Estos últimos tiempos estuvieron signados por una idea fuerza tristemente aceptada por incautos, y tenazmente manipulada por cínicos y malandrines, que planteaba para nuestra humanidad un futuro ilusoriamente cooperativo, limitado en conflictos, y bajo el manto de un paradigma civilizacional compuesto -entre otros factores- por el individualismo filosófico, el imperio de la ley, los mercados libres, la democracia formal, el republicanismo, y los “human rights”. Este plexo de valores, se pregonaba desde diversos ámbitos, reinarían en una especie cada vez mas asemejada en cuanto a parámetros culturales y estilos de vida.
La obra de Francis Fukuyama, “El fin de la Historia”, fue tal vez la expresión teórica mas acabada de esta verdadera quimera universal, y el establishment financiero occidental surgido y fortalecido a partir de los efectos de este paradigma, invirtió fuertes sumas de dinero para que dichas expectativas se expandieran por todo el globo bajo el manto de un neologismo denominado la globalización.
Pero infaustamente para ellos, y afortunadamente para el resto de la humanidad, la diversidad, componente estructural del universo de los entes y en tanto del reino de lo humano, comenzó a emerger en todo el planeta a partir de una serie de fenómenos que demuestran esa inevitable dinámica confrontación - cooperación que domina la historia, y que deben ser meticulosamente analizados para comprender ulteriores acontecimientos sociales.
Este dato se extiende además al fenómeno religioso, fuente por excelencia en cuanto a lo que identidad colectiva se refiere, y que tan meticulosamente ha descrito Samuel Huntington en su obra “El choque de Civilizaciones”, dando cuenta allí que, a la usanza de similares procesos de expansión imperial con pretensiones hegemónicas, las diversidades tarde o temprano comienzan a emerger replanteando así el contexto de relaciones de poder en el ámbito internacional.
Hablemos claro: el paradigma civilizacional que han denominado globalización, no es otra cosa que uno de las tantas pretensiones civilizatorias universales que han existido a lo largo de la historia, y que responde en esta fase histórica, al emergente del conglomerado anglosajón. Derrotado el imperio Español y posteriormente de la tentativa francesa durante el siglo XIX, comenzó a erigirse, desde occidente, una nueva estructura imperial que fundamenta su expansión - entre otros - en una serie de valores germinados en la “vieja Europa” y a los que he hecho breve referencia al comenzar el artículo. Recuérdese por ejemplo, la potente influencia que tuvo el ideario individualista y librecambista en los influyentes sectores de la burguesía local, participes en el la gesta independentista de nuestro país.
El inicio del siglo XXI nos encuentra - a contrario sensu de lo sostenido por los universalistas - en el marco de un período de resurgimiento de las identidades nacionales o quizás civilizacionales, como nítida reacción al designio universal anglosajón. El crecimiento del islamismo, el fortalecimiento de las culturas sínicas y de oriente - entre otras - da cuenta de este proceso, que sin lugar a dudas irá prosperando a medida que avance el siglo.
En lo que respecta a nuestra iberoamérica la situación es similar, hecho que puede constatarse a partir del surgimiento periódico de numerosos movimientos de reivindicación de lo local, de lo propio, no sólo en lo que atañe a aquellas cuestiones vinculadas a la reclamación de la propiedad de los recursos estratégicos, sino también, respecto al rehabilitación de sus propios sustratos simbólicos. Así, nuestra cultura, comienza a jugar rol preponderante en la nueva configuración mundial, y las decisiones que en tanto se adopten, adquirirán valor estratégico incuantificable de cara al futuro.
La cultura, como producción colectiva, es la expresión de un conjunto de seres que coexisten, interactúan e intercambian experiencias, sensaciones, prácticas y expectativas. La cultura nos dice algo de lo que “se es”. En las naciones multígenas como la nuestra es tal vez, junto al lenguaje, el elemento cohesivo por excelencia.
La cultura Argentina en particular, que no es aquella que surge los cenáculos elitistas concentrados en las urbes, sino por el contrario, la que emerge de procesos históricos y sociales relevantes y de la relación de éstos con el entorno geográfico, es vasta, rica y promisoria. Es el producto de aquello que nos legaron, y aún transmiten las numerosas comunidades originarias integrantes de nuestra nación (la historia del poblamiento en la región data estimadamente de 15.000 años), el estructural aporte de los íberos y del cristianismo, de la mixtura entre ambos, y posteriormente, de las aportaciones provenientes de las principales corrientes migratorias de fines del siglo XIX y principios del XX .
Esa combinación ha generado y sigue generando productos de alto valor identitario, gran parte de los cuales, se encuentran en franca contradicción con aquellos que intentan expandirse desde el “norte blanco” como señala Huntington. Dicha contradicción se expresa hoy nítidamente, a partir de la vasta producción estética de las nuevas generaciones de argentinos que hurgan denodadamente su propia identidad. La revancha de Fierro está en marcha, y ello se revelará en los próximos años.
A lo largo de nuestra historia sectores destacados de ambos componentes han demostrado una nítida falta de apego respecto al nuestro sustrato simbólico. Así, productos culturales locales de alta significación, han sido en su oportunidad y son en la actualidad, objeto de discriminación y rechazo de parte de ellos. En los dichos ámbitos - aunque resulte luctuoso - parece reinar todavía ese amanerado afrancesamiento de la belle epoque que tanto despreció al emergente de tierra adentro y que desconoció, entre otros tantos el profundo valor cultural e identitario del folklore, del tango, y de algunas expresiones de la denominada música tropical que se desarrolla en el país hace más de 50 años. Igual tesitura han adoptado respecto al denominado pensamiento nacional.
En un mundo que marcha hacia una confrontación civilizatoria ninguna nación podrá desarrollarse cabalmente sin una intelectualidad comprometida con su destino es decir concentrada primordialmente en el fortalecimiento y el enriquecimiento de la propia cultura. Pero para ello, resulta esencial potenciar en ellos el desarrollo genuino de aquellos sentimientos primarios como el de la afectividad.
Nuestra patria ha sufrido durante estas últimas décadas una profunda embestida colonial disfrazada de falsas promesas neo-civilizatorias. La liberación nacional resurge entonces como bandera y les cabe a intelectuales y académicos un rol considerable en las tareas de re apropiamiento de lo nuestro. Pero sólo podrán asumir esta misión, si consiguen elaborar un legítimo y sincero proceso de vinculación con lo propio, en donde la disyuntiva puede establecerse según la siguiente dicotomía: afecto o repudio. Sin ello la revancha de Fierro será levemente incompleta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario