Al determinar que se conmemore el golpe militar de 1964, el antipresidente busca mantener el odio activo e impedir cualquier posibilidad de justicia
Foto: Bolsonaro saluda a militares chilenos en su visita oficial. Esteban Félix AP
Por Eliane Brum*
El próximo domingo, 31 de marzo, se cumplen 55 años del golpe militar de 1964. En ningún momento después de la redemocratización esta fecha se ha vivido con tanta tensión en Brasil como este año. La memoria de la dictadura está siendo atacada. Y está en curso un intento de falsear la historia, borrando los crímenes cometidos por los agentes del Estado. Ya no como una ofensiva subterránea, que nunca ha dejado de existir, sino como un acto de gobierno, que es muy diferente.
Jair Bolsonaro ya ha determinado que se hagan las “debidas celebraciones” en los cuarteles. El 31 de marzo del año pasado, cuando todavía era un candidato a candidato, publicó un vídeo en Facebook: las imágenes lo mostraban lanzando petardos frente al Ministerio de Defensa, con una pancarta en la que agradecía a los militares “que no hubieran permitido que Brasil se convirtiera en Cuba”. “El 7 de septiembre nos dio la independencia y el 31 de marzo, la libertad”, afirmaba.
Sí, el actual presidente defiende que la toma del poder a la fuerza por parte de los militares, que dejó a Brasil sin elecciones directas para presidente desde 1964 a 1989; que rasgó la Constitución y estableció la censura; que obligó a algunas de las mejores mentes de Brasil a emprender el amargo camino del exilio; que arrestó, secuestró y torturó, incluso a niños, y que mató a los opositores es motivo de conmemoración. Y, como presidente de la República, ha determinado que los crímenes contra la humanidad, por lo tanto imprescriptibles, que ya deberían haber recibido su pertinente castigo, los conmemoren ahora oficialmente las Fuerzas Armadas.
Paren de leer ahora. Y piensen en lo que significa para un país conmemorar el secuestro, la tortura, el asesinato de civiles por parte de agentes del Estado, y también lo que significa conmemorar un golpe impuesto por parte de las Fuerzas Armadas. ¿Es posible que eso suceda, como acto de gobierno, y que Brasil siga siendo reconocido como una democracia?
No. Simplemente, no es posible. Bolsonaro, hay que decirlo, nunca ha fingido ser lo que no es. Hay vídeos suyos en los que dice que los militares mataron poco. “Tenían que haber matado por lo menos a unos 30.000” y “si mueren inocentes, no pasa nada”, afirma en uno. Su héroe declarado, Carlos Alberto Brilhante Ustra, es un torturador, reconocido por la justicia brasileña como torturador, que llegó a llevar a niños a que vieran a sus padres desnudos y destrozados. Bolsonaro, cuando era candidato, amenazó con mandar a los opositores a “la punta de la playa”, refiriéndose a una base de la Marina que el régimen de excepción utilizaba para torturar y deshacerse de cadáveres. También dijo que haría una “limpieza” y que los opositores de su gobierno o “se van del país o van a la cárcel”.
Por lo menos tres opositores ya han afirmado públicamente que se han visto obligados a dejar Brasil por amenazas de muerte. La policía, la Fiscalía y el poder judicial se han mostrado incapaces de protegerlos y garantizar su seguridad. En esta cuestión, Bolsonaro está haciendo exactamente lo que dijo que haría. Nunca ha dado motivos para que la población dude de lo que dice que hará con los opositores.
La cuestión ahora es qué van a hacer las instituciones ante el anuncio de Bolsonaro, presentado por su portavoz, el general Otávio Rêgo Barros. ¿Se puede esperar algo de las instituciones amedrentadas, si no cómplices? ¿Cómo esperar algo cuando el Supremo Tribunal Federal está presidido por Dias Toffoli, que el año pasado corrompió la historia al declarar que lo que sucedió en 1964 y extinguió los derechos de la población brasileña fue un “movimiento”, no un golpe?
