El capitalismo protagoniza una etapa de su historia compleja, paradójica y contradictoria. Nació impiadoso y salvaje y provocó una tragedia social mayúscula. En nombre de la libertad, consagró la explotación como piedra angular del sistema. En nombre de la igualdad de los hombres ante la ley, estableció el contrato de trabajo como instrumento de incorporación de los trabajadores al servicio de un empleador, con notorios resabios de naturaleza dominial y una impronta de sumisión. En nombre de la autonomía de la voluntad, prohibió –y castigó como delito– la interferencia sindical y relegó al Estado al papel de guardián de la vida y hacienda de los propietarios, con estricta abstinencia en materia económica. En ese orden de cosas, todo estaba reservado a la voluntad del mercado que ordena la economía, asigna los recursos y corrige las eventuales y transitorias dificultades. La “mano invisible del mercado” –proclamada en el siglo XVIII por Adam Smith y aún vigente, por lo menos para los socialistas vernáculos, según notable confesión del bueno de Hermes Binner–, en su infinita sabiduría, organiza la producción y distribuye los bienes conforme a un orden que es “natural” en el modo de producción capitalista.
No obstante, promovió un desarrollo extraordinario de la producción y la riqueza, del conocimiento científico y de su aplicación a los procesos productivos. Aquel liberalismo, el clásico, asoció ese progreso a la combinación virtuosa de la libertad y la propiedad y se asumió como sumo sacerdote y guardián del nuevo ordenamiento que avanzaba sobre el planeta, transformándolo. Sobre esas bases, un nuevo bloque histórico se hizo del poder y gobernó el mundo, no sólo en virtud de su capacidad de dominación física sino porque impuso su pensamiento, su visión de las cosas, su concepto de cómo debía ser y funcionar la sociedad y le imprimió sentido al conjunto social. Es decir, devino hegemónico, en tanto no sólo tomó el control del Estado y asumió la dirección política de la sociedad, sino también su dirección cultural hasta lograr la universalización de sus intereses corporativos (Gramsci y sus comentaristas, Broccoli, Portantiero, Hobsbawm, Anderson).
Por supuesto, ni las hegemonías ni las fases de la historia son eternas. El dominio capitalista, especialmente en su dimensión de supremacía cultural, comenzó a ser disputado. El movimiento sindical, el pensamiento socialista, el socialcristianismo, el avance de las instituciones democráticas tuvieron que ver con esa disputa que transitó dos siglos, opusieron otros valores al pensamiento hegemónico y lograron, progresivamente atenuar abusos y limitar excesos. Hasta que, promediando ya el siglo XX, luego de la segunda guerra mundial, se instauró en los países del capitalismo avanzado y en algunos de desarrollo incipiente el llamado Estado de Bienestar. A partir de entonces, mediante una fuerte intervención estatal en la economía y en las relaciones sociales, y aplicando un régimen tributario severo que hizo posible sustentar un sistema de seguridad social efectivo, sin afectar las bases del modo de producción capitalista, surgió una sociedad más igualitaria, equitativa y solidaria. En parte conquista popular y progresista y en parte táctica defensiva frente a la amenaza del bloque formado en torno de la URSS, el Estado de Bienestar fue una experiencia tan interesante como efímera. Apenas duró 30 años –en términos históricos, sólo un instante fugaz– y sus cimientos comenzaron a resquebrajarse, a mediados de los pasados años ’70, desnudando de nuevo el rostro más duro del capitalismo. La ilusión duró lo que un trozo de hielo bajo el sol y el capitalismo devino, otra vez, salvaje (son palabras de Francisco).
Las causas, sin duda, fueron múltiples. Desde la caída de la tasa de ganancia industrial hasta la exuberante multiplicación de los activos financieros. Desde el aumento del precio del petróleo hasta la nueva revolución tecnológica. Y también, sin duda, el colapso del llamado “socialismo real”, que allanó el camino hacia un capitalismo más consagrado a la especulación que a la producción, global y financiarizado, sin reglas, regulaciones ni ataduras de ninguna índole. Se adornó, filosóficamente, con los aportes del llamado neoliberalismo.
El Estado de Bienestar argentino. La Argentina vivió las dos experiencias muy intensamente. Con el primer peronismo, se estableció un Estado de Bienestar propio –el más significativo del Tercer Mundo–, con sabor a conquista antiimperialista en un proceso que conllevaba, como objetivos también sustanciales, la afirmación de la autodeterminación económica y política. Y a partir de 1976, con la dictadura, se experimentó la destrucción, a sangre y fuego, de todo cuanto tuviera sentido de acción y creación colectiva, desde los partidos políticos populares hasta las organizaciones sindicales y sociales de cualquier tipo. Y más tarde, en los ’90, bajo el manto del peronismo, la desviación de un grupo que traicionó prolijamente todos los principios fundantes de la tradición nacional y popular para entregar la economía del país al capital externo, completar un proceso de endeudamiento atroz, desguasar el Estado, aniquilar el empleo y entregar la conducción de la Nación a un núcleo neoliberal fundamentalista e irresponsable.
