"El monopolio británico sobre los cables submarinos, la negativa a transmitir telegramas alemanes y la intercepción de buques que transportaban correspondencia entre Alemania y Argentina, pusieron a los Imperios Centrales en una franca desventaja para afrontar esa faceta comunicacional de la guerra".
Por Emiliano Gastón Sánchez *
A pesar de encontrarse a miles de kilómetros del teatro de las operaciones, la Gran Guerra no fue un acontecimiento ajeno para la prensa periódica y la opinión pública de Buenos Aires. Los estrechos vínculos económicos que mantenía con el Imperio británico, la profunda influencia política y cultural ejercida por Francia y la abrumadora presencia de inmigrantes europeos radicados en el país, hicieron que en la Ciudad de Buenos Aires las noticias sobre la Primera Guerra Mundial tuvieran una enorme trascendencia.
Las primeras consecuencias que la contienda europea trajo a las costas del Río de la Plata fueron las diversas perturbaciones económicas y financieras que debió afrontar el modelo agroexportador y que han sido hasta ahora las más estudiadas por la historiografía local. Sin embargo, las investigaciones sobre las secuelas de la Primera Guerra Mundial en Argentina han omitido mencionar otro tipo de trastornos, en especial, los problemas ocasionados en el ámbito de la información y la circulación de las noticias. Para las potencias comprometidas en el conflicto, la Gran Guerra fue también una guerra comunicacional y la información un arma más de su nutrido arsenal. En un escenario en el cual la distinción entre la información y la propaganda se tornaba cada vez más opaca, las agencias de noticias europeas y las compañías de cables submarinos fueron consideradas como virtuales “agentes oficiales” de sus respectivos Estados y obligadas a colaborar en la distribución de la información y la propaganda durante la guerra.
El control británico sobre los cables submarinos que transmitían la información desde el Viejo Mundo sumado al corte del cable que conectaba a Alemania con Sudamérica y la utilización por parte de los diarios locales de noticias procedentes de las agencias de países aliados como Havas y Reuters, fueron hechos cruciales para condicionar y difundir una determinada visión sobre la guerra y, en particular, sobre la ofensiva alemana del verano europeo de 1914. Obtener el control sobre estos medios de transmisión de la información fue una de las primeras acciones de la política británica hacia el continente sudamericano. Pasada la medianoche del 4 de agosto el Almirantazgo británico dio la orden al CS Telconia, un buque utilizado para el tendido y la reparación de cables submarinos, que cortara los cinco cables que comunicaban a Alemania con el mundo exterior incluido el que llegaba a Brasil desde Emden. Es por ello que, como sostiene Horace Peterson, el primer acto de la propaganda inglesa fue, en realidad, un acto de censura. El monopolio británico sobre los cables submarinos, la negativa a transmitir telegramas alemanes y la intercepción de buques que transportaban correspondencia entre Alemania y Argentina, pusieron a los Imperios Centrales en una franca desventaja para afrontar esa faceta comunicacional de la guerra.
Antes que cualquier otro tipo de explicación, este hecho permite comprender la mayoritaria simpatía de la opinión pública argentina por las fuerzas de la Triple Entente y revela la tendenciosidad informativa de las secciones telegráficas que publicaban los diarios locales. Sin embargo, más allá de esa hegemónica difusión de información proaliada, las opiniones vertidas por los diarios de Buenos Aires no pueden comprenderse únicamente por ese particular clima informativo. Muchas de esas impresiones y opiniones sobre la guerra se basaban en diferentes tipos de simpatías o afinidades con los países combatientes que eran largamente preexistentes al conflicto y que también contribuyen a explicar las interpretaciones y los alineamientos de las publicaciones periódicas porteñas ante la Gran Guerra.