La Defensoría Pública de la Unión (organismo público que garantiza la asistencia jurídica gratuita) y la Fiscalía Federal de los Derechos de los Ciudadanos ya se han manifestado. Pero todavía es poco. Y todavía es una respuesta tímida, ante la enormidad de lo que significa conmemorar el crimen como acto de gobierno. No se trata de un crimen común, sino un crimen considerado contra la humanidad. La Comisión Nacional de la Verdad, creada en 2011 para investigar las violaciones a los derechos humanos ocurridas entre los años 1946 y 1988, concluyó que la dictadura militar (1964-1985) mató o hizo desaparecer a 434 sospechosos de disidencia política y a más de 8.000 indígenas. Entre 30.000 y 50.000 personas fueron torturadas.
Si las instituciones brasileñas y la sociedad presencian apáticas cómo el presidente, el Gobierno y las Fuerzas Armadas conmemoran el golpe militar que secuestró la democracia durante 21 años y dejó un rastro de más de 200 desaparecidos, cuyos padres e hijos no tienen ni siquiera un cuerpo para enterrar, nuestra trayectoria acelerada rumbo al autoritarismo alcanzará otro nivel. De allí en adelante, cualquier persona que se atreva a decir que este país vive en democracia no estará respetando la inteligencia y dignidad de toda una nación. De allí en adelante, ¿dónde estará el límite para los que hacen apología del delito ocupando cargos públicos? ¿Dónde estará el límite para un presidente que le hace una “lluvia dorada” a la ley?
Un sondeo del Instituto Brasileño de Opinión Pública y Estadística ha mostrado que Bolsonaro ya es el presidente más impopular a principios mandato desde 1995. Los 89 millones de brasileños que no lo votaron, ya sea porque votaron al candidato de la oposición, se abstuvieron de votar o votaron en blanco o nulo, sumados al expresivo contingente que ya se ha arrepentido de votar al capitán retirado, tendrán que entender que la lucha por la democracia es difícil y no puede tercerizarse. Es así. O, si no, habrá que aceptar que la excepción, que ya se ha infiltrado en el día a día y avanza rápidamente, siga apoderándose de la vida hasta tal punto que se pierda incluso el derecho a los hechos, como Bolsonaro y los militares pretenden que ocurra este 31 de marzo.
No quieran vivir en un país donde impere la autoverdad, que da a cada uno la prerrogativa de inventarse sus propios hechos. Bolsonaro y sus milicias digitales han creado la autoverdad, pero solo se impondrá a un país entero si la población brasileña se somete a ella. Afirmar que el golpe de 1964 no fue un golpe es una mentira de quien todavía teme responder por los crímenes que cometió, como respondieron sus colegas en países que construyeron democracias más fuertes y donde la población conoce su historia. No hay terror mayor que el de ser sometido a una realidad sin ningún vínculo con los hechos, una narrativa construida por perversos. El cuerpo de cada uno pasa a pertenecer totalmente a los carceleros.
Bolsonaro necesita mantener al país quemando en odio. Fue esa su estrategia para salir elegido y sigue siendo su estrategia para mantenerse en el poder. No tiene otra. Si deja de ser el incendiario que es y se transforma en presidente, se arriesga a perder la popularidad. Su estrategia es gobernar solo para sus milicias, capaces de mantener el terror, una parte de ellas solo por diversión.
Tras ser el candidato “antisistema”, Bolsonaro es ahora el antipresidente. Esta novedad, la del antipresidente, es inédita en Brasil. El antipresidente Bolsonaro boicotea su programa y debilita su propio ministerio, manteniendo, también dentro del Gobierno, como ha definido el periodista Afonso Benites, la guerra de todos contra todos.
