Mientras Estados Unidos carece de un plan definido, no existe ningún arreglo posible en Siria e Irak que no incluya a la república islámica.
Por Ezequiel Kopel
A Barack Obama no le queda otra opción que emplear una estrategia cautelosa en Irak. No por deseo propio sino, simplemente, porque aún no posee un plan definido para ese país, después de abandonarlo a la órbita de Irán. Este país, de mayoría chiíta al igual que Irak, no siguió la táctica empleada por los norteamericanos cuando desbarataron la insurgencia sunita entre los años 2006 y 2008, a base de dinero y posiciones en el ejército, y dejaron que el gobierno iraquí del exprimer ministro Nouri al-Maliki profundizara una política de discriminación económica y social a la minoría sunita (durante los años de Saddam Hussein la ecuación fue a la inversa). Pero ahora, la situación ha cambiado y la insurgencia sunita, encabezada por el Estado Islámico, ha mutado a su forma más radical y ambiciosa. Ya no sólo Irak y Siria son los amenazados: el último mensaje del líder del EI mencionando a Arabia Saudita (que, automáticamente respondió ampliando a 20 kilómetros su zona de seguridad en la frontera con Irak) demuestra que el conflicto se encuentra sólo en su fase inicial; y su escenario puede ampliarse a países tan distantes como Egipto, Pakistán o Libia.
Por el momento, Estados Unidos intenta influir mediante sus aliados en la zona, ya sean los kurdos en Irak o los supuestos moderados en Siria, con la intención de desestabilizar al Estado Islámico y no tener que lanzar una invasión estadounidense con fuerzas terrestres que podría complicar la situación aún más. No obstante, ya hay más de 3000 “asesores” norteamericanos en Irak. Una invasión -como pretenden numerosos representantes del partido republicano de Estados Unidos, envalentonados por su reciente victoria en últimas elecciones parlamentarias- sin lugar a dudas destruiría militarmente al Estado Islámico por un determinado periodo de tiempo, aunque a la larga haría a sus seguidores más numerosos y fuertes, pues les otorgaría una legitimidad medida por el peso de su contrincante, el gran satán americano, y dejaría de ser una lucha religiosa y social contra los opresores infieles chiítas o las fuerzas de la secta alawita de Basher Al Assad. El EI comprende a la perfección esta ecuación formulada por ellos mismos, que explica sus constantes provocaciones con las decapitaciones a occidentales y el crescendo en lo gráfico de las imágenes de sus videos de propaganda: la intención del líder yihadista, Abu Bakr Al bagdadí, de que Estados Unidos se inmiscuya en el conflicto hasta quedar atrapado. De esta manera, la situación ya no volvería sólo a 2003 -cuando los norteamericanos invadieron Irak- sino a la de 2006 -cuando las tropas estadounidenses se desangraban en Irak a manos de sunitas y chiítas por igual-.
Obama cree controlar la situación pero de un día para el otro las acciones de un Senado opositor comandado por los republicanos lo pueden conducir a una acción delimitada por alguna ley: como antecedente vale recordar cómo el cierre de Guantánamo fue cancelado por las gestiones de los republicanos en el Senado y cómo el mismo Congreso logró que Obama implementara el bloqueo financiero a las ventas del petróleo iraní, incluyendo la acción a la Ley de Defensa.
Si el objetivo es improvisar sobre la marcha mientras se espera la ofensiva del gobierno iraquí -prevista para los primeros meses de 2015-, entonces Estados Unidos, en contraste, tiene dos metas bien claras en Siria: por un lado, debilitar tanto al Ejército Islámico como a la milicia pro Al Qaeda de Jabhat al- Nusra y, por otro, que el poco organizado y supuestamente moderado “Ejercito Libre Sirio” aproveche su oportunidad para tomar el lugar de esas dos organizaciones y derroque al gobierno de Basher Al- Assad. Si bien parece poco probable el éxito de este plan, que a la vez implica que el Ejercito Libre Sirio permanezca “moderado” y no degenere en algo peor -como antes sucedió con sus apadrinados talibanes afganos-, los norteamericanos tienen otro as bajo la manga: un arreglo que incluya a Irán. El acuerdo contemplaría el desarrollo de un programa nuclear iraní con “fines pacíficos” a cambio de su colaboración activa contra el Estado Islámico, que también tiene por objetivo a la república “infiel” de los ayatollahs. Además, dejaría al ejército sirio activo y en pie, en contraposición a lo realizado por los norteamericanos cuando conquistaron Irak: purgaron su ejército de los militantes del partido de gobierno Bath, provocando así la destrucción de las fuerzas armadas, tal como quedó contemplado cuando el ejército iraquí no presentó batalla ante el avance del ejército islámico, muchos de los cuales pasaron a formar parte de las filas de los extremistas. La repetición del mismo error cometido por George W. Bush y su gabinete podría ser mucho más riesgosa en esta oportunidad y sus consecuencias, más perdurables.
Hay dos corrientes de pensamiento sobre cuál debería ser la mejor alternativa para detener al Estado Islámico; ambas contienen a Irán. Mientras una opción convoca a contemplar una alianza con el estado persa, la otra considera que Irán es parte del problema y su inclusión, que produciría el enojo de Arabia Saudita y los países del golfo, lo único que lograría sería la exacerbación del conflicto. Lo cierto es que Irán ha invertido política y militarmente en diferentes países de la región y dicha inversión ha dado sus frutos: con diversos grados de éxito, Irán controla las capitales árabes de Siria, Líbano, Irak y ahora Yemen. En Damasco es la “joroba del camello” que sostiene al régimen de Bahser Al Assad, en Beirut funciona a través de sus aliados y súbditos del Hezbollah, en Bagdad se pudo apreciar cómo el coronel Qasem Soleimani -comandante en jefe iraní de la Guardia Revolucionaria Quds- se pasea dictando órdenes a las fuerzas militares iraquíes y las milicias chiítas y en Sana ‘a el apoyo de Irán le admitió a los rebeldes Houthis posicionarse a kilómetros del estratégico estrecho de “Bab al-Mandab”, que permite conectar el mar Rojo con el mar Mediterráneo.
Irán está dispuesto a negociar una salida en Siria que no contenga a Assad; sólo basta leer los cuatro puntos de su plan, que incluye la descentralización del poder fuera de las manos de la presidencia siria. Pero sólo lo hará bajo el amparo de un acuerdo que contemple sus ambiciones nucleares. A Irán no le importa cuánta sangre se derrame en Siria, no así en Irak, donde sus intereses son mayores y la mayoría de la población es chiíta. Sin embargo, la ecuación que calcula en ambos países es simple: con nosotros habrá sangre pero sin nosotros, habrá mucha más.
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