domingo, 9 de noviembre de 2014

Estado de gracia Por Adrian Murano

Los argentinos, a favor de la presencia estatal

YPF, al mando de Galuccio, es una de las empresas recuperadas para la gestión estatal. 

A contramano de los noventa, una encuesta revela que en el país se ve con buenos ojos la intervención del sector público en áreas clave de la economía. La contracara: la imagen de las empresas está por el piso. Razones y desafíos de una recuperación histórica.

Dicen que el ser humano es el único animal capaz de tropezar dos veces con la misma piedra. Los argentinos, está claro, no somos una excepción. Pero hay lecciones que, de tan dolorosas, dejaron enseñanzas imborrables. Una de ellas: destruir al Estado fue un suicidio social.

Una encuesta realizada por la consultora Ipsos Mora y Araujo revela que la mayoría de los argentinos hoy tenemos una percepción positiva del Estado, que valoramos su intervención en áreas estratégicas y pedimos que su influencia se extienda a rubros todavía dominados por la lógica voraz del mercado. La contracara: desconfiamos del sector privado y la reputación de las empresas está por el piso. El sondeo ratifica el cambio de época en el país y en la región, donde gobiernos de raigambre popular siguen ratificando su liderazgo en las urnas aun frente a la intensa oposición del establishment que financia violentas campañas que buscan torcer la voluntad de los pueblos. Y es un aviso para los políticos argentinos con aspiraciones electorales que coquetean con encabezar la restauración conservadora que los sectores concentrados de la economía reclaman a viva voz.

Para la Argentina que refleja esta encuesta, el estallido del 2001 equivalió a un big bang. Luego de que la dictadura impusiera a sangre y fuego el germen anti-Estado que las políticas neoliberales de Carlos Menem convirtieron en enfermedad mortal, el pusilánime gobierno de Fernando de la Rúa se derrumbó por el peso de un país cargado de desempleo, pobreza y desigualdad. Lejos de las virtudes que los economistas mediáticos suelen adjudicarle al “mercado”, la eclosión de la Argentina fue un ejemplo mundial de las consecuencias que sufren los países que abjuran de sus Estados. De hecho, dos premios Nobel de Economía, Paul Krugman y Joseph Stiglitz, tomaron como referencia al país para describir las calamidades que se abaten en las naciones que viven bajo la dictadura del mercado.

A Stiglitz y Krugman, es cierto, los premiaron por criticar las perversiones en los mercados, pero sin acusar al sistema, al que siguen considerando virtuoso. Sus observaciones, sin embargo, sirvieron para reponer en el centro de la escena al Estado, que el neoliberalismo intentó erradicar. En la Argentina, aquel temporal ideológico arrasó primero con las empresas públicas, entregadas al sector privado bajo la modalidad de negocio llave en mano, y destruyó luego la presencia estatal en sectores clave como educación, salud y seguridad. La retracción estatal minó la autoridad gubernamental, creando un sistema vicioso que favoreció la expansión de monopolios y oligopolios que se extendieron como una plaga sin control, destruyendo el sistema productivo argentino y su tejido social.

Frente a esas evidencias históricas, parece mentira que en la Argentina todavía hay quienes repiten que la única función del Estado debe ser la de “controlar”: un Estado pobre, diminuto y desvalido es incapaz de controlar los abusos de los dueños del dinero y, por lo tanto, del poder real. Por ese motivo, la crisis que estalló en diciembre de 2001 dejó, entre otras lecciones, un menú urgente de tres pasos: restituir la autoridad presidencial, reconciliar a la política con la sociedad y recuperar al Estado como herramienta redistributiva y correctiva en la puja con el poder real. Con fina sensibilidad para percibir el humor social, los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner fueron labrando la reconstrucción del Estado a medida que afirmaban su empatía con las mayorías populares que aún hoy, luego de doce años de mandato, siguen teniendo una mirada positiva de la gestión K. Así lo mostró una encuesta de Poliarquía, difundida por el periódico opositor La Nación, en la cual un 40 por ciento de los encuestados hizo una evaluación favorable de la tarea del Gobierno. El mismo sondeo marcó que un 50 por ciento quiere “cambios moderados” en la próxima gestión, con continuidad de políticas públicas que implican fuerte presencia estatal.

El trabajo que el sociólogo Luis Costa realizó para Ipsos Mora y Araujo ratifica que la mayoría de los argentinos dejó atrás la demonización del Estado que alfombró la depredación de los noventa, e incluso pide más. Siete de cada diez consultados dicen que las empresas de servicios públicos “deben ser del Estado”. El 57 por ciento quiere lo mismo con las empresas del transporte, rubro en el que la demorada estatización tuvo como peor saldo las 51 muertes evitables de la tragedia de Once. Del mismo modo que aquel episodio trágico convenció al Gobierno de retomar para el Estado la gestión de los ferrocarriles, la depredación de Repsol que derivó en crisis energética empujó a retomar las riendas de YPF, la petrolera de bandera enajenada en los noventa y explotada a destajo por la firma española bajo la falsa premisa de que la gestión privada es más eficiente que la estatal. Con todos los indicadores de la compañía en alza, el presidente designado por el Estado, Miguel Galuccio, acaba de ser consagrado como CEO del año por sus pares del ámbito privado en una encuesta de El Cronista Comercial.

