domingo, 25 de marzo de 2018

CONTRATAPA 24 de marzo de 2018 42 AÑOS Por Hugo Soriani

El 23 de marzo de 1976, un día antes del golpe, los veintiséis miembros de la familia Vaca Narvaja, entre los que había trece niños, se asilaron en la Embajada de México. Ya habían fusilado a casi toda la familia Pujadas, y ellos recibían amenazas de que correrían la misma suerte.
Días antes, el 10 de marzo, una patota del Comando Libertadores de América, rama cordobesa de la Triple A, al mando del capitán Héctor Vergez, había secuestrado a Miguel Hugo Vaca Narvaja, abogado de origen radical, defensor de presos políticos, dos veces director del Banco Nación de Córdoba y ministro del Interior durante la presidencia de Arturo Frond El 23 de marzo de 1976, un día antes del golpe, los veintiséis miembros de la familia Vaca Narvaja, entre los que había trece niños, se asilaron en la Embajada de México. Ya habían fusilado a casi toda la familia Pujadas, y ellos recibían amenazas de que correrían la misma suerte.
Días antes, el 10 de marzo, una patota del Comando Libertadores de América, rama cordobesa de la Triple A, al mando del capitán Héctor Vergez, había secuestrado a Miguel Hugo Vaca Narvaja, abogado de origen radical, defensor de presos políticos, dos veces director del Banco Nación de Córdoba y ministro del Interior durante la presidencia de Arturo Frondizi.
Según el testimonio de algunos sobrevivientes, Vaca Narvaja padre fue visto por última vez en el centro de detención de Campo de la Ribera, próximo a La Perla, ambos feudos del general Luciano Benjamín Menéndez.


Nada más se supo de él hasta 1983, cuando Valentina Enet, abogada, y Carlos Albrieu, biólogo, pudieron tomar contacto con la familia Vaca Narvaja y contarles lo que cada uno por su lado, de casualidad y en diferentes circunstancias, se habían enterado. Años después, en 2013, los dos repitieron su testimonio en el juicio por los crímenes cometidos en el campo de concentración de La Perla.
Valentina buscaba en 1976 a su hermano Gerardo, que había desaparecido. Ella y su padre lograron una entrevista con el coronel Raúl Fierro, jefe de      Inteligencia de la provincia. Cuando éste se ausentó unos minutos de su oficina por un llamado de su superior, el general Menéndez, pudieron mirar las fotos que el represor había puesto bajo el vidrio de su escritorio. Algunas tenían manchas rojas, como de sangre, otras estaban escritas o tachadas. Pero una, la más grande, les llamó especialmente la atención. Era la de un cuerpo decapitado.
En ese momento volvió el   coronel Fierro. Los sorprendió mirando las fotos y les dijo: “Ah muy bien, muy bien, están mirando mi álbum de recuerdos. Ese cuerpo sin cabeza es el de Miguel Vaca Narvaja, y lo mismo vamos a hacer con todos los padres que andan buscando a sus hijos, esos montoneros marxistas de mierda.”
Valentina y su padre salieron horrorizados, sin poder creer del todo lo que habían visto y escuchado.
El testimonio lo completó durante el mismo juicio el biólogo Carlos Albrieu, quien relató ante el tribunal que junto a un amigo, en abril de 1976, habían encontrado una cabeza humana adentro de una bolsa de nylon, cerca de las vías del tren, en el barrio de Alta Córdoba. “Yo estudiaba en la facultad y había visto cuerpos conservados. A esa cabeza la habían mantenido en formol. Le faltaba un ojo, tenía un bigote muy fino y una nariz larga, afilada. La llevamos con mi hermano a la Comisaría Séptima y esperamos que nos citaran a declarar, pero nunca lo hicieron. Un par de meses después, mi hermano volvió a esa misma Comisaría por un trámite personal, una renovación de su documento, y salió el tema de la cabeza encontrada. ‘Aaah, sí… la cabeza de Vaca Narvaja’, le dijo el suboficial que lo atendía.”
Carlos Albrieu buscó a la familia Vaca Narvaja cuando regresaron del exilio y se reunió con ellos. “Les conté lo que sabía y ellos me mostraron fotos de su padre. Ahí pude confirmar que el comentario del agente de policía había resultado cierto. La cabeza que habíamos encontrado con mi hermano, sin dudas, era la de Miguel Hugo Vaca Narvaja.”

