La idea que organiza el discurso opositor, siempre en línea con el de los grandes medios, es la que dice que en la Argentina se cierra un ciclo. Si entendemos la frase en términos institucionales, no puede negarse que en diciembre de 2015 empieza un nuevo capítulo, igual que cada vez que hay elecciones presidenciales. Desde el punto de vista político hay, además, un punto incuestionable que es el hecho de que el impedimento constitucional de una nueva reelección hace que estemos ante una novedad respecto de las elecciones de la última década: quien defienda en la boleta la continuidad de la actual coalición gobernante no será ninguno de los líderes que gobernaron desde entonces. Si dejamos las cosas ahí, no hay ningún motivo para ponernos de acuerdo en que estamos ante un fin de ciclo. Pero entonces no habría motivo alguno para que la oposición parlamentaria ejerza el tipo de resistencia que ejerce contra cualquier iniciativa que venga del Gobierno; una resistencia que –como en el caso de la negativa a habilitar el consenso necesario para completar la Corte Suprema– rebasa cualquier límite razonable de la lealtad política democrática. Con el argumento de que es el gobierno que asuma en diciembre del año próximo el que ejecute el trámite constitucional para las designaciones necesarias en el máximo tribunal, las oposiciones han pasado lisa y llanamente a subordinar el orden constitucional argentino a sus tácticas políticas. Ciertamente, la práctica no hace mucho juego con la prédica de esa misma oposición a favor de las instituciones republicanas presuntamente agredidas por el Gobierno.
De esta belicosidad política se desprende que con el famoso “cambio de ciclo” se está haciendo pasar un grosero contrabando político. Si ese cambio habilita el entusiasmo por la futura derogación de leyes que fueron pilares de la política de estos años, el ciclo cuyo cierre se describe (o más que describirse, se proclama y se desea) es de otro carácter, de algo que suele llamarse un ciclo histórico. Es decir, lo que se augura es el fin de un tipo de políticas que ha construido una distancia innegable con aquellas que aconsejan los grupos de poder económico concentrados del país y sus tramas internacionales. Es aconsejable que quien quiera conocer el programa político y económico de este nuevo ciclo que se grita de manera unánime desde dirigentes y partidos que se reivindican parte de tradiciones políticas históricamente enfrentadas en el país, no recurra a ninguna plataforma partidaria. En ellas va a encontrar generalidades bienpensantes que concilian todo: las mejoras de la educación con la rebaja de los impuestos, la promoción industrial con la liquidación de todo rol activo del Estado en el control sobre las importaciones, la supresión de las retenciones y la anulación del Impuesto a las Ganancias para los asalariados con un crecimiento en flecha del presupuesto para salud y educación; en esos papeles todo es posible. El verdadero programa del nuevo ciclo no está ahí; está en los discursos en la Sociedad Rural, en el Coloquio de IDEA, en las iniciativas de redes internacionales neoliberales en las que suele participar la derecha local de la mano de Aznar y de Vargas Llosa. Lo que ocurre es que, según parece, no es aconsejable que ese programa se enuncie de esa manera tan explícita, que evoca, además, de manera muy fiel, otros programas “de salvación nacional” y cambio de ciclo enunciados en otros momentos de nuestra historia. Las proclamas de la Asamblea Permanente de Entidades Gremiales Empresarias a comienzos de 1976 tienen un enorme parecido a las que hoy se hacen circular desde grupos que heredan esa ideología; y fueron después satisfechos por el golpe de marzo de ese año y su proyecto político y económico.
Es más difícil y problemático afirmar la caída de un ciclo histórico que describir el hecho real de la cercanía de un nuevo capítulo político-institucional. Porque los ciclos históricos son, por regla general, más largos y menos dependientes de coyunturas electorales. Para ejemplificar: en la Segunda Guerra se abrió el ciclo histórico y mundial de un capitalismo regulado cuyas primeras experiencias venían de décadas atrás en algunos países del norte europeo. Fue el tiempo de la intervención activa (“keynesiana”) del Estado en la economía, de las medidas de seguridad social dirigidas a trabajadores y capas vulnerables de la sociedad, de la afirmación de la propia soberanía nacional, condición de la eficacia de los nuevos roles del Estado. Un ciclo histórico es una tendencia predominante y no una descripción unitaria y completa de cada uno de los procesos políticos que transcurren en su interior. Así y todo, nuestro país –contra los que pretenden instalar una supuesta excepcionalidad argentina respecto de las tendencias mundiales– fue parte de ese ciclo: el peronismo inaugural fue su producto más característico y no solamente a escala nacional.
