lunes, 4 de agosto de 2014

La prensa y la opinión pública de Buenos Aires ante los inicios de la Gran Guerra

"El monopolio británico sobre los cables submarinos, la negativa a transmitir telegramas alemanes y la intercepción de buques que transportaban correspondencia entre Alemania y Argentina, pusieron a los Imperios Centrales en una franca desventaja para afrontar esa faceta comunicacional de la guerra".
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Por Emiliano Gastón Sánchez *
A pesar de encontrarse a miles de kilómetros del teatro de las operaciones, la Gran Guerra no fue un acontecimiento ajeno para la prensa periódica y la opinión pública de Buenos Aires. Los estrechos vínculos económicos que mantenía con el Imperio británico, la profunda influencia política y cultural ejercida por Francia y la abrumadora presencia de inmigrantes europeos radicados en el país, hicieron que en la Ciudad de Buenos Aires las noticias sobre la Primera Guerra Mundial tuvieran una enorme trascendencia.
Las primeras consecuencias que la contienda europea trajo a las costas del Río de la Plata fueron las diversas perturbaciones económicas y financieras que debió afrontar el modelo agroexportador y que han sido hasta ahora las más estudiadas por la historiografía local. Sin embargo, las investigaciones sobre las secuelas de la Primera Guerra Mundial en Argentina han omitido mencionar otro tipo de trastornos, en especial, los problemas ocasionados en el ámbito de la información y la circulación de las noticias. Para las potencias comprometidas en el conflicto, la Gran Guerra fue también una guerra comunicacional y la información un arma más de su nutrido arsenal. En un escenario en el cual la distinción entre la información y la propaganda se tornaba cada vez más opaca, las agencias de noticias europeas y las compañías de cables submarinos fueron consideradas como virtuales “agentes oficiales” de sus respectivos Estados y obligadas a colaborar en la distribución de la información y la propaganda durante la guerra.
El control británico sobre los cables submarinos que transmitían la información desde el Viejo Mundo sumado al corte del cable que conectaba a Alemania con Sudamérica y la utilización por parte de los diarios locales de noticias procedentes de las agencias de países aliados como Havas y Reuters, fueron hechos cruciales para condicionar y difundir una determinada visión sobre la guerra y, en particular, sobre la ofensiva alemana del verano europeo de 1914. Obtener el control sobre estos medios de transmisión de la información fue una de las primeras acciones de la política británica hacia el continente sudamericano. Pasada la medianoche del 4 de agosto el Almirantazgo británico dio la orden al CS Telconia, un buque utilizado para el tendido y la reparación de cables submarinos, que cortara los cinco cables que comunicaban a Alemania con el mundo exterior incluido el que llegaba a Brasil desde Emden. Es por ello que, como sostiene Horace Peterson, el primer acto de la propaganda inglesa fue, en realidad, un acto de censura. El monopolio británico sobre los cables submarinos, la negativa a transmitir telegramas alemanes y la intercepción de buques que transportaban correspondencia entre Alemania y Argentina, pusieron a los Imperios Centrales en una franca desventaja para afrontar esa faceta comunicacional de la guerra.
Antes que cualquier otro tipo de explicación, este hecho permite comprender la mayoritaria simpatía de la opinión pública argentina por las fuerzas de la Triple Entente y revela la tendenciosidad informativa de las secciones telegráficas que publicaban los diarios locales. Sin embargo, más allá de esa hegemónica difusión de información proaliada, las opiniones vertidas por los diarios de Buenos Aires no pueden comprenderse únicamente por ese particular clima informativo. Muchas de esas impresiones y opiniones sobre la guerra se basaban en diferentes tipos de simpatías o afinidades con los países combatientes que eran largamente preexistentes al conflicto y que también contribuyen a explicar las interpretaciones y los alineamientos de las publicaciones periódicas porteñas ante la Gran Guerra.
Ese substrato preexistente de admiración y afinidad con ciertas potencias europeas, constituye el telón de fondo para comprender algunos de los principales alineamientos de la opinión pública porteña frente a los inicios de la guerra. A su vez, las adhesiones concitadas por las potencias europeas en la opinión pública local, basadas en construcciones simbólicas estereotipadas, dan cuenta de una serie de mecanismos de percepción y representación de aquellos países que históricamente habían sido considerados como los modelos a seguir para las élites locales que a partir de 1880 pusieron en marcha el proceso de inserción de Argentina en el mercado capitalista mundial. Por ello, desde el comienzo del conflicto, la inmensa mayoría de la prensa y de la opinión pública porteña manifestó sus simpatías por la Triple Entente, a decir verdad por Francia y, en mucha menor medida, por Inglaterra.
Aunque su presencia en términos demográficos y económicos fue mucho más modesta que la británica, Francia constituía el referente político y cultural más consensuado en el seno de la élite local. La imagen de Francia se hallaba íntimamente asociada a la recepción de los valores de la Ilustración y los principios de la Revolución de 1789 aunque desde mediados del siglo XIX, los elementos que componían la imagen dominante del país galo serán fusionados progresivamente con la latinidad, que actuará como una ideología legitimante de la expansión francesa en Sudamérica dado que el legado latino permitía sustraer al subcontinente de otras influencias europeas como la sajona o la hispana y situarlo bajo la égida francesa. Durante la Gran Guerra, esa francofilia se apoyaba en un puñado de representaciones estereotipadas que hacían de Francia no sólo un modelo cultural y estético sino también la heredera de la Ilustración y de los valores universales ligados a la Revolución Francesa. Adaptadas a la coyuntura de la guerra del ‘14, esas imágenes de la Francia eterna acreditaban una representación de la guerra como una lucha de la democracia y el latinismo contra el autoritarismo prusiano.
Sin embargo, al calor del nuevo clima de ideas que traerá la contienda europea, la anglofilia adquirió un lugar más destacado en las páginas de algunas publicaciones porteñas aunque no logrará un consenso tan extendido como la defensa de Francia. La representación mayoritaria de Inglaterra en la prensa porteña buscaba equiparar ciertos rasgos del universalismo francés, haciéndole extensiva la condición de baluarte de la democracia que permitía igualar en ese punto a los dos miembros más importantes de la Triple Entente. Gracias a esta construcción, el principal inversor y socio comercial de la Argentina agroexportadora podía erigirse también como un defensor de la democracia y de los derechos individuales amparados bajo la monarquía parlamentaria. Los valores condensados en esas construcciones estereotipadas de Francia e Inglaterra hicieron del Imperio ruso un aliado incómodo incluso para los periódicos porteños más radicalmente aliadófilos que compartían con sus pares europeos el problema de componer una caracterización de la Gran Guerra como una cruzada de la Civilización Occidental y latina frente a la barbarie alemana contando con el apoyo de la Rusia zarista.
En el otro extremo, la defensa de las Potencias Centrales y sus aliados fue bastante excepcional y gozaron de las simpatías de sectores mucho más acotados de la opinión pública porteña. En rigor, la posición más extendida dentro de los sectores favorables a las Potencias Centrales fue la germanofilia, entendiendo por ello, la defensa de los intereses y las posiciones de Alemania durante la guerra, basada en una representación del Imperio alemán como una nación joven, pujante y amenazadora de los designios de sus adversarios y que hallaban inmersa en una guerra ocasionada por las ambiciones económicas y territoriales de sus adversarios. Esa representación ponderaba positivamente ciertos rasgos de su organización económica, política, social y cultural como el orden, la rigurosidad, la seriedad, la disciplina, etc. y determinadas instituciones vertebradoras de ese sistema social como el ejército prusiano y las universidades alemanas.
En Argentina, la influencia alemana comenzó hacia finales de siglo XIX cuando la Alemania imperial vivió un desarrollo económico tardío pero muy acelerado y en vísperas de la Gran Guerra representaba el tercer inversor de capitales extranjeros en el país. También había cumplido un papel muy importante en ciertas áreas específicas como, por ejemplo, en la modernización del Ejército argentino y en la enseñanza de las ciencias en las universidades nacionales. Ello explica en parte el hecho de que la germanofilia local estuviera concentrada en determinados “nichos” o instituciones en las cuales los alemanes habían ejercido un gran ascendente como, por ejemplo, en la Facultad de Derecho y, sobre todo, en la Escuela Superior de Guerra.
La prédica de estos intelectuales y la difusión de la propaganda alemana hallaron su lugar privilegiado en el diario La Unión, creado el 31 de octubre de 1914, y sostenido por los fondos de la legación y la empresas alemanas radicadas en Argentina. Sus páginas serán testigos de los esfuerzos por elaborar una imagen alternativa de Alemania que permitiera al menos matizar la representación negativa que se tenía de ella gran parte de la opinión pública local. Frente a las acusaciones de ser la responsable del estallido de la guerra y de encarnar una sociedad “bárbara” y “retrógrada”, se elaboró una contraimagen en la que se enfatizaban los logros económicos, sociales y educativos del Segundo Reich que acompañaron el enorme crecimiento industrial experimentado por Alemania desde finales del siglo XIX, en el marco de una sociedad jerárquica que había evolucionado independientemente de la existencia de un sistema democrático parlamentario pleno.
Ahora bien, las opiniones y los alineamientos expresados por el conjunto de la prensa periódica porteña desbordaron largamente a esta falsa dicotomía entre aliadofilia y germanofilia. Durante los meses iniciales del conflicto es posible advertir otras posiciones, tal vez más excepcionales pero no menos representativas de las diferentes miradas de los periódicos locales sobre la guerra europea, entre las que se destacan los defensores del neutralismo ―que desde el 4 de agosto de 1914 fue la postura mantenida por el estado argentino ante la guerra, tanto por la administración conservadora de Victorino de la Plaza como por el gobierno radical de Hipólito Yrigoyen―, el pacifismo y algunas las justificaciones de la guerra como una cruzada vitalista llamada a restaurar los valores morales de Europa corroídos por la sociedad burguesa y una cultura materialista.