CONTRATAPA 25 de marzo de 2018 Huellas rebeldes

En la columna de Ni Una Menos, un niño lleva la imagen de su abuela. En la pancarta, la leyenda “Hijas y nietas de sus rebeldías”.
En la columna de Ni Una Menos, un niño lleva la imagen de su abuela. En la pancarta, la leyenda “Hijas y nietas de sus rebeldías”. 
Nunca el 24 de marzo empieza cuando lo marca el calendario; nunca desde hace 42 años la fecha corre al mismo ritmo. De la primera vez recuerdo la voz marcial de los comunicados, la sensación de que hablasen de mí, o de mi familia. De mi mamá y sus compañeras, al menos, que eran mi familia. Del segundo no me acuerdo, ni después, hasta q volvió la democracia y, entonces hubo un primero de demanda, de duelo colectivo, de no estar tan sola aunque no haya estado, lo haya leído a hurtadillas en los márgenes de las noticias de los diarios.
Pasó mucho tiempo antes de que encontrara mi lugar en la plaza, un sitio cómodo como para sacarme de encima eso que dijo mi hermano andrés cuando declaró el jueves pasado en el juicio de lesa humanidad que tiene entre sus acusados a Miguel Etchecolatz y a nuestra mamá entre sus víctimas: "Me averguenzo de mi silencio de tantos años, pero esto es también algo que nos hicieron". Aunque no hay nada por qué avergonzarse, aunque la vergüenza es de los asesinos; yo tambien la sentí. Porque cómo no sentirla cuando era tanto lo que sabía y tan poco lo que podía decir públicamente. Puedo perdonarne, era apenas adolescente, estaba aislada; otras lo hacían por mi y era inalcanzable la valentía de la Madres, ellas también me hacían sentir pequeña, que no había hecho lo suficiente.
Dejé de mirar de costado, habité la Plaza recién en 1996, se cumplían 20 años del golpe de Estado y a la hora exacta del aniversario, que también era exacto, y porque ese año era indispensable hacer el recorrido completo encendimos luces propias para marchar desde la Plaza de Mayo. Nos habíamos reunido pocos meses antes en H.I.J.O.S., nos habíamos reconocido todos y todas en esa impotencia de haber crecido aislados en dolores que creíamos individuales, estábamos descubriendo la potencia de hacer del duelo colectivo fuerza y creatividad común para re inventar en nuestros términos, en nuestros cuerpos caminos por los que también perseguiríamos sueños y Justicia, inscribiéndonos en la genealogía rebelde de nuestros padres y madres, y en la de las Madres de la Plaza para poner una voz propia. A la hora exacta del golpe, a la madrugada, sabiendo que era arriesgado convocar a una marcha a las 3 de la mañana, ahí estuvimos y éramos miles caminando con antorchas desde la Plaza de Mayo hasta Tribubales para entregar un Habeas Corpus por cada uno y cada una de nuestros desaparecidos. Tenía sentido la pregunta, porque para nosotras y nosotros, no estaban muertos, aunque lo supiéramos. Estaban desaparecidos, desparecidas. Y todavía fantaseábamos con que podían volver, con que la tortura les hubiera hecho perder la cabeza, que podían ser esa figura perdida en el fondo de un colectivo. Entonces que nos dijeran dónde estaban, que el Estado se hiciera cargo. Terminamos abrazadxs después de esa acción que parecía simbólica pero era bien concreta. Estábamos preguntando dónde, dónde están.
Al día siguiente marchamos con todos y con todas. Mientras avanzábamos con nuestra bandera nos aplaudían. Si nosotrxs sentíamos que estábamos diseñando nuestra plaza, había quienes sentían qué tal vez, en algún momento iban a poder descansar porque la Memoria, la Verdad y la Justicia eran bandera de otra generación.
Hicimos una red nacional, una red internacional, nos enojamos tanto frente a la impunidad que diseñamos una manera de hacer Justicia en el mismo tiempo en que vivíamos, al mismo tienpo en que recuperábamos la forma en que nuestros padres y madres habían querido inventar que la Justicia no sea sólo una institución, para que el cuidado colectivo de nuestras infancias fuera una forma de aprender la empatía con los otros, la urgencia de cambiar el mundo por encima de la protección de los mundos particulares. 
