Por Eduardo Aliverti
El discurso presidencial y la imponente manifestación de ayer, junto con el rechazo del juez Daniel Rafecas a la denuncia de Alberto Nisman, los cambios en el gabinete nacional y el paulatino retorno de la economía como tema central de la agenda publicada tienen una cierta relación entre sí. Conviene recorrerlos en ese orden.
Algunos dirigentes y medios de la oposición se mostraron curiosamente sorprendidos por el fallo que desestima el escrito de Nisman. Otros sostuvieron que era esperable, porque Rafecas estaría condicionado por el oficialismo desde su intervención en uno de los affaires que involucran al vicepresidente Boudou. Pero, en todo caso, ese aspecto nunca puede ser el central. La clave es analizar el fallo, y lo cierto es que, como ya fue vastamente difundido, ese dictamen demuele una por una las argumentaciones de Nisman. Eso también era predecible, de acuerdo con lo que la propia oposición sostenía en voz baja, porque la insolvencia jurídica de lo afirmado por el fiscal no alcanzaba para redondear pruebas siquiera estimables. De hecho, vale recordar que no hubo jurista alguno que respaldara la fábula de ese documento. Si es por novedades, entonces, la única consiste en los dos escritos firmados por Nisman entre diciembre y enero últimos, cuyo contenido es revelado por Rafecas al cierre de su fallo y citado particularmente por la Presidenta en su discurso de ayer. Guardados en una caja fuerte de la Unidad Fiscal AMIA, Nisman asevera en ellos todo lo contrario de lo que pensaba denunciar. La antítesis es asombrosa, hasta el punto de que no sólo respalda al gobierno argentino en sus discursos y acciones, desde 2004, para lograr el esclarecimiento del atentado, sino que califica como “entendible” el memorándum de entendimiento con Irán. ¿Qué llevó a Nisman a modificar su postura en forma tan radical, con un mes de diferencia? Las hipótesis, obviamente, son que los textos fueron elaborados por personas distintas, aunque porten la misma firma, o que algún motivo de tamaño insondable llevó a que el fiscal cambiara de opinión de la noche a la mañana. Ambas conjeturas significan un hecho grave de por medio, que, como quiera que fuere, refuta la lógica cerrada de un gobierno encubridor. No es en absoluto curioso, en cambio, que los medios opositores hayan ignorado groseramente semejante tramo de la sentencia de Rafecas. Y tampoco lo es que se valgan de ella para retrucar que el partido judicial no existe, como si se hubiese dicho que la agrupación de magistrados enfrentados al Gobierno comprende a toda la Justicia. Hablando de lógicas elementales, por tanto, habría que tenerles un poco más de respeto.
Las alternativas tribunalicias que se deriven del fallo de Rafecas son difíciles de acertar con precisión exacta, más por las internas de Comodoro Py que por la solidez de sus fundamentos. Pero podría señalarse que, en repercusión política y social, el horrible episodio que sacudió al país tenderá a amesetarse –y quede claro que este razonamiento no implica juicio de valor negativo sobre la gravedad del hecho–. Es, solamente, la deducción que al firmante le parece adecuada, siendo que, y mucho más en un año de elecciones presidenciales, no puede sostenerse –o no debería, al menos– una atención exclusivamente concentrada en este tema. Una cosa es que la oposición encontró el hueco para persistir en su intento de criminalizar al Gobierno y otra muy distinta que con eso sólo le alcanza. Por lo pronto, los cambios en el elenco gubernamental representan un marcaje de agenda que tiene lecturas concurrentes. La asunción de Aníbal Fernández como jefe de Gabinete es una reafirmación de rumbo y estilo ante el tramo electoral determinante, junto con el retorno a sus pagos de Jorge Capitanich y Juan Manzur para territorializar la lucha por los votos. El chaqueño podrá haber sufrido un desgaste de su figura y competir por el municipio de Resistencia, tras quince meses a cargo de la jefatura ministerial de Nación, puede ser visto como un premio consuelo deprimente en los medios nacionales. Pero lo cierto es que en su provincia conserva una buena dosis de popularidad, alentada por la desastrosa gestión del vicegobernador, y no cuentan como en Buenos Aires las comidillas de oratorias monótonas o rotura pública de diarios. Mientras las gentes interesadas o desinformadas se entretienen con eso, el Gobierno comenzó a mover el tablero en los tiempos que maneja Cristina. Que no son los que desean sus oponentes ni jamás lo fueron. Naturalmente, eso tendrá un crescendo que por el peso del año electoral agregará ingredientes múltiples en torno de candidatos, escenarios, pronósticos, propuestas, polémicas y chicanas encendidos como quizá pocas veces se habrá visto. Y está bien que vaya a ser así, porque no es posible ni recomendable que el país continúe virtualmente detenido, en el debate mediático de sus problemas, alrededor de una única cuestión. Dicho sea de paso: una cuestión, la del atentado y la pesquisa, el encubrimiento y sus responsables, que hasta la muerte de Nisman –y desde hacía años– casi no tenía registro en los grandes medios ni en la inmensa mayoría de la sociedad. Lo cual no es justificativo de nada, sino un mero recordatorio.