Sin embargo, al mismo tiempo que las páginas de los diarios argentinos daban cabida a los diferentes compromisos con los bandos en disputa, emergieron un conjunto de interpretaciones que veían en la Gran Guerra un verdadero “suicidio de Europa”. Observada desde Argentina, la Primera Guerra Mundial desencadena un conjunto de problemas para una cultura nacional en formación que tradicionalmente se miraba de forma especular con Europa, obligada a redefinirse a partir de una imagen trágica que el Viejo Mundo le devuelve tras haber sido por años el modelo paradigmático a seguir para las élites locales. De esta manera, el inicio de la guerra posibilita también una serie de reflexiones sobre el legado del magisterio europeo en Argentina y reabre una discusión sobre la naturaleza de la identidad nacional.
En rigor, ese interrogante no era novedoso, más bien formaba parte del sentido común de las élites desde 1880. De hecho, en los discursos activados a partir del estallido de la guerra es posible verificar un retorno a varios de los temas que marcaron las discusiones del llamado “nacionalismo del Centenario”. En Argentina, esta expresión hace referencia a un tipo de nacionalismo que es ante todo liberal y que rechaza una idea de la nacionalidad centrada exclusivamente en la pertenencia a una cultura en común y, por ende, orientado hacia el pasado. Lejos de ello, postula que la elaboración de una cultura nacional debe abrirse hacia el futuro y anclar su construcción en diversos aspectos específicos del proceso histórico argentino como, por ejemplo, la inmigración masiva. Sin embargo, a diferencia del clima autocelebratorio que acompañó los festejos de 1910, cuando Argentina cotejaba orgullosa sus progresos con los de Europa, luego del estallido de la Gran Guerra para un amplio sector de la opinión pública argentina el Viejo Continente deja de ser el modelo paradigmático a seguir. Es por ello que la caracterización de la guerra como una crisis civilizatoria reabre el debate sobre la identidad nacional y se convierte en un pretexto para trazar un balance sobre algunos aspectos del proyecto de nación pergeñado por la llamada Generación del ‘80.
Una de las principales aristas de ese renovado debate sobre lo nacional estaba directamente relacionada con la cuestión económica. En este sentido, los principales diarios de Buenos Aires tenían muy en claro que más allá de las simpatías con Francia o Inglaterra, desde el punto de vista económico la posición que más le convenía a las élites locales era la neutralidad pues les permitiría seguir vendiendo los productos agropecuarios a sus clientes tradicionales ahora más necesitados que nunca de ellos. De hecho, a pesar de la existencia de una cierta congoja por el destino de Europa, en las semanas iniciales de la contienda es posible advertir la emergencia de un difuso pero palpable nacionalismo económico, por lo general tramado con una defensa de la neutralidad decretada por el Estado argentino el cuatro de agosto de 1914. Desde esta perspectiva, la Gran Guerra era presentada como una ocasión estupenda para el porvenir de la economía nacional. Aunque el inicio de las hostilidades produjo una serie de complicaciones en el ámbito comercial y financiero, los periódicos locales mostraban un aplomado optimismo respecto de las consecuencias económicas que el conflicto podía ocasionar en Argentina.
Ahora bien, más allá de los debates en torno al plano económico, los primeros días de la guerra estuvieron marcados por las movilizaciones callejeras, la febril demanda de información y una enorme expectativa sobre el decurso de la contienda en la que, sin lugar a dudas, tenía una enorme importancia el alto porcentaje de inmigrantes que residían en la Argentina y, en particular, en Buenos Aires. Los comentarios en torno al comportamiento de esa variopinta masa de extranjeros que habitaban en la ciudad permiten reevaluar algunos elementos destacados del pasado nacional como la inmigración y trazar una reivindicación del cosmopolitismo, considerado como un elemento característico de la cultura nacional. De esta manera, en las páginas de los diarios y las revistas de Buenos Aires, la imagen de la Argentina pacífica del crisol de razas emerge como el epítome de una representación del Estado y del pueblo argentino como esencialmente cosmopolita, pacífico y tolerante dando paso a una alabanza de las libertades democráticas imperantes en el país.
En paralelo con estos diferentes alineamientos frente a la guerra, los primeros meses del conflicto estuvieron dominados por la cuestión de la invasión alemana de Bélgica y las llamadas “atrocidades alemanas”. Aunque un tratado internacional suscripto en 1839 por las principales potencias europeas garantizaba su neutralidad a perpetuidad, el 4 de agosto de 1914, siguiendo las directivas del Plan Schlieffen, las tropas alemanas invadieron el territorio belga. A pocos días de iniciada la invasión comenzaron a circular rumores sobre las crueldades cometidas por los soldados alemanes contra la población civil de Bélgica y de los departamentos de la frontera francesa. En un periodo relativamente breve, del 5 de agosto al 21 de octubre de 1914, se registraron cerca de 6500 fusilamientos y el establecimiento de un patrón de comportamiento que incluyó robos, saqueos, incendios, violaciones de mujeres, el uso de civiles como escudos humanos, deportaciones y la destrucción de algunos edificios considerados patrimonio histórico y cultural de la Humanidad, como la biblioteca de la Universidad de Lovaina y la catedral de Reims. Gracias a la influencia de la propaganda de la Entente, estos hechos fijaron en la opinión pública porteña una interpretación dicotómica de la Gran Guerra como un choque entre la “civilización” francesa y la “barbarie” alemana que si bien no modificó radicalmente el conjunto de alineamientos anteriores, logró extender y masificar una imagen muy negativa de Alemania en el seno de la opinión pública local.
Pero, además, estos hechos tuvieron una resonancia particular en Argentina ya que durante la toma de la ciudad belga de Dinant, el 23 de agosto de 1914, fue fusilado por los alemanes el vicecónsul argentino de la ciudad, M. Rémy Himmer, un hecho que causó un gran impacto en la opinión pública porteña y puso al gobierno de Victorino de la Plaza y a su canciller José Luis Murature frente a uno de los primeros conflictos internacionales causados por la Gran Guerra. El gobierno argentino encargó una investigación para determinar si en dicho acto había ocurrido algún tipo de violación a la neutralidad y la soberanía nacional ya que la casa de Himmer funcionaba como sede del consulado argentino en la ciudad y, a juzgar por el relato de varios testigos, al momento del fusilamiento ostentaba el escudo y la bandera nacional. Luego de largo meses de investigación, a lo largo de los cuales recibiría casi diariamente los ataques de un importante sector de la prensa que reclamaba mayor celeridad y firmeza en el reclamo al gobierno alemán, a finales de diciembre de 1914 el gobierno argentino dio por concluido el caso al considerar que en durante el fusilamiento del vicecónsul no había existido un ataque deliberado a los símbolos patrios ni a la neutralidad estatal.
Luego de un semestre en el cual la Gran Guerra había sido la novedad rutilante en las páginas de prensa periódica y había acaparado la atención de la opinión pública porteña, las expectativas de los contemporáneos sobre una rápida resolución del conflicto comenzaron a desvanecerse a finales de 1914. Concebida inicialmente como una guerra breve, más cercana a las campañas decimonónicas que a la guerra industrial de masas en la que se transformará luego, los altos mandos militares y los líderes políticos de todas las naciones combatientes proyectaban pasar la “Navidad en casa”. Lejos de esas aspiraciones, el fin del año de 1914 muestra un panorama mucho más sombrío con la emergencia de un nuevo tipo de combate, la guerra de trincheras, que nadie esperaba inicialmente y que nadie sabe a ciencia cierta cómo resolver. Había comenzado otra guerra…
* Becario doctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (CONICET) con sede en el Instituto de Estudios Históricos de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF). Profesor de la cátedra Problemas Mundiales Contemporáneos de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Este artículo expone, muy sucintamente, algunos de los temas y problemas analizados en mi tesis de maestría Batallas en tinta y papel. Los inicios de la Primera Guerra Mundial y la ocupación alemana de Bélgica en la prensa periódica porteña (julio-diciembre de 1914), realizada en el marco de Maestría en Sociología de la Cultura y el Análisis Cultural de Instituto de Altos Estudios Sociales (IDAES), Universidad Nacional de San Martin (UNSAM).
Bibliografía
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Hendrick, Daniel, The Invisible Weapon: Telecommunications and International Politics, 1851-1945, Nueva York, Oxford University Press, 1991.
Horne, John y Kramer, Alan, German atrocities, 1914: A History of Denial, New Haven-Londres, Yale University Press, 2001.
Peterson, Horace C., Propaganda for war. The Campaign against American neutrality, 1914-1917, Norman, University of Oklahoma Press, 1939.
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― “Ser testigo de la barbarie. La ocupación de Bélgica y las atrocidades alemanas de 1914 en las crónicas de Roberto J. Payró”, Eadem Utraque Europa [La Misma y la otra Europa]. Revista Semestral de Historia Cultural e Intelectual, Año 7, N° 13, diciembre de 2012, pp. 163-207.
― “La prensa de Buenos Aires ante ‘el suicidio de Europa’. El estallido de la Gran Guerra como una crisis civilizatoria y el resurgimiento del interrogante por la identidad nacional”, Memoria y Sociedad. Revista de Historia, N° 37, 2014, Dossier temático: “Centenario de la Gran Guerra”, 2014, Bogotá, Colombia, Pontificia Universidad Javeriana.
Schifft, Warren, “The influence of the German Armed Forces and War Industry on Argentina, 1880-1914”, The Hispanic American Historical Review, Vol. 52, N° 3, Duke University Press, agosto de 1972, pp. 436-455.
Tato, María Inés, “La contienda europea en las calles porteñas. Manifestaciones cívicas y pasiones nacionales en torno a la Primera Guerra Mundial”, en María Inés Tato y Martín Castro (Comps.), Del Centenario al peronismo. Dimensiones de la vida política argentina, Buenos Aires, Imago Mundi, 2010, pp. 33-63.
―, “Contra la corriente. Los intelectuales germanófilos argentinos frente a la Primera Guerra Mundial”, Jahrbuch für Geschichte Lateinamerikas / Anuario de Historia de América latina, N° 49, Graz, Institut für Geschichte Karl Franzens – Universität Graz, 2012, pp. 205-223.
Weinmann, Ricardo, Argentina en la Primera Guerra Mundial. Neutralidad, transición política y continuismo económico, Buenos Aires, Biblos-Fundación Simón Rodríguez, 1994.