Ese substrato preexistente de admiración y afinidad con ciertas potencias europeas, constituye el telón de fondo para comprender algunos de los principales alineamientos de la opinión pública porteña frente a los inicios de la guerra. A su vez, las adhesiones concitadas por las potencias europeas en la opinión pública local, basadas en construcciones simbólicas estereotipadas, dan cuenta de una serie de mecanismos de percepción y representación de aquellos países que históricamente habían sido considerados como los modelos a seguir para las élites locales que a partir de 1880 pusieron en marcha el proceso de inserción de Argentina en el mercado capitalista mundial. Por ello, desde el comienzo del conflicto, la inmensa mayoría de la prensa y de la opinión pública porteña manifestó sus simpatías por la Triple Entente, a decir verdad por Francia y, en mucha menor medida, por Inglaterra.
Aunque su presencia en términos demográficos y económicos fue mucho más modesta que la británica, Francia constituía el referente político y cultural más consensuado en el seno de la élite local. La imagen de Francia se hallaba íntimamente asociada a la recepción de los valores de la Ilustración y los principios de la Revolución de 1789 aunque desde mediados del siglo XIX, los elementos que componían la imagen dominante del país galo serán fusionados progresivamente con la latinidad, que actuará como una ideología legitimante de la expansión francesa en Sudamérica dado que el legado latino permitía sustraer al subcontinente de otras influencias europeas como la sajona o la hispana y situarlo bajo la égida francesa. Durante la Gran Guerra, esa francofilia se apoyaba en un puñado de representaciones estereotipadas que hacían de Francia no sólo un modelo cultural y estético sino también la heredera de la Ilustración y de los valores universales ligados a la Revolución Francesa. Adaptadas a la coyuntura de la guerra del ‘14, esas imágenes de la Francia eterna acreditaban una representación de la guerra como una lucha de la democracia y el latinismo contra el autoritarismo prusiano.
Sin embargo, al calor del nuevo clima de ideas que traerá la contienda europea, la anglofilia adquirió un lugar más destacado en las páginas de algunas publicaciones porteñas aunque no logrará un consenso tan extendido como la defensa de Francia. La representación mayoritaria de Inglaterra en la prensa porteña buscaba equiparar ciertos rasgos del universalismo francés, haciéndole extensiva la condición de baluarte de la democracia que permitía igualar en ese punto a los dos miembros más importantes de la Triple Entente. Gracias a esta construcción, el principal inversor y socio comercial de la Argentina agroexportadora podía erigirse también como un defensor de la democracia y de los derechos individuales amparados bajo la monarquía parlamentaria. Los valores condensados en esas construcciones estereotipadas de Francia e Inglaterra hicieron del Imperio ruso un aliado incómodo incluso para los periódicos porteños más radicalmente aliadófilos que compartían con sus pares europeos el problema de componer una caracterización de la Gran Guerra como una cruzada de la Civilización Occidental y latina frente a la barbarie alemana contando con el apoyo de la Rusia zarista.
En el otro extremo, la defensa de las Potencias Centrales y sus aliados fue bastante excepcional y gozaron de las simpatías de sectores mucho más acotados de la opinión pública porteña. En rigor, la posición más extendida dentro de los sectores favorables a las Potencias Centrales fue la germanofilia, entendiendo por ello, la defensa de los intereses y las posiciones de Alemania durante la guerra, basada en una representación del Imperio alemán como una nación joven, pujante y amenazadora de los designios de sus adversarios y que hallaban inmersa en una guerra ocasionada por las ambiciones económicas y territoriales de sus adversarios. Esa representación ponderaba positivamente ciertos rasgos de su organización económica, política, social y cultural como el orden, la rigurosidad, la seriedad, la disciplina, etc. y determinadas instituciones vertebradoras de ese sistema social como el ejército prusiano y las universidades alemanas.
En Argentina, la influencia alemana comenzó hacia finales de siglo XIX cuando la Alemania imperial vivió un desarrollo económico tardío pero muy acelerado y en vísperas de la Gran Guerra representaba el tercer inversor de capitales extranjeros en el país. También había cumplido un papel muy importante en ciertas áreas específicas como, por ejemplo, en la modernización del Ejército argentino y en la enseñanza de las ciencias en las universidades nacionales. Ello explica en parte el hecho de que la germanofilia local estuviera concentrada en determinados “nichos” o instituciones en las cuales los alemanes habían ejercido un gran ascendente como, por ejemplo, en la Facultad de Derecho y, sobre todo, en la Escuela Superior de Guerra.
