jueves, 9 de enero de 2014

UNA VUELTA AL CHAPERIO

Por Mario Yannoulas Con tristeza anunciamos el cierre de los eventos de noche de nuestro querido galpón El Chaperío. El Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, de la mano de su Policía Metropolitana, clausuró el local, dejando en claro una vez más cuál es el modelo de ciudad que quieren: una que sea toda como Palermo, careta, aburrida, sin pasión, mentirosa. Seguiremos con la movida de encuentros musicales y baile y fiestas con bandas en otros lados, resistiendo. Así dice el comunicado que, a partir del 10 de diciembre del año pasado, se puede leer en el muro de Facebook de El Chaperío. ¿Qué es El Chaperío? Al lado de los perpetuos muros del cementerio de Chacarita, un grupo de hombres sin techo enciende fuego para elevar la temperatura de un atardecer frígido. Justo enfrente, la portezuela de chapa es elocuente sólo para el que está avisado. Sobre la calle Jorge Newbery al 4800, rodeado por vías ferroviarias, puestos de flores y humos de crematorio, está el lugar donde no había más que oscuras mitologías urbanas aplastadas bajo un montón de chatarra cuando Facundo Cadavid y compañía llegaron, a comienzos de 2011. “Arriba vivía un señor, estaban estos dos baños y armamos un escenario con palos de quebracho. Era una pila de cosas de todo tipo, desde autopartes hasta colchones, bolsas de basura. Ahora guardamos los tambores ahí. Originalmente, fue un taller mecánico del ferrocarril, después estuvo ocupado mucho tiempo, vivía un montón de familias, y al lado había un desarmadero. En ese tiempo el barrio era picantón, gente de la zona me dijo que pasó algo cerca de la vía, que alguien murió, vino la policía, pasó otra cosa y finalmente lo desalojaron”, recapitula Facundo. Al lado, la fundación Tierra, Techo y Trabajo activó para convertir el espacio lindante en terreno útil. “Acá no pasaba nada, habían intentado hacer fiestas muy esporádicamente, sin tirar una raíz ni convertir el lugar.” Desde su llegada, cada vez más gente volvió de El Chaperío con la sensación de haber vivido la efervescencia festiva que se podía percibir en la ciudad antes de Cromañón. Si la idea original había sido montar un club de día basado en talleres, la poca infraestructura y la fama del barrio inclinaron hacia la formación de un club de noche. “Nos propusimos hacer un espacio donde se pudiera tocar en vivo y el artista tuviera una retribución acorde a su laburo”, cuentan. La decisión fue poner a La Chata y Sus Doblados, banda en la que canta Facundo, como orquesta residente. “Para empujar la propuesta artística, una combinación de intervenciones de grupos de tambores, orquestas en vivo, bandas de quince o veinte músicos, siempre con la premisa de que hubiera ritmos bailables, que es lo que nos pasa como generación de músicos: baile, mucho tambor, vientos, melodías pegadizas..., música en vivo con entrada popular.” Hoy, el ingreso vale 30 pesos y hay 2x1 en la barra hasta la 1. “Se empezó a correr la bola, más que nada porque había un modelo de gestión muy claro, con la premisa de que el 70 por ciento de la puerta fuera para el músico, aún sabiendo que la guita está en otro lado: en la calle Corrientes y en Sonic Youth, no en el under. El modelo es transparente porque somos músicos, no bolicheros. El lugar tiene casi cuatro años y, además de La Chata, que es el emblema, hay otras bandas que vienen desde el comienzo y son parte de una generación que crece, que tiene que ver con ritmos latinos, cumbia, afro beat y esas historias.” Una vez situada la función de noche –ahora suspendida por disposición del Gobierno de la Ciudad–, el espacio se legitimó y pudo reinstalar el movimiento diurno con más éxito, hasta armar un Club Social, Deportivo y Cultural en el que actualmente se dictan cursos de trapecio, acrobacia, tela, percusión, danza, teatro, fútbol y boxeo. “Para la ciudad y sus músicos, lo mejor sería que hubiera un Chaperío en cada barrio, pero sabemos que hay muchas fuerzas que coaccionan para que eso no pase, el propio contexto en la ciudad es adverso para la cultura; la legalidad y las cosas oscuras presionan mucho. De a poco, todo se convierte en Palermo. Uno apunta a un modelo de club de barrio aggiornado al siglo XXI. En su momento, la ciudad tenía los clubes de barrio, los bailes, deportes, la timba. Somos de acá, y creemos en eso.” En el medio del galpón, una bolsa de boxeo proyecta su incansable sombra sobre la quietud general. Un poco más al fondo alguien abre dos compuertas, desnudando el perímetro alado de una flamante canchita de césped sintético que reluce al atardecer. Sentados sobre la franja del juez de línea, los integrantes de La Chata, que editaron A pelo el año pasado, pretenden dar cuenta de la obsesión de las nuevas generaciones. “Antes había un esquema de que estaba el boliche o ibas a ver una banda de rock –explica Esteban, miembro de la orquesta–. Nuestra música y la de otras bandas que vienen es bailable, entonces se fusionó la fiesta, el salir, con ir a ver una banda. Aparecieron los ritmos latinoamericanos, toda esa cosa bailable que mezcla gente de distintos lugares.” ¿Son parte de una generación que perdió la fe en el rock? Esteban: Somos una generación que vivió Cromañón siendo público. Muchas de las orquestas que están sonando ahora lo son. Dentro del mercado del rock es muy difícil dar vuelta la historia de pagar para tocar, de venderse..., hay una industria que está encima de eso. Facundo: Lo generacional trascendió a los géneros. Hay mucha gente tocando cumbia que no está entrando al circuito histórico de hacer siete shows por noche en bailantas. Hay toda una generación que está viajando por Latinoamérica, y nosotros laburamos así: cuando podemos, viajamos y traemos tambores. Siempre nos estamos moviendo

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