sábado, 2 de marzo de 2013
LA PROPIEDAD PRIVADA POR DANTE PALMA.
Lo que nos cuesta la propiedad privada
Por Dante Augusto Palma
Uno de los mantras del liberalismo de derecha en la actualidad es la exaltación de una presunta oposición entre Estado y libertad. Se dice que a más Estado, menos libertad de los individuos o que, cuanto menos Estado haya, más libres serán los ciudadanos. Como se verá a continuación, este punto de vista excede la discusión teórica y puede palparse en los diferentes debates acerca de la acción de los gobiernos. Tomemos algunos ejemplos. Cuando se discutían los porcentajes de los derechos de exportación que tanto molestan a las patronales del campo, aparecía con fuerza la idea de que el Estado confisca la ganancia legítima fruto del sudor de la frente de los productores individuales; algo similar surge cuando a una inspección de la AFIP se la llama “apriete” o cuando algunos cultores de los juegos de palabras la llaman “Gestapo-AFIP”. Ni que hablar si se toma el caso de la restricción a la venta de dólares o el enojo de turistas argentinos que desde Punta del Este se quejan de no poder viajar al exterior. En todos estos casos, entonces, el Estado aparece como el principal enemigo de la libertad individual.
Ahora bien, si se repasan los ejemplos que acabo de dar, notará que se trata de casos vinculados a un Estado que interviene en la economía de los individuos y que se ha dejado de lado otras formas de intervención estatal. ¿Por qué hice ese recorte? Porque pareciera que este liberalismo que ulula desde la principales usinas mediáticas pide que el Estado no intervenga en la economía pero le exige que tenga completa intervención en otras áreas, como ser, por ejemplo, la protección del derecho a la propiedad. Esto hace que deba revisarse la definición inicial para observar que esta línea de pensamiento tan enraizada en el sentido común argentino, rezonga cuando el Estado le cobra impuestos pero también rezonga si el Estado no llena de policías la calle o no ejerce las tareas de control de servicios privatizados.
Esta tensión es la que quiero desarrollar en estas líneas haciendo especial énfasis en la importancia que tiene la financiación del Estado para el otorgamiento de los derechos que la ciudadanía exige. Con esto pienso mostrar que el desfinanciamiento del Estado por el que tanto pregona cierto liberalismo deriva en la imposibilidad de poder cumplir con las exigencias mínimas que la Constitución nacional otorga a los ciudadanos. Así, lo que el relato opositor denomina “La Caja” no es otra cosa que la condición de posibilidad para garantizar no sólo los derechos sociales, generalmente presentados como clientelísticos, sino también esos “otros” derechos básicos que ciertas clases acomodadas entienden como básicos y obligatorios para cualquier Estado.
Ahora bien, una buena manera de comenzar esta indagación puede ser ir en busca de referentes ideológicos que brinden herramientas y fundamentos para repensar esta problemática. Y para no realizar una selección que alguien pudiera afirmar como sesgada podríamos trasladarnos a algunas de las reflexiones de, probablemente, los dos más importantes pensadores argentinos del siglo XIX, aquellos que suelen ser reivindicados por el liberalismo y que discutieron fervientemente proyectos de país. Me refiero, claro está, a Sarmiento y Alberdi. ¿Qué pensaba cada uno de ellos acerca de la relación entre la recaudación en manos del Estado y los derechos ciudadanos?
Si nos centramos en Sarmiento, siguiendo la línea de lo que ya había desarrollado en Argirópolis, en su Comentarios a la Constitución de la Confederación Argentina, este afirma taxativamente: “Todo poder tiene por base la renta”. En esta misma línea, Alberdi, en Estudios sobre la Constitución Argentina, indica: “Se puede decir que el artículo 4 de la Constitución y sus correlativos contienen la verdadera creación del poder nacional o federal. Es por el Tesoro únicamente como la autoridad, que en sí es un derecho abstracto, se vuelve un hecho real y práctico. No hay poder donde no hay finanzas: ellas son el ejército, la lista civil, la Marina, las obras públicas, el progreso, la paz; en una palabra: la autoridad”.
Detrás de estas definiciones aparece con claridad la relación intrínseca entre recaudación y poder, relación que, en este caso, no responde al latiguillo de la acusación que un cierto republicanismo vacuo les hace a aquellos gobiernos que abogan por una recuperación de la iniciativa estatal. Más bien se está pensando en que no puede haber soberanía ni construcción nacional sin un mecanismo de recaudación de impuestos centralizada. ¿Es que acaso Sarmiento y Alberdi eran populistas y no lo sabían? No lo creo, más bien diría que tales definiciones deben comprenderse a partir de esa capacidad que ambos tenían: el poder complementar la proyección de modelos ideales sin dejar de soslayo la trágica historicidad de las necesidades de un territorio en construcción. Dicho esto, supongamos que advertimos la necesidad de circunscribir las afirmaciones de Sarmiento y Alberdi en el contexto de un espacio físico en el que se comenzaba a reconocer en Rosas el mérito de haber impuesto el orden. Aun aceptando eso, creo posible mostrar la importancia de un Estado fuertemente recaudador en los términos estrictamente republicanos por el que se transita en la actualidad. Dicho de otra manera, un Estado fuerte, con capacidad financiera, es central para que los Estados respeten los principios que sus propias constituciones exigen hoy. Esta es la hipótesis del libro El costo de los derechos, publicado por Stephen Holmes y Cass Sunstein en el año 1999 y reeditado recientemente en la Argentina. Si bien no se puede ubicar a los autores como parte de ideologías marxistas o populistas, el libro se ocupa de desarrollar varios aspectos muy útiles al momento de contribuir con varias de las discusiones que se dan en la Argentina hoy frente a la derecha neoliberal, o libertaria, como se la denomina en el mundo anglosajón.