Bolsonaro solo puede existir en un país sumido en una guerra interna. Por eso, trata de alimentar esa guerra. La determinación oficial de conmemorar el golpe de 1964 forma parte de esa estrategia. Vamos a ver si los generales estrellados de su gobierno serán capaces de ver la piel de plátano en el suelo. O si, por el contrario, escogerán pisarla solo como desagravio por los años que estuvieron acorralados, temiendo que Brasil finalmente hiciera justicia, juzgando los crímenes de la dictadura como hicieron los países vecinos.
El actual presidente de Brasil es el mismo político que, en 2009, puso un cartel en la puerta de su gabinete: “Desaparecidos del Araguaia. Los que buscan huesos son los perros”. Con la imagen de un perro con un hueso entre los dientes. En aquella época, hace una década, el acto de Bolsonaro se difundió con la aposición: “el único diputado del Congreso que defiende abiertamente la dictadura”. Ya no, como se puede constatar.
La frase la recordaron manifestantes en Chile, la semana pasada. Los chilenos protestaban contra la visita de Bolsonaro a su país y querían facturarlo inmediatamente de vuelta a casa. Esa casa es Brasil, donde los defensores de la dictadura no solo se aceptan, sino que también salen elegidos y se denominan “mito”.
Los chilenos, que enviaron a sus dictadores y torturadores a la cárcel, consideraron inaceptable que el presidente Sebastián Piñera recibiera a un defensor de la dictadura. Los diputados chilenos pidieron que se declarara a Bolsonaro persona non grata. El presidente del Senado, Jaime Quintana Leal, se negó a asistir a un almuerzo en homenaje al brasileño. “Los admiradores de Pinochet no son bienvenidos en Chile”, afirmó. Bolsonaro ya dijo en el pasado que el general dictador Augusto Pinochet “hizo lo que tenía que hacer”. O sea: asesinar a 3.000 civiles.
Ante las protestas, Bolsonaro afirmó: “Este tipo de protestas se producen adonde vaya, pero lo importante es que, en mi país, me eligieron miles de brasileños”. Millones, ya que debemos respetar los números. Para los brasileños que lo eligieron, la sugerencia de que los huesos de más de 200 personas desaparecidas del régimen se encuentran en la boca de un perro fue —y sigue siéndolo— aceptable. No sienten ninguna empatía por los padres, madres, maridos, esposas e hijos que no tienen ni siquiera una tumba donde llorar su pérdida. Y que fueron torturados por esa imagen de falta de respeto. Se muestran incapaces de entender que un día podrán ser los huesos de sus madres o de sus hijos en la boca de un perro. Los chilenos, en cambio, se asombran. Y sienten vergüenza. Vergüenza por nosotros, que aceptamos lo inaceptable.
Sebastián Piñera, un presidente de derecha, buscó mantenerse a distancia de las declaraciones de Bolsonaro a favor de la dictadura. “Esas frases son tremendamente infelices”, afirmó. Piñera prefiere definir su posición política como de “centroderecha más diversa, más tolerante, más moderna y sintonizada con la ciudadanía”.
Los brasileños que se declaran “antizquierdistas” tienen que entender algo con urgencia. La cuestión del bolsonarismo no es ser de izquierdas o de derechas. Lo que Bolsonaro hace continuamente es apología del delito e incitación a la violencia. Eso no tiene nada que ver con ser de izquierdas o de derechas. Una persona de derechas, pero decente y respetuosa con la ley, no hace apología del delito ni incita a la violencia. Una persona de izquierdas, pero decente y respetuosa con la ley, no hace apología del delito ni incita a la violencia.
Lo que Bolsonaro practica es de otro orden y no forma parte del juego democrático. Esta es la diferencia que el presidente chileno, reconocidamente de derechas, insiste en destacar antes de ser contaminado por la truculencia de una ideología con la que no se identifica. En Brasil, desgraciadamente, parte de la derecha ha aceptado lo inaceptable y está tardando en darse cuenta de que pagará caro por ello.
