La absolución de Darren Wilson, el policía blanco que el 9 de agosto mató en Ferguson, Missouri, a un adolescente negro, Michael Brown, despertó las iras de la población afrodescendiente en todo Estados Unidos, pero también una polémica de largo alcance que llega hasta el primer mandatario no blanco en la historia del país.
Los medios masivos alcanzaron audiencias impresionantes cuando mostraban las imágenes de saqueos, destrucción de propiedad privada e incendios en varios distritos. El fuego, lo sabe cualquier estudioso de la imagen en movimiento, siempre captura la curiosidad popular. Pero como nunca antes, las redes sociales explotaron al ritmo de las calles, y entre el martes y el miércoles pasados hubo 580 mil tuits citando a Ferguson, según registró Topsy, un sitio que analiza y computa el tráfico en la red. Sólo el hashtag #BlackLivesMatter (las vidas negras importan) tuvo 72 mil menciones en un día.
El primer y más obvio debate sobre el caso rondó en torno de la violencia racial de la policía tanto como de las instituciones judiciales, que en este caso habrían decidido no cuestionar la actitud de Wilson de vaciar el cargador de su pistola sobre un muchacho desarmado. En el primer reportaje que el uniformado dio luego de conocerse el fallo del jurado –que bueno es recordar, al igual que el fiscal alega no haber encontrado razones para elevar el homicidio a juicio a pesar de que la declaración de Wilson se contradice con la de algunos testigos y de que en todo caso la verdad de lo ocurrido se podría haber ventilado en un tribunal público– dice que actuó a conciencia y que volvería a hacer las cosas como las hizo.
Cierto que tras la decisión judicial no hubiera sido conveniente mostrar dudas, ya que seguramente deberá enfrentar un juicio federal como instancia superior. Pero no son pocos los que cuestionan la oportunidad y la forma en que se presentó ante la cadena ABC News. Porque no hizo más que irritar a una sociedad lo suficientemente sensible entonces como para escuchar las declaraciones sin que les sonaran ofensivas.
Elias Isquith, un joven periodista estadounidense que suele publicar en The Atlantic, hizo un análisis quizás algo maquiavélico como reconoce, pero que cuadra perfectamente en cómo se difundieron las noticias. Da por sentado que hubo una conspiración, "pero no para proteger a Wilson de ser sometido a juicio", acota Isquith, sino para "organizar el anuncio de la exoneración del modo más provocativo posible". ¿Para qué? Pues para "manipular al público y a la prensa en el sentido de olvidar la real historia de Ferguson y desviarla hacia la moralidad de los incidentes posteriores". Isquith apunta para su argumentación que el jurado se expidió fuera de la fecha inicialmente establecida, que el fiscal fue estirando el anuncio durante todo el día y que cada tanto se deslizaba un trascendido favorable al policía. "Todo lo que querían era mejorar la maltrecha imagen de la estructura de poder en Ferguson, no para hacer parecer a las cosas bien, sino para hacer que los manifestantes parezcan peor. Es una estrategia probada, como Rick Perlstein ha documentado, y que ayudó en su momento al presidente Richard Nixon." En Nixonland, Perlestein define la estrategia del mandatario del Watergate para abortar los levantamientos antirraciales de fines de los '60 en el sur de Estados Unidos mediante la manipulación del resentimiento social como arma política.
El otro punto importante en el debate es el de las diferencias sociales y de oportunidades entre negros y blancos y de cómo la pobreza termina siendo un elemento criminalizador para el establishment y los medios más conservadores. Sin embargo hay otro aspecto que sectores liberales estadounidenses –en el buen sentido de la palabra– se encargaron de destacar en estos días.
Paul Craig Roberts es un viejo invitado de esta columna. El hombre fue subsecretario del Tesoro durante la administración de Ronald Reagan y uno de los máximos predicadores de las llamadas Reaganomics, de triste recuerdo. Pero es un liberal consecuente cuando se habla de derechos civiles. Así es que en su sitio web <www.paulcraigroberts.org> publicó con cierta nostalgia: "Puedo recordar los tiempos en que la policía en Estados Unidos era confiable. Ellos se mantenían a sí mismos bajo control y veían a su papel como útil a ciudadanos e investigadores de delitos. Se encargaban de no presentar cargos contra personas inocentes y de matar ciudadanos sin causa. Esos policías dejarían sus vidas con tal de no cometer un error en el uso de su poder."
