sábado, 6 de junio de 2015

Washington quiere aclarar un atentado Por Atilio Borón


La corresponsal del diario La Nación (Buenos Aires) en Washington, Silvia Pisani, escribe que “Estados Unidos renovó el reclamo para que se esclarezca el atentado contra la AMIA”.

Celebramos el sostenido interés del gobierno de Estados Unidos por lograr el esclarecimiento de este crimen, y lo exhortamos a que haga lo propio para arrojar luz sobre otros, como por ejemplo el asesinato de John F. Kennedy en 1963, los atentados a las Torres Gemelas y el Pentágono el 11-S del 2001, el increíble “ataque por sorpresa” en Pearl Harbor en 1941 (que enfureció a la opinión pública e hizo posible que Washington entrara en la Segunda Guerra Mundial) todos los cuales tienen una explicación “oficial” ofende la inteligencia de sus lectores. 

Fuera del territorio estadounidense, la Casa Blanca haría un servicio a la humanidad si aclarase que fue lo que produjo la “muerte accidental” de dos presidentes latinoamericanos estigmatizados como “comunistas” por el archiconservador Ronald Reagan: el ecuatoriano Jaime Roldós, cuyo avión de última generación inexplicablemente se estrelló contra un cerro causando la muerte de todos sus ocupantes en Mayo de 1981; y Omar Torrijos, que había negociado exitosamente la devolución del Canal de Panamá con el predecesor de Reagan, James Carter, y cuyo avión también sorpresivamente estalló en el aire en Julio de ese mismo año.

Para más datos sobre estos dos casos ver el escalofriante libro de John Perkins, Confesiones de un asesino económico. Un breve resumen del libro de Perkins, por el propio autor, se encuentra en Youtube:

El Laucha Benítez cantaba boleros Por Ricardo Piglia

I

Nunca llegaré a saber del todo si el Vikingo intentaba contarme lo que realmente sucedió esa madrugada en el club Atenas, o se quería sacar de encima la culpa o estaba loco. La historia de cualquier modo era confusa, deshilvanada: pedazos de su vida, el desconsolado saludo de guerra de los escandinavos y un estropeado recorte de El Gráfico, envuelto en trapos, con la finísima y luminosa cara del Vikingo mirando la cámara de frente.

De salida yo había sospechado que algo no andaba en la historia que contaban los diarios, pero si tuve alguna esperanza de que él mismo descifrara los hechos, se me borró no bien lo vi llegar, receloso, la piel de la cara llagada por el sol, escondiendo las manos en el pecho, con un aire obsesivo y brutal. Se movía despacio, en un bamboleo suave y era fatal acordarse, con melancolía, de ese modo suyo tan indolente de caminar al ring para entrar en distancia, de su elegancia natural para salir pegando y hacer juego de cintura sin dejar el infaitin. Estaba allí, arrinconado, la espalda contra la pared, medio perdido, y miraba sin ver en el fondo del pasillo la última luz de la tarde, disuelta ya entre los álamos y las rejas del hospicio. Le alcancé un cigarrillo y él ahuecó las manos para resguardar la llama, sin tocarme, avergonzado por los lamparones de suciedad que le teñían la piel; fumó, abatido, hasta casi no poder despegar la brasa de los labios y después se quedó quieto, con los ojos vacíos, y de golpe estaba hurgueteando en los bolsillos de la camisa, desenterrando un montón de trapos que fue abriendo con prolijidad hasta encontrar el ajado recorte de El Gráfico donde se veía su cara, joven y borrosa, al lado de la cara de Archie Moore. Me estiraba el papel, respirando con la boca abierta, hablando dificultosamente, con una voz gutural, incomprensible, amontonando sin orden las palabras hasta que sin querer se quedaba callado y me miraba, como esperando una respuesta, antes de comenzar de nuevo, regresando una y otra vez a esa madrugada en el club Atenas de La Plata, el cuerpito destrozado del Laucha Benítez tirado en el piso, boca arriba y como flotando en la temblorosa luz del amanecer.

De algún modo toda esta historia va a parar al club Atenas; la historia o lo que vale de ella empieza allí la tarde en que el Laucha Benítez se arrimó a la figura desolada y feroz del Vikingo y en una prueba de lealtad, de imprevista lealtad hacia ese monstruo estrafalario, él, con su cuerpito escuálido y su cara de monito tití, se acercó a los otros, a los que acosaban al Vikingo y les arrebató el trofeo, la única insignia o escudo heráldico que el Vikingo había logrado conquistar en años de batallas perdidas y fracasos heroicos. Los ahuyentó, embravecido, su cara a punto de largarse a llorar y después se arrinconó junto al Vikingo y trató de sosegarlo, sin saber que se estaba buscando la muerte.

Nadie sabrá jamás lo que pasó, pero es seguro que el secreto hay que buscarlo en ese desvencijado club de box que alza sus paredes carcomidas y su techo a dos aguas en el fondo de una calle vacía: allí, una tarde de mayo del 51, el hombre que años después se verá obligado a hacerse llamar El Vikingo, se calzó por primera vez un par de guantes, tiró hacia adelante la pierna izquierda, levantó las manos, se puso en guardia y empezó a boxear.

Introvertido y delicado, era ágil, rápido y demasiado elegante para ser eficaz. Se movía con la soltura de un liviano y todos elogiaban la pureza de su estilo, pero era imposible ganar con esos golpes que parecían caricias. En el fondo no había nacido para boxeador y menos para peso pesado, con su dulce rostro de galán del cine mudo, con su figura espigada y romántica hubiera hecho mejor papel en cualquier otro lado, pero era boxeador sin haberlo elegido, fatalidad de nacer con ese cuerpo espléndido y cerca del club Atenas. Daba tristeza verlo aguantar, impávido y sin sombra de duda, las arremetidas confusas de los brutales mastodontes de la categoría. Era más bien un hombre para boxear entre livianos, a lo sumo con algún peso welter; de todos modos, inexplicablemente y en una especie de traición que lo llevaba al desastre, su cuerpo estricto como un junco siempre pasaba los noventa kilos aunque él se matara de hambre. No llegó a ningún lado y nunca tuvo otra virtud que la pureza de su estilo, una loca obstinación para asimilar el castigo, un empecinamiento, un orgullo que lo obligaba a seguir en pie y arremetiendo aunque estuviera destrozado.

La culminación de su carrera la alcanzó una tarde anónima: una tarde de agosto del 53, en el gimnasio iluminado a medias y vacío del Luna Park, en la que se aguantó de pie frente a Archie Moore, en la única sesión de entrenamiento que el campeón del mundo hizo en Buenos Aires antes de pelear con el uruguayo Dogomar Martínez. Fue una tarde vertiginosa que después siempre le dolió recordar. Nadie se atrevía a ser sparring de Archie Moore y él se decidió porque aún conservaba inalterable esa cualidad, digamos adolescente, de despreciar los riesgos y confiar sin la menor vacilación en la fuerza de su insensata voluntad. Ilusionado pensó que era su chance, se convenció que era capaz de pelear de igual a igual, durante cinco rounds de tres minutos, con esa perfecta máquina de hacer box que era Archie Moore.

Estuvo mucho tiempo solo, sentado en un rincón, cerca de las duchas, esperando. Miraba la luz grasienta que bajaba de los focos enrejados y se mezclaba con la claridad de la tarde, sin pensar en nada, tratando de olvidar que Moore era, en ese entonces, uno de los tres o cuatro boxeadores más grandes de la historia del box. Durante un momento le pareció que se dormía, acunado por el sonido confuso de los hombres que se movían al fondo, pero de golpe llegaron los fotógrafos como un torbellino y se encontró encima del ring con Archie Moore enfrente. Empezaron liviano, haciendo cambio de frente y trabajo en las sogas. Moore era más bajo, usaba guantes rojos y botitas de terciopelo. El Vikingo se sentía muy duro, atado, demasiado atento a lo que pasaba afuera del ring, a los fogonazos que caían imprevistamente no bien Moore se movía. Además sentía curiosidad más que miedo. Ganas de saber hasta dónde le iban a doler los golpes de un campeón del mundo. Al rato Moore lo había acorralado dos veces, pero las dos veces consiguió zafarse haciendo juego de cintura. El campeón quedó descolocado, de cara al vacío y dejó de sonreír. El Vikingo empezó a darle vueltas alrededor, siempre fuera de distancia y Moore lo punteaba de zurda, quieto, hamacándose, y de repente se le iba encima con una velocidad fulminante. El Vikingo no hacía otra cosa que mirarle las manos, tratando de anticipar, con la oscura sensación de que el otro adivinaba lo que iba a hacer. En una de esas se movió un poco más despacio y Moore lo cruzó con dos derechas y una izquierda abajo y al Vikingo le pareció que algo se le quebraba, adentro. Moore lo tocó suave con la izquierda, como queriendo tomar distancia, amagó dar un paso al costado buscando perfilar la derecha y cuando el Vikingo se movió para cubrirse la zurda de Moore bajó como un latigazo y lo encontró a mitad de camino. Al Vikingo se le nublaron los ojos, levantó la cara buscando aire pero sólo vio los globos de luz del gimnasio que daban vuelta. Moore se ladeó, sin tocarlo, esperando que se derrumbara. El Vikingo sintió que se le cruzaban las piernas, se hamacó para dejarse ir pero se sostuvo de algún lado, del aire, vaya a saber de dónde se sostuvo, lo cierto es que cuando bajó la cara estaba otra vez en guardia.

A partir de ahí Moore lo empezó a buscar en serio, para tirarlo. Cuando estaban en el centro del ring y había espacio el Vikingo se las arreglaba con el juego de piernas, pero cada vez que Moore lo acorralaba contra las sogas tenía ganas de levantar los brazos y ponerse a llorar. Al rato navegaba en una niebla opaca, sin entender cómo podían pegarle tan fuerte, toda su energía concentrada en no despegar los pies de la tierra: única certidumbre de que aún estaba vivo. Trataba de mantenerse fiel a su estilo y salir boxeando pero Moore era demasiado veloz y siempre llegaba antes. Hacia el final había perdido todo, menos ese instinto fatal que lo llevaba a buscar la salida más clásica y conservar cierta elegancia pese a estar medio ciego, deshecho por los golpes cruzados y la combinación de jab y aperca que lo frenaban como si continuamente chocara contra un muro. A esa altura el mismo Moore parecía un hombre piadoso, obligado a pegar porque ese es el trabajo, con un suave relámpago de respeto y consideración alumbrando sus ojos levemente bizcos, una suerte de ruego, como si le pidiera que se dejara caer para no seguir golpeándolo.

Cuando todo terminó casi no se dio cuenta. Siguió cubriéndose y no bajó los brazos ni siquiera al ver subir a los fotógrafos, como si tuviera miedo que pensaran que Moore había podido noquearlo al final. Recién cuando alguien lo puso al lado de Moore y vio enfrente a un fotógrafo, comprendió que había logrado resistir: entonces miró la cámara, se puso rígido y trató de concentrarse para no cerrar los ojos cuando llegara el estallido del flash. Bajó del ring pensando cada gesto, atontado por el dolor pero invicto y satisfecho, habiendo adquirido para siempre una fatal confianza en su valor y su hombría, como si realmente hubiera peleado con Moore por el título mundial, entre mareas de embriagadora fama y sin ver el vacío, la pálida, enfermiza claridad que diluía los rostros, la silueta de los hombres que rodeaban a Moore, sin que nadie se ocupara de él, solo como nunca volvió a estarlo.

II 

En los cinco años que siguieron no hubo otra cosa que una larga sucesión de masacres heroicas, en las que únicamente tuvo para ofrecer la extraña belleza de su rostro que a menudo llenaba de inquietud a las señoras del ringsai y una torva altivez, una manía de perfección, imperceptible para alguien que no estuviera con él entre las sogas. Claro que la emoción de las señoras del ringsai fue siempre una ansiedad secreta y ninguno de sus rivales resultó un caballero capaz de respetar ese orgullo suicida.

De modo que su campaña se cortó, sin sorpresas, una noche de febrero del 56, en el club Atenas. En ese galpón casi desierto boxeó por última vez, enfrentando a un desconocido brutal y de mirada turbia, que lo persiguió diez rounds tirándole lerdos mazazos, frente a los que él sólo oponía la absurda perseverancia y la fútil pureza de su estilo, un elegante juego de cintura que parecía destinado a encontrar todos los golpes que anduvieran sueltos por el aire. Cayó cuatro veces pero terminó de pie, borroso y tambaleante, la vista fija en el vacío. Cuando sonó la campana lo arrastraron a su rincón y él los miraba, arisco, los ojos muy abiertos, como alucinado o dormido, la cara rota, borrada por la sangre.

Nunca decidió dejar el box, porque para hacerlo tendría que haber dudado de sí mismo y era inútil esperar que hiciera eso; sencillamente dejaron de ofrecerle peleas, lo miraban rondar las oficinas de los promotores, lo veían llegar todas las mañanas al gimnasio con su bolsón de mano y empezar a entrenarse, terco, incansable, inspirando esa piedad irritada que suele provocar la sobrevaloración y el exceso de confianza. Seguro de sí y arruinado, jamás pidió otra cosa que una chance para volver a pelear y demostrar lo que valía. Al final, cuando estaba por morirse de hambre, alguien lo sacó del letargo y lo enganchó como luchador profesional en una troupe de catch. Allí, al menos, servía de algo su mirada grisácea, su cara delicada y aristocrática; subía al ring con una barba roja que lo avergonzaba y una especie de casco con cuernos para justificar el nombre de batalla. Tenía que abrir los brazos e inventar un rito aparatoso que, según el promotor, era el saludo vikingo. Lo hacía mal, torpemente, y sin darse cuenta trataba de estar siempre de espalda al público, como no queriendo que lo reconocieran.

La troupe andaba de gira por el interior y él se pasaba las tardes encerrado en los cuartos desvencijados de tristes hotelitos de provincia, tirado boca arriba en la cama, esperando la noche, esperando los saltos absurdos y las risas, sin otro consuelo que el de desenterrar, de vez en cuando, el amarillento recorte de El Gráfico en el que aparecía su cara invicta y joven, al lado de la cara de Archie Moore. Se pasaba las horas alisando el papel contra la mesa tratando de borrarle las arrugas que le iban deformando la cara en la foto, tajeando su hermosa cara rubia que parecía haber envejecido, cuarteada en el papel quebradizo.

Todos lo soportaban porque les era útil, porque su expresión melancólica y su figura altísima, de melena rojiza y barba al viento atraía al público que no parecía notar su torpeza, su aire ausente que mostraba a las claras que estaba a miles de kilómetros de ese cuadrado de soga levantado en medio de una plaza.

Para disimular su indiferencia terminaron diciendo que era sueco o noruego, que no hablaba una palabra en castellano, y esa fábula, inventada para fortalecer el mito, favoreció su hosquedad, su silencio. Al tiempo, todos terminaron por creérselo, hasta el que lo había inventado, y quizás él mismo se convenció que había nacido en algún remoto país del que sólo le quedaba una nostalgia vaga.

Anduvo en eso más de dos años en los que apenas si habló con los otros, arrinconado y siempre solo, atrapado por la vertiginosa y monótona sucesión de pueblitos, de caras brutales y saludos vikingos, y nadie se extrañó cuando desapareció de improviso, una tarde. La troupe había desembarcado en La Plata y él se fue sin avisar, súbitamente, como obedeciendo a un llamado, sin llevarse otra cosa que una vieja valija de cartón, el seudónimo que conservaría hasta su muerte y la barba iluminándole la cara. Caminó por las calles desiertas, en el ardiente calor de la siesta de febrero, enfundado en una tricota negra de cuello volcado, llamando la atención con su cuerpo tan alto, con su figura estrafalaria, sin mirar a la gente que se daba vuelta para ver pasar a ese gigante rubio; atravesó el espeso y dulce aroma de los tilos y buscó el club Atenas como quien vuelve a casa después de una tormenta. No tenía otra cosa para ofrecer más que su misma obstinación, pero se quedó hasta hacer estallar la tragedia.

Fue allí, después de cruzar el hall desmantelado del Atenas y agacharse para trasponer la puertita que daba al gimnasio, cuando vio por primera vez el cuerpo diminuto del Laucha Benítez. El chico, un peso mosca de diecisiete que prometía mucho pero que no se decidía entre su innato talento para el box y sus ganas de ser cantor de boleros, estaba al fondo, perdido entre las sogas y el olor de la resina y, según dicen, apenas hizo un gesto, un leve balanceo y ese fue su modo de decirle que lo estaba esperando desde siempre. Los dos se miraron, casi inmóviles, y después de un instante el Laucha siguió golpeando con sus manitas delicadas una bolsa de arena más alta que él, todo el rostro concentrado en el esfuerzo por parecer feroz. El Vikingo siguió caminando hacia el medio, como si lo buscara, mientras el Laucha se abrazaba a la bolsa de arena y lo veía acercarse, fascinado ya por esa figura a la que el sol de la siesta bajando por los cristales empañados otorgaba un aire fantasmal. Se lo quedó mirando, una leve sonrisa aquietada en su boquita de mujer, como si entreviera la altivez y el furor secreto del Vikingo, o mejor, como si adivinara que ese furor y esa altivez le estaban dedicados.

Tal vez por eso, de allí en adelante, el Laucha fue el único que pareció reparar en la existencia del Vikingo. Cautivado, atento a sus menores gestos, lo vigilaba, emitiendo extrañas señales, muecas, murmullos, equilibradas representaciones en las que su cuerpo adquiría la armonía y el fulgor de una pequeña estatua. Estas celebraciones culminaban cuando el Vikingo estaba cerca: entonces el Laucha dejaba lo que estuviera haciendo, echaba la nuca hacia atrás, clavaba sus ojos en la cara desolada del Vikingo y con su voz aguda, tristísima y casi de mujer, cantaba uno de los boleros de la época de oro, en el estilo de Julio Jaramillo.

El Vikingo no parecía escucharlo o saber que existía, como si se moviera en otra dimensión, siempre ausente. Se arrinconaba con los ojos perdidos y pasaba las horas, aturdido por el rumor del gimnasio, sin hacer otra cosa que cambiar de posición de vez en cuando. A veces, sin embargo, parecía excitado, se movía nervioso con un brillo azul en los ojos y de pronto, en los momentos más inesperados, lo asaltaban extrañas inquietudes, temblaba levemente, empezaba a murmurar en voz muy baja, agitado y manoteando el aire, hasta terminar enfurecido, contando en un tono indescifrable una historia confusa: la historia de su sesión de guantes con Archie Moore. Repetía los movimientos boxeando solo, agazapado y en guardia, largando al vacío lerdos mazazos tímidos. Saltaba o se movía, pesado, torpe, tratando de rescatar algo de todo aquello, siquiera una visión fugaz de ese pacto con Moore, de ese loco, insensato y nunca valorado heroísmo. El resto (todos los que usaban el Atenas como templo de sus esperanzas, de sus catástrofes) le formaban un círculo, lo excitaban con gestos de aliento, con risas, sabiendo que al final, indefectiblemente, sudoroso y cansado, respirando con la boca abierta, con ademanes lerdos y cuidados, hurguetearía en su camisa hasta encontrar el recorte de El Gráfico que sostendría con firmeza pero lejos de su cuerpo, con un gesto de tristeza, de abatimiento y de secreto orgullo.

El Laucha era el único que parecía impresionado, el único que miraba la foto del recorte, la cara del Vikingo un poco magullada que se alcanzaba a descifrar en el pedazo de papel. Los demás hacían bromas, se reían, mientras el Laucha se alejaba, parecía esconderse, refugiarse en un rincón y desde allí vigilaba a todos los que se amontonaban alrededor del cuerpo vacilante del Vikingo. Asustado, sin animarse a intervenir, miraba con dolor al Vikingo que intentaba contar de cualquier modo aquella pelea, la fulminante velocidad de Moore y sus botitas de terciopelo.

Y esa tarde, cuando alguien le arrancó el pedazo de papel, el Vikingo se quedó quieto, como sin entender y después pareció que algo le nublaba los ojos porque se cruzó una mano por la cara y de golpe estaba en medio de ellos, sin ver al Laucha que a su lado, enfurecido y diminuto, los insultaba y los hacía retroceder, hasta que al final se dio vuelta hacia el Vikingo y lo rozaba apenas con la palma de las manos, despacio, arreándolo como si fuera un gran animal enfermo. Lo llevó hacia un costado, lejos de los demás y empezó a hablarle en voz baja, arrullándolo, mientras el Vikingo dejaba de moverse y de gemir, sosegado ya, los ojos perdidos en el aire, la hermosa cara en paz.

Desde ese día empezaron a andar siempre juntos, separados del resto. Se arrinconaban al fondo del gimnasio, quietos, sin hablar, y de golpe el Laucha empezaba a cantar los boleros, muy bajito, sólo para el Vikingo, dejándose ir en los agudos como si fuera a desarmarse.

En ese tiempo, según dicen, el Vikingo pareció renacer. Empezó a entrar en el ring con el Laucha y le servía de sparring. Algunos atribuyen a esto la causa de todo, hablan de accidente, de una mano incontrolada. De todos modos, era cómico verlos cambiar golpes, el Laucha menudo, casi un chico, saltando ágilmente, con su cara de monito tití y al lado la mole encorvada del Vikingo moviéndose pesadamente. Uno solo de los golpes del Vikingo hubiera bastado para quebrar en dos al Laucha que sin embargo entraba en el ring seguro y pavoneándose, como un domador en la jaula de los osos. Se ponían en guardia y empezaban un simulacro de combate, el Vikingo plantado en el centro, el Laucha bailoteando alrededor. El Vikingo lo golpeaba con delicadeza, como si lo acariciara y ponía la cara impunemente, orgulloso de haber recuperado su fabulosa resistencia al castigo. Al fin el Laucha se cansaba de pegar y se dedicaba a hacer soga. El Vikingo se sentaba en un costado, los ojos quietos en la cara del otro, tenso por el esfuerzo, todo el cuerpo brilloso de sudor.

Cuando caía la tarde los dos se metían juntos en las duchas; desde afuera se escuchaban los chillidos del Laucha que se demoraba horas bajo el agua, cantando con los ojos cerrados, mientras el Vikingo se vestía y lo esperaba, tendido sobre uno de los bancos de madera sin respaldo, las manos en la nuca, dormitando hasta que el Laucha aparecía, la piel azulada, oliendo a jabón de coco y empezaba a vestirse, elegante y teatral, haciendo muecas frente al espejo empañado. Los dos salían a caminar por la ciudad en el atardecer, y la gente se paraba a mirarlos como si vinieran de otro mundo, el Laucha con su pinta de jockey pero vestido como un dandy, caminando al lado de ese gigante melancólico, de melena rojiza.

Terminaban siempre en los alrededores de la estación de trenes, sentados frente a una mesa, en la vereda del bar Rayo, bajo los árboles, tomando cerveza negra y respirando el aire suave del verano. Se pasaban las horas ahí, mientras crecía la noche, mirando el movimiento de la estación, adivinando la llegada de los trenes por el aluvión de gente que cruzaba junto a ellos. No hablaban, no hacían otra cosa que mirar la calle y tomar cerveza, tranquilos, como ausentes, hasta que al fin, sin que ninguno de los dos dijera nada, se levantaban y se iban, guiados por el Laucha que miraba atentamente a un lado y a otro antes de cruzar, caminando siempre un poco atrás del Vikingo, como si lo arreara entre los autos.

Así pasaron lo que quedaba del verano: cada vez más aislados, perfeccionando entre los dos el final secreto de la historia. Todos opinan que en ese tiempo el Laucha se quedaba a dormir en el Atenas. Incluso llegaron a verlos, una mañana, durmiendo juntos, la cabeza del Laucha apoyada en el pecho del Vikingo que parecía acunar una muñeca. De todos modos nadie previó o pudo saber lo que pasó esa noche: se vio luz en el club hasta la madrugada y alguien escuchó la voz aguda y suave, desafinada del Laucha cantando “El relicario”. Un viento espeso sopló toda la noche, arrastrando el olor a madera quemada del río. Pareció extraño que nadie saliera a abrir; la puerta estaba rota, como si el viento la hubiera desencajado, y del otro lado, en la temblorosa luz del amanecer que se filtraba por las ventanas, encontraron al Laucha agonizando, destrozado a golpes, y al Vikingo en el suelo, llorando y acariciándole la cabeza sucia de sangre y polvo. Todo el gimnasio vacío, el suave murmullo del viento entre las chapas y al fondo la figura encorvada del Vikingo abrazado al cuerpo del Laucha que tenía la cara destrozada y una sonrisa en su boquita de mujer, como una oscura señal de amor, de indolencia o de agradecimiento.

(“El Laucha Benítez cantaba boleros” está incluido en el libro Nombre falso, editado por Anagrama.)

Acueducto Por Antonio Dal Masetto

Cuantas cosas se veían desde el acueducto. Era muy alto, una cinta clara en el cielo, sostenido por una doble hilera de columnas, y cruzaba el valle por encima de las copas de los árboles. Estaba cubierto por planchas de cemento y se lo podía usar como atajo para ir desde la salida del pueblo hasta la base de un cerro. Se ahorraba tiempo yendo por ahí, porque no había que bajar ni subir y se avanzaba siempre en línea recta. Se oía el agua correr bajo los pies.

El día que anduvimos con mi padre por aquél camino aéreo había mucho sol y se veían nítidas las cimas de las montañas. Yo caminaba bien por el medio, con los brazos abiertos, haciendo equilibrio. ¿Qué ancho tenía el acueducto? ¿Un metro? ¿Más de un metro? ¿Menos? Imposible establecerlo. La memoria está condicionada por el recuerdo del vértigo que me provocaba la altura.

Mirando de reojo, descubría abajo los nidos en las ramas, reconocía los sitios donde sabía que crecía el mejor musgo para el pesebre de Navidad, cada pozo de agua profunda en el río correntoso donde iba a pescar, la casa de un pariente, la de un amigo, campanarios, alguna silueta de hombre o mujer en el camino de la otra orilla. Se veían muchas cosas y sin dudas aquél paseo hubiese sido un gran placer si el vértigo no me hubiese impedido disfrutar.

Mi padre me precedía. Una mochila vacía le colgaba del hombro. No se daba vuelta. Llevaba las manos en los bolsillos. De tanto en tanto, sin detenerse, giraba la cabeza hacia un lado y hacia el otro para seguir el vuelo de un pájaro. Tal vez silbara. Íbamos a buscar hongos y a recoger castañas en los bosques.

Yo, unos metros atrás, miraba su espalda y me preguntaba: ¿Cómo hace para moverse tan tranquilo acá arriba y con las manos en los bolsillos? ¿Cómo hace para caminar sin hacer equilibrio? ¿Cómo hace? Y así lo seguía en aquel aire puro, alto sobre el valle, siempre con mis brazos abiertos, cuidadoso, tratando de colocar los pies en las huellas invisibles que dejaban los suyos.

(De El padre y otras historias, Editorial Sudamericana)

Los caminos Por Haroldo Conti

y aunque la línea está cortada señalando el fin
yo sólo digo adiós hasta que nos veamos de nuevo.
Bob Dylan

A veces pienso que los días de mi vida se parecen a las teclas de esta máquina. Son redondos y precisos y justamente porque no hacen otra cosa que escribir.

Paco Urondo me ha dicho quiero que escribas algo para el Diario de Mendoza. Y yo le he dicho que bueno, que sí a esa voz precipitada que se dispara desde algún rincón de esta madre Baires y atraviesa una milla de paredes, y antes de colgar la voz me ha dicho un día de estos tomamos un café y charlamos y yo he dicho que sí, que bueno y le he pedido a mi vieja que me sirva un café y bebo en honor de Paco este solitario café que de otra manera se enfriaría en el pocilio esperando el día porque aquí no hay tiempo realmente para las ceremonias del ocio y todo se reduce a voces y urgencias y paredes y señales.

Y ahora me siento a escribir y en el mismo momento, a seiscientos kilómetros de aquí, mi amigo Lirio Rocha se sienta en la puerta de su rancho, porque sus días son igualmente redondos, solo que en otro sentido, y si el mar lo permite son también precisos, a su manera, se sienta, como digo, en la puerta de su rancho, en la Punta del Diablo, al norte de Cabo Polonio, entre el faro de Polonio y el de Chuy, y mira el mar después de cabalgar un día sobre el lomo de su chalana, porque es el tiempo de la zafra del tiburón, ese oscuro pez del invierno hecho a su imagen y semejanza, y se pregunta (es necesario que se pregunte para que yo siga vivo porque yo soy tan solo su memoria), se pregunta, digo, qué hará el flaco, es decir, yo, seiscientos kilómetros más abajo en el mismo atardecer.

Y entonces yo me pregunto a mí vez qué es lo que hago realmente, o para decirlo de otra manera por qué escribo, que es lo que se pregunta todo el mundo cuando se le cruza por delante uno de nosotros, y entonces uno pone cara de atormentado y dice que está en la Gran Cosa, la misión y toda esa lata, pero yo sé que a mi amigo Lirio Rocha no puedo decirle nada de eso porque él sí que está en la Gran Cosa, esto es, en la vida y que yo hago lo que hago, si efectivamente es hacer algo, como una forma de contarme todas las vidas que no pude vivir, la de Lirio por ejemplo, que esta madrugada volverá al mar, de manera que se duerme y me olvida.

Y yo dejo de golpear esta máquina. Y ahora, que es noche cerrada y las voces y las paredes se han muerto hasta mañana y la Gran Noche de Buenos Aires se parece al mar, pongo un disco de Jobim para no morirme del todo y pienso en mi otro amigo, porque es el momento de los amigos y las ausencias, mi amigo Alfonso Domínguez, capitán, que vive también frente al mar, algunas millas más abajo sobre el lomo salado del Cabo de Santa María y que toca la flauta como Herbie Mann y talla mascarones como el Aleijandinho y aparte de eso calcula la derrota de cada barco que pasa en el horizonte y bebe una copa de vino a cada cambio de viento, siempre que no tarde demasiado, y entonces vuelvo a golpear otra tecla y otra porque me digo que, después de todo, nadie sabrá de ellos si no es por este viejo artificio, y que es igualmente urgente y necesario que mi amigo Antonio Di Benedetto y Mercedes del Carmen Thierry, que tiene los ojos más sabios del mundo, y don Florencio Giacobone que vive en Rivadavia y prepara las mejores conservas de este lado de la tierra y que todos los inviernos baja al Delta a faenar un par de cerdos en el almacén del Nene Bruzzone, que nació en las islas y tripuló aquel doble par de leyenda con el flaco Bataglia cuando todos los remeros eran campeones, y el resto generoso de los muchos y buenos amigos de Mendoza tengan noticias de estos otros amigos que viven frente al mar, y es así que por fin entiendo cuál es la Gran Cosa, porque yo los junto a todos ellos, salto sobre las distancias y el tiempo y los junto a todos ellos en esta mesa del recuerdo que tiendo y sirvo para mis amigos.

ADELANTO DEL LIBRO EL FUTURO DEL KIRCHNERISMO, DE EDUARDO JOZAMI ¿Custodios de la República o enemigos de la democracia?

Adelanto del libro El futuro del kirchnerismo, de Eduardo Jozami

El texto, publicado por Sudamericana, se pregunta si el kirchnerismo es un nuevo movimiento popular o una variante más del peronismo y analiza el desafío de la sucesión. Aquí, un capítulo sobre el concepto de República.

Por Eduardo Jozami

Pocos términos –como República– de significación tan controvertida a lo largo de la historia. Entendida a veces como un tipo específico de gobierno, en oposición a la monarquía, la República supone alguna forma de elección popular de los gobernantes. En otras definiciones, República –(res publica)– se identifica con el bien común, con el gobierno justo, y entonces un reino o un principado también pueden considerarse repúblicas. El constitucionalismo norteamericano ligó estrechamente la noción de república a la de representación y desde entonces la república democrática aparece como la síntesis de un conjunto de instituciones surgidas de la elección popular. Sin embargo, este último componente democrático fue perdiendo importancia en lo que a lo largo del tiempo se llamó, en nuestro país, la tradición republicana.

Alberdi y –más allá de sus notables diferencias– las otras grandes figuras de la organización nacional argentina no creyeron al país todavía preparado para el pleno funcionamiento de la democracia representativa, la elite gobernante quería reservarse, para sí, el control de la política. Se llamó República Posible al formato institucional que se consolida en 1880: un régimen controlado por una minoría que se apoyaba en el fraude y restringía la participación electoral apelando a la violencia: derechos civiles para todos, porque el país requería de la masiva concurrencia de extranjeros, pero efectividad de los derechos políticos para muy pocos.

Planteada de este modo la cuestión, va quedando claro que la tantas veces añorada Argentina de “los tiempos de la República”, era un país sin democracia y que los mismos creadores de esa arquitectura institucional –Alberdi en el texto constitucional, Mitre y Sarmiento en la acción de gobierno– consideraban a la República Posible como un régimen imperfecto que en un futuro, que se cuidaron de no precisar, debía ser perfeccionado con la participación electoral de las mayorías. Frente a la República Posible se levantó entonces el reclamo de la República Verdadera, encarnado en la lucha del radicalismo por el sufragio: el auge y la decadencia de ambas figuras constituye un modo de contar la historia argentina de la primera mitad del siglo XX, como lo hizo Tulio Halperin Donghi.

Quienes en el actual proceso político invocan esa tradición republicana, ofreciendo una visión idealizada del pasado predemocrático, consideran a ese régimen de minorías como una república fundada en la virtud y no creen que sea necesario recordar que ese armado institucional funcionaba sobre la base de la exclusión social y política. En la idea de República que sustenta los comentarios críticos contra el kirchnerismo del diario fundado por Bartolomé Mitre, la participación popular en la elección de los gobernantes no es un elemento necesario. Para quienes piensan así, la idea de un gobierno justo poco tiene que ver con las prácticas de la democracia y el respeto a los veredictos electorales y, por lo tanto, un candidato puede ser aclamado en las urnas por una amplia mayoría –como ocurrió con Cristina Kirchner en 2011– y, sin embargo, su gobierno considerado antidemocrático al día siguiente de la elección.

Los cuestionamientos que a diario se formulan para mostrar la falta de vocación republicana del kirchnerismo son, en general, inconsistentes. Puede ser conveniente que un gobierno haga reuniones de gabinete o convoque con más frecuencia conferencias de prensa, pero no parece que esas conductas –que no están pautadas en ninguna normativa– puedan bastar para definir como contrarias a la República las prácticas gubernamentales. Por otra parte, la utilización de la cadena oficial para transmitir discursos de la Presidenta puede resultar contraproducente cuando el público televisivo parece más interesado en los programas de chimentos de la farándula o las telenovelas que en los temas políticos, pero no puede considerarse como antidemocrático en un país donde la oposición tiene una ilimitada presencia en los medios.

Es evidente que sólo puede maximizarse la importancia de esos comportamientos políticos, y considerarlos reñidos con la democracia, si se parte de un concepto a priori del carácter autoritario de todo lo que tenga que ver con el peronismo. De ese modo, esos rasgos que se critican aparecen, simplemente, como ilustración de algo que no requiere ser demostrado. La utilización de la cadena oficial era uno de las características del primer peronismo que más irritaban a la oposición: el emblemático cuento de Borges y Bioy Casares “La fiesta del monstruo”, luego de relatar fantasiosas tropelías de los manifestantes que iban a escuchar un discurso de Perón, termina señalando el colmo de lo intolerable: el discurso era transmitido por la cadena nacional. Basta con recordar que los opositores no tenían entonces acceso a la radiofonía, (no había aún TV en el país, cuando el cuento fue escrito, en 1947) para advertir la imposibilidad de comparar aquella situación con la actual.

La llamada tradición republicana, expresada en la Constitución de 1853, asigna el mismo lugar central que el texto constitucional de los Estados Unidos al reconocimiento sin limitaciones del derecho de propiedad. Ante la falta en la Constitución de restricciones explícitas del derecho al voto o de normas que consagraran alguna jerarquía social, sobre ese reconocimiento de la propiedad como valor excluyente se asentó en la Argentina el régimen político de minorías.

Esta atribución a la propiedad del lugar central en el ordenamiento jurídico, había inquietado a Benjamín Constant, el teórico del liberalismo moderado. El doctrinario francés se desvelaba para explicar cómo podía ser considerado liberal un sistema que ponía a la propiedad por sobre los demás derechos. Finalmente, concluyó que, en teoría, ningún derecho podía ser prioritario respecto de la libertad. Sin embargo, como la propiedad está vinculada estrechamente a otras partes de la existencia humana, no podía aceptarse que el derecho de propiedad fuera afectado porque, en esos casos –sostenía Constant– también serían cercenadas las libertades: “Lo arbitrario sobre la propiedad es seguido sin tardanza por lo arbitrario sobre las personas”. La experiencia mostró que no podía afirmarse lo inverso: la supresión de la libertad no tenía por qué afectar el derecho de propiedad.

En esta última conclusión fundamentaría Jeanne Kirkpatrick, secretaria de Estado de Ronald Reagan en la década de 1980, su distinción entre gobiernos autoritarios y totalitarios. Estos últimos desconocían todos los derechos y debían ser considerados como enemigos de los Estados Unidos, los otros, meramente autoritarios, no practicaban las reglas de la democracia, pero respetaban la propiedad privada y los derechos de las empresas. En esta categoría más amigable fue colocada la dictadura argentina.

El sesgo antidemocrático del orden institucional argentino –interrumpido por los 14 años de gobierno radical– se profundizaría a partir del derrocamiento de Hipólito Yrigoyen: la suspensión por la fuerza de la experiencia de la República Verdadera quitó al pensamiento conservador la chance de seguir prometiendo la superación de la República Posible, el señuelo que había permitido afirmar que, reconocidas sus impurezas, el orden conservador aspiraba, sin embargo, a perfeccionarse. La aventura que Roque Sáenz Peña y su ministro, Indalecio Gómez –convencidos de que en una elección libre los radicales no podían obtener más que la minoría– ofrecieron, en el Primer Centenario, a los otros integrantes del grupo dominante había terminado mal. Antonio Di Tomaso, un conservador advenedizo, lo explicó mejor que nadie en una carta dirigida, en 1933, a sus compañeros del socialismo independiente: la democracia (es decir la República Verdadera) era el mejor de los regímenes políticos, siempre –claro está– que el pueblo comprendiera la necesidad de actuar con prudencia, para “no reincidir en el mal”.

La experiencia posterior en relación con el peronismo, acentuó ese rechazo a las mayorías y la recurrencia a los golpes militares fue entonces la única forma en que los grupos conservadores concibieron su acceso al poder. Excluido ese recurso al golpe militar, después de 1983, las grandes corporaciones empresarias y la derecha política y mediática pudieron imponer la corrida cambiaria y la presión alcista sobre los precios como sucedáneo de aquel recurso salvador de los años ’50 al ’70. La emergencia del kirchnerismo –mostrando un rostro del peronismo que la oligarquía creía ya definitivamente perdido– reavivó este rechazo antidemocrático a todo gobierno de mayorías. La imposibilidad de derribar al gobierno de Cristina Kirchner, combinando algún resultado electoral ligeramente favorable con las maniobras especulativas y la agitación de las cacerolas en la calle, desespera a muchos de los opositores que levantan como amuleto la bandera republicana.

Estas expresiones se fundan, aunque sus autores no lo sepan, en el más tradicional y reaccionarios de los discursos, el que ya recogiera Platón en la República. Desconfiando de la democracia, desorden en el que encuentran cabida todos los sistemas políticos y que permite a cada uno vivir como le place, para el filósofo griego –que, sin embargo, también señala los inconvenientes de la dominación de los ricos– el buen gobierno es aquel que garantiza la “reproducción del rebaño humano, protegiéndolo contra los excesos de sus apetitos de bienes individuales o de poder colectivo”.

Para Jacques Rancière, de quien hemos tomado la síntesis del pensamiento platónico que antecede, la idea republicana que hoy enarbolan en todas partes las elites dominantes rechaza cualquier exaltación de los derechos individuales e incluso del consumo de las mayorías. Desde los años ’70, diversos textos advertían sobre los riesgos de un incremento de la demanda global que ignorase “los límites del crecimiento” o de una expansión de los derechos –un exceso de demandas, se decía– que pusiera en riesgo la estabilidad de las democracias. Las ideas políticas que acompañaron el desarrollo de los “Treinta Gloriosos” años de posguerra, con economías en expansión y Estados de Bienestar, dejan su lugar más tarde a una visión de las sociedades que acentúa y justifica plenamente la desigualdad.

La crítica situación que vive Europa en estos días revela que la República también puede ser usada como consigna para rechazar a los diferentes. En Francia, aun conmovida por el brutal y repudiable atentado contra Charlie Hebdo, mientras la extrema derecha neonazi cuestiona las libertades y niega todo derecho a los migrantes, los políticos del ajuste, aliados a los Estados Unidos en las agresiones a los países árabes, se golpean el pecho llamando a defender las instituciones.

Esta evolución hacia una concepción de la República más alejada de la democracia también tiene su correlato en la actual política argentina, donde –no sólo desde la oposición– algunos hablan de guerra contra el delito y otros reaccionan contra la permisividad de la política migratoria, mientras en el afán de debilitar al Gobierno, los opositores políticos y mediáticos estimulan todos los motivos de tensión, la que –paradojalmente– se atribuye siempre a la intransigencia o los apetitos de poder del Gobierno.

La más radical y apocalíptica de los voceros del discurso republicano es, en nuestro país, Elisa Carrió, cuyas desmesuradas y caprichosas intervenciones parecen, por momentos, lejos de cualquier lógica política. Sin embargo, haríamos mal si, amparados en la arbitrariedad ínsita en esos discursos, no advirtiéramos la notoria involución producida en su pensamiento en los últimos años. Antes, como ahora, la doctora Carrió anunciaba que la irrupción del apocalipsis traería como consecuencia el advenimiento de la República depurada de toda corrupción. Sin embargo, en los primeros años de su intervención política, la figura central de su discurso aludía al parto de la nueva república. Como hemos señalado en otro texto, esa imagen estaba tomada de la tradición radical y, en particular de Forja. Este agrupamiento se diferenciaba del nacionalismo restaurador que ubica en el pasado la nación perdida que debe ser rescatada, señalando que esta construcción nacional constituía una tarea para el futuro y, en consecuencia, abundaban en el lenguaje forjista las referencias al nacimiento o al amanecer.

Abandonando esa tradición democrática, el actual discurso de la dirigente de la Coalición Cívica –hoy aliada de Mauricio Macri– se refugia en una concepción de la República en la que ésta es sólo la fortaleza que protege a la elite dominante frente a los desbordes del Estado reformista o los males de la participación popular. Ni siquiera la fantasía de la doctora Carrió alcanza para imaginar una perspectiva de futuro en esa cerrazón mezquina, que con notoria injusticia insiste en llamarse republicana.

La contraposición del kirchnerismo con la República, tan habitual en el discurso opositor, ignora que algunos de los rasgos básicos del proceso político iniciado el 2003 como la centralidad otorgada a la política y el renovado interés por la cosa pública o el rol preponderante del Estado encuentran su antecedente en las formulaciones más clásicas de la teoría republicana. La identificación del kirchnerismo como populismo –argumento descalificatorio de la oposición que no rechazan muchos partidarios del Gobierno– se convirtió en la clave para excluir a la fuerza política gobernante del campo republicano. Sin embargo, las ideas de República y populismo, entendido éste como proceso de constitución de identidades y sujetos políticos, como articulación de derechos que no se logran sólo contra el Estado sino muchas veces con su impulso y promoción, no son en absoluto contradictorias, salvo que se ignore la existencia de un tipo republicano que es el de la república democrática.

Esta contraposición entre República y Democracia se constituye en la clave para comprender el actual enfrentamiento político argentino, no porque el kirchnerismo sea esencialmente reacio a las instituciones republicanas, como se machaca a diario, sino porque sus oponentes han girado cada vez más hacia una concepción aristocrática de la República, que no está, sin embargo, explicitada en la Constitución Argentina de 1853.

La República aristocrática tiene una larga tradición, pero a lo largo de la historia se advierte la tensión a que es sometida por los intentos de asentar el gobierno en una más amplia participación popular. Señalaba Tito Livio el origen tumultuario de las mejores leyes de la República romana, más tarde en el florecimiento político de las ciudades italianas, en vísperas de la modernidad, se contrapuso la aristocrática República veneciana con la República de Florencia siempre sacudida por conflictos y presiones populares y en la Revolución Francesa no fueron menos republicanos quienes reivindicaban el pensamiento igualitario de Rousseau que aquellos moderados que buscaban la conciliación con la aristocracia.

Se advierte hasta que punto este republicanismo no democrático –expresado cuando Elisa Carrió otorga un valor especial al voto de clase media o se considera menos significativa la opinión de los representantes del pueblo que la de los grandes medios y las corporaciones empresarias– constituye un retroceso si recordamos que las últimas décadas del siglo pasado estuvieron marcadas por un debate que quería pensar más allá, y no más acá, de la representación. Esta, como lo demostró Edmund Morgan en su estudio sobre La invención del pueblo, en Gran Bretaña y los Estados Unidos, consistió desde sus orígenes en un modo de mediatizar la participación popular.

Los reclamos de una democracia participativa que superara estos límites de la representación se reflejaron en la reforma de la Constitución nacional de 1994 que introdujo la iniciativa popular y el referéndum, como formas de democracia semidirecta, seguramente más para estar a tono con las ideas circulantes en la época que porque existiera en la mayoría de los constituyentes una decidida voluntad de ampliar la participación popular. Mayor incidencia en el debate político tuvo la Constitución porteña de 1996 –que definía al régimen político de la ciudad como una democracia participativa– y la instrumentación del Presupuesto Participativo en Porto Alegre por los primeros gobiernos municipales del Partido de los Trabajadores, en la misma época.

Más lejos todavía llegaban los pensamientos autonomistas que surcaban las asambleas del 2001. Ya hemos señalado el modo contradictorio con que el kirchnerismo tomó aquella experiencia que puede seguir siendo fuente de inspiración para incorporar otras formas participativas que enriquezcan la vida democrática, pero más allá de los resultados de ese debate, resultaba difícil imaginar este retroceso hacia las formas de pensamiento predemocrático en el debate público, giro que sólo puede explicarse por el temor que ha suscitado el proceso político actual en quienes ven sus privilegios amenazados y resucitan el discurso antiperonista.

Sin embargo, aun si aceptáramos que el republicanismo no ha sido un tema del peronismo, más preocupado por la presencia popular en la política que por la observancia de las formas institucionales, de todos modos habrá que concluir que el gobierno de Néstor Kirchner hizo, en 2003, el mayor aporte para el pleno funcionamiento de las instituciones, severamente afectado por el generalizado rechazo a la política y sus protagonistas, muchas veces impedidos hasta de caminar por las calles.

La experiencia posterior a 1955 había mostrado la imposibilidad de funcionamiento de las instituciones de la Constitución si no existía participación y consenso popular. A comienzos del siglo actual, el estallido del 2001 volvió a demostrarlo y fue necesario que se relegitimara la vida política y el funcionamiento institucional con medidas de tan alto contenido ético como la renovación de la Corte Suprema de Justicia o la nulidad de las leyes de impunidad. En consecuencia, aunque seguramente esto motivaría las iras de quienes se han apropiado del concepto y lo utilizan de modo absolutamente arbitrario, no faltaría a la verdad quien afirmara que la República volvió con el kirchnerismo a partir del 2003.

MIENTRAS COMBATEN CON ARMAS PESADAS EN TERRITORIO REBELDE, MOSCU Y KIEV SE CULPAN MUTUAMENTE Rusia y Ucrania, más cerca de la guerra total

El presidente ucraniano acusó a Rusia de mantener 9000 soldados dentro del territorio ucraniano y de impulsar la ofensiva rebelde en el este del país. Pero el canciller ruso dijo que la culpa es de la intransigencia del gobierno ucraniano.

Los tanques vuelven a rodar por la volátil zona de Donbás, en el este de Ucrania. Decenas de personas murieron en las últimas horas cerca de la ciudad de Marinka, al oeste de Donetsk. Los enfrentamientos, de cuyo inicio se acusan ambas partes, son los más sangrientos desde el