Para entrar en el núcleo del debate déjeme recordarle que este se da en el marco de una discusión interesante acerca de lo que se conoce como derechos de primera generación (derechos civiles y políticos), derechos de segunda generación (sociales y económicos) y derechos de tercera generación (acerca de las generaciones futuras, colectivos étnicos y medio ambiente). Las visiones más liberales afirman que los únicos derechos que un Estado debe garantizar son los derechos de primera generación pues no es posible costear una educación pública, libre y gratuita, una vivienda y un trabajo digno, un sistema de salud de libre acceso, ni reivindicaciones vinculadas a ayudas a grupos puntuales (como pueden ser grupos étnicos) o a la exigencia de un aire respirable para las generaciones futuras. Simplemente se necesita proteger la propiedad privada, la integridad física y la participación en elecciones para elegir representantes (en algunos casos ni siquiera esto último). Siguiendo esta lógica, la única razón de la intervención estatal radica en proteger ese núcleo de derechos básicos. En cuanto a los derechos de segunda y tercera generación se trata de reivindicaciones que deben quedar libradas a la lógica del mercado dado que supondrían una erogación injusta para algunos miembros de la sociedad. Dicho más fácil, para solventar el acceso a los derechos de segunda y tercera generación habría que sacarles a los que más tienen para darles a los que menos tienen.
¿Es correcto este argumento? Holmes y Sunstein dicen que no. ¿Pero cómo pueden justificar esta respuesta? Al fin de cuentas, ¿no resulta claro, si vamos a un ejemplo vernáculo, que una política como la Asignación Universal por Hijo supone una fuerte erogación por parte del Estado? Efectivamente. Eso resulta innegable. Pero la estrategia de los autores pasa por preguntar: ¿acaso los derechos civiles y políticos no suponen también una fuerte erogación? Pensemos en la seguridad. Hay que pagarles el sueldo a los policías; hay que equiparlos; hay que adquirir nueva tecnología y formarlos, para lo cual se necesitan instituciones, docentes, etc. Además hay que controlarlos para que no sean corruptos y que no abusen de su autoridad. Eso supone la creación de organismos de control que, para que sean eficaces, deben ser bien solventados.
En palabras de los autores (y más allá de que el dato no esté actualizado, su elocuencia alcanza): “En 1992, por ejemplo, en Estados Unidos se gastaron alrededor de 73 mil millones de dólares –una suma mayor que el PBI de más de la mitad de los países del mundo– en protección policial y corrección criminal. Buena parte de ese gasto, por supuesto, se destinó a proteger la propiedad privada”.
Pasemos ahora a la Justicia, aquella a la que recurren las corporaciones económicas y los ciudadanos de a pie cuando consideran que el Estado está afectando su propiedad. ¿Cuánto cuesta mantener a los jueces, sus secretarios, y los espacios físicos para guardar expedientes cuya finalidad es garantizar que se cumplan los derechos de cada uno de nosotros?
¿Y si hablamos de los gastos de Defensa más allá de que, por ejemplo, nuestro país no se encuentre, ni por asomo, ante una hipótesis de conflicto?
A esto debemos agregar las inversiones en infraestructura para que, por ejemplo, un productor pueda transportar sus productos a menor costo o la inversión en tecnología para que existan canales donde poder expresarse con libertad, o asociarse; lo mismo sucede con la energía y con, probablemente, cada una de las pequeñas cosas que consideramos propias y fruto del esfuerzo individual pero que no podrían haber sido nunca llevadas adelante por una única persona. Porque ni siquiera el más recalcitrantemente liberal podría por sí mismo garantizarse todos los derechos civiles y políticos que reclama sin la existencia del Estado. Por último, ¿qué erogación supone cada acto eleccionario? ¿Cuánto cuesta controlar los padrones, pagarles a las autoridades de mesa o a los que trabajan en los centros de cómputos? ¿Cuánto costarían las máquinas para el voto electrónico que para algunos sería el remedio contra el clientelismo (más allá de que no puedan explicar bien por qué)?
Por esto, me permito concluir con un último párrafo en el que los autores explican con claridad algo que la verba antiestatal debiera asimilar:
“Debemos añadir a estas observaciones la proposición correlativa de que los derechos de propiedad dependen de manera excluyente de un Estado dispuesto a cobrar impuestos y a gastar. Defender los derechos de propiedad es costoso. Identificar con precisión la suma exacta de dinero dedicada a la protección de los derechos de propiedad plantea complejos problemas contables. Pero algo está claro: un Estado incapaz, en determinadas condiciones, de “apropiarse” de bienes privados tampoco podría protegerlos con eficacia (…) Al fin de cuentas, es posible que los derechos de propiedad le cuesten al tesoro público más o menos tanto como nuestros programas sociales”.
De esto se sigue que sin recaudación, sin un Estado que tenga los recursos suficientes, no habría derechos de segunda y tercera generación pero tampoco de primera. Quizá muchos no se han dado cuenta de ello o quizá su modelo ideal sea vivir en territorios sin ley con custodia privada, donde la participación ciudadana y las elecciones periódicas sean sólo un artículo anticuado que yazca olvidado en las estanterías de un museo saqueado.
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