domingo, 5 de enero de 2014
Cuando los reyes no son magos
Qué épocas. Entonces no había cortes de luz y Viena brillaba como el nuevo faro de Europa. Corría 1814 y este año se cumplen dos siglos de aquel encuentro de la realeza. Magnífico. Como Marx sentenció años después, Napoleón, en su afán de poder imperial, había paseado las ideas de la burguesía por todo el continente. Los reyes, príncipes y princesas veían temblar los cimientos de su poder. Vivían de guerra en guerra pero también de intriga en intriga y de componenda en componenda. El gran arquitecto de aquel Congreso de Viena había sido el elegante Klemens Von Metternich, el mismo que había convencido al emperador Francisco I unos años antes de que entregara a su hija María Luisa al lecho del pequeño corso. Sí, aquella princesa, con sus 19 añitos, entraba en las grandes ligas francesas al casarse con un veterano Napoleón Bonaparte que a sus 41 ya se había convencido de que Europa era suya. Sí, la austríaca María Luisa se convertía emperatriz consorte de los franceses en 1810, justo cuando los españoles veían a su rey Fernando VII preso del pequeño José, el hermano borrachín del emperador. Un Fernando VII al que el visionario Bernardo de Monteagudo veía dialogando nada menos que con el inca Atahualpa y daba fundamentos para convencerse –y convencer a otros– de que el contrato social entre el monarca y los súbditos americanos se había hecho pedazos. Monteagudo, San Martín, O’Higgins, Bolívar y otros muchos fueron por las armas, de frente. No tenían la pericia política del noble Metternich, visionario de la restauración monárquica. Podría pensarse al austríaco como un mago. Tan mago como muchos futbolistas en el siglo XX: el Mago Helenio Herrera, el Mago Rubén Capria, también el venezolano Jorge el Mago Valdivia y el paraguayo Roberto Cabañas. Metternich la tuvo muy clara: había que aliarse con Napoleón para luego destruir a Napoleón. O acaso el noble austríaco no era un apasionado de Nicolás Maquiavelo. O acaso esa aristocracia de sangre azul no podía ser la mejor representante de la burguesía europea. Metternich estaba convencido de que lo haría mucho mejor que ese corso resentido que conducía un ejército de campesinos también resentidos, conducidos por una oficialidad formada en las mejores academias de los luises.
Qué momento. Tanto temor y tanta astucia al mismo tiempo. Esos eran reyes magos. El corso volvía a medir apenas uno cincuenta cuando intentó llevarse puestos a los zares. Napoleón tendría que haber leído anticipadamente a Tolstoi que contó en Guerra y paz cómo era esa mezcla de espíritu nacionalista patriótico y devoción por los zares. Pero claro, Tolstoi escribiría esa obra mayor medio siglo después, mientras que Napoleón cruzaba con sus ejércitos hacia Moscú hacia 1812, cuando la austríaca María Luisa le mandaba cartas a su papá Francisco I contándole lo chic que era vivir en París. Todo llegaba: Napoleón volvía, con la frente marchita, y los nobles del mundo se unían mucho antes de que Marx les pidiera a los proletarios que hicieran lo propio. Así, en tierras prusianas, una coalición de ingleses, austríacos, húngaros, polacos, prusianos y hasta nobles franceses exiliados batió a los napoleónicos en Leipzig. El Mago Metternich desplegó la diplomacia y dijo que era hora de jugar de local: Viena fue, entre octubre del 14 y junio del 15, la sede de la restauración, donde volvían a tomar fuerza las aduanas interiores, los impuestos reales, los banqueros y, por supuesto, los religiosos católicos del Vaticano y protestantes anglicanos. Todos juntos, carajo, unidos y vigilantes para evitar a los liberales. Muchos críticos de Napoleón decían en la prensa parisina que el emperador se había pasado de listo, que había ido demasiado lejos, que había permitido que se le juntaran tantos enemigos. Los nobles europeos ya tenían preparado el reemplazo: no podía ser otro que un Luis auténtico, un Borbón de pura cepa, un nieto de Luis XV, porque de restaurar la monarquía se trataba. El Congreso festejó en Viena cuando Napoleón abdicaba y respiraba tranquilo cuando lo aislaban en Santa Elena. Pero el emperador escapó y, sin redes sociales ni prensa adicta, logró juntar de nuevo la grande armée. Hay que leer la prosa romántica de Víctor Hugo cuando cuenta la rentrée de la caballería napoleónica llenando de merde las calles de París y la infantería desfilando por el Sena metiendo miedo a la canalla monarquía. Por un momento, el Congreso de Viena pensó que se quedaba a oscuras, como muchos barrios porteños dos siglos después. Pero la luz monárquica volvía. ¡Ay!, hay que volver a Víctor Hugo, cuando cuenta la versión francesa y napoleónica de Waterloo, ese campo belga donde Wellington esperaba con flema inglesa al ejército más temido. Hay que leer cómo fue la mala suerte de ese día caluroso y brumoso del 18 de junio de 1815. Waterloo precedió por tres días al verano europeo. Da la coincidencia de que, apenas 10 días antes, los nobles habían levantado el Congreso. Sabía que, de nuevo, los generales nobles del mundo unidos iban a presentarle batalla al pequeño corso. Sabían que eran tiempos, irremediables, de restauración. Como diría muchos años después un restaurador argentino, en 1955: vinimos a hacernos cargo del poder para que el hijo del portero siga siendo portero. Allí, en las humedades de Waterloo, cuenta Víctor Hugo, ni la guardia de coraceros de Napoleón funcionó. Todo se había coaligado, mágicamente según el relato romántico victorhuguista, para que la burguesía se fuera a pasear de ahí en más en las bayonetas de los reyes y zares. Así, en esa desafortunada mañana belga, los caballos normandos, imponentes, de los coraceros, se desbarrancaban en ese pequeño monte erigido en unos inmensos trigales que solían bañar de amarillo la campiña belga. Napoleón caía y María Luisa, esa señora de sangre azul austríaca, dejaba de ser emperatriz de todos los franceses para seguir siendo lo que siempre era: una Habsburgo, hija del emperador de Austria, heredera de las galas del Sacro Imperio Romano Germánico. Volvió a Viena con el niño que había tenido con Napoleón y que también se llamaba Napoleón y que, a los tres añitos, no le quedó otra opción que la educación restauradora.
Dos siglos después, la realeza europea todavía está viva. Cayeron los socialdemócratas y hasta los bufones como Il Cavaliere, pero siguen en pie Juan Carlos I de España, Guillermo de Holanda y por supuesto la porteñísima y realísima Máxima Zorraguieta. También sigue en pie, aunque con paso lento, doña Isabel de Inglaterra. Y muchísimos más. Como hace dos siglos, tienen banqueros que se ocupan del menudeo, y también variopintos presidentes y primeros ministros elegidos para hacer frente a las zozobras del Estado. Siempre es tentador decir que les falta un Metternich, un mago capaz de poner a una María Luisa en el sillón del imperio adversario, para luego sacarla con honores. Lo que pasa es que los reyes magos no existen. Fueron las barricadas de París, las de 1848, cuando había hambre en Europa, sí, aquellas barricadas de Los miserables de Víctor Hugo (y dale con Víctor Hugo) las que hicieron temblar los cimientos del Congreso de Viena. Sí, en ese 1848 que llevó a Marx y a Engels a escribir eso de que un fantasma –y no un mago– recorría Europa.
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