¿Cuál es el ciclo en el que estamos? No cabe duda de que es el que nació de la crisis capitalista de los años setenta del siglo pasado. Es el que alcanzó hegemonía política con los gobiernos de Thatcher en el Reino Unido y de Reagan en Estados Unidos y terminó de imponerse a escala mundial con la caída del Muro de Berlín en 1989 y la posterior implosión del socialismo regido por la Unión Soviética. También aquí, la historia del país participa de los rasgos centrales de ese ciclo. La dictadura empezó la ruta de la reestructuración neoliberal, no solamente con su programa desindustrializador sino también y principalmente con el escarmiento terrorista desatado contra los trabajadores y el movimiento popular. Sería en aquel gran parteaguas mundial que fue 1989 cuando asume Menem y comienza la más completa hegemonía política y cultural del neoliberalismo. A ese ciclo pertenece nuestra decadencia nacional, primero progresiva y luego radical, que desembocaría en los acontecimientos agónicos de diciembre de 2001.
Claramente, el ciclo neoliberal no ha terminado. Las políticas de “austeridad” en los países europeos, que consisten en luchar contra la crisis con las mismas recetas y los mismos líderes tecnocráticos trasnacionales que la causaron, muestran que mundialmente hablando, el lenguaje político principal de nuestros días sigue siendo el del capitalismo globalizado; el de quienes predican la decadencia de los estados nacionales, la plena libertad de los mercados y la promoción de la desigualdad como motor del desarrollo económico. Políticamente, este lenguaje ha logrado convivir con la democracia representativa, sobre la base de imponer una regla no escrita que invalida cualquier experiencia de autonomía política que se atreva a de-
safiar la ley de los “mercados”. Pero el ciclo está en crisis. Nuestro propio derrumbe de 2001, que en su momento fue predominantemente interpretado como el fracaso de la clase política, se reveló como un capítulo de esa gran crisis mundial. Antes había sido la crisis de México, la del sudeste asiático, la de Rusia y la de Brasil, entre las más importantes. Después vendrían otras, entre las que tiene fundamental importancia histórica la de las hipotecas subprime de Estados Unidos que proyectó mundialmente la crisis capitalista y fue el impulso de la grave situación actual de la Unión Europea.
El momento actual es, entonces, un ciclo de crisis del capitalismo hegemonizado por el neoliberalismo. A esa crisis pertenece el proceso de transformaciones políticas en el sur de América; acaba de decir el célebre filósofo Gianni Vatimo que estos procesos son la única novedad política en el mundo de las últimas décadas. El signo principal de este ciclo crítico es la recuperación del Estado nacional, como herramienta de conducción y regulación de los mercados; su sentido predominante es el de construir un nuevo patrón de gobernabilidad que no consista en la conformidad de los grandes poderes fácticos con el rumbo político asumido. Recuperación de recursos naturales, fortalecimiento del área económica pública, desendeudamiento, políticas de ingreso dirigidas a ensanchar la demanda desde los sectores antes excluidos o semiexcluidos del mercado, promoción de la organización de los sectores populares son los dispositivos que, con diferente intensidad, se han desarrollado en estos países.
La idea de que termina el ciclo signado por este desafío a las reglas de juego del neoliberalismo es tan válida como cualquier otra. Pero está lejos de ser una verdad indiscutible. Al menos las elecciones en Bolivia, Brasil y la primera vuelta en Uruguay no le dan mucha autoridad a la tesis. Nadie puede negar que, a pesar de las modulaciones propias de cada país con que se han realizado los cambios, el gran hilo común que une estas experiencias es la feroz resistencia de los grupos de poder económico concentrado, articulados por los holdings empresarios dominantes en el mercado de la comunicación. Un ciclo histórico no se termina cuando así lo proclaman sus enemigos sino cuando perdió definitivamente su atractivo y su función. Una voz, a la que la derecha argentina dice respetar, es la del papa Francisco. Pues bien, el Papa acaba de reunirse con líderes de movimientos populares, entre ellos el presidente de Bolivia, Evo Morales. Y ahí ha hablado, en sus palabras y con sus formas, del ciclo neoliberal. Ha hablado de una sociedad mundial que descarta a grandes masas de sus miembros para defender un sistema que hace del dinero su dios. Ha dicho, además, que la pobreza no reclama solamente compasión sino respeto y acompañamiento a los movimientos populares que luchan. Al Papa, definitivamente, no lo pueden utilizar ideológicamente los conservadores de ningún país del mundo.
Quienes defienden la plena restauración del neoliberalismo en el país no han encontrado todavía una fórmula política eficaz. En la base de esa carencia está la dificultad de recomponer la coalición social menemista después de doce años de fuertes transformaciones que han impactado fuertemente en los sectores populares.
09/11/14 Página|12
No hay comentarios:
Publicar un comentario