martes, 26 de febrero de 2013
EL LUNFARDO PARTE 2
El lunfardo de los argentinos (parte 2 de 3)
Y según otro lenguaje codificado
Por Eduardo Pérsico
Cada lenguaje codificado convoca a una complicidad de condición y origen, y el lunfardo de los argentinos, - irónico, procaz o corrosivo- siempre sugiere una humorada compinche. Algo extraño a los guardianes del idioma que lo irían aceptando al comprender su contexto temático y dejaron calificarlo sólo un argot meramente delincuencial, en tanto en principio Benigno Baldomero Lugones, con dos artículos publicados en La Nación de Buenos Aires por 1879, hizo una descripción del mundo criminal y ameritó hablar sobre lunfardos y ladrones en un sentido más amplio. Algo que bien lo apreciaron un siglo más tarde Francisco Laplaza y Miguel Angel Lafuente, al mencionar que siendo escribiente policial, ese Lugones recuperó una anónima cuarteta. ‘Estando en el bolín polizando se presentó el mayorengo, a portarlo en cana vengo. Su mina lo ha delatado’; cuya acepción sería ‘estando en su habitación durmiendo se presentó el comisario: a llevarlo preso porque su mujer lo había delatado’. Y aquí salvo el mayorengo, en desuso hace tiempo por Comisario, bulín, (bolín); apoliyando, (polizando), cana y mina persisten en el siglo veintiuno.
Luego de ese Lugones y en ya en 1884, el abogado penalista Antonio Dellepiane presenta El Idioma del Delito, trabajo donde agrega un diccionario de unas cuatrocientas palabras lunfas, sin apreciar que ese código no sería sólo un recurso carcelario y sí una jerga dialectal tan literaria como la gauchesca; esa otra forma de comunicación entonces mejor calificada. Pero el muy certero José Gobello escribió por 1965: ‘el lunfardo literario, que corresponde llamar lenguaje lunfardesco, es patrimonio de escritores que jamás ejercieron la profesión del delito’, y al reeditarse El Idioma del Delito de Dellepiane en 1967, Juan Cicco prologó ‘el lunfardo, jerga privada de la mala vida porteña cuando este autor la descifrara era un tecnicismo profesional que obligaba rastrearlo en sus avatares morfológicos y semánticos; dificultad que desapareció cuando el lunfardo dominara el habla cotidiana y familiar’. Dos buenas opiniones ante la importancia de esta jerga en inquilinatos y conventillos cargados de inmigrantes con lenguas diversas, donde muchos divertidos giros lunfardescos sirvieron para fraternizar. Y no muy al margen, si advertimos el histórico proceder delictual de la clase alta en Argentina’ el lunfardo debería ser su obligado hablar cotidiano y no así entre los laburantes comunes, menos impunes y protegidos por la Ley…
A fines del siglo IXX y entre el proletariado con mayoría de inmigrantes italianos jóvenes y fuera del mercado laboral precapitalista, se registró la mayor estadística delictual. Un efecto enarbolado por el burdo criterio de Julián Martel en su libro La Bolsa, por 1910, retomado el escritor Juan José Sebreli en Buenos Aires Vida Cotidiana y Alienación, de 1965, quien con su habitual adolescencia revulsiva pontificó ‘el lunfardo devino en el lenguaje común del sector desasimilado que intenta la destrucción simbólica de la sociedad organizada, mediante la destrucción de su lenguaje’. Ignorando ese autor que el pobrerío que él menciona, jamás soñó destruir la sociedad organizada y así los hijos de esos desasimilados, serían los obreros y empleados que por sentirse iguales y sin destruir ningún régimen participaron de la movilidad social más óptima y legítima del país hasta entonces. La producida de 1945 a 1955 con un protagonismo popular que aún molesta a los exóticos y medievales ‘dueños del destino nacional’ de los argentinos.