La gran ilusión: la Primera Guerra Mundial

"El estallido de la guerra trajo el fin de varias ilusiones. En primer lugar la ilusión de gran parte de la clase obrera europea que creía posible evitar el conflicto, la segunda que la guerra iba a durar pocos meses y a causar pocas víctimas, y la tercera que el desarrollo de la tecnología y el progreso de la ciencia conllevaba al desarrollo y consolidación de la paz".
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“Las lámparas se apagan en toda Europa. No volveremos a verlas encendidas antes de morir”.
Edward Grey, ministro de Asuntos Exteriores de Gran Bretaña, 1914.
Por Juan Luis Besoky
La guerra de 1914, desencadenada a partir del atentado de Sarajevo en junio de 1914, tuvo su origen en las rivalidades entre naciones europeas producto de la era del imperialismo. Este período había producido la fusión de la política y la economía generando una rivalidad política internacional, establecida en función del crecimiento y competitividad de la economía y con un carácter ilimitado. Nunca antes había habido en el mundo una guerra mundial como la que sucedió entre 1914 y 1918, en la cual participaron todas las grandes potencias y todos los estados europeos excepto España, Holanda, Suiza y los países escandinavos. Prácticamente todos los estados independientes del mundo, exceptuando a Latinoamérica, se vieron involucrados en la contienda, voluntaria o involuntariamente.
El estallido de la guerra trajo el fin de varias ilusiones. En primer lugar la ilusión de gran parte de la clase obrera europea que creía posible evitar el conflicto, la segunda que la guerra iba a durar pocos meses y a causar pocas víctimas, y la tercera que el desarrollo de la tecnología y el progreso de la ciencia conllevaba al desarrollo y consolidación de la paz.
La ilusión de la paz
A diferencia de la segunda guerra mundial, la primera no tuvo en la ideología el clivaje que dividía a los beligerantes sino en el incentivo del patriotismo de cada nación.  Una ola de entusiasmo y nacionalismo invadió a las multitudes que se volcaron a las calles de París y Berlín a saludar jubilosas el inicio del conflicto. Tanto para el gobierno como para la opinión pública la guerra no habría de durar más de tres meses trayendo una rápida y contundente victoria. También los intelectuales se sumaron a la gran ola de patriotismo chauvinista que invadía los países, como Thomas Mann y varios premios Nobel de la Paz. Muy pocos fueron los que escaparon a esta oleada: Stefan Zweig y Karl Kraus en Viena, Bertrand Russell en Londres y Romain Rolland en París. Así recuerda Zweig el súbito entusiasmo que embargó a las masas:
“El pequeño funcionario de correos que solía clasificar cartas de la mañana a la noche, de lunes a viernes sin interrupción, el oficinista, el zapatero, a todos ellos de repente se les abría en sus vidas otra posibilidad, más romántica: podían llegar a héroes; y las mujeres homenajeaban ya a todo aquel que llevara uniforme y los que se quedaban en casa los saludaban respetuosos de antemano con este romántico nombre. Aceptaban la fuerza desconocida que los elevaba por encima de la vida cotidiana; las madres y esposas incluso se avergonzaban, en aquellas horas de la primera euforia, de manifestar su aflicción y congoja, sentimientos por lo demás muy naturales.”. (Stefan Zweig. El mundo de ayer. Memorias de un europeo, Barcelona, El Acantilado, 2001)
De las corrientes de opinión que habían convertido la lucha contra la guerra en una de sus principales razones figuraba el movimiento obrero. El historiador italiano Giuliano Procacci (Historia general del siglo XX. Crítica, Barcelona, 2010) nos recuerda que ya en 1907, los partidos obreros que formaban la Internacional Socialista, reunidos en Stuttgart, habían votado la resolución presentada por Lenin y Rosa Luxemburgo, en el cual se comprometían a reaccionar con el llamamiento a la huelga general en caso de estallar la guerra. Pero a pesar de ello veían poco probable que estallase el conflicto, a punto tal que el atentado de Sarajevo los tomó por sorpresa, debiendo tomar posición ante un hecho inesperado. Y lo que decidieron marcó el fin de la ilusión de una clase obrera opuesta al conflicto.
Todo comenzó cuando el 4 de agosto de 1914 la socialdemocracia alemana, el partido obrero más fuerte de Europa, votó a favor de loa créditos de guerra exigidos por el gobierno, de la misma forma que los socialistas austríacos. Frente a esto los socialistas franceses hicieron lo mismo mientras dos de sus representantes entraban a formar parte del gobierno.  En Inglaterra, el partido laborista tomó el mismo camino integrándose a su gobierno en el esfuerzo de guerra. Entre los demás partidos socialistas, sólo los bolcheviques rusos y los serbios se mostraron en contra, junto con los socialistas italianos que adoptaron una fórmula ambigua de no adherirse ni sabotear. En resumidas cuentas, el compromiso de Stuttgart, reafirmado en Basilea en 1912, no fue respetado, y la esperanza de una clase obrera unida contra las burguesías de sus respectivos países debió esperar hasta que la guerra mundial mostrase sus consecuencias y la revolución rusa devolviese las esperanzas.
La ilusión de una guerra corta e incruenta
La Primera Guerra Mundial significó el surgimiento de un nuevo tipo de conflicto: la guerra total. Todas las actividades productivas quedaron subordinadas a los imperativos de la guerra, y todo el orden civil se alineó con base en el orden militar.
“En todos los países beligerantes se introdujo el racionamiento, más o menos severo, de los productos alimenticios y del carbón; en todos los países se adoptaron medidas de movilización industrial que conllevaban cierto nivel de militarización de la mano de obra; en todos los países las libertades de prensa, de asociación y de huelga se vieron sometidas a un régimen de ocupación por parte de los ejércitos extranjeros y las poblaciones de algunas ciudades europeas experimentaron los primeros bombardeos aéreos”.
Este carácter de guerra total es lo que llevó a que el conflicto deje de ser un asunto de profesionales, es decir, de soldados profesionales, para ser un asunto de toda la población, debiendo todos los países decretar la movilización general. Según señalaba el historiador francés François Furet, fue la primera guerra democrática de la historia. No sólo por los intereses y pasiones que despertó (ya presentes en guerras anteriores) sino porque tocó a la universalidad de los ciudadanos.
“…involucra en una desgracia inaudita a millones de hombres durante más de cuatro años, sin ninguna de esas intermitentes estaciones que presentaban las campañas militares de la época clásica: comparado con Luddendorff o con Foch, Napoleón todavía hizo la guerra como Julio César. La de 1914 es industrial y democrática. Ha afectado a todo el mundo, hasta el punto de que casi no hay familia en Alemania o Francia que no haya perdido a un padre o un hijo”. (Furet, François. El pasado de una ilusión. Ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX. Fondo de Cultura Económica, México, 1995)
No sólo es democrática porque toda la población debe participar del esfuerzo bélico sino también porque toda la población pasaba a recibir la violencia del conflicto. La violencia se democratiza y todos recibirán su parte. La Primera Guerra Mundial marca el inicio de una práctica que se volverá común: la población civil pasa a ser un blanco militar. Hobsbawm sostienen que una guerra en la que se movilizan los sentimientos nacionales de la masa no puede ser limitada, como lo son las guerras aristocráticas. La guerra moderna sienta las bases de la producción en masa y de la muerte en serie. Cientos de miles de hombres serán asesinados reemplazando los nombres por números. Se hablará de cifras y de soldados anónimos. El nuevo héroe del conflicto pasa a ser el soldado desconocido. Ya no hay lugar para individuos. La tecnología vuelve invisible a sus víctimas y al decir de Hobsbawm: “Frente a las ametralladoras instaladas de forma permanente en el frente occidental no había hombres sino estadísticas, y ni siquiera estadísticas reales sino hipotéticas,…”(Historia del siglo XX. Crítica, Buenos Aires, 2006. p. 58) Al fin y al cabo un muerto es una tragedia, un millón sólo una estadística, será una frase que rápidamente se hará conocida.
Imagen de las trincheras
La primera guerra inaugura las matanzas perpetradas a escalas astronómicas, a punto tal de aparecer nuevos nombres para designarlas: apátrida y genocidio. El extermino de un millón y medio de armenios en manos de los turcos en 1915 sentará el inicio de una práctica recurrente en nuestro siglo. Hobsbawm nos recuerda que hasta el siglo XX las guerras en las que participaba toda la sociedad eran excepcionales. Y esto porque los altos niveles de movilización sólo pueden ser sostenidos en base a una economía industrializada moderna. Con la Primera Guerra Mundial las economías se transforman en economías de guerra dejando de lado el laissez faire, los obreros se vuelven milicianos del trabajo cuando no soldados en el frente, mientras las mujeres entran masivamente en la producción. Señala el historiador italiano Enzo Traverso: “Es la naturaleza misma de los medios de destrucción modernos lo que pulveriza la distinción hasta entonces normativa entre combatientes y civiles" (A sangre y fuego. De la guerra civil europea, 1914-1945. Prometeo, Buenos Aires, p. 122).
Los bloqueos económicos buscan hambrear a la población, las ciudades cercanas al frente se convierten en objetivos militares, las poblaciones de los territorios ocupados son obligadas a realizar trabajos forzados y muchas personas son directamente desplazadas.
La ilusión tecnológica
El uso de las nuevas tecnologías multiplica la crueldad de la guerra y altera las reglas del conflicto. Ambos bandos confiaban en la tecnología, y los alemanes que se habían destacado en el uso de la química son los primeros en usar el gas tóxico en el campo de batalla. Los británicos serían pioneros en una nueva tecnología: los tanques de guerra, aunque muy rudimentarios e ineficazmente utilizados. La aparición del submarino y del avión generaron nuevas asimetrías en la guerra. Históricamente la guerra en el mar suponía el respeto a ciertas leyes internacionales que prohibían atacar los barcos civiles sin previo aviso. Además se obligaba a disparar al aire y luego inspeccionar la carga, para finalmente liquidar el buque solo después de desalojar a todos los tripulantes y asegurarse que nada amenazaba sus vidas. Ahora, con la aparición del submarino estas leyes quedaban suspendidas. Algo similar sucedía con el uso de aviones para bombardeo. En un primer momento serán zépelins alemanes los que bombardeen ciudades inglesas, aunque causando un número reducido de víctimas. De todas formas, al igual que con el uso de la artillería, la población civil de las ciudades se vuelve un blanco legítimo.
Para Hobsbawm una de las razones del aumento de la brutalidad de la guerra tuvo que ver precisamente con el carácter impersonal que asumía el conflicto, convirtiendo la muerte y la mutilación en la consecuencia remota de apretar o levantar una palanca.
“Lo que había en tierra bajo los bombardeos no eran personas a punto de ser quemadas y destrozadas, sino simples blancos. Jóvenes pacíficos que sin duda nunca se habrían creído capaces de hundir su bayoneta en el vientre de una muchacha embarazada tenían menos problemas para lanzar bombas de gran poder explosivo sobre Londres o Berlín, …” (Historia del siglo XX. Crítica, Buenos Aires, 2006. p. 58).
En este sentido, nos recuerda el autor que las mayores crueldades de nuestro siglo han sido crueldades impersonales causadas por decisiones remotas, el sistema y la rutina, enmascaradas como simples necesidades operativas.
Finalmente, cuando la guerra concluya una nueva ilusión nacerá: Woodrow Wilson, presidente de los Estados Unidos, dirá: “Les prometo que esta va a ser la última guerra, la guerra que acabará con todas las guerras.”. Esta ilusión, igual que lo sucedido con las anteriores, no tardaría en desaparecer.