Pero todo cambió tras el 11 de septiembre de 2001, o incluso algo antes, señala Roberts. "La policía fue militarizada (…) está enseñada para considerar al público, especialmente a cualquier sospechoso o infractor de tránsito, como una amenaza potencial a la policía. La nueva regla que se les enseña es aplicar violencia al sospechoso o delincuente con el fin de proteger al agente y para interrogarlo sólo luego de asegurarse de que todavía están vivos después de haber sido golpeado, electrocutado (NdR: con una pistola Traser) o baleados."
Roberts se alarma de que la policía actual haya sido preparada, no para investigar crímenes, a la usanza de los viejos detectives de novelas de suspenso diría uno, sino para "protegerse a sí mismos de un público inclinado al crimen, ya sea negro como blanco".
John Whitehead es un abogado y criminalista que hace 32 años fundó el Instituto Rutherford, para la investigación y defensa de las libertades civiles y los Derechos Humanos. Rutherford, aclara en su página de Internet, por un sacerdote escocés que consideraba que ni siquiera un rey podría estar por sobre las leyes. Whitehead comienza su último artículo sobre el caso Ferguson con una frase de un ex oficial de policía y profesor de criminología, Thomas Nolan, nostálgico también de otros tiempos. "Si usted viste a un agente policial como soldado, lo pone sobre vehículos militares y le da armas militares, ellos adoptarán una mentalidad guerrera. Nosotros luchamos contra enemigos, y los enemigos son el pueblo que vive en nuestras ciudades, particularmente la gente de color."
Este clima bien pudiera haber influido en el agente Wilson, quien en su declaración ante el Gran Jurado describió el momento crucial en que comenzó a disparar: "Me atacó y yo disparé pero el arma no funcionó (…) Presioné por tercera vez y disparó (…) Brown me miró con su cara más agresiva, la única forma en que puedo describirlo es que parecía un demonio de lo enfadado que estaba." Luego apretó el gatillo varias veces más, recordó.
Whitehead, montado sobre la certeza que le dejaron las imágenes de policías pertrechados de combate durante la represión de los incidentes en Ferguson, afirma que el debate sobre el racismo es una "efectiva arma de propaganda usada por el gobierno y los medios para distraernos sobre el problema real". ¿Cuál es el verdadero problema?
Tras un recuento sobre el rol del aparato militar industrial en esta era y dentro del propio territorio de Estados Unidos, Whitehead considera que "Ferguson es importante porque nos brinda un anticipo de lo que está por venir. Es una señal de alarma, por así decirlo, para alertar sobre cómo seremos tratados si no intentamos cautelosamente cambiar a la policía estatal. Y no importa si somos negros o blancos, ricos o pobres, republicanos o demócratas. A los ojos del estado corporativo, somos todos enemigos."
La conclusión es para preocupar no sólo a los estadounidenses, pero a ellos en primer lugar. "Desde que cayeron las Torres Gemelas, el pueblo estadounidense ha sido tratado como a combatientes enemigos, y puede ser espiado, seguido, escaneado, cacheado, buscado, sometido a todo tipo de intrusiones, intimidado, invadido, asaltado, maltratado, censurado, silenciado, baleado, encerrado, y se les niega el debido proceso."
Esto no ocurre sólo puertas adentro y hace unos días el gobierno de Estados Unidos tuvo que comparecer ante el Comité de la ONU contra la Tortura en Ginebra a raíz de múltiples denuncias de abusos y maltratos a prisioneros, migrantes y minorías étnicas.
Una delegación integrada por una treintena de funcionarios estadounidenses tuvo que responder un cuestionario del organismo elaborado en base a las inquietudes de grupos de defensores de las libertades civiles de todo el mundo, y también de Estados Unidos. Era la primera vez que funcionarios de Barack Obama iban a Ginebra a responder por acciones reñidas con los Derechos Humanos. La Casa Blanca admitió haber "cruzado la línea", bastante más de lo que hicieron sus antecesores. Pero tradicionalmente Washington no suele pagar por las faltas que comete.
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