Pese a todas investigaciones hechas, nunca la policía llegó a descubrir el misterio que envolvió la desaparición de Honoré Subrac.
Subrac, por cierto, había sido mi amigo. Yo conocía, por lo tanto, toda la verdad en relación a su caso, lo que me obligó a comunicar a la justicia la suma de lo ocurrido. Luego de que yo prestara declaración, el juez solo atinó a hablarme en un tono de distante cortesía. No tuve la menor duda de que me tomaba por loco. Como se lo hice notar, no hizo más que extremar esa actitud condescendiente. Después se incorporó, se acercó a mí y me fue llevando hacia la puerta de salida. Entonces advertí en el ordenanza, que apretaba los puños, toda la intención de abalanzarse sobre mí en caso de que yo tuviera un brote.
No insistí en absoluto. Debo admitir que el caso de Honoré Subrac era lo suficientemente extraño como para que a cualquiera le resultara increíble. Por las noticias publicadas en los diarios, todos inferían que Subrac era un tipo muy original. Tanto en el frío invierno como en el calor del verano vestía la misma túnica y unas pantuflas. Yo sabía que era un hombre acaudalado por lo que más asombro me causaba ese atuendo. Un día se me dio por preguntarle el porqué de su hábito.
Lo hago para estar prevenido en caso de necesidad me respondió. Esta ropa me permite desvestirme en un santiamén. Además, es tan cómodo acostumbrarse a usar pocas ropas; uno puede pasarla muy bien aún sin ropa interior, sin medias y sin sombrero. Tengo esta costumbre desde los veinticinco años y siempre he gozado de buena salud.
Sus palabras no solo no me aclararon nada sino que me dejaron más confundido aún.
Solo atiné a pensar: «¿Por qué causa Honoré Subrac se creerá en la necesidad de poder desvestirse rápidamente?»
Y por supuesto hice toda suerte de especulaciones al respecto.
Cierta noche, en que regresaba a mi casa calculo que a la una o a la una y cuarto, oí una voz que pronunciaba mi nombre en tono muy bajo. Parecía como si la misma hubiese salido de la pared rozada por mi hombro. Me detuve sorprendido.
Soy yo, Honoré Subrac. ¿Hay alguien en esta calle?
Pero ¿dónde se encuentra usted? esto lo dije mirando hacia todos lados sin tener la menor noción de cuál podía ser el escondite de mi amigo.
Entonces vi al borde de la calle la famosa túnica y, a su lado, las también célebres pantuflas.
«Bueno pensé, ahora sí se dio el caso en que mi amigo tuvo el apuro de vestirse muy rápido. Por fin podré desentrañar este misterio.»
No hay nadie en la calle, puede usted salir ya, amigo le grité.
De repente, Honoré Subrac dejó de ser uno con la pared que yo había rozado antes. Lo vi enteramente desnudo. Él tomó su túnica, se la calzó y la abrochó con premura, y después se calzó las pantuflas y me dijo con resolución:
¡Debe estar usted muy sorprendido!, pero sé que ahora le será claro el motivo por el cual visto estas ropas que juzgan excéntricas.
»No obstante, sé que aún no puede comprender cómo pude evitar en absoluto su mirada. Es tan sencillo: todo se debe a un fenómeno mimético… Basta observar la naturaleza.
»Como una madre cuidadosa, ella concedió a aquellos, sus hijos débiles, el don de confundirse con el medio ambiente y así su tomar su flaqueza en fuerza… Por supuesto, sabe de qué hablo. Esto es: las mariposas se parecen a las flores, algunos insectos se confunden con las hojas, el camaleón toma el color que le conviene, la liebre del polo adopta el color de esas heladas regiones esa liebre no es menos miedosa que las de nuestros campos y, sin embargo, puede huir sin ser vista.
»Esos animales, aunque débiles, huyen de sus enemigos por ese instinto que los lleva a cambiar de aspecto.
»Tal es mi caso: un enemigo me persigue sin cesar y yo, cobarde como soy e inhábil para la lucha, me comporto igual que esas pequeña bestias: me fundo a mi libre albedrío y acuciado por el terror con aquello que me rodea.
»Llevo ya varios años ejercitando esta práctica. Exactamente desde que tenía veinticinco y cuando, honesto es decirlo, las mujeres me veían agradable y bien parecido. Una de ellas, casada por cierto, me insinuó tal significativa amistad que no tuve fuerzas para resistirme. ¡Qué fatal fue aquella relación! Cierta noche en que su marido había partido de viaje por unos cuantos días, estaba yo en su casa. Ambos habíamos quedado desnudos como dos dioses. De golpe, se abrió la puerta y entró el marido empuñando un revólver. Fui presa del más absoluto terror, yo era y soy cobarde, por lo que solo me dominó un deseo: desaparecer. Me arrimé bien junto a la pared, con la única voluntad de fundirme en ella, y lo inesperado se produjo: tomé el mismo color del empapelado y por propia e increíble voluntad todo yo entré en la pared. Nadie, según lo que yo pensaba, podría distinguirme en ese estado. Y los hechos así lo confirmaron. El marido me había visto y no podía entender cómo hubiera podido yo escapar. Deseoso de matarme, enloqueció y, sin dudarlo, volcando en su mujer la ira a mí destinada, le dio seis tiros en la cabeza. Después se fue, sumido en un desesperado llanto. Al notarme solo, y nuevamente por instinto, mi cuerpo recuperó su color y proporciones habituales. Antes de que acudiese alguien logré vestirme y huir yo también. Desde aquella noche conservo esta oportuna facultad de mimetizarme. El marido de esa mujer no se conformó con no haber podido acabar con mi vida en aquella oportunidad. Matarme se constituyó en el principal objetivo de su vida. Siguió mis pasos por todo el mundo. Yo creí que viniendo a vivir a París me alejaría de él para siempre pero ya ve: poco antes de que usted llegase me lo topé nuevamente, los dientes me repicaron de terror. Apenas me dio el tiempo para arrojar mis ropas y fundirme en la pared. El hombre junto a mí miró absorto la túnica y las pantuflas tiradas al borde de la acera. Ahora tiene usted la palabra. ¿No es adecuado que yo use tan poco atuendo? Si así no fuera, si mi vistiera como todo el mundo, no podría ejercitar esa capacidad mimética. Sería imposible quitarme una tras otra las ropas con la premura que exige la huida. Lo más importante es quedar desnudo por completo y, si así no fuera, las ropas pegadas contra la pared tornarían inútiles mi defensiva fusión.
Tuve que felicitar a Honoré Subrac por aquella facultad tan notable que poseía y que, por cierto, yo envidiaba…
En los días posteriores, no pude pensar en otra cosa. Me sorprendía a cada minuto tratando de lograr esa transformación de mi contorno y color. Así intente mudarme en un autobús, en la Torre Eiffel, en un profesor universitario, en un afortunado ganador de la lotería. Pero todos mis desvelos eran vanos. Nunca logré tal portento. Mi voluntad, sin duda, era débil y, además, mi ánimo carecía de ese terror sagrado, ese peligro inminente que había hecho que los instintos de Honoré Subrac alumbraran tamaña cualidad…
Pasó el tiempo y se perdió de mi vista, hasta que un día lo vi llegar fuera de sí. Entonces me dijo:
Aquel hombre, el enemigo del cual le hablé, me anda pisando los talones. Pude escurrirme de él tres veces en virtud de la facultad que ya conoce, pero la verdad es que tengo miedo, tengo mucho miedo.
Aunque lo noté más delgado me abstuve de comentárselo.
Para escapar de su acérrimo enemigo le dije no le queda a usted más que una salida: irse. Vaya a esconderse en un pequeño pueblo. Yo puedo encargarme de sus asuntos. No se demore y acuda ya a la estación más cercana.
Le pido por favor que me acompañe, se lo ruego. Estoy muerto de miedo.
Se aferró a mi mano.
Una vez en medio de la calle, ambos caminamos en silencio. Inquieto, Honoré Subrac volvía la cabeza hacia atrás una y otra vez. De golpe lanzó un terrible grito y echó a correr. Mientras lo hacía, se iba arrancando la túnica y las pantuflas. Entonces divisé a un hombre que corría persiguiéndonos. Hice el intento de detenerlo mas él se desprendió de mí y continuó corriendo con un revólver en la mano, apuntando a Honoré Subrac. Pero éste se apercibió de la cercanía de un muro de un cuartel, se dirigió hacia él y, como por arte de magia, desapareció.
El perseguidor con el revólver en la mano se detuvo anonadado, echó una maldición llena de rabia y esta vez la pared fue el sustituto de su ira. El hombre vació el cargador en el sitio exacto donde había desaparecido Honoré Subrac. Luego, a la carrera, abandonó el lugar.
La gente no tardó en apiñarse. Algunos policías la obligaron a dispersarse. Yo llamé a mi amigo pero no hallé respuesta alguna.
Toqué la pared en cuestión: todavía se hallaba tibia. Pude calcular que, de las seis balas del cargador, tres habían horadado el muro a la altura en que un hombre tiene el corazón. Las tres restantes habían hecho trizas el revoque un poco más arriba, en el preciso punto donde creí distinguir de manera vaga, muy vaga, la forma de un rostro.
(De El Heresiarca y Cía, 1910)
No hay comentarios:
Publicar un comentario