Los brasileños también sufren apatía. Solo así se explica que el ministro jefe de la Casa Civil, Onyx Lorenzoni, pueda hacer apología del delito dos veces en una semana, y amenazar y chantajear a una nación entera, y que rigurosamente no pase nada. Al defender la reforma del sistema de pensiones, el ministro de Bolsonaro afirmó: “En Chile, en el pasado, tuvo que haber un baño de sangre para que se aprobaran principios macroeconómicos”.
Los chilenos se indignaron. Iván Flores, presidente de la Cámara de Diputados de Chile, afirmó que las declaraciones de Lorenzoni son “un desatino que no tiene parangón” y una grave ofensa a las víctimas de la dictadura de Pinochet. “Lo que ha ocurrido hoy día con este vocero cercano al presidente Bolsonaro, justificando ‘el baño de sangre en Chile’, es una afrenta a todas las personas que perdieron familiares, a toda la gente que sufrió la violación de derechos humanos”. El diputado, que también se negó a almorzar con Bolsonaro, afirmó que no recuerda declaraciones parecidas.
Los brasileños no se ofenden. Conviven. De derechas y de izquierdas, la población se ha sometido a la administración del odio practicada por el bolsonarismo. Esta es la derrota más grande. No para la derecha o para la izquierda, sino para la civilización, para que cualquiera pueda dar los buenos días a su vecino sin miedo a que lo agredan. O para que un estudiante pueda ir a la escuela con la seguridad de que va a salir vivo de allí.
A cada agresión del presidente o de su grupo, un espasmo. Y otra agresión. Y otro espasmo. Y todo se va banalizando. Lo que es una anomalía se convierte en algo normal. Bolsonaro es el síntoma de esa normalización de la excepción, que es muy anterior a él. Él supo crecer y volverse útil dentro de ella y la amplió hasta llegar a niveles inéditos. Él y su grupo también saben utilizar la deformación de la democracia brasileña a su favor y, al gobernar administrando odio, justificar tanto la incompetencia demostrada durante los tres primeros meses en el poder como la creación de enemigos para seguir siendo necesarios para el país. Mientras no consigan una guerra externa, mantienen viva la guerra aquí dentro.
El discurso de los pesos y los contrapesos es bonito, suena bien en los salones. Incluso parece que funciona relativamente bien en algunos países. Sin embargo, en Brasil, las instituciones ya han demostrado que son incapaces de defender la democracia. Bolsonaro, que salió elegido haciendo apología del delito e incitando el odio a las minorías, es la prueba más enfática de la fragilidad de las instituciones.
La oposición, a su vez, se ha sometido al juego de guerra del bolsonarismo y parece que está dominada por él. Al igual que la población, la oposición parece que solo consigue reaccionar con otro espasmo. Y reaccionar sin una organización mínima, de tan ocupada que está con sus propias peleas internas. La izquierda, y también la derecha que no es delincuente, tienen que responder con proyectos, tienen que convencer a la gente de que su idea es mejor para la vida, tienen que mostrar cuál es la diferencia.
Como señaló la filósofa Tatiana Roque, en una entrevista a este periódico, hay que contraponer a la reforma del sistema de pensiones de Bolsonaro otra reforma del sistema de pensiones que reforme lo que tiene que ser reformado, sin hacer que la vida de los más pobres sea todavía peor. No sirve de nada solo gritar contra la reforma de las pensiones. Hay que reformar el sistema de pensiones. Pero no como lo quieren hacer. Entonces, ¿cómo? Lo que la gente quiere saber es cómo su vida puede ser mejor. Parte de la crisis global de las democracias se debe a la incapacidad de los demócratas y de los gobiernos democráticos para mejorar la vida de la población o señalar claramente cómo pueden hacerlo.
