viernes, 21 de noviembre de 2014

La filosofía de la praxis La lucha debe ser colectiva

A 35 años de la visita de la Comisión Internacional de Derechos Humanos a la Argentina y de la ocupación política de la Plaza de Mayo de parte de las Madres.

Demetrio Iramain

En septiembre pasado se cumplieron 35 años de la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la OEA, realizada al país en pleno terror dictatorial. El hecho marcó un momento importante en la lucha por denunciar el horror ante el mundo, y exponerlo con toda su crudeza ante los ojos de la sociedad argentina. Sin embargo, resulta conveniente señalar un aspecto particular de ese acontecimiento, no siempre destacado: el singular aporte de las Madres de Plaza de Mayo.

La visita de la CIDH se produjo tras la repercusión internacional alcanzada por las denuncias formuladas por los familiares de desaparecidos, encabezados por las Madres y grupos de exiliados, especialmente durante el Mundial de Fútbol de 1978. Entre los efectos de esa campaña hubo dos muy significativos, y de carga inversa: por un lado, aumentó la represión sobre las Madres, que durante el año 1979 casi no pudieron marchar en la Plaza de Mayo. Y por el otro, la visita de la Comisión de la OEA, anunciada públicamente en mayo, con el objeto de recibir denuncias de los familiares de los secuestrados y comprobar su grado de verosimilitud.

La llegada de la Comisión se produjo recién el 6 de septiembre de 1979. A la dictadura no le quedó más remedio que aceptar la venida, lo que provocó una crisis al interior de la Junta, entre sectores que no querían consensuar absolutamente nada "con la subversión" (el comandante del III Cuerpo de Ejército con asiento en Córdoba, Benjamín Menéndez, llegó a declarar su "dolor al tener que hablar temas argentinos con extranjeros"), y el dictador Jorge Videla, quien veía en el manejo diplomático de las presiones por los Derechos Humanos la posibilidad de mejorar ante el mundo la imagen de su gobierno, y favorecer su política económica.

Las Madres, si bien veían con agrado la llegada de la CIDH y se preparaban para brindar testimonio, sabían que entre la fecha del anuncio y el día del arribo al país, los militares se darían a la tarea de desmantelar campos de concentración, asesinar desaparecidos, y alterar pruebas de sus crímenes.

El mismo día que la Comisión empezó a recibir declaraciones, la Selección juvenil de fútbol obtuvo el título mundial en Japón. La dictadura, entonces, volvió a viciar el sentimiento futbolero y las creencias nacionalistas que afloran con los éxitos deportivos, para desvirtuar las denuncias. A través del relator José María Muñoz se convocó al pueblo a festejar el triunfo, no en el Obelisco, sino en la Avenida de Mayo, donde la misión internacional había instalado transitoriamente sus oficinas, para mostrarles "a esos señores de la Comisión cuál es la verdadera cara de la Argentina".

La provocación no surtió efecto. Mucha gente que se acercó hasta la Avenida de Mayo, lugar no habitual de festejos populares por hazañas deportivas, se enteró sin mediaciones periodísticas, del drama que miles de familias argentinas estaban sufriendo. Tras la partida de la Comisión, las Madres se propusieron, con éxito, recuperar la ocupación política de la Plaza de Mayo, que mantuvieron hasta hoy. Las Madres, por su parte, fueron recibidas por la Comisión Interamericana en forma separada del resto de los grupos de familiares. En el primer tomo de su libro de investigación sobre la Historia de las Madres, el periodista Ulises Gorini afirma que "de algún modo, ese gesto fue evaluado por ellas como una especie de reconocimiento a su propia identidad, y efectivamente lo era". Las Madres ingresaron todas juntas a dar su testimonio, no individualmente. Como lo hacían a los patrulleros o las comisarías toda vez que eran detenidas, las Madres ingresaron a las oficinas de la CIDH de a muchas. Ese gesto de las Madres y ese reconocimiento por parte de la Comisión, eran reveladores del éxito de sus primeros pasos en la lucha: tenían ya su propia identidad. Eran todas o ninguna. A las Madres había que aceptarlas como eran. Distintas. Únicas. Originales. Producto de las circunstancias particulares de la represión y las formas de resistencia creadas por el pueblo.

Según el testimonio de Hebe de Bonafini recogido en el libro de Gorini, "quisimos que nos recibiera a todas y fuimos 150 porque ése era el límite de las que podrían entrar en el lugar. Los demás organismos iban de a dos o tres, solamente los dirigentes. Nosotras no queríamos eso. Queríamos que nos reciban a todas y no a una por una sino juntas, y ellos lo aceptaron. Eso fue muy importante para nosotras, que nos gustaba hacer las cosas colectivamente". Esa condición colectiva, ese antiburocratismo, esa horizontalidad que con el tiempo, fruto de su praxis, consolidó una sólida representación que aún hoy sintetiza Hebe, son constitutivas en las Madres. Están con ellas desde el 30 de abril de 1977. Fue esa necesidad la que las empujó a la Plaza. Entre otras enseñanzas, las Madres dejan una muy sencilla y a la vez definitoria: al capitalismo no se lo puede enfrentar de a uno. La lucha es colectiva. Y es de clase.

El recorrido de las Madres es testimonio de esa certidumbre. Ellas le pusieron el cuerpo a esa síntesis ideológica y subjetiva. No lo teorizaron a la distancia, cómodas en su singularidad. En el camino aprendieron a rechazar todas las trampas tendidas por el sistema: la impunidad a cambio de la exhumación de los cadáveres de sus hijos, las indemnizaciones económicas y la memoria impolítica del llanto y la capitulación de los ideales de revolución. En un gesto conmovedor, de desprendimiento y generosidad absolutos, las Madres socializaron la maternidad. Convirtieron el lazo filial que los unía con sus seres más preciados, con su máxima creación como mujeres, en un vital vínculo político. De a poco se fueron desprendiendo públicamente de las fotografías de cada uno de sus hijos o hijas, de sus fechas de desaparición, de sus historias individuales, de sus nombres. Desbordaron de sus pañuelos blancos las señas de sus hijos, para coser en punto cruz una única consigna, común para todas: "Aparición con vida de los desaparecidos". Demostraron que la única memoria posible, aquí en el Sur, es política, recuerda la vida, reivindica la lucha, y se niega a aceptar la muerte en cualquiera de sus manifestaciones.

Su único misterio es no querer nada para ellas, sino hacerlo todo en función de un interés mucho más amplio, generoso: el pueblo, sus iguales de clase. He ahí su garantía, su ADN revolucionario.

Infonews


 

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