La sociología ante la Gran Guerra: ¿nacionalismo o ciencia?

"Los sociólogos dejaron de lado sus teorías, y en lugar de abordar científicamente un fenómeno como la guerra, abrazaron sin miramientos causas patrióticas. El nacionalismo eclipsó a la ciencia, y la construcción de la ideología de guerra sepultó las pretensiones de lograr la objetividad científica y a toda lógica académica".
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Por Pablo Bonavena*
La Exposición Internacional de París de 1900, que los franceses postularon como “un símbolo de paz y armonía”, pretendía condensar y ofrecer a la humanidad los extraordinarios avances y lo-gros de la civilización occidental, cuyos beneficios, según sus mentores, se expandían de manera creciente por todo el mundo. Este gran acontecimiento internacional y sus pretensiones eran el correlato de un largo período donde las guerras fueron menguando. En efecto, desde hacía 85 años que en el territorio europeo no había conflictos armados entre las principales potencias. Luego de las guerras napoleónicas Europa vivió el siglo más pacífico desde el imperio romano. (MacMillan, Margaret; 1914. De la paz a la guerra; Turner, España, 2013, capítulo I).
Durante el siglo XIX esta realidad fue acompañada por muchas iniciativas que procuraban consolidar la convivencia pacífica, generando muchas organizaciones que trabajaban para promover la paz, tendencia que se trasladó a la primera década del siglo XX a los Estados Unidos de Norte-américa. En este país entre 1900 y 1914 se crearon 45 nuevas asociaciones por la paz, cifra que denota la potencia de los anhelos pacificadores. Alfred Nobel con su afamado premio, la escritora Bertha Suttner con la fundación de la sociedad austríaca por la paz, el escritor estadounidense John Fiske y su afirmación sobre el triunfo de la civilización industrial sobre la militar, son ejem-plos del clima optimista que se vivía en torno a las posibilidades de comenzar a convivir, de una vez por todas, de manera pacífica. (MacMillan, M.; op cit; páginas 358, 359, 360 y 368)
La sociología compartía este diagnóstico y esperanzas. Desde sus primeros pasos en el siglo XIX hizo suya la idea que asocia íntimamente la modernidad con la ausencia guerras y violencia. Dejando al marxismo afuera de sus lindes, las proyecciones de los pioneros de la nueva disciplina hacia el siglo XX fortalecían la posibilidad de construir la “paz perpetua” proyectada por Immanuel Kant. También, la consolidación de la sociedad armoniosa deseada por Adam Smith y otros intelectuales de la Ilustración Escocesa, quienes argumentaron sobre la incompatibilidad entre la lógica del intercambio económico y la lógica guerrera.
Henri de Saint Simon, Augusto Comte y Herbert Spencer en los primeros pasos hacia la sociología postulaban que la guerra correspondía a una fase histórica que debía ser necesariamente sobrepasada. Obviamente con variantes, coincidían en sus concepciones acerca de la evolución so-cial, al suponer que el peso del militarismo quedaría sepultado por el devenir del progreso. La humanidad avanzaba ineluctablemente de la sociedad militar a la sociedad industrial. Confiaban en el peso decisivo del industrialismo, que le quitaba todo sentido a la guerra. Emile Durkheim también admitía que la violencia debía desaparecer con la evolución de la sociedad tradicional a la sociedad moderna.

El porvenir pacífico como horizonte de la modernización industrial encontraba, entonces, un fuerte respaldo en la ciencia que asumía el estudio de la sociedad, fortaleciendo los augurios que sustentaba la ideología que fundamentaba la organización de aquella imponente exposición de las artes y la industria. La paz encontraba una base de realización científica y el futuro era, a todas luces, promisorio.

La Gran Guerra alteró todos los diagnósticos, refutando las proyecciones sociológicas.


Durkheim tomó partido en la guerra; avaló desde el principio al militarismo francés, atacando las tesis de la izquierda revolucionaria que denunciaban el contenido inter-imperialista de la matan-za. Participó en las campañas para robustecer la moral de los soldados franceses y organizó un comité para publicar documentos y estudios sobre la guerra procurando neutralizar la propaganda alemana, entre otras acciones para garantizar la victoria de su país.

En Alemania, Georg Simmel también se involucró activamente en el conflicto, destacando con agrado que la guerra promovía un fuerte sentimiento de inclusión en la nación y su Esta-do. Concebía la vivencia bélica como una experiencia existencial de base afectiva que supe-raba todas las ponderaciones de tipo racional, parangonando sus alcances con las más profundas experiencias religiosas. Afirmaba que el deber del individuo era defender la nación, pues sin ella no hubiese existido. Conjeturó, incluso, que la conflagración era una gran oportunidad para violentar las “tendencias trágicas de la cultura moderna”, como la burocratización o mercantilización de la vida moderna. Fue un verdadero apologista de la guerra.

Max Weber también adoptó una postura abiertamente belicista con el estallido de la Gran Guerra. Lamentó no haber podido ser combatiente, pero se involucró con las fuerzas armadas como director de los hospitales del ejército en Heidelberg, acción que acompañó con una ar-diente defensa del nacionalismo alemán. Glorificó la actividad militar y enfrentó toda idea  pacifista. Frente al inicio de la conflagración sentenció que la guerra era “grande y maravillo-sa”, incluso independientemente de su resultado. Destacó el sentimiento de comunidad que generaba la guerra, subrayando el efecto de despersonalización para la conformación de una comunidad que protagonizaba el pueblo. Consideraba, por último, que era esencial la integración de la clase obrera en la nación para afrontar el esfuerzo bélico. Así, argüía que se fomentaba el renacimiento de Alemania para cumplir la “responsabilidad histórica” de convertirse en una gran potencia y consolidar su honor.

En los Estados Unidos de Norteamérica, Thorstein Bunde Veblen, a pesar de su perfil ideológico pacifista, buscó protagonismo a favor de su país cuando entró en la confrontación. Siempre fue un crítico del patriotismo, considerándolo como un dispositivo ideológico que favorecía la heteronomía de la clase trabajadora bajo la tutela de la clase ociosa, así como una de las trabas para la instalación de una relación armoniosa entre las distintas economías. Explicaba que el patriotismo rompía las ventajas del libre comercio y de las empresas cooperativas entre naciones. Estaba con-vencido de que las trabas al libre comercio empobrecían a los pueblos, y que los muros que alza-ba el nacionalismo no hacían factible un orden capitalista ni socialista. Se quejaba de que tanto el obrero como todo ciudadano se encuentran unidos a la suerte del Estado por un “pegamento” llamado patriotismo, que según su evaluación era un resabio pre-moderno. Pese a estas posiciones, se involucró en la guerra situándose como un estratega político. Cuando los Estados Unidos entraron en guerra viajó a Washington para ofrecer sus servicios a la causa nacional. Buscó colaborar con estudios que favorecieran el esfuerzo bélico y hasta sugirió un método de lucha contra los submarinos. Este alineamiento a favor de la intervención militar de su país contrastó con la postura habitual de rechazo a la guerra. Alejándose de ella, escribió informes y preparó memorandos para un grupo de intelectuales a quienes en 1917 el presidente Woodrow Wilson les en-cargó que estudiaran un posible acuerdo de pacificación.