Excesos, identidades y generaciones
Por carecer de estructura idiomática, prosodia, sintaxis y otras casquivanas de diccionario, el lunfardo no es útil para conversar ni ser escrito. Aunque se rebusquen etimologías o términos transitorios, en lunfardo es imposible conjugar un verbo y eso lo acerca a otras jergas cercanas: el Chabón de los argentinos al igual que Cara entre los brasileños y Huevón a los chilenos, significa torpe, desmañado o desconfiable, aunque según contexto o entonación eso mismo cambia de lo cordial a lo insultante o al revés. ‘No llevemos las afecciones de las ideas al accidente de las palabras’, dijo el venezolano Andres Bello (1781-1865) en su Gramática de la Lengua Castellana; un error que repetirían muchos temerarios al relatar en lunfardo unos pastiches sólo vistos por amigos del autor. De modo arbitrario el lunfardo deja de ‘vestir’ al castellano y algunos letristas tangueros con torpes invenciones mostraron bien debute y posta, (inmejorable), que ninguna expresión popular tiene buen albergue en laboratorios de trasnoche. Escribas seducidos por ese duende coloquial y metáforas del reísmo popular, que exigen conocerse previamente, supieron malversar letras del tango con lunfardías deformadoras del Imaginario Colectivo y la entretela de los argentinos...
Tango y lunfardo son dos perfiles de nuestra identidad. No únicos pero rastro a seguir según lo hiciera Ricardo Rojas en su libro Eurindia, al concebir a la nacionalidad como una síntesis psicológica, un yo metafísico que se hace carne en un pueblo y que halla su lenguaje en los símbolos de la cultura. Una valiosa definición de quiénes somos.
Al desarrollo del lunfardo fueron vitales las multitudes llegadas a Buenos Aires desde 1860 a 1920. Alrededor de 1870 vivían en la ciudad 95.000 nativos y 93.000 extranjeros de distinto origen que en 1895 superaron a los nativos, y por 1920 volvieron a un nativo por cada extranjero. Así no era esperable que las herencias españolas y gauchescas de los argentinos; agredidas por un proyecto agropecuario que excluía a los sectores sin tierra propia, y Alfredo Mascia, en Política y Tango dice que entonces el Compadre, habitante del orillaje respetable por macho y guapo con resabios del culto hispánico, era expulsado de su sitial por el progreso indetenible. Pronto ese prestigio tuvo imitadores en el Compadrito, un sustituto que sin la proyección del compadre otrora dueño de voluntades políticas y casi solitario, que tan bien mentara Jorge Luis Borges en su poema El Tango; ‘aunque la daga hostil o esa otra daga, el tiempo, los perdieron en el fango, hoy, más allá del tiempo y de la aciaga muerte, esos muertos viven en el tango’…
Ya entonces Argentina, país inmigratorio con el grupo latino mayoritario en número, aunque la sociedad se dispuso integrar a todos con una instancia política donde sin mencionar el efecto y la causa, el Estado se mostró muy eficaz. Al menos en la asimilación de las migraciones al darles puntos de fusión a semejante avalancha muticultural: la escuela pública lacia gratuita y obligatoria, más el matrimonio civil, jugaron a favor de una identidad nacional que subyace en la imaginación popular. El Estado instituyó obligatoria la escuela pública y como una consecuencia acaso no buscada por ese mismo Poder, floreció en lectores y una industria cultural que fijaría muchas pautas de nuestra conducta social.
En De la Colonia a la Inmigración, el tan preciso don Raúl Puigbó nos ilustró que la participación de los extranjeros fue muy alta en materia económica y aún social a través del matrimonio, y resultó casi nula en la participación política. Donde por tanta diversidad cada grupo pretendía imponer su característica, con más las diferencias entre viejos y jóvenes del mismo origen donde los descendientes querían acriollarse con hábitos de la nueva tierra y sus improntas de modernidad. Hasta existieron diferencias entre inmigrados de la misma región y hasta alguna confrontación generacional silenciada, en tanto el contacto entre los iguales en edad pero distintos hábitos y origen, generó expresiones para compartir y compañerear, si cabe el vocablo. Pronto los hijos de inmigrantes afirmarían su modo verbal generalizador y comprensivo, con asimilación entre 1900 y 1930 cuando hijos y nietos de la inmigración coincidieron en cierto arquetipo transgresor y punto de fusión de las identidades. En ese caldero de latinos y eslavos con musulmanes católicos y judíos, el habla generó la expresión unificadora de civilizaciones diversas, y si el lenguaje es un transformador de la realidad, durante la primera mitad del siglo veinte, en Buenos Aires el hablar lunfardo resultó un recurso desalienante y aglutinador del gentío de los conventillos, y librarlos en algo de tantos precintos idiomáticos que entorpecían la integración. Apenas eso…
GB
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