Ganar la calle, apoderarse de ella, hacerla propia para el júbilo, el testimonio, el reclamo o la protesta es una herramienta política formidable, aún –o más aún– en estos tiempos en los que la disputa por la representatividad electoral de la democracia burguesa parece circunscripta al intercambio de chicanas frente a las cámaras de televisión.
Algo de eso señaló, con la claridad conceptual que lo caracteriza, Álvaro García Linera hace unos días en el Foro de Emancipación e Igualdad: “Creo que lo nuevo del florecimiento de la democracia no radica en la negación de los procesos de democracia representativa (el pueblo vota, la gente va a votar y forma parte de su hábito), sino que lo nuevo que está enseñando, que está mostrando América latina, es que la democracia no se puede reducir únicamente al voto. Que el voto, la representación, es un elemento fundamental de la constitución democrática de los Estados. Con él se garantizan derechos, se garantiza pluralidad. Pero, paralela y complementariamente, hay otras formas de enriquecimiento de lo democrático. Esas formas de enriquecimiento de lo democrático están en la plaza, en la calle. Es la democracia callejera, es la democracia plebeya. Es la democracia que ejercemos en las marchas, en las avenidas, en los sindicatos, en las asambleas y en las comunidades”.
Aun así, las marchas –esa forma de ganar la calle– no son suficientes si su potencia no se canaliza en organización. La historia argentina de los últimos años abunda en ejemplos. En la Semana Santa de 1987, centenares de miles de argentinos salieron a la calle y marcharon a distintas plazas del país para decir que no querían más golpes, que la democracia no se podía tocar. Fue una movilización espontánea que no se tradujo en organización. Lo que siguió es conocido por todos: las felices pascuas claudicantes de Raúl Alfonsín abrieron las puertas para la instalación de la impunidad legal para los genocidas.
En diciembre de 2001, el pueblo volvió a ganar la calle no sólo para decirle basta a una década de neoliberalismo salvaje sino también para repudiar a una clase política que había sido responsable de ella. A partir de esa enorme movilización que marcó el final del gobierno de Fernando de la Rúa surgieron algunos intentos de organización a través de las asambleas populares, que en casi todos los casos se diluyeron rápidamente. Al poco tiempo, el grito de “que se vayan todos” había quedado en apenas eso, un grito efímero, porque volvieron casi todos y hoy siguen estando casi todos los mismos (muchos de ellos disfrazados de otra cosa).
La(s) marcha(s) del 24 de marzo son la contracara de este fenómeno. Una vez más, centenares de miles de personas se encolumnaron junto con las Madres, las Abuelas y el resto de los organismos de derechos humanos para repetir un “nunca más” que ya forma parte de la identidad de la sociedad argentina. También, como siempre, para reclamar Verdad, Memoria y Justicia, traducidas en el juicio y castigo de los genocidas civiles y militares. Las diferencias políticas entre las dos marchas convocadas no empañaron lo esencial e inclaudicable que les da existencia. Se trata de una construcción que se fue solidificando durante décadas, iniciada por las marchas primigenias de aquellas mujeres que desafiaron el miedo y la represión más salvaje para reclamar en la plaza la aparición con vida de sus hijos secuestrados por la dictadura. Una construcción que se siguió consolidando en la adversidad durante muchos años de la democracia recuperada, con los organismos marchando casi en soledad ante la mirada indiferente de la mayoría de la sociedad argentina. Es ese pasado el que hace fuerte el presente de las marchas del 24 de marzo, un presente que desde hace décadas se encarna en cientos de miles de argentinos que no faltan a un compromiso que han tomado y que consideran indestructible.
Poco más de un mes antes de esta última marcha, más precisamente el 18 de febrero pasado, hubo también decenas de miles de personas caminando hacia la Plaza de Mayo detrás de la engañosa convocatoria de un homenaje al fiscal Alberto Nisman. Se trató, en realidad, de una movida organizada con claras intenciones desestabilizadoras que buscaron capitalizar diversos –y en algunos casos contradictorios– descontentos. Un mes más tarde, esas decenas de miles se redujeron a apenas un centenar de personas reunidas frente al Palacio de Tribunales. Fue apenas un espasmo.
Los próximos doce meses de la vida política argentina encierran múltiples interrogantes, que van más allá de una elección presidencial y un cambio de gobierno. En ese contexto, hay sólo dos cosas seguras: que una vez más se elegirá presidente a través del voto y que el próximo 24 de marzo, al cumplirse cuarenta años del golpe militar, nuevamente centenares de miles de personas marcharán hacia la Plaza de Mayo junto con las Madres y las Abuelas. Porque se trata de una marcha cuya continuidad está garantizada por su propia construcción y por su contenido.
Para entonces, en la Argentina habrá un nuevo gobierno. Y –a juzgar por los candidatos– la marcha será de resistencia.
29/03/15 Miradas al Sur
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