A esta lista de sociólogos podemos sumar muchos nombres más, como Robert Michels o Ferdi-nand Tönnies. Pero este fenómeno, como vimos, no era propio de Alemania, sino que se expan-dió a otras naciones involucradas en las acciones militares. Científicos sociales de otras disciplinas siguieron el mismo derrotero.

De esta manera, podemos observar como los sociólogos dejaron de lado sus teorías, y en lugar de abordar científicamente un fenómeno como la guerra, abrazaron sin miramientos causas patrióticas. El nacionalismo eclipsó a la ciencia, y la construcción de la ideología de guerra sepultó las pretensiones de lograr la objetividad científica y a toda lógica académica. En definitiva, un ámbito como el sociológico sucumbió ante el nacionalismo, tal como ocurrió con la masa poblacional de los países beligerantes.
* Sociólogo, investigador del Instituto de Investigaciones Gino Germani, profesor de Teorías del Conflicto Social, Conflicto y cambio Social en la Argentina: los años ’70 y Sociología de la Guerra en la Carrera de Sociología de la UBA y en el Departamento de Sociología de la Universidad Nacional de La Plata. También dicta el seminario: Lucha armada y violencia política en la Argentina de los ’70.

100 años de La Gran Guerra. Una breve mirada panorámica del conflicto


"La Gran Guerra fue al mismo tiempo uno y múltiples conflictos, que tuvieron por efecto remodelar el mapa de Europa y, en buena medida, el planisferio, por primera vez se implementaron profundas regulaciones estatales de la economía, surgieron las primeras revoluciones proletarias exitosas y poco tiempo después de la finalización de la contienda, cobró fuerza una forma muy particular de respuesta burguesa frente al desafío revolucionario: el fascismo".
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Por Mariano Millán*

Las luces se apagan en Europa

Se cumplen 100 años del comienzo de la Primera Guerra Mundial (1914 – 1918), una conflagración de tan imponente magnitud que sus protagonistas y contemporáneos la bautizaron como La Gran Guerra. En realidad, esta Gran Guerra fue al mismo tiempo uno y múltiples conflictos, que tuvieron por efecto remodelar el mapa de Europa y, en buena medida, el planisferio. Se hundieron tres de los imperios multinacionales más poderosos del mundo (Rusia, Austria–Hungría y el Imperio Otomano), salieron maltrechos otros más importantes (Gran Bretaña y Francia), los Estados Unidos emergieron como gran potencia mundial, en casi todos los países en guerra por primera vez se implementaron profundas regulaciones estatales de la economía, surgieron nuevos Estados nacionales, las primeras revoluciones proletarias exitosas pusieron de pie Estados socialistas y, poco tiempo después de la finalización de la contienda, cobró fuerza una forma muy particular de respuesta burguesa frente al desafío revolucionario: el fascismo. En realidad, el fin de la Gran Guerra en 1918 no fue el comienzo de una era de paz, sino la alborada de una inmensa cantidad de grandes confrontaciones sociales que desembocaron en la Segunda Guerra Mundial.
Buena parte de los historiadores, siguiendo a Eric Hobsbawm, fecharon el comienzo del “siglo corto” en las aciagas jornadas del verano de 1914, localizando su conclusión hacia fines de los ’80 y principios de los ‘90, con la caída de los regímenes del socialismo real en Europa Oriental. Si tenemos ganas de ser poéticos con la tragedia del siglo XX, sus primeras letras y su punto final se escribieron en los Balcanes y, si se quiere, en la ciudad de Sarajevo. El 28 de junio Gavrilo Princip, un nacionalista serbo-bosnio integrante de la organización Mano Negra, segó con un certero disparo, en un confuso episodio, la vida del próximo monarca del Imperio Austrohúngaro, el archiduque Francisco Fernando. El conflicto entre la casa de los Habsburgo, que desde Viena gobernaba un amplio territorio, y los serbios permitió iniciar una guerra para la cual todas las potencias del viejo continente se venían preparando con gran dedicación, aunque con desigual pericia. Poco más de 80 años después, la caída de los serbios en la batalla de Sarajevo concluyó con la primera fase de la desintegración de Yugoslavia, uno de los últimos países socialistas europeos en dejar de existir como tales.
En 1914 el Imperio Austrohúngaro declaró la guerra a Serbia, pronto la autocracia de Rusia, “defensora del paneslavismo”, enfrentó a la monarquía vienesa. En tales circunstancias el Imperio Otomano consideró necesario ingresar en la guerra frente al zarismo y sus ambiciones balcánicas y en el Mar Negro. Alemania, que también era un Imperio y calculaba su expansión hacia el Este, vislumbró la posibilidad de unirse a la cruzada contra Rusia y Serbia. Pronto los franceses, que aún recordaban la derrota de la guerra con Prusia de unas décadas atrás, encontraron en esas circunstancias la posibilidad de enfrentar y terminar definitivamente con la amenaza alemana, para lo cual convocaron a los británicos, quienes se unieron con mucho gusto tras las repetidas reyertas que se habían sucedido con los germanos en Asia y África durante los años inmediatamente anteriores. En pocas semanas, y a propósito de un incidente en la periferia de uno de estos imperios, todas las potencias europeas estaban frente a frente en los campos de batalla.

La guerra esperada… y la guerra real

La noticia del comienzo de la guerra fue bienvenida con una explosión de patrioterismo en casi todos los países europeos. Pronto surgieron slogans nacionalistas y/o de alianza: los franceses e ingleses hablaban de una cruzada contra el “autoritarismo alemán”, haciendo caso omiso de su cooperación con la autocracia zarista. Los alemanes hablaban de la amenaza francesa y el atraso ruso, dejando en las sombras su propia beligerancia y el carácter retrógrado del Imperio Otomano que militaba en su coalición.
También surgieron voces a favor de la guerra que resaltaban el carácter heroico de los tiempos por venir, del lugar de lo bélico en la masculinidad, por no decir también de la importancia que tendría esta aventura para las jóvenes generaciones, ya muy “blandas de espíritu” a causa de la bonanza y el confort de la Europa de la belle epoque.
En consonancia con una era de progresos científicos y técnicos sin precedentes, en las academias militares europeas florecía una doctrina que ponía un énfasis decisivo en la creciente capacidad de fuego: el ofensivismo. Alemanes y franceses, rusos e ingleses, todas las grandes potencias contaban con una importantísima casta militar, la cual solía considerar que, dados los avances en el poder de destrucción material, la posición defensiva no tenía nada que ofrecer a los combatientes. Las guerras del futuro, decía la burguesía europea, serían dominadas por la posición del atacante, contradiciendo así la teoría clásica asentada en los escritos de Clausewitz.
Eran tales las condiciones de la carrera militarista – armamentista en la que se habían embarcado las potencias, que el estallido de la guerra durante el verano de 1914 fue un acontecimiento largamente esperado. Los estados mayores suponían una guerra dura, frente a rivales de gran fuste, pero que se resolvería antes de la navidad de ese mismo año. A esa hipótesis se adecuaba la campaña política y la logística. Pronto la realidad terminó por imponer otras necesidades y problemas. Llegado diciembre la guerra se encontraba muy lejos de estar finalizada y en amplias extensiones de occidente los ejércitos se habían enterrado en intrincados sistemas de trincheras.
Cuando se considerara el desarrollo de una guerra resulta fundamental que se puedan evaluar los objetivos políticos de los contendientes, las formas de lucha y las pasiones despertadas para que el esfuerzo bélico sea apoyado. Una vez comprendidos estos elementos, se podrán distinguir los distintos frentes y sus diferentes realidades.
La primera guerra mundial comenzó como una oportunidad para todos los Estados de Europa: vencer a los vecinos y apropiarse de sus territorios y sus recursos, incluidas las colonias en otros continentes. Como se puede ver, los objetivos políticos eran notoriamente altos, determinando con ello un significativo esfuerzo bélico que encaminó a las potencias a una guerra total. Las fuerzas armadas veían la ocasión de probar sus nuevas armas y técnicas frente a enemigos mucho mejor entrenados y preparados que los nativos de Asia y África, a quienes habían doblegado en las últimas cinco décadas. La mayoría de los pueblos europeos vio en el conflicto una posibilidad de reafirmación nacional.
Esta guerra, pensada como una oportunidad para mostrar los “progresos” y la modernidad de los ejércitos de las potencias, en términos concretos se convirtió en la mayor matanza que había realizado la humanidad hasta el momento, contándose con el aterrador número de aproximadamente 20 millones de muertes en tan sólo cuatro años (poco más de la mitad eran soldados).
La magnitud de estos daños fue una sorpresa para la civilización burguesa, no así para los socialistas, que desde hacía décadas discutían con ahínco en torno a las guerras del presente y del futuro, como parte integrante de la lucha de clases a nivel internacional.
El movimiento socialista
El movimiento socialista, nucleado en la II Internacional, venía debatiendo desde fines del siglo XIX respecto de las formas que venía adoptando el capitalismo. Para una lectura economicista la discusión era sobre el rol de los monopolios y la concentración de capitales, para una lectura marxista las controversias giraban en torno al carácter de la lucha de clases en aquel momento. Dicho de una forma más simple ¿las mutaciones que había experimentado el capitalismo sentaban condiciones para un desarrollo pacífico y la conquista de derechos mediante reformas paulatinas o, por el contrario, el desarrollo de las contradicciones del capitalismo sólo podía desembocar, en el mediano plazo, en una conflagración mundial entre las potencias? Naturalmente, el segundo diagnóstico abría las puertas a una política totalmente diferente que el primero: por delante no había demasiado espacio para reformas, se acercaban tiempos de guerra entre las burguesías europeas y era necesario prepararse para luchar por convertir esos conflictos en revoluciones sociales. Había que aprovechar la circunstancia de que las clases dominantes armaban materialmente a los obreros y campesinos de sus países y trabajar políticamente para que esos proletarios cambiaran el fusil de hombro y, en lugar de disparar contra sus hermanos proletarios de otros países, lo hicieran contra quiénes los mandaban a la guerra: los políticos y los capitalistas de los Estados donde ellos eran ciudadanos.
Los partidos socialistas del continente se encontraba divididos en dos alas a raíz de esta divergencia: los reformistas y los revolucionarios. Si bien existían algunos dirigentes que navegaban en aguas intermedias en ciertas coyunturas políticas, los diferentes diagnósticos implicaban también posturas teóricas totalmente contradictorias: ¿podía cambiarse en mundo paulatinamente? ¿O era un mundo que se encaminaba a la barbarie y el socialismo sería la única esperanza para defender las conquistas de la civilización y ampliarlas luego de la catástrofe de la guerra? Cuando llegó 1914 casi todos los socialistas europeos fueron detrás de sus respectivos gobiernos nacionales y apoyaron el esfuerzo de guerra. Sólo una minoría, dentro de la minoría que eran los revolucionarios en 1913, se mantuvo en la tesitura de que la guerra sería una carnicería, donde los trabajadores pondrían el cuerpo para defender los intereses de sus explotadores, que la contienda sólo traería barbarie y que había que luchar contra ella, por el derrotismo del propio país. Lenin y los bolcheviques rusos fueron un ejemplo, Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht en Alemania también. Pero ciertamente eran débiles. Como dijese el máximo dirigente proletario ruso: “en 1914 todos los internacionalistas del mundo cabíamos en cuatro coches.”
Sin embargo, conforme avanzaba la guerra este aislamiento fue quebrándose. Primero se volvió más relativo y luego inexistente. Los ingentes horrores de la conflagración pusieron en crisis la conciencia nacional de las masas europeas y también de los soldados. La segunda mitad de La Gran Guerra y su final fueron el escenario de un ascenso revolucionario sin precedentes. Los hechos de Febrero y Octubre de 1917 en Rusia y la fundación de la URSS; las revoluciones en Hungría y Alemania entre 1918 y 1919 o el bienio rojo italiano de 1919-1920, son algunos ejemplos de cómo la crisis política en los Estados derrotados en la guerra se puede convertir en una situación revolucionaria.
Ahora bien, para entender estos procesos es necesario comprender los padecimientos de amplias capas de la población como producto del esfuerzo que significó esta guerra. Por este motivo nos vamos a adentrar en los frentes de batalla y reconocer brevemente la lógica del ejercicio de la violencia y sus resultados.