En llamativa coincidencia o no con el fallo de Rafecas que refutó al fiscal, los titulares y comentarios de la prensa opositora recuperaron abruptamente su interés por la marcha económica. Reaparecieron el déficit de las arcas públicas, la orden de desacato dictada en septiembre último por el juez municipal neoyorquino Thomas Griesa, la importación de petróleo bien que no el aumento de entre 12 y 14 por ciento en las reservas y producción de YPF, el gasto del Estado y las mochilas para la fuerza gobernante que viniere. A su vez, el entramado judicial del caso Nisman pasó poco menos que a compartir cartel con un fallo del juez Bonadío que “habría” encontrado conexiones sospechosas de triangulación entre Lázaro Báez, Cristóbal López y la familia presidencial. Según el afiebrado criterio de algún columnista, ésa sería la causa real de la furia de Cristina contra la Justicia, cual si se tratase de que un presunto hallazgo, solitario y tan en potencial como el grueso del denuncismo, resumiera la complejidad del choque entre el Gobierno y los jueces y fiscales que lo confrontan. Todos indicios de que el partido vuelve a jugarse en un terreno más normal que extraordinario, si por normalidad puede entenderse el retorno a las monsergas habituales sobre el trío corrupción, inseguridad e inflación.
Y ayer sucedió el hecho frente al que sólo los frívolos pueden permanecer indiferentes. El autogolpe anticipado por Elisa Carrió ni siquiera contó con la asistencia de Batman y Flash Gordon, y en su lugar ocurrieron un discurso excepcional tanto por el volumen de su contenido como por una oratoria que, desde el aspecto técnico, es prácticamente inédita. Respecto de la manifestación en la calle, inevitablemente surgirán las comparaciones cuantitativas, inútiles y banales, con la marcha opositora de días pasados. En la de adentro se reiteró el entusiasmo oficial y la inopia de sus contendientes. Entre estos últimos se advirtieron gestos como el del senador radical Gerardo Morales, que no podía disimular una estupefacción admirativa frente a la oradora y otros rostros reveladores de una indiferencia estudiada que poco bien le hace a la imagen de estatura institucional tan cara a la oposición. Toda opinión adversa que quiera formularse sobre la palabra presidencial debiera anteponer la refutación de la impresionante cantidad de datos brindados, a la par de los contextos políticos ilustrados por Cristina. No fue eso lo que ocurrió, al menos entre los testimonios recogidos al momento de cerrarse esta columna. La Presidenta abrió de manera muy directa al aludir al éxito reestructurador de los bonos argentinos y no dejó de resultar gracioso que los medios opositores retrucaran on line mediante una presunta contestación del periodista del Financial Times citado por ella: Joseph Cotterill no rebatió nada, sino que despachó su opinión política. Para gusto del autor, uno de los pasajes más contundentes del discurso fue el relativo a los acuerdos con China, porque involucró con un énfasis de enorme solvencia a aquellos “colonizados mentales” que los cuestionan a rajatabla. Teléfono para sectores empresarios, entre otros, a quienes también preguntó si creen que el Gobierno será tan estúpido como para promover legislación y medidas que vayan a poner en peligro la estabilidad de sus compañías. Los corrió por derecha, en síntesis. Buitres, el incendio en Iron Mountain, Aerolíneas, paritarias, jubilados, planes de asistencia social y desarrollo, Asignación Universal por Hijo, Anses, industria automotriz, educación, actividad cultural, salud pública, ciencia y tecnología, YPF, trenes, producción agropecuaria (“¿exportar maíz e importar chanchos?”), Fuerzas Armadas, AMIA (un tramo impactante, acerca de autoridad moral para hablar, la voladura de la embajada judía, geopolítica, las andanzas del Estado israelí y, claro, los ojos tan pero tan abiertos de Ricardo Lorenzetti), independencia de la Justicia, Malvinas, consumo comercial y de remate el país que viene, con los cómodos e incómodos que pueden preverse a partir de diciembre próximo y la pregunta implícita de si será tan fácil retroceder.
Lo trascendental es que ambos protagonismos, el de afuera y el de adentro, se conjugaron para ratificar que hay un único liderazgo político realmente existente, y que a casi trece años de gobierno el kirchnerismo mantiene una capacidad de movilización notable. Es desde ese piso que seguirá discutiéndose lo que se quiera. El oficialismo lo denomina Nunca Menos y la oposición busca reinterpretar un Nunca Más aplicado a todo cuanto signifique K. En cualquier caso, celebremos que la base consista en esa disputa política pareja y no en el auge del antipueblo. Por eso ayer no hubo despedidas, sino la bienvenida reforzada a que sea así.
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