzas, vomitando una pasta viscosa. La rata me seguía, beligerante, inmensa, hasta que consiguió arrinconarme en una esquina en la que empecé a pedirle perdón, perdón por lo que fuera, pero era inútil, de modo que no pude hacer otra cosa que abrir la puerta que daba al balcón y al gélido frío de la noche. Un segundo después, consciente de que estaba en el límite entre la locura y la razón, decidí arrojarme. Sólo recuerdo el viento, un golpe y la exacta, irrefutable noción que tuve de la muerte.
No me es posible explicar lo que sucedió después; sólo tengo presente la mañana en que me desperté con un terrible dolor de cabeza, que se me pasó luego de un largo y acongojado llanto que no intenté contener. Desde entonces, he procurado redactar esta historia pero, como dije al principio, ninguna versión me pareció verdaderamente fiel. Quiero agregar, nada más, que no he vuelto a ver a mis amigos —no los he llamado, es cierto, pero tampoco me consta que ellos lo hayan hecho—, no supe más de Aliana y ni siquiera he salido de este departamento. Y digo que seguramente ésta es la última versión de este relato, pues hace como una hora que cuatro peones de una empresa de mudanzas están llevándose mis pocos muebles y profiriendo soeces comentarios acerca de la suciedad y las manchas de sangre que hay en todos los ambientes. Pero eso no es lo peor; lo que me resulta francamente intolerable es que me ignoren y no me respondan cuando les pregunto qué voy a hacer de ahora en adelante.
[De Cuentos completos, Seix Barral, 1999]
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