Los diferentes frentes de la guerra

Siendo esquemáticos podemos decir que hubo cuatro frentes en la Primera Guerra Mundial. Si bien en todos los casos se observa una intensidad en el uso de la violencia que hasta el momento era desconocida, cada uno de estos teatros de operaciones presentaron lógicas relativamente diferentes. El primero, aunque menor en importancia, fue el marítimo. Alemania se preparó durante casi dos décadas para luchar contra el Reino Unido. Los británicos, que poseían un imperio donde nunca se ponía el sol, tenían la mejor flota del mundo, con una diferencia inestimable sobre cualquier adversario. Frente a ello el imperio del káiser realizó el siguiente cálculo estratégico: había que causar toda la destrucción posible en el mar, obstaculizar el comercio y poner en crisis a la marina real. Sabían, desde un primer momento, que no vencerían en las aguas, no obstante lo cual, lo que allí ocurriera permitiría entorpecer el esfuerzo bélico de la Entente. Así lo hicieron con sus modernas y artilladas embarcaciones, entre las que incluían una potente y entrenada flota de submarinos que causó enormes dolores de cabeza a los ingleses.
El aumento de las hostilidades en el Atlántico Norte permitió que, tras un incidente, el Presidente norteamericano Wilson tuviera una excusa válida para convencer al Congreso de ingresar a la guerra europea, cosa que los EEUU hicieron recién en 1917. Éstos realizaron  una interesante colaboración con su marina y tuvieron un mediocre desempeño con su infantería, absolutamente mal preparada, desde el punto de vista de su adiestramiento, para las batallas contra los soldados de los imperios centrales.
El segundo frente, también de menor importancia en comparación con los del continente, era la periferia europea, sobre todo el norte de África y Medio Oriente. Allí el Imperio Británico tuvo que vérselas con numerosas dificultades para conservar su poder sobre buena parte de estos territorios. Inclusive sufrió derrotas severas, como la de Gallipoli contra los turcos en 1915. Las ambiciones locales de sus aliados y sus enemigos, junto al desconocimiento de varios tramos del territorio y a la incapacidad de hacer frente a ciertas amenazas mayores de lo esperado, terminaron por construir un escenario bélico lleno de fricción y muy costoso. No obstante aquello, el Reino Unido terminó por conservar y aún ampliar su influencia en la región.
El tercer frente que vamos a mencionar, ya uno de los dos principales, es el Oriental. Allí chocaban Alemania, Austria-Hungría y los otomanos contra Rusia y Serbia. De norte a sur, este teatro abarcaba desde las gélidas aguas del Báltico hasta las cálidas islas griegas. El centro y el este del continente estaban en disputa, una amplia extensión en la cual batallaban tres de los imperios que no resistieron la prueba de la guerra. Muchas de las imágenes de la Primera Guerra, tales como las trincheras y el estancamiento, pertenecen al frente Occidental, en Bélgica y Francia. En el enorme frente oriental primó la movilidad y los cambios continuos en las relaciones de fuerzas y, por ello, el usual trueque de las distintas zonas en disputa. No es casual esta diferencia entre ambos frentes. Al fin y al cabo las trincheras, como veremos, son el producto de la simetría entre las mejores fuerzas de Estados con gran solidez. En Oriente, como vemos, los Estados tenían una capacidad política, y por ello militar, mucho menor, por eso esta movilidad: nadie podía sostener una resistencia tenaz.
Al principio buena parte de Polonia fue bien defendida por los rusos, que incluso avanzaron hasta la Prusia oriental. Las tropas del Zar también hicieron zozobrar a los pelotones enviados por los Habsburgo, venciéndolos en varias ocasiones. Sin embargo, la tendencia de largo plazo fue de un avance alemán hacia el Este, terminando por doblegar a la infantería rusa.
En este punto conviene hacer una aclaración: la evidencia hoy disponible no permite afirmar que las fuerzas armadas de la autocracia zarista fueran débiles desde el punto de vista militar. Contaban con numerosos inconvenientes logísticos, problemas que se hicieron evidentes para el conjunto de los contendientes conforme se desarrollaba un conflicto que todos buscaron, pero que luego asumió características nunca vistas. El mayor problema ruso era la heterogeneidad de su Estado mayor, dividido entre una casta conservadora y tradicionalista, refractaria a cualquier innovación, y una amplia generación de jóvenes oficiales, de sólida formación, muchos de los cuales se unieron a los bolcheviques durante la guerra civil posterior a la Revolución de Octubre. Estas debilidades no se comparaban con las del Imperio Austro-Húngaro, que prácticamente no tuvo ningún éxito en los campos de batalla de esta guerra, por no hablar de la gran precariedad del Imperio Otomano, que sólo contaba con un puñado de oficiales capaces desde el punto de vista castrense, quienes fundaron la República a principios de los ‘20.
Por su parte los alemanes también albergaban numerosas vulnerabilidades. La mayor y más peligrosa era la división en su Estado mayor acerca de cuál era considerado como el frente principal. Falkenhayn, máximo responsable militar germano durante la primera parte de la contienda, sostenía que había que privilegiar el frente occidental y que, vencida Francia y luego Inglaterra, el ejército alemán podría barrer con los rusos. Hindenburg y Luddendorf tenían la idea de que el frente principal se encontraba al este del río Elba. No resultaba descabellado, puesto que las primeras semanas habían sido sumamente complejas en oriente, debido sobre todo a raíz de la baja capacidad combativa mostrada por los aliados de Alemania.
Buena parte de nuestras imágenes mentales sobre la Primera Guerra provienen del frente principal aunque no único: Europa occidental. Del Mar del Norte hasta casi el Mediterráneo se extendió un frente sobre territorio francés y belga. Alemania avanzó por Bélgica derrotando su débil resistencia, que contrastaba con su crueldad para con los africanos, y se adentró en Francia. Durante los días inaugurales los germanos mostraron una enorme destreza bélica. Sus infantes estaban muy bien entrenados y vencieron en las primeras batallas. Los galos, primero bastante desorganizadamente y luego con gran seriedad, lograron imponer su resistencia. Se ponían frente a frente dos de las mejores infanterías del mundo, que contaban además con una excelente artillería. El resultado fue una tendencia al estancamiento. Pronto, en las primeras semanas, llegaron tropas británicas, las que mostraron toda su debilidad. Acostumbradas a luchar contra enemigos pobres y mal armados, que sólo tenían amparo en la fricción de territorios inhóspitos, los ingleses estaban muy mal preparados para la lucha contra Alemania. A su vez, su exigua cantidad hizo que, en los primeros meses, Francia resistiera en soledad el embate germano.
El final de 1914 y el comienzo del siguiente año dejaron una certeza: se estaba ante una nueva guerra, mucho más intensa, extensa y cruda que lo que se podía imaginar. Pronto todos los Estados tuvieron que reorganizar su actividad económica para abastecer a las tropas con lo necesario para enfrentar al enemigo. Las cantidades de municiones, ropas, alimentos, medicamentos y demás rubros de la logística quedaron cortos en comparación con la escala del conflicto. A su vez, esta situación no calculada reclamó la emergencia de nuevas tácticas de combate.
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La táctica en La Gran Guerra