Con menos vocación estatista que la que se le asigna, el Gobierno fue recuperando el control de algunos servicios públicos a medida que el sector privado fue dando muestras de déficit en la gestión. Una de las primeras firmas recuperadas fue Aguas Argentinas, hoy AySA, que se transformó en una herramienta crucial para avanzar en tendidos de redes de agua potable y cloacas que sus anteriores accionistas privados habían abandonado en nombre de la rentabilidad. La mejora en la gestión de AySa –a manos del sindicato bajo gestión estatal– hizo que la empresa ya casi no figure en el ranking de quejas que la Secretaría de Defensa del Consumidor elabora en base a los reclamos de los usuarios. Al frente de ese listado, por lejos y desde hace años, están las empresas de telefonía celular, un negocio fabuloso para las telefónicas que el Gobierno ahora se propone regular a través del programa Argentina Digital. Aunque anunciada con cuestionable demora, la regulación va en línea con lo que refleja la encuesta de Ipsos, dónde el 55 por ciento reclama que las empresas de telefonía vuelvan a manos del Estado. Eso, en principio, no ocurrirá. Pero la declaración de la telefonía celular como servicio público permitirá terminar con los abusos que las telefónicas perpetraron en un mercado que se desarrolló a discreción.

La confianza de los argentinos por el sector público llega incluso a lugares que los privados creían inexpugnables: cuatro de cada diez argentinos creen que las empresas de consumo masivo deberían estar en manos estatales. El dato se vincula con otro resultado contundente: el 71 por ciento de los consultados acusan a los supermercados y a las empresas por los incumplimientos en el programa Precios Cuidados, que el Gobierno lanzó como un modo de amortiguar la inflación, pero que terminó siendo un eficaz mecanismo para visibilizar el rol de las empresas en la formación de precios.

En la encuesta, más del 50 por ciento de los consultados se mostró a favor de que el Estado ejercite el control de precios de los alimentos básicos y los servicios, un resultado que contradice la formidable campaña “anticontroles” que los medios afines al establishment llevan adelante desde que Precios Cuidados entró en vigor. Según relevó Ipsos, otro país de la región en el que más de la mitad de la población valora que el Estado controle los precios es Brasil, donde acaba de ser ratificada en la presidencia Dilma Rousseff. No parece casual que en ambos países los medios masivos utilicen argumentos idénticos para fustigar a los gobiernos: las multinacionales que suelen financiar a esos medios, parece, no sólo se transfieren productos sobrefacturados entre sí. Por lo visto, también comparten los contenidos de las campañas de prensa con las que buscan manipular a la opinión pública en beneficio de sus intereses corporativos.

Por cierto: la corrupción de los funcionarios de gobierno facilita que esas campañas impacten en la población. Y los casos de gestión deficiente y/o corrupta en el sector público ofrecen flancos débiles que son y serán aprovechados por los comunicadores adictos al mercado. Es indispensable que los gobiernos generen anticuerpos que protejan al Estado de las bacterias que amenazan a su revitalizada salud.

A contramano de la valorización del Estado, la reputación del sector privado está por el piso de la consideración popular. Seis de cada diez argentinos creen que las empresas mienten cuando se refieren a la situación de sus compañías, y una cifra similar –62 por ciento– cree que es mejor un país con más cantidad de empresas públicas que privadas. El accionar especulativo y rentista de las empresas explica el descontento de la sociedad con el sector privado. Un ejemplo: en septiembre de 2011, con ventas y producción por las nubes, el 67 por ciento de los argentinos tenía una valoración positiva de la industria automotriz local. Tres años más tarde, en marzo de este año, Ipsos detectó que la reputación cayó al 16 por ciento y seguía en picada. ¿Qué ocurrió en el medio? El Gobierno denunció que las terminales boicotearon el plan Procreauto con el que se buscó sostener la demanda del sector. Y la mayoría de la sociedad coincidió.

En el último tiempo las automotrices ofrecieron un buen ejemplo sobre cómo opera el sector privado para someter al Estado: cuando la rentabilidad se achica, amenazan con despidos. El desempleo es la peor acechanza que un gobierno puede tener. Expertos en extorsionar al sector público para obtener prebendas, los sectores concentrados de la economía suelen amenazar con despidos masivos, fuga de capitales, restricción de divisas y elusión fiscal masiva, entre otras calamidades. Obligado a evitar sobresaltos para retener caudal electoral, el poder político es susceptible a las amenazas y cede hasta lo inconfesable con el objetivo de mantener la “gobernabilidad”. Cuánto más débil es el Estado, más frágiles son los gobiernos para afrontar el toma y daca del poder. En la Argentina, el ejemplo más patético de ese sometimiento ocurrió durante el gobierno de la Alianza, cuando las oficinas públicas y hasta el Congreso se convirtieron en escribanías donde se firmaban y sellaban proyectos impuestos por banqueros, importadores, monopolios industriales y oligopolios de telecomunicación, por citar sólo a los más beneficiados. Con más o menos grado de obscenidad, la experiencia se replicó por el resto de la región, hundiendo a Sudamérica en un mar de desigualdades sociales que parecían imposibles de erradicar. Y en el que Estados Unidos, como patrocinante de ese latrocinio, se propuso pescar a través del ALCA, el tratado de libre comercio con el que pretendía convertir a su patrio trasero en un mercado cautivo de su producción. Esta semana se cumplieron nueve años desde que los líderes emergentes de aquella América latina lacerada y humeante le dijeron “no” al ALCA, fundando una nueva era en la región. Ocurrió en Mar del Plata, una bella ciudad balnearia donde la marea de la historia se llevó los restos de un continente en ruinas. Ahora dependerá de los pueblos, y en especial de sus dirigentes políticos, que lo construido no se desmorone como castillos de arena.

Revista Veintitrés

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