Esa experiencia no se borra, esta escrita ya en la historia colectiva, en las huellas de la Plaza y la Avenida de Mayo.
Éramos hijos e hijas de nuestros padres y madres pero sobre todo de la rebeldía.
Lo terminé de entender en estos últimos, al menos, casi tres años. Cuando la rebeldía colectiva ya no se ajusta a otras huellas si no que las desborda al mismo tiempo que las hace profundas cada vez que es o fue capaz de interpelar también a esas formas, esos modos, esos silencios y opresiones que no se nombraban porque no era el tiempo, porque el genocidio fue tan cruel que cómo ponerse a mirar en el modo en que se trataba a las mujeres, en la violencia sexual en los campos de concentración de la dictadura ejercida sobre todo contra las mujeres y los homosexuales, si todos habían sido víctimas del mismo Terrorismo de Estado. 
Ahora no hay nada que no pueda ser nombrado, ahora que en el escenario del 24 de marzo se puede exigir por el derecho al aborto y la multitud que se siente interpelada en primera persona, en su experiencia sensible, en su historia de vida, la multitud grita y viva porque sabe, porque construimos como pueblo un sentido de los Derechos Humanos y un sentido de las luchas de los ‘70 que no se agota en la forma de entender el Estado o la distribución de la riqueza si no que leemos esas luchas como una apuesta vital y apasionada por la libertad, por el reconocimiento y la empatía con los otros y las otras; contra toda crueldad.
Este 24 de marzo, este día de ciudad tomada entre la mañana y el anochecer, volvimos a inventar un lugar para abrirnos paso hasta la Plaza de Mayo. Lo inventamos porque lo hicimos feminista y disidente, porque no podemos pensar que la bandera de Ni Una Menos como tampoco los pañuelos por el derecho al aborto o las banderas de maricas, lesbianas y trans podían estar afuera del 24 porque a la vez que abrirnos los Derechos Humanos y la memoria de las víctimas del Terrorismo de Estado, la persistencia en la búsqueda de Justicia por el genocidio nos modifica, nos modela también en los deseos disidentes que son protesta. 
Fuimos cuerpos y experiencias desobedientes que conspiramos para hacer una misma columna y a nuestro paso sentimos la alegría de tantos y tantas por sentir y saber que las reescrituras de la memoria no se cansan ni se acaban.
Contar la marcha entera hace mucho que me resulta imposible. Entre otras cosas por la incredulidad que genera que haya todavía dos horas distintas de convocatoria y dos documentos y cada una se pretenda la legítima. Si podemos hacer movilizaciones feministas multitudinarias y transversales, si llenamos las calles sin disputas cuando dijimos NO al 2x1 y que la casa de los genocidas es la cárcel, por qué esa necedad de seguir dividiendo lo que de todas manera está unido porque la mayoría no quiere decidir entre una y otra convocatoria si no poner el cuerpo en la plaza dispuesto a re escribir la historia contra toda crueldad, contra el miedo, por la dignidad de la vida. Por eso elijo volver sobre las sonrisas de quienes veían pasar la columna feminista y disidente, los gritos que festejaron el derecho al aborto, la certeza de que no hay nada quieto en la lucha por los Derechos Humanos porque los cuerpos en la calle son capaces de reinventarlos cada vez para otra vez convertir el lugar del Terror que nos dejaron y con el que ahora nos amenazan en la fuente de nuestras rebeldías. Esa que es capaz de hacer de la calle y de la Plaza el lugar donde queremos estar

inti s.a.

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