Por Mario Wainfeld
Los tres mosqueteros fueron cuatro, avatares de una novela publicada en entregas. Los cuatro jueces que integrarán la Corte Suprema desde el 1º de enero serán, en lo funcional, tres. Tal es la tesis que el presidente del cuerpo, Ricardo Lorenzetti, propaga entre quienes recibe en su despacho, despojado y oscuro. Son él mismo (claro), Elena Highton de Nolasco y Juan Carlos Maqueda. Carlos Fayt –explica– padece razonables, crecientes achaques de salud. Se costea con cuentagotas a Tribunales, una vez por semana como mucho. Dosifica los encuentros sociales para no toparse con virus o bacterias que podrían afectarlo.
Como, por ley, la Corte tiene cinco miembros, se requieren tres para hacer mayoría. Lorenzetti no se atribula: aduce que los tres de fierro son los que armaron la doctrina de la mayoría en los más importantes fallos del Tribunal. Eugenio Raúl Zaffaroni supo acompañar, reconoce o minimiza, injustamente. Cuenta que Fayt, desde hace tiempo, participa en el diez por ciento de las deliberaciones.
El presidente sabe regalar a sus invitados dos libros. Uno es un autorretrato generoso titulado El arte de hacer Justicia, ejem. El otro, mucho peor editado, es Corte Suprema de Justicia de la Nación. Resumen de casos relevantes año 2009-2013 (sic). Escoge una lista, atendible e incompleta, de sentencias importantes. Sintetiza los hechos, las resoluciones y cómo se votó. El metamensaje es que hay una mayoría sintomática, que se mantiene a pesar de las lamentables pérdidas de los jueces Enrique Petracchi y Carmen Argibay y de la renuncia de Zaffaroni. Una reseña empírica del blog Saber Derecho de Gustavo Arballo confirma la idea, en general, aunque bien leída atribuye un rol más significativo a Zaffaroni.
Nada es igual, todo es menor: La trayectoria jurídica y sistémica de esta Corte ha sido, seguramente, la mejor durante esta etapa democrática. Lorenzetti asevera, con razón, que sintonizó con las mejores políticas de derechos humanos y de ampliación de ciudadanía del Ejecutivo que la formó y nunca obstruyó su funcionamiento. El titular de la Corte insiste en que ésta debe ser (y ha sido) garante de la gobernabilidad democrática. De nuevo, es un planteo válido.
Pero, a diferencia de lo que el hombre propagó en cónclaves empresarios, es preocupante y riesgoso que sólo la conformen cuatro jueces. Los valorables desempeños promedio (salpicados por altibajos, decisiones erradas o contradicciones eventuales) se obtuvieron con la participación de siete supremos. Lorenzetti siempre se jactó de ser un armador de consensos internos, un promotor de debates, de circulación de proyectos y de intercambios cara a cara. Tales méritos corren el riesgo de ser impracticables tras el achicamiento que conlleva la pérdida de dos especialistas en Derecho Penal y una merma en la variedad ideológica. Argibay, Petracchi y Zaffaroni representan líneas diferentes de pensamiento, lo que enriquecía a un órgano colectivo.
Conseguir mayoría (filo unanimidad) no será sencillo. El propio Lorenzetti reconoce en la intimidad que sus tres compañeros de gestión han tenido variados problemas de salud.
La conjura necia: La oposición parlamentaria promete no avalar ningún nuevo nombramiento hasta que amanezca quien suceda a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner. Es una necedad que pone en riesgo el buen andar (y ojalá no ocurra, el propio quórum) del Tribunal.
Lorenzetti rehúsa decir algo sobre el tema, como hicieron tres de sus compañeros. Recuerda que cuando comenzó a funcionar la Corte parida por la decisión del presidente Néstor Kirchner el número legal de miembros era de nueve, lo que imponía mayoría de cinco. “Eramos siete. La dificultad ya existió”, alega. Pero, como su memoria es fiel, añade algo que contradice su parsimonia: les tomó largo tiempo expedirse respecto del infausto “corralito”. Era uno de los dos (sólo dos) compromisos que les pidió Kirchner antes de proponer sus pliegos. El otro, que también se honró, era sancionar la inconstitucionalidad de las leyes de punto final y obediencia debida.
Cuando se haga efectiva la dimisión de Zaffaroni, la Presidenta deberá decidir si propone a alguien para cubrir la vacante, es su deber legal. Cristina Kirchner no es afecta a ventilar sus decisiones, menos de antemano. Entre funcionarios de primer nivel cunde la hipótesis de que mandará un pliego para que los senadores de la opo se hagan cargo. Es imperativo nominar a un(a) protagonista de alto nivel y buena reputación, en consonancia con los que se fueron y los que siguen. Nadie puede interpelar seriamente a una mayoría calificada sin cumplir con esos requisitos. A partir de ahí, serían sus adversarios los que cargarían con la mochila de resentir el andar de la Corte. La responsabilidad institucional no es una moneda muy cotizada en la cultura política doméstica, pero ése sería un caso extremo.
El agravamiento de la recurrente lentitud de las decisiones debe darse por hecho. Consecuencias peores dependen de circunstancias no deseables ni inexorables, pero sí factibles y previsibles.
Reputaciones: La Corte consiguió buena reputación, merecida. Es una valoración extendida, filo unánime. No se ponen en tela de juicio la honestidad y competencia técnica de sus miembros. En paliques íntimos Lorenzetti subraya la diferencia con la Corte anterior, resabida. Y agrega a los famosos jueces federales, los de la servilleta manuscrita por el entonces ministro Carlos Corach. Esa tipología no impide que participe, de modo sutil, de la defensa corporativa que arropa a Claudio Bonadio.
La narrativa dominante eleva a ese magistrado al rango de paladín de la república. La contracara absoluta de Norberto Oyarbide. La realidad es diferente, sus vidas son paralelas y homólogas. Fueron horneados en la misma camada, construyeron un poder propio nocivo. Su relación con los sucesivos gobiernos, en más de veinte años de recorrido, reconoce fluctuaciones y regularidades. Son, en tendencia, pro cíclicos en materia política: surfean con el buen momento y se enconan cuando olfatean la salida. Todos los gobiernos han mantenido con ellos relaciones intermitentes, al vaivén del trato que reciben: el kirchnerismo no excepcionó la regla.
Hay patrones comunes en la praxis de los viejos federales. Arman causas rimbombantes (con o sin pruebas sólidas), generan medidas espectaculares (allanamientos o hasta arrestos). Con el doble rol de jueces y fiscales manejan el expediente a su antojo, el control remoto es la Cámara. Las revocaciones son habituales, pero tardías. Acumulan en sus cajones causas contra funcionarios o dirigentes de fuste. Las blanden o guardan según sus propias premisas, entre las cuales predomina el afán de supervivencia.
Al cronista se le escapan las grandes diferencias entre Oyarbide y Bonadio, ambos le parecen figuras cuestionables. Las denuncias contra éste en el Consejo de la Magistratura no se urdieron ayer, se acumularon año tras año, tanto que algunas prescribieron o están al borde.
Una de las virtudes (no la única) del Código de Procedimiento Penal que posiblemente será aprobado en Diputados en los próximos días es dividir virtuosamente las potestades de jueces y fiscales federales. Cuando empiece a aplicarse, no mañana ni el año que viene, el poder disfuncional de los jueces federales se mitigará, en buena hora.
El gremio: El liderazgo de Lorenzetti entre los togados trasciende su rol en la Corte. Llegar a presidente y ser reelecto fue una pequeña hazaña, para un hombre proveniente de provincias y sin experiencia judicial. Un panegírico arrebatado del libro El arte... lo describe como “el muchacho de Rafaela que hizo una prestigiosa carrera judicial (y) creció junto a la Justicia Argentina”. Ese punto de partida quizá lo llevó a sobreactuar la defensa corporativa de los magistrados. Hay motivos políticos menos hipotéticos. Su Señoría es un formidable secretario general de su gremio. Mientras Hugo Moyano o el Pollo Sobrero claman por eximir de Ganancias a los sueldos de sus muchachos que ganan 15 o 20.000 pesos al mes, los jueces están exentos de ese impuesto. El origen es una lamentable decisión de otro tribunal menos prestigioso, que se sostiene y se defiende sin meter bulla.
En la década ganada para la Corte, los ingresos de los jueces han llegado a niveles muy altos, aun asumiendo que todo cargo público debe tener una retribución digna y hasta alta. No es sencillo conseguir información estricta sobre esos datos sensibles, pero puede estimarse que un camarista con veinte años de antigüedad cobra alrededor de 80.000 pesos mensuales, libre de impuestos. La antigüedad adiciona un 0,5 por ciento al sueldo básico. Varios pueden llegar a 100.000, según variables personales. Las jubilaciones son acordes, no son las de “privilegio” ya abolidas (se requieren edad, antigüedad y aportes), pero sí un régimen especial muy hospitalario.
El sesgo corporativo se expande: tiñe fallos del tribunal muy poco dado a castigar a los poderes empresarios. Una decisión reciente que sacraliza una exención temporaria de impuestos a La Nación es un ejemplo. No resuelve el fondo, pero valida una medida cautelar que lleva cosa de diez años, un disparate por donde se lo mire. La aquiescencia con operaciones de tribunales corpo friendly es una deuda que no abate el cuantioso haber de la Corte, pero lo reduce.
Algunos más iguales que otros: Lorenzetti es un interlocutor amable y seductor, que alza poco la voz y sonríe bastante. “Trato por igual a todos”, comenta, en referencia a sus colegas, jueces de menor rango. Pero la agenda y su rostro lo desmienten cuando se trata de los adherentes a Justicia Legítima (JL). El Supremo se encoleriza en particular con la presidenta de dicha Asociación Civil, la camarista María Laura Garrigós de Rébori. Usa el vocativo Malala con el que todos la conocen, pero abomina de ella. El sentimiento es mutuo. Otros integrantes de JL protestan porque los relega en el trato y en ciertas prestaciones que la Corte suministra a juzgados o cámaras.
Lorenzetti concuerda con la prensa hegemónica en ampliar la nómina real de JL. “Acusa”, a menudo sin asidero, de ser parte de ella a jueces o juezas que lo incordian. Es una pena porque JL podría formar parte de un demorado debate en el Poder Judicial. Los jueces hablan en un dialecto inasible para ciudadanos de a pie y no discuten en público. Flaco favor le hacen a la democracia. Lorenzetti comunica más que sus precursores, interactúa con los periodistas. El Centro de Información Judicial (CIJ), portal de su autoría, es un avance en materia de comunicación, aunque lo afea la propensión al autobombo. Para ser congruente con esa lógica, el cortesano supremo debería fomentar la discusión pública interna en vez de encolerizarse con quienes no le rinden pleitesía.
Feria en ciernes: La camarista laboral Gabriela Vázquez es la flamante presidenta del Consejo de la Magistratura. Es de carrera, ajena a JL, pero se la identifica como un reproche severo, una mácula. Recibió a Gabi Vázquez a regañadientes y rezongó de lo lindo porque ésta cambió al funcionario que maneja la caja del Consejo. Una obviedad en cualquier organismo, poner en ese lugar a alguien de confianza propia.
Cuando llega diciembre, los cortesanos comienzan a preparar sus valijas. Se avecina la feria, sagrada. No es momento para sentencias disruptivas del máximo tribunal y en enero habrá sólo una guardia. Los cuarenta y cinco días de vacaciones son otra franquicia, menos grave que la canonjía impositiva, más vale.
A partir de enero, el Ejecutivo puede mover ficha. Enviar un pliego o más de uno, con el riesgo de rechazo. O un proyecto de ley que aumente el número de miembros de la Corte, algo accesible con las mayorías habituales del Congreso. Tiene esas barajas en la mano, en medio de una baza difícil. Está por verse si las juega, cómo y cuándo.
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