Frente al estancamiento basado en la relativa paridad y la creciente voracidad de la artillería, que literalmente producía una carnicería ante cada carga de infantería, los ejércitos se enterraron en trincheras. La trinchera no fue una estrategia, fue producto de la sangrienta simetría entre los contendientes. Los fusiles y el nuevo invento de las ametralladoras, cada día más precisos y en mayor cantidad, convirtieron a la guerra sobre el plano en un fenómeno más y más brutal. Las trincheras no hicieron su debut en este conflicto, ya en la Guerra Civil en los EEUU, cincuenta años antes, hubieron trincheras y técnicas contra las mismas. La novedad es que prácticamente todo el oriente de Francia estaba atrincherado para comienzos de 1915, convirtiendo la ofensiva en suicidio y ralentizando el ritmo de desarrollo del conflicto.
La guerra de trincheras motivó numerosas innovaciones, algunas que ya se habían probado, sobre todo en África contra la población nativa. Una de esas invenciones fueron los gases venenosos. Otra el uso de la aviación, primero para observar posiciones enemigas, luego para coordinar el uso de la artillería, posteriormente también para arrojar bombas y finalmente con el fin de luchar frente a los aviones del enemigo. La artillería se perfeccionó en su precisión y magnitud. También apareció un vehículo blindado, muy primitivo, que llevaba como nombre clave tanque, por el simple hecho de que los obreros metalúrgicos que fabricaban sus piezas pensaban que estaban produciendo tanques de agua para las tropas. Pasados sus primeros y estrepitosos fracasos, los tanques comenzaron a contribuir en los campos de batalla a medida que se fue aprendiendo a combinarlos con otras armas.
Lo más novedoso de los primeros años de la guerra fue la táctica de “morder para no soltar”, empleada con el fin de abrir brechas en las líneas enemigas. Si usualmente se hacía uso de la artillería pesada para luego avanzar con la infantería, desde 1915 lo que se intentó fue producir cortinas de fuego más largas e intensas, que verdaderamente iluminaban los cielos nocturnos, para luego avanzar con miles y miles de soldados. El resultado no podía ser otro que un baño de sangre más caudaloso. En la batalla de Verdún, por ejemplo, perdieron la vida más de 250.000 combatientes, quedando heridos alrededor de 500.000; en el Somme, donde tuvieron lugar enfrentamientos a lo largo de una línea de 40 km, perecieron más de 300.000 soldados; en la ofensiva final, hacia 1918, se registraron más de 2.000.000 de bajas, entre las cuales hay casi 1.000.000 de muertos en poco más que tres meses.
Semejantes condiciones distaban enormemente de las características que presentaban las guerras hasta aquel momento, como de las ideas previas con que se había cimentado el apoyo a las iniciativas bélicas. Comenzaba una crisis en la conciencia de amplias capas de la población.

La crisis bélica

Surgieron, en aquel entonces, numerosas manifestaciones de un conflicto entre los hechos del presente y las formas de la conciencia de los sujetos para articularlos. Una de esas expresiones fueron las neurosis de guerra, de las que tanto habló Freud, procesos psicológicos que representaban, a su modo, los horrores de combates con miles de muertos, con partes de cuerpos humanos desperdigados por el terreno, con enfermedades y olores vomitivos.
También emergió un enorme descontento entre las tropas de los Estados europeos. La continuidad de la guerra, con la extensión por tiempo indefinido de los padecimientos y sacrificios y con las órdenes de los Estados mayores que contaban a los soldados como mera carne de cañón. El lamentable estado sanitario de las trincheras y la pésima alimentación e indumentaria militar completaban un cuadro que resultaba difícil de soportar para los combatientes. Desde 1916, y con mayor fuerza en los años posteriores, hubo motines y revueltas en distintos puntos del frente occidental. Algunos de ellos con un ideario socialista. Con posterioridad a la Revolución Rusa, como hemos señalado, este tipo de fenómenos ganó en intensidad y extensión, sobre todo en el frente oriental.
Al mismo tiempo, esta conflagración cambió buena parte de las representaciones sociales acerca de la guerra. Esta actividad paulatinamente fue dejando de ser considerada como parte del proceso de subjetivación masculina, de hidalguía y de los héroes individuales, cuyos monumentos poblaban las capitales europeas. Fue constituyéndose un héroe anónimo, el soldado desconocido y lo bélico pasaba a ser sinónimo, cada vez más ampliamente, de una carnicería.

Por qué venció la Entente
Las razones de la victoria de la Entente Cordiale son múltiples y de diferente rango de eficacia en la explicación. En primer lugar por las condiciones que presentaban los aliados de cada bando. Los integrantes de la coalición comandada por el káiser se hundieron: el Imperio Austro – húngaro y el Imperio Otomano. Si bien ocurrió lo mismo con la autocracia rusa, el impacto de su colapso fue absolutamente diferente. En primer lugar porque desde el punto de vista militar no significó un alivio instantáneo para los alemanes. El control del territorio conquistado en el Este resultaba un desafío que insumía ingentes esfuerzos después de la Revolución de Octubre. En segundo, y mucho más importante, porque el descontento en las tropas y en el país se identificó con la Revolución Rusa, aumentando la desobediencia y la insubordinación en el frente y la conflictividad social interna.En segundo lugar algo que no por evidente sea menos cierto: Alemania se agotó. Gran Bretaña y Francia contaban con extensos imperios de ultramar de los cuales llegaban, a medida que fueron solventando su política militar en el mar, crecientes cantidades de insumos y seres humanos listos para entrar en combate. A este factor debe agregarse la incorporación de los norteamericanos en 1917.
Sin embargo este segundo factor tiene un peso militar limitado. En realidad, como bien explica Peter Hart en La Gran Guerra 1914 – 1918. Historia militar de primera guerra mundial, en cuanto a los factores militares se puede ver que durante el conflicto se aceleró el desenvolvimiento de una carrera armamentista y, lo que es más importante, un desarrollo de la táctica y de las cuestiones tales como el reclutamiento y entrenamiento. En esta carrera los vencedores fueron las potencias de la Entente. La inicial tenacidad francesa contrastaba con la escuálida infantería británica, acostumbrada a la guerra focalizada en enclaves coloniales. Gracias a las iniciativas de Kitchener los británicos comenzaron el reclutamiento masivo y el entrenamiento de la infantería. Esta adaptación insumió los primeros dos años y medio del conflicto, pero resultó decisiva para su resolución.
Al mismo tiempo, como venimos mencionando, las tácticas también tuvieron su evolución. De las ofensivas ilimitadas de los primeros años de “morder para no soltar” ambos bandos lograron organizar una graduación del uso de sus fuerzas en el terreno táctico, ordenando sucesivos avances y líneas para contener las contraofensivas.
Estas innovaciones tuvieron un salto importante con la artillería automatizada, que evitaba los vuelos de reconocimiento y el desplazamiento de grandes cañones, dejando, de ese modo, de presentar los indicios de una inminente ofensiva de manera tan clara. Finalmente, las fuerzas de la Entente abandonaron la noción de “morder para no soltar” por una idea mucho más completa de la ofensiva táctica: menos hombres pero mejor armados. Así, se combinaban los esfuerzos de la artillería, que hacia el final del conflicto trabajaba en base a oleadas y posiciones de diferente profundidad; los tanques, la aviación, la artillería móvil y la infantería, que avanzaba ya en pequeñas filas de no más de diez miembros a las que llamaban “orugas”. La simple fuerza bruta de la pólvora expresada en Verdún o el Somme, en tres años era una potencia mucho más precisa, detallada y multiforme. Las líneas alemanas comenzaron a quebrarse en buena medida por los factores antes descriptos, y en otra a causa de la carencia de adaptación a estas novedades, estando a la vanguardia en 1914 y siendo los más retrasados en 1917 – 1918.
Por primera vez en cuatro años se habían quebrado las líneas de uno de los bandos. Durante 1918 la lucha fue encarnizada y sangrienta, pero Alemania estaba retrocediendo y finalmente fue derrotada. Sin embargo, lo que deparaba a la historia no era una época de paz.