Con instituciones débiles y una oposición sin proyecto, ante un gobierno en el que el más moderado es un general que ya ha defendido un autogolpe con el apoyo de las Fuerzas Armadas, la barbarie de los días se acentúa. Todo indica que va a empeorar. Porque está empeorando. La incompetencia explícita del bolsonarismo hace que aumente también la necesidad de intensificar la violencia “contra todos los que no son como yo”, con el objetivo de ampliar la sensación de guerra interna. Sin un proyecto consistente, el gobierno que está ahí solo puede apostar por el odio para mantenerse. Y va a seguir apostando por él. El odio no es lo opuesto al amor, sino a la justicia. Y justicia no es lo que quiere Bolsonaro.
Los brasileños tendrán que entender que cada uno, juntándose unos a los otros, tendrán que defender la democracia. A veces lo único que se puede hacer es gritar. Pero hay que hacer un esfuerzo mayor para responder con proyectos, con propuestas, con una acción que no sea solo una reacción, sino una alternativa que permita y promueva la vida en el espacio público. Será así, o no será. No es que haya otro. Solo está usted. Con el otro.
Podemos aprender algo con la artista rusa Nadya Tolokonnikova. “La acción no debe ser una reacción, sino una creación”, escribió. Nadya es una de las integrantes de la banda Pussy Riot que fue detenida en 2012 por el gobierno del déspota Vladimir Putin. Entre las canciones que tocaban en sus intervenciones de acción directa, en espacios públicos de Moscú, estaba “Putin se meó en los pantalones”. No hay nada que los déspotas teman más que a los que se ríen de ellos. Para mantener el miedo y el odio activos, tienen que prohibir la risa y el humor. Nadya aprendió a reírse de sus carceleros en los dos años que permaneció en la cárcel por atreverse a confrontar el autoritarismo del régimen, provocando un movimiento de solidaridad global.
En el inicio de El libro Pussy Riot: de la alegría subversiva a la acción directa, traducido al español por Rosa Sanz y publicado por Roca Editorial, la artista de 29 años parece estar escribiendo para los brasileños que viven bajo la administración del odio de Bolsonaro y sus milicias digitales. Aunque Nadya se refiere a Donald Trump, que considera a Bolsonaro un animal exótico del sur del mundo:
“Cuando Trump ganó las elecciones a la presidencia, hubo mucha gente que no lo podía creer. En realidad, ese 8 de noviembre de 2016 fue el día en que se vino abajo el concepto del contrato social, la idea de que podíamos vivir en paz sin ensuciarnos las manos con la política, de que bastaba con votar una vez cada cuatro años para proteger nuestras libertades (o no votar en absoluto: estar por encima de la política). Esa creencia —la de que las instituciones estaban ahí para cuidarnos y velar por nosotros, y de que no teníamos que preocuparnos por protegerlas de la corrupción, los grupos de presión, los monopolios, ni por el control de empresas y gobiernos sobre nuestros datos personales— se rompió en mil pedazos. Delegábamos la lucha política igual que delegábamos los trabajos peor remunerados y las guerras.
”Los sistemas actuales no han logrado responder las preguntas de la ciudadanía, de modo que la gente ha empezado a buscar respuestas fuera del espectro político predominante. Sin embargo, de ese descontento se están aprovechando grupos políticos de extrema derecha, xenófobos, oportunistas, corruptos y cínicos. Los mismos que ayudaron a crear y exacerbar el problema son los que vienen ahora a ofrecernos la salvación. Es su modus operandi. Se trata de la misma estrategia de recortar los fondos de un programa u organismo oficial del que quieran librarse y mostrar luego su ineficiencia resultante como prueba de que debe desmantelarse.”
Solo hace falta cambiar la fecha por el 28 de octubre de 2018, día de la victoria de Bolsonaro, y el nombre del presidente. Y el análisis sigue siendo preciso, aunque Bolsonaro sea mucho más autoritario que Trump y las instituciones brasileñas, mucho más frágiles que las estadounidenses.
Bolsonaro es tan zafio que hasta la ultraderechista Fox News consideró conveniente explicitar que no transigía con el pensamiento del antipresidente brasileño: afirmó que los comentarios de Bolsonaro sobre la comunidad LGBTQI eran “incompatibles con los valores estadounidenses”. Al entrevistar al antipresidente brasileño, le preguntaron sobre el asesinato de la concejala de Río de Janeiro Marielle Franco y la relación de la bolsomonarquía con las milicias de la ciudad. O sea: Bolsonaro es una vergüenza incluso en los reductos más derechistas del país que más ama, Estados Unidos. Su supuesto nacionalismo, como su visita al país demostró, es para llorar de la risa.
En otro fragmento de su libro, la activista también parece hablar directamente con los brasileños que piensan en desistir o creen que ya han llegado al límite: “Las condenas a los activistas políticos se perciben como algo normal entre la opinión pública. Cuando las pesadillas suceden todos los días, la gente deja de actuar. Es el triunfo de la apatía y la indiferencia”. A continuación, enseña las uñas: “Los contratiempos y los fracasos no son motivo suficiente para renunciar al activismo. Sí, es cierto que los cambios sociopolíticos no se producen de forma lineal, y hay veces en las que hay que luchar durante años para obtener el más mínimo resultado”.
La autoridad de sus palabras la ofrece uno de los más fuertes activismos de este siglo. Casi dos años de prisión y trabajos forzados no la hicieron retroceder ni perder la ingenuidad, para ella un valor ético y también estético. “Si tuviera que señalar a nuestro peor enemigo, diría que es la apatía. Si no viviéramos atrapados en la idea de que nada puede cambiar, podríamos conseguir resultados fantásticos. Lo que nos hace falta es confiar en que las instituciones puedan funcionar mejor, y en que seamos nosotros quienes lo logremos. El pueblo ignora el enorme poder que tiene y que por algún motivo no usa”.
En este momento, la generación más joven, la que nació tras la generación de las integrantes de Pussy Riot, está creando un movimiento global asombroso. La juventud por el clima, inspirada por una sueca de 16 años con síndrome de Asperger, puso, el pasado 15 de marzo, a 1,5 millones de estudiantes de secundaria en las calles de ciudades de todo el mundo para denunciar la falta de acción de los gobiernos ante la crisis climática. Ocho meses antes, nada de eso existía. En agosto de 2018, Greta Thunberg hizo huelga escolar y se plantó ella sola ante el parlamento sueco. Ahora, el movimiento es una potencia.
Los brasileños de todas las edades tienen que aprender, para ayer, de las generaciones más jóvenes. O lo hacen o seguirán condenados a ver el pulso entre Jair Bolsonaro y Rodrigo Maia, el presidente de la Cámara de los Diputados de Brasil. ¿En serio que este es el punto álgido del debate nacional, antes de que llegue otro del mismo nivel o peor? ¿Es este realmente nuestro destino? ¿En serio que el mayor crítico de la militarización del Gobierno es el autodenominado filósofo Olavo de Carvalho, por motivos muy distintos en su calculada disputa de poder? ¿Es él el mayor crítico porque parte de los que podrían criticar la militarización del Gobierno por motivos legítimos y urgentes empiezan a creer que Hamilton Mourão, el vicepresidente general, es muy majo? ¿De verdad que es así como vamos a vivir, esperando a ver qué viene después, si es que existe un después?
Como dice la Pussy Riot Nadya Tolokonnikova, “la esperanza vendrá de los desesperados”. Espero que tenga razón.
* Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de los libros de no ficción Coluna Prestes – o Avesso da Lenda, A Vida Que Ninguém vê, O Olho da Rua, A Menina Quebrada, Meus Desacontecimentos, y de la novela Uma Duas. Sitio web: desacontecimentos.com. E-mail: elianebrum.coluna@gmail.com. Twitter: @brumelianebrum/ Facebook: @brumelianebrum
Traducción de Meritxell Almarza
El País