Sentado entre mi compañera y yo en un vagón de subterráneo, nuestro hijo Furio agitaba el pañuelo blanco que llevó como bandera. No podía sacarle los ojos de encima, es un tesoro que me dio una Madre de Plaza de Mayo cuando la agrupación H.I.J.O.S. cumplió quince años y no quería perderlo, pero tampoco podía negárselo; para él, que tiene seis, es el único trapo que tiene sentido. “¿Mami, hay gente que odia al pueblo argentino?”, nos había preguntado dos días atrás cuando comentábamos en la mesa del desayuno una nota publicada por Marcos Aguinis en el diario La Nación que nos trataba, a nosotros que no fuimos parte de la Marcha del Silencio, como ganado, como el porcentaje menos valioso de la sociedad. Tuvimos que contestar que sí entonces y ayer, mientras el subte de la línea D avanzaba morosamente desde el límite de Belgrano hacia el centro, lo recordé: unos ojos se nos clavaban como dardos, hurgaban sin pudor en nuestro pequeño universo expuesto en el vagón; esa mirada pretendía incomodarnos. No iba a ser tan fácil conseguirlo, aunque cierto silencio recoleto en esa línea parecía hablar de las fronteras internas de la ciudad. La mamá de una compañera de escuela de Furio viajaba en simultáneo en el subte B, ahí, nos contaba, la gente iba cantando. Sin embargo, cuando llegamos a la estación Callao algo se descomprimió. “¡Chicas! Qué suerte que bajaron, pensamos que se iban a pasar”, nos dijo una pareja que rondaba los 60 a modo de guiño, como si de alguna manera nos estuvieran cuidando. Recién ahí pudimos darnos cuenta de que éramos muchos y muchas buscando la salida, ampliando las sonrisas a medida que el sonido de la calle llegaba al túnel, alardeando de cortesía las unas con los otros, sabiendo que íbamos hacia el mismo lugar. Furio se puso el pañuelo blanco al cuello, nosotras, sus madres, nos atamos uno verde; si ayer pusimos el cuerpo, como cada vez que la Avenida de Mayo nos llama, es por lo conseguido y también por lo que falta. El aborto legal, seguro y gratuito nos falta y el verde es el color que lo denuncia; acompañando y demandando, así marchamos. Recibimos más guiños en las cuadras que caminamos por Callao hacia Congreso, unas mujeres nos dijeron casi a los gritos: “Pucha, yo también hubiera traído mi pañuelo”, en cada tropiezo aparecía la palabra “compañero” o “compañera” aun cuando nadie se conocía, una inmensa corriente de complicidad y alegría compartida nos empujaba a correr hacia delante hasta que la marea humana nos obligó a cargar en andas a nuestro hijo para que él se encontrara a esa altura sobre los hombros con otros niños, para que relatara desde encima de nuestras cabezas lo que veía. “¿Todos vienen a apoyar a Cristina y a San Martín?”, preguntó desde su imaginario construido con dibujitos de la tele que hablan de héroes reales y charlas en la mesa familiar que no logran explicarlo todo. Y no importa porque hay tiempo, él tiene tiempo para aprender a nuestro lado y hay algo de certeza en esa afirmación que hoy nos conmueve. Su madre y yo, su madre, fuimos niñas que crecimos en la clandestinidad, amenazadas las vidas y los sueños de nuestros padres y madres; eso ya no más, podemos reírnos de los vaticinios de los que nos temen, de los autogolpes, de las comparaciones con los tiempos de la dictadura, de las barbaridades que deberían coserse la boca antes de enunciar. Pero qué importa, que vociferen mientras caminamos juntos y juntas como ayer, sumando nuestros cuerpos en un magma de humanidad y su aroma de sudor, humedad y choripán. Nos encontramos con quienes no habíamos hecho cita, las citas se desbarataron en la multitud. Se hizo sitio para los más chicos entre la masa de gente, protegidos como lo que son, tesoros, la vida por venir. Marchamos en familia, del brazo con amigas, fluía el contacto con quienes tenía alrededor; cuando los brazos no me daban más, una travesti de remera negra me ayudó para sentar a mi hijo dentro de una carpa militante, escuché en las conversaciones captadas al azar el orgullo por la cantidad de gente joven, diversa, emocionada.
Después de la primera hora de discurso, nos fuimos a un bar con nuestra radio portátil, nos sentamos en una mesa que se volvió comunitaria a fuerza de agregar sillas entre desconocidos honrando la palabra que llegaba por el pequeño y anacrónico parlante. Si somos ganado, pensé –como decía aquella nota—, qué bien sabemos a dónde vamos y cuánto valor tenía poder escuchar el recorrido de más de una década cuyo balance no puede ser lineal pero que abre un horizonte de lo que queremos ser, porque ninguna de las personas que nos reunimos ayer en el centro político de Buenos Aires era la misma que había sido cuando la consigna era “que se vayan todos”. Los aplausos sonaron a tiempo a lo largo del discurso, en el bar donde estábamos empezaron a llegar otras pequeñas radios, todas se encendían y hacían perder el sincro del discurso, pero podía más la sed de palabra. Enfrente, en otro bar, el silencio era un acuerdo entre las mesas atestadas para que se escuchara sólo lo que nos convocaba a todos y a todas. “Nos sobró esta ensalada, ¿quieren?”, preguntaron unas mujeres a nuestro lado porque los mozos no daban abasto y los pedidos se demoraban. Tomamos el ofrecimiento como un signo, compartimos la comida; con la mención de los caídos en Malvinas también compartimos el agua de los ojos y cuando se habló de la causa AMIA los golpes de las manos en las mesas en señal de aprobación dieron cuenta de una politización, de una conciencia compartida, de un oído atento que expresaba por sí el límite por el que ya no se podrá pasar. Ahí había gente capaz de enunciar lo que quiere, discutir lo que falta, reclamar por lo que no se quiere.
Terminado el discurso corrimos hacia Callao otra vez con nuestro hijo en andas, con las monedas de sus ahorros se compró una bandera argentina, nos apostamos para esperar que pasara la Presidenta sin ninguna expectativa, bailando al compás de los bombos, besándonos nosotras en la boca cada tanto de alegría contagiada por el alrededor y también porque nuestro hijo estaba aprendiendo eso que se fija con la experiencia: éramos con otros y el plural nos envolvía, éramos pueblo. Cristina Fernández de Kirchner casi tocó la bandera de Furio, alrededor los cantos nos dejaban los oídos sordos, cantamos otra vez y en una esquina, mojados de lluvia, nos encontramos con antiguos compañeros de militancia de los padres de Albertina y nos abrazamos otra vez. “La Presidenta a veces se viste linda y a veces no, pero los ojos siempre los tiene hermosos, parece que va a llorar”, dijo nuestro hijo a modo de balance del encuentro y nos hizo reír. El viaje de vuelta no fue en silencio, el subte estuvo cargado de cantos y vaya a saber por qué emociones cruzadas nos saltaron de nuevo algunas lágrimas.
Ayer no me ocupé de recorrer cuadras en diagonal cazando escenas que me sirvieran para describir el acontecimiento, no hice preguntas pidiendo edad y ocupación para definir al interlocutor ni calculé cuánta gente hubo poniendo el cuerpo el domingo a la mañana; no estaba trabajando y fue un alivio poder dejar de registrar para sentir, sencillamente, que es posible ser parte de una alegría popular que pone un piso para lo que vendrá. Y que ese piso es alto y está cargado de futuro.
02/01/15 Página|12
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