Una paz sin paz

Con el fin de La Gran Guerra, en 1918, comenzaron las negociaciones de paz. En ellas se discutieron los célebres “14 puntos” del presidente norteamericano Wilson y también, contrariándolos, las ambiciones de los vencedores. La conferencia de París y los tratados de Versalles terminaron por imponer una enorme carga a los derrotados: mutilación de sus territorios anteriores a la guerra, pago de importantes sumas en concepto de reparaciones, prohibición de determinadas medidas económicas e industriales y limitaciones en la reconstrucción de sus fuerzas armadas.
La mayoría de los historiadores han remarcado estas difíciles circunstancias de 1918 y 1919 para explicar el retorno del fenómeno bélico al continente europeo casi veinte años después. Lo cierto es que las guerras no desaparecieron, sino que se localizaron. Rusia tuvo su guerra civil, en la que sobrevivió el régimen bolchevique gracias a su victoria en 1921. En Hungría ocurrieron hechos similares pero en menor escala, con la revolución de 1919, la represión encabezada por el ejército rumano y el ascenso de una dictadura militar conservadora. Turquía tuvo una guerra contra la ocupación de las potencias de la Entente y contra Grecia, que duró varios años y concluyó con la fundación de la República a principios de los ‘20. En los Balcanes no hubo paz, sino fragmentación y luchas entre las distintas nacionalidades: de este período datan organizaciones como la Ustacha croata. Alemania fue estremecida por la revolución socialista, su derrota, el fracaso de la República de Weimar y la ascensión del fascismo. En Italia el ciclo fue más breve, y el tránsito de la revolución al fascismo fue de tan sólo tres años. Poco tiempo después, a comienzos de la década del ’30 se fundó la República Española, que luchó casi una década por su propia existencia, incluyendo el trienio de la Guerra Civil, inmediatamente anterior a la Segunda Guerra Mundial.
En este sentido, y ya como palabras finales, resulta importante reconocer la excepcionalidad del período, en el cual se condensaron todas las contradicciones del sistema internacional centrado en Europa. Esta crisis general, fue percibida por historiadores como Ernst Nolte o Enzo Traverso como una gran guerra civil europea, que se extendió aproximadamente por 30 años, entre 1914 y 1945. En esta peculiar guerra civil se cruzaron una enorme cantidad de conflictos: entre Imperios y dinastías, entre burguesías nacionales, entre Estados nación y multinacionales, entre clases con diferente origen histórico (nobleza, burguesía, proletariado, campesinado), entre naciones y también entre localismos y los respectivos Estados nacionales que trataban de absorberlos. Es en este sentido, que la acumulación de todas estas tensiones y antagonismos resultaron en un crecimiento sustancial de los objetivos políticos de los contendientes: la espiral llevó a plantearse la eliminación de las otras entidades políticas. Para semejantes objetivos, fue necesario rearticular los Estados y las sociedades para una era de guerra total. Este proceso, al fin y al cabo, se inauguró en 1914.
*Dr. en Ciencias Sociales, docente de Sociología de la Guerra en la Carrera de Sociología de la UBA. Becario posdoctoral de Conicet con asiento en el Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani y docente de la Universidad Nacional de La Plata.

domingo, 3 de agosto de 2014

Foto: #HistoriaXeneize

El 1º de agosto de 1978, #Boca se consagró por primera vez campeón Intercontinental. En la final por el partido de vuelta, en Alemania, el equipo que dirigía Juan Carlos Lorenzo le ganó por 3-0 al Borussia Mönchengladbach con goles de Felman, Mastrángelo y Salinas. En la ida, en la Bombonera, habían igualado 2-2. Los once de Boca en la noche de Karlsruhe fueron Gatti; Pernía, Tesare, Bordón, Suárez; Salinas, Suñé, Zanabria; Mastrángelo, Felman y Saldaño. Luego ingresó Veglio.

CORNUALLES






El viento azotaba con furia las olas y grandes y obscuras masas de agua se estrellaban contra las rocas. Arriba, el cielo estaba en frenético movimiento; las nubes tempestuosas corrían a través de la noche y el viento silbaba lanzando alaridos.

Fragmentos de nubes, torturadas y desgarradas  corrían como silenciosas almas de la angustia perseguidas por la venganza de un dios implacable.

A lo lejos se oía el rugido del trueno y una tras otra  comenzaron  a caer las primeras gotas de lluvia. Eran como lágrimas de Dios.

El viento era como el carretero en su carro , y los caballos , contrayendo sus músculos , temblaban en sus arneses; los azotaba furiosamente con su látigo y lanzaba con violencia hacia adelante el aire la mañana estaba  saturado un agudo y prologado  grito,como si unas mujeres presas pánico huyeran de un peligro al que no podían escapar.

W.S.MAUGAHM.


Misioneros de Francisco: capillas en las villas donde conviven política y religión Por Gabriel Sued | LA NACION

Miriam Alegre, una correntina de 38 años, juega a que es Cristina Kirchner. En la entrada de un salón de ladrillos desnudos de revoque, a medio terminar, reúne a diez vecinas del barrio Las Rosas, en Melchor Romero. Es una villa de pastos altos y casillas de madera, levantada por mujeres que abandonaron sus hogares huyendo de las golpizas de sus esposos. "Quería darles esta cadena nacional -les dice, entre solemne y risueña- para comunicarles que pronto vamos a tener la instalación de luz."
A su espalda, una figura de la Virgen de Luján indica que el sitio elegido para el anuncio no es un lugar cualquiera. En poco tiempo ahí se inaugurará una de las primeras capillas de los Misioneros de Francisco. Es un movimiento católico creado por Emilio Pérsico, el jefe del Movimiento Evita, que se propone levantar una capilla en cada asentamiento y barrio pobre de la Argentina.
La iniciativa, en la que se funden política y religión, se puso en marcha a partir de un encuentro que Pérsico, secretario de Agricultura Familiar, tuvo con el Papa, en agosto pasado. De buena relación con Bergoglio desde que era arzobispo de Buenos Aires, el dirigente kirchnerista solía quejarse por las trabas que la Iglesia ponía a la apertura de capillas, en contraste con la ligereza con que se abren templos evangélicos. "Ahora ya tenés mi autorización", cuenta Pérsico que le dijo el Papa, en Santa Marta.
Inspirado en la Teología del Pueblo y en el mensaje del Sumo Pontífice para construir "una Iglesia pobre y para los pobres", Misioneros de Francisco es un movimiento independiente de la jerarquía eclesiástica. "Somos parte de la Iglesia Católica, pero no como institución, sino como pueblo de Dios", explican sus fundadores. El grupo también lo integran Enrique Palmeyro, un ex seminarista que trabajaba con Bergoglio y al que el Papa designó al frente de la flamante Red Mundial de Escuelas, y el padre Eduardo Farrell, párroco de Cuartel V, un barrio de Moreno.
Aunque buena parte de sus miembros son del Movimiento Evita, Misioneros de Francisco tampoco tiene un vínculo formal con la agrupación. Su misión, según el primer documento del movimiento, es "acompañar la religiosidad y la cultura popular en las barrios humildes facilitando la creación de capillas para cultivar la fe y el espíritu comunitario". En los últimos meses se abrió una capilla, en el barrio Toba, una villa de Rosario, y comenzó la construcción de otras 21, la mayoría en el Gran Buenos Aires.
Los pequeños templos no tendrán relación oficial con el obispo del lugar. Estarán a cargo de un "servidor", un referente del barrio que asumirá el papel de agente evangelizador. La idea es que ahí se hagan actividades religiosas, como velatorios y cadenas de oración, y todo tipo de encuentros comunitarios, como cumpleaños de 15 y festejos por el Día del Niño. La aspiración de máxima es que, a instancias de algún "cura compañero", se puedan celebrar bautismos comunitarios y hasta dar misa. El nombre de las capillas lo elegirán los vecinos. Los de una villa de Madariaga llamarán a la suya Iván Sepúlveda, por un joven víctima de gatillo fácil.
En el barrio Las Rosas todavía no decidieron el nombre de su capilla. "La mayoría somos devotas de San Expedito, el santo de la causa justa y urgente", cuenta Miriam, militante del Frente de Mujeres del Movimiento Evita. La capilla se está construyendo con la mano de obra de los vecinos. Los materiales los consigue Misioneros de Francisco, a partir de donaciones. Después de la "cadena nacional", Miriam invita a sus vecinas a la peregrinación a San Cayetano que el movimiento organiza para el viernes próximo.
Los detalles de la procesión se ultiman en un plenario de los Misioneros de Francisco, en la sede del sindicato de ladrilleros, en Ciudadela. "Para darle mística militante podríamos hacer una bandera", plantea una joven que llegó desde Lobos. La propuesta entusiasma a los 40 misioneros reunidos en el lugar. Un "servidor" de Berazategui ofrece una camioneta con un equipo de sonido. Pérsico sugiere estampar camisetas. Para cerrar el encuentro, el padre Farrell propone bendecir el pan y el vino, colocados al pie de una figura de la Virgen de Luján. Entonces en el lugar, un quincho poco habituado a las ceremonias religiosas, se filtra un viento místico. Todos levantan el brazo derecho con la palma hacia delante. "Unos tienen y no pueden; otros pueden y no tienen. Nosotros, que tenemos un podemos, demos gracias al Señor."
También se preparan para la peregrinación en la comunidad Pantalón Cortito, del barrio El Peligro, en La Plata. Es un predio rural ocupado en 2000 por la organización comunitaria para extender el trabajo que hacían con chicos de la calle y jóvenes adictos. Los Misioneros de Francisco proyectan reparar la capilla de la Virgen de Copacabana, levantada ahí en los 60, hoy en ruinas por los tornados. "Por mi trabajo siempre estuve cerca de la vida y de la muerte", cuenta Susana Gómez, de 57 años, fundadora de Pantalón Cortito y futura "servidora". Rubia, trencitas finitas estilo hippie, en la frente lleva tatuada la Chacana o "cruz andina", símbolo de los pueblos originarios de Bolivia.
"La idea es que sea un lugar para juntarse y vivir la fe", explica, rumbo a la capilla. A un costado, Angie, la catequista de la comunidad, hace una ronda con un grupo de chicos, la mayoría bolivianos, hijos de las familias quinteras de la zona. En el fondo de la capilla sobresale un mural de casi tres metros de alto, que tiene en el centro un Jesucristo maniatado y sangrante. En una esquina del mismo mural, otro dibujo deja en claro que el templo no se atiene a las reglas de lo que los Misioneros de Francisco llaman la "cultura eclesiástica": es de un grupo de mujeres con pañuelos en la cabeza, que camina formando un círculo. "Las Madres", dice al pie..