“Pero cuando se anote el resultado final, la carne y la sangre derrotarán al monstruo maldito.” (Adam Smith)
Hay un montón de cosas que me dan miedo. Algunos de esos miedos crecieron conmigo, otros se me presentaron de grande y llegaron para quedarse. Algunos se han ido, con el tiempo. Pero lo cierto es que le temo a muchas cosas, creo que la gente que no le tiene miedo a nada es porque miente o anda por la vida sin prestar demasiada atención.
Le temo a las ratas, a algunos perros, a cómo habría sido mi vida sin algunas personas y a como sería mi vida si se mueren antes que yo. Esas cosas me dan pánico, de ese miedo antiguo que paraliza, como cuando de chicos escuchábamos un ruido y creíamos, mejor dicho, estábamos positivamente seguros de que había un monstruo horrendo debajo de nuestra cama. Y lo había, el miedo era el monstruo.
Pero cumplimos años y dejamos de pensar así, de revisar detrás de la puerta, de creer que desde cada forma que adquieren las sombras puede asaltarnos una alimaña siniestra. Dejamos de revisar debajo de la cama. Nos confiamos. Y la cosa es que bajamos la guardia, el escudo con el que nacemos, desconectamos la alarma ancestral que siempre nos acompañó y caemos en la trampa más absurda e inevitable de todas: crecer. Y ahí pisamos el palito. Porque un día, aunque seas grande, aunque las sombras desde hace mucho tiempo son sólo sombras, un día, los monstruos reaparecen. Y te das cuenta de la obviedad y si no te paralizara el pánico te gustaría palmearte la frente para amonestarte por no darte cuenta antes.
Un día vez una foto, es la mano arrugada de un viejo, sabés que esa mano es de un asesino, torturador, secuestrador de niños. Eso no te da miedo, te da bronca e impotencia, pero ya no miedo, hasta que leés el papel que sostiene en su anciano puño. En el papel, escrito con su letra, dice “Jorge Julio López”, y ahí te das cuenta que ése es el Viejo de la Bolsa, el que de chiquita te decían que se llevaba a los nenes y no los devolvía. Y ése es el monstruo horrible que se escondía debajo de la cama. Es él. Miguel Etchecolatz es la sombra de las pesadillas, el ruido de pasos en la nada, la amenaza invisible que bajaba la temperatura de la habitación, de noche. Es él.
Pero ahora el monstruo es enjuiciado, justamente, por su vida monstruosa. Pero el monstruo amenaza, todavía quiere regodearse en la impunidad que ya no tiene con su cinismo denso, e invoca a un dios que de existir ha de ser una abominación terrible.
Pero ahora los monstruos van presos, cosa que no pasaba cuando eras chiquita, que siempre se escapaban por algún recoveco de los sueños, por la ventana, o se esfumaban en el aire cuando alguien tenía la bella idea de encender la luz. O cuando tu mamá te tomaba de la mano o acariciaba tu cabeza, que era otra forma de iluminar.
Y está bien que ese monstruo te despierte el miedo visceral que en la infancia te generaban las cosas más horribles que podía inventar tu imaginación, que siempre fue un poco desaforada. Pero de chica no sabías que la Justicia tranquilizaba, ahora tenemos eso a favor. Porque ahora los monstruos, que existen, no ganan. Ahora los monstruos se pudren en la cárcel.
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