Así se completó un proceso de regresión histórica que, durante la etapa de Alfonsín, tampoco fue detenido, pues después de la pronta separación de Bernardo Grinspum de la conducción económica y del ensayo gatopardista de Parque Norte (remedo gramsciano limitado a la consolidación superestructural de la democracia republicana, inspirado por Juan Carlos Portantiero en una etapa que no fue la más feliz de su trayectoria), todo quedó pronto para el golpe de mercado. Y el neoliberalismo, en estado de latencia.
Entre las consecuencias más graves de cuanto pasó en la Argentina en el último cuarto del siglo pasado y en el inicio de éste, junto al terrorismo de Estado y su secuela sangrienta, a la destrucción del aparato industrial y a la expulsión de millones de compatriotas hacia los márgenes de la sociedad, es imposible no mencionar la regresión ideológica y cultural.
Primero se desprestigió al Estado, imputando a su intervención en la economía la responsabilidad por todos los males del país. “Achicar el Estado para agrandar la Nación” fue el lema imperante. Y después, con mayor sutileza, en clave subliminal, se inoculó un individualismo maximalista, asociado a la idea de que sólo el éxito personal justifica la vida y que sólo se triunfa si se alcanzan las metas económicas que cada uno se pro-pone. La consecuencia no fue otra que el “sálvese quien pueda” y la consiguiente exclusión de toda concepción solidarista.
La ruta de la Patria Grande. La idea de lo colectivo, desde sentirse parte del pueblo y corresponsable del destino de la Nación, hasta identificarse con la clase o grupo social al que se pertenece y con el que se está unido por comunidad de intereses, fue arrumbada. Los colectivos que hicieron posible ser parte de la Patria Grande Latinoamericana y del sujeto social y político llamado a construir un país justo y solidario fueron quebrantados. En primer lugar por la dictadura, hasta físicamente, y luego por el neoliberalismo, con su prédica y su instrumentación del consumo desenfrenado y “jerarquizado”, funcional a un sistema productivo dedicado a la producción de series cortas de productos de alto valor unitario y a una economía simbolizada por los derivados financieros. De tal modo, los colectivos se partieron y hoy es posible que sectores de clase media asalariados abominen de los sindicatos y que miembros de la clase obrera tradicional desprecien a los “negros” del mismo modo que los habitantes de un country de Pilar los desprecian a ellos.
El otro factor imposible de obviar radica en la extraordinaria importancia adquirida por los medios de comunicación masiva que, imbuidos ya de la posibilidad de moldear la opinión pública, los gustos y las inclinaciones de los consumidores, reproducen de manera cotidiana e incesante, hasta perforar las mentes e invadirlas, aquellas categorías ideológicas. El hecho es que, entre los ’70 y los ’90, el virus se esparció en el conjunto de la población, atravesando transversalmente todas las clases sociales y generando, sobre todo en las más vulnerables y menos pudientes, un estado de frustración y angustia que se emparienta con muchos de los problemas que hoy preocupan a la sociedad.
El neoliberalismo fracasó. En la Argentina y en el mundo. Ese fracaso se exteriorizó, aquí, en la crisis de principios de siglo y, en el mundo, en la de 2008, cuyas consecuencias aún no desaparecieron. Cuando mayor es el potencial productivo a nivel mundial y más impactante la acumulación de riqueza, más injusta es su distribución, más se profundiza la desigualdad y la exclusión social deviene estructural y crónica. No obstante, por una suerte de efecto inercial fortalecido por la deserción imperdonable de la izquierda europea –vacía de todo pensamiento alternativo–, el pensamiento neoliberal sigue prevaleciendo y los círculos más concentrados del poder económico y político internacional replican e imponen sus recetas.
El país, en la última década, recuperó la centralidad de la política y del Estado, puso en pie el aparato productivo, creó empleo y mejoró sustancialmente la distribución del ingreso. Pero no logró que se tomara conciencia plena del significado de esos logros y de cuáles fueron los instrumentos para alcanzarlos ni de cuales serán los necesarios para preservarlos y profundizarlos, para seguir avanzando.
Es imprescindible restaurar el sentido de lo colectivo, reinstalar la solidaridad al tope de la escala de valores y convencer al bloque potencial de que sólo unidos se puede construir el país justo en el que todos aspiramos que nuestros hijos puedan crecer y realizarse plenamente. A todo el esfuerzo realizado habrá que sumarle una función constante de prédica y ejemplo, el uso honesto de los medios que la tecnología pone a disposición y una transformación profunda del sistema educacional para que vuelva a servir, con eficacia y excelencia, a la causa de la Nación y del pueblo.
Hasta que quede claro y absolutamente asumido que, hoy, libertad e igualdad tienen como condición de existencia la inclusión y que éste –siguiendo a Tarso Genro– es requisito insoslayable para el ejercicio de la democracia.
Si no se gana la batalla cultural todavía pendiente, jamás se sentirá haber construido en terreno sólido.
*Abogado laboralista, especializado en Derecho Colectivo de Trabajo.
15/03/15 Miradas al Sur
No hay comentarios:
Publicar un comentario