La prédica de estos intelectuales y la difusión de la propaganda alemana hallaron su lugar privilegiado en el diario La Unión, creado el 31 de octubre de 1914, y sostenido por los fondos de la legación y la empresas alemanas radicadas en Argentina. Sus páginas serán testigos de los esfuerzos por elaborar una imagen alternativa de Alemania que permitiera al menos matizar la representación negativa que se tenía de ella gran parte de la opinión pública local. Frente a las acusaciones de ser la responsable del estallido de la guerra y de encarnar una sociedad “bárbara” y “retrógrada”, se elaboró una contraimagen en la que se enfatizaban los logros económicos, sociales y educativos del Segundo Reich que acompañaron el enorme crecimiento industrial experimentado por Alemania desde finales del siglo XIX, en el marco de una sociedad jerárquica que había evolucionado independientemente de la existencia de un sistema democrático parlamentario pleno.
Ahora bien, las opiniones y los alineamientos expresados por el conjunto de la prensa periódica porteña desbordaron largamente a esta falsa dicotomía entre aliadofilia y germanofilia. Durante los meses iniciales del conflicto es posible advertir otras posiciones, tal vez más excepcionales pero no menos representativas de las diferentes miradas de los periódicos locales sobre la guerra europea, entre las que se destacan los defensores del neutralismo ―que desde el 4 de agosto de 1914 fue la postura mantenida por el estado argentino ante la guerra, tanto por la administración conservadora de Victorino de la Plaza como por el gobierno radical de Hipólito Yrigoyen―, el pacifismo y algunas las justificaciones de la guerra como una cruzada vitalista llamada a restaurar los valores morales de Europa corroídos por la sociedad burguesa y una cultura materialista.
Sin embargo, al mismo tiempo que las páginas de los diarios argentinos daban cabida a los diferentes compromisos con los bandos en disputa, emergieron un conjunto de interpretaciones que veían en la Gran Guerra un verdadero “suicidio de Europa”. Observada desde Argentina, la Primera Guerra Mundial desencadena un conjunto de problemas para una cultura nacional en formación que tradicionalmente se miraba de forma especular con Europa, obligada a redefinirse a partir de una imagen trágica que el Viejo Mundo le devuelve tras haber sido por años el modelo paradigmático a seguir para las élites locales. De esta manera, el inicio de la guerra posibilita también una serie de reflexiones sobre el legado del magisterio europeo en Argentina y reabre una discusión sobre la naturaleza de la identidad nacional.
En rigor, ese interrogante no era novedoso, más bien formaba parte del sentido común de las élites desde 1880. De hecho, en los discursos activados a partir del estallido de la guerra es posible verificar un retorno a varios de los temas que marcaron las discusiones del llamado “nacionalismo del Centenario”. En Argentina, esta expresión hace referencia a un tipo de nacionalismo que es ante todo liberal y que rechaza una idea de la nacionalidad centrada exclusivamente en la pertenencia a una cultura en común y, por ende, orientado hacia el pasado. Lejos de ello, postula que la elaboración de una cultura nacional debe abrirse hacia el futuro y anclar su construcción en diversos aspectos específicos del proceso histórico argentino como, por ejemplo, la inmigración masiva. Sin embargo, a diferencia del clima autocelebratorio que acompañó los festejos de 1910, cuando Argentina cotejaba orgullosa sus progresos con los de Europa, luego del estallido de la Gran Guerra para un amplio sector de la opinión pública argentina el Viejo Continente deja de ser el modelo paradigmático a seguir. Es por ello que la caracterización de la guerra como una crisis civilizatoria reabre el debate sobre la identidad nacional y se convierte en un pretexto para trazar un balance sobre algunos aspectos del proyecto de nación pergeñado por la llamada Generación del ‘80.
Una de las principales aristas de ese renovado debate sobre lo nacional estaba directamente relacionada con la cuestión económica. En este sentido, los principales diarios de Buenos Aires tenían muy en claro que más allá de las simpatías con Francia o Inglaterra, desde el punto de vista económico la posición que más le convenía a las élites locales era la neutralidad pues les permitiría seguir vendiendo los productos agropecuarios a sus clientes tradicionales ahora más necesitados que nunca de ellos. De hecho, a pesar de la existencia de una cierta congoja por el destino de Europa, en las semanas iniciales de la contienda es posible advertir la emergencia de un difuso pero palpable nacionalismo económico, por lo general tramado con una defensa de la neutralidad decretada por el Estado argentino el cuatro de agosto de 1914. Desde esta perspectiva, la Gran Guerra era presentada como una ocasión estupenda para el porvenir de la economía nacional. Aunque el inicio de las hostilidades produjo una serie de complicaciones en el ámbito comercial y financiero, los periódicos locales mostraban un aplomado optimismo respecto de las consecuencias económicas que el conflicto podía ocasionar en Argentina.
Ahora bien, más allá de los debates en torno al plano económico, los primeros días de la guerra estuvieron marcados por las movilizaciones callejeras, la febril demanda de información y una enorme expectativa sobre el decurso de la contienda en la que, sin lugar a dudas, tenía una enorme importancia el alto porcentaje de inmigrantes que residían en la Argentina y, en particular, en Buenos Aires. Los comentarios en torno al comportamiento de esa variopinta masa de extranjeros que habitaban en la ciudad permiten reevaluar algunos elementos destacados del pasado nacional como la inmigración y trazar una reivindicación del cosmopolitismo, considerado como un elemento característico de la cultura nacional. De esta manera, en las páginas de los diarios y las revistas de Buenos Aires, la imagen de la Argentina pacífica del crisol de razas emerge como el epítome de una representación del Estado y del pueblo argentino como esencialmente cosmopolita, pacífico y tolerante dando paso a una alabanza de las libertades democráticas imperantes en el país.
En paralelo con estos diferentes alineamientos frente a la guerra, los primeros meses del conflicto estuvieron dominados por la cuestión de la invasión alemana de Bélgica y las llamadas “atrocidades alemanas”. Aunque un tratado internacional suscripto en 1839 por las principales potencias europeas garantizaba su neutralidad a perpetuidad, el 4 de agosto de 1914, siguiendo las directivas del Plan Schlieffen, las tropas alemanas invadieron el territorio belga. A pocos días de iniciada la invasión comenzaron a circular rumores sobre las crueldades cometidas por los soldados alemanes contra la población civil de Bélgica y de los departamentos de la frontera francesa. En un periodo relativamente breve, del 5 de agosto al 21 de octubre de 1914, se registraron cerca de 6500 fusilamientos y el establecimiento de un patrón de comportamiento que incluyó robos, saqueos, incendios, violaciones de mujeres, el uso de civiles como escudos humanos, deportaciones y la destrucción de algunos edificios considerados patrimonio histórico y cultural de la Humanidad, como la biblioteca de la Universidad de Lovaina y la catedral de Reims. Gracias a la influencia de la propaganda de la Entente, estos hechos fijaron en la opinión pública porteña una interpretación dicotómica de la Gran Guerra como un choque entre la “civilización” francesa y la “barbarie” alemana que si bien no modificó radicalmente el conjunto de alineamientos anteriores, logró extender y masificar una imagen muy negativa de Alemania en el seno de la opinión pública local.
Pero, además, estos hechos tuvieron una resonancia particular en Argentina ya que durante la toma de la ciudad belga de Dinant, el 23 de agosto de 1914, fue fusilado por los alemanes el vicecónsul argentino de la ciudad, M. Rémy Himmer, un hecho que causó un gran impacto en la opinión pública porteña y puso al gobierno de Victorino de la Plaza y a su canciller José Luis Murature frente a uno de los primeros conflictos internacionales causados por la Gran Guerra. El gobierno argentino encargó una investigación para determinar si en dicho acto había ocurrido algún tipo de violación a la neutralidad y la soberanía nacional ya que la casa de Himmer funcionaba como sede del consulado argentino en la ciudad y, a juzgar por el relato de varios testigos, al momento del fusilamiento ostentaba el escudo y la bandera nacional. Luego de largo meses de investigación, a lo largo de los cuales recibiría casi diariamente los ataques de un importante sector de la prensa que reclamaba mayor celeridad y firmeza en el reclamo al gobierno alemán, a finales de diciembre de 1914 el gobierno argentino dio por concluido el caso al considerar que en durante el fusilamiento del vicecónsul no había existido un ataque deliberado a los símbolos patrios ni a la neutralidad estatal.
Luego de un semestre en el cual la Gran Guerra había sido la novedad rutilante en las páginas de prensa periódica y había acaparado la atención de la opinión pública porteña, las expectativas de los contemporáneos sobre una rápida resolución del conflicto comenzaron a desvanecerse a finales de 1914. Concebida inicialmente como una guerra breve, más cercana a las campañas decimonónicas que a la guerra industrial de masas en la que se transformará luego, los altos mandos militares y los líderes políticos de todas las naciones combatientes proyectaban pasar la “Navidad en casa”. Lejos de esas aspiraciones, el fin del año de 1914 muestra un panorama mucho más sombrío con la emergencia de un nuevo tipo de combate, la guerra de trincheras, que nadie esperaba inicialmente y que nadie sabe a ciencia cierta cómo resolver. Había comenzado otra guerra…
* Becario doctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas (CONICET) con sede en el Instituto de Estudios Históricos de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (UNTREF). Profesor de la cátedra Problemas Mundiales Contemporáneos de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Este artículo expone, muy sucintamente, algunos de los temas y problemas analizados en mi tesis de maestría Batallas en tinta y papel. Los inicios de la Primera Guerra Mundial y la ocupación alemana de Bélgica en la prensa periódica porteña (julio-diciembre de 1914), realizada en el marco de Maestría en Sociología de la Cultura y el Análisis Cultural de Instituto de Altos Estudios Sociales (IDAES), Universidad Nacional de San Martin (UNSAM).
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Las luces se apagan en Europa
Se cumplen 100 años del comienzo de la Primera Guerra Mundial (1914 – 1918), una conflagración de tan imponente magnitud que sus protagonistas y contemporáneos la bautizaron como La Gran Guerra. En realidad, esta Gran Guerra fue al mismo tiempo uno y múltiples conflictos, que tuvieron por efecto remodelar el mapa de Europa y, en buena medida, el planisferio. Se hundieron tres de los imperios multinacionales más poderosos del mundo (Rusia, Austria–Hungría y el Imperio Otomano), salieron maltrechos otros más importantes (Gran Bretaña y Francia), los Estados Unidos emergieron como gran potencia mundial, en casi todos los países en guerra por primera vez se implementaron profundas regulaciones estatales de la economía, surgieron nuevos Estados nacionales, las primeras revoluciones proletarias exitosas pusieron de pie Estados socialistas y, poco tiempo después de la finalización de la contienda, cobró fuerza una forma muy particular de respuesta burguesa frente al desafío revolucionario: el fascismo. En realidad, el fin de la Gran Guerra en 1918 no fue el comienzo de una era de paz, sino la alborada de una inmensa cantidad de grandes confrontaciones sociales que desembocaron en la Segunda Guerra Mundial.
La guerra esperada… y la guerra real
La noticia del comienzo de la guerra fue bienvenida con una explosión de patrioterismo en casi todos los países europeos. Pronto surgieron slogans nacionalistas y/o de alianza: los franceses e ingleses hablaban de una cruzada contra el “autoritarismo alemán”, haciendo caso omiso de su cooperación con la autocracia zarista. Los alemanes hablaban de la amenaza francesa y el atraso ruso, dejando en las sombras su propia beligerancia y el carácter retrógrado del Imperio Otomano que militaba en su coalición.
La magnitud de estos daños fue una sorpresa para la civilización burguesa, no así para los socialistas, que desde hacía décadas discutían con ahínco en torno a las guerras del presente y del futuro, como parte integrante de la lucha de clases a nivel internacional.
Los diferentes frentes de la guerra
Siendo esquemáticos podemos decir que hubo cuatro frentes en la Primera Guerra Mundial. Si bien en todos los casos se observa una intensidad en el uso de la violencia que hasta el momento era desconocida, cada uno de estos teatros de operaciones presentaron lógicas relativamente diferentes. El primero, aunque menor en importancia, fue el marítimo. Alemania se preparó durante casi dos décadas para luchar contra el Reino Unido. Los británicos, que poseían un imperio donde nunca se ponía el sol, tenían la mejor flota del mundo, con una diferencia inestimable sobre cualquier adversario. Frente a ello el imperio del káiser realizó el siguiente cálculo estratégico: había que causar toda la destrucción posible en el mar, obstaculizar el comercio y poner en crisis a la marina real. Sabían, desde un primer momento, que no vencerían en las aguas, no obstante lo cual, lo que allí ocurriera permitiría entorpecer el esfuerzo bélico de la Entente. Así lo hicieron con sus modernas y artilladas embarcaciones, entre las que incluían una potente y entrenada flota de submarinos que causó enormes dolores de cabeza a los ingleses.
En este punto conviene hacer una aclaración: la evidencia hoy disponible no permite afirmar que las fuerzas armadas de la autocracia zarista fueran débiles desde el punto de vista militar. Contaban con numerosos inconvenientes logísticos, problemas que se hicieron evidentes para el conjunto de los contendientes conforme se desarrollaba un conflicto que todos buscaron, pero que luego asumió características nunca vistas. El mayor problema ruso era la heterogeneidad de su Estado mayor, dividido entre una casta conservadora y tradicionalista, refractaria a cualquier innovación, y una amplia generación de jóvenes oficiales, de sólida formación, muchos de los cuales se unieron a los bolcheviques durante la guerra civil posterior a la Revolución de Octubre. Estas debilidades no se comparaban con las del Imperio Austro-Húngaro, que prácticamente no tuvo ningún éxito en los campos de batalla de esta guerra, por no hablar de la gran precariedad del Imperio Otomano, que sólo contaba con un puñado de oficiales capaces desde el punto de vista castrense, quienes fundaron la República a principios de los ‘20.
Frente al estancamiento basado en la relativa paridad y la creciente voracidad de la artillería, que literalmente producía una carnicería ante cada carga de infantería, los ejércitos se enterraron en trincheras. La trinchera no fue una estrategia, fue producto de la sangrienta simetría entre los contendientes. Los fusiles y el nuevo invento de las ametralladoras, cada día más precisos y en mayor cantidad, convirtieron a la guerra sobre el plano en un fenómeno más y más brutal. Las trincheras no hicieron su debut en este conflicto, ya en la Guerra Civil en los EEUU, cincuenta años antes, hubieron trincheras y técnicas contra las mismas. La novedad es que prácticamente todo el oriente de Francia estaba atrincherado para comienzos de 1915, convirtiendo la ofensiva en suicidio y ralentizando el ritmo de desarrollo del conflicto.
La crisis bélica
Surgieron, en aquel entonces, numerosas manifestaciones de un conflicto entre los hechos del presente y las formas de la conciencia de los sujetos para articularlos. Una de esas expresiones fueron las neurosis de guerra, de las que tanto habló Freud, procesos psicológicos que representaban, a su modo, los horrores de combates con miles de muertos, con partes de cuerpos humanos desperdigados por el terreno, con enfermedades y olores vomitivos.
Por qué venció la Entente
Al mismo tiempo, como venimos mencionando, las tácticas también tuvieron su evolución. De las ofensivas ilimitadas de los primeros años de “morder para no soltar” ambos bandos lograron organizar una graduación del uso de sus fuerzas en el terreno táctico, ordenando sucesivos avances y líneas para contener las contraofensivas.
Una paz sin paz
Con el fin de La Gran Guerra, en 1918, comenzaron las negociaciones de paz. En ellas se discutieron los célebres “14 puntos” del presidente norteamericano Wilson y también, contrariándolos, las ambiciones de los vencedores. La conferencia de París y los tratados de Versalles terminaron por imponer una enorme carga a los derrotados: mutilación de sus territorios anteriores a la guerra, pago de importantes sumas en concepto de reparaciones, prohibición de determinadas medidas económicas e industriales y limitaciones en la reconstrucción de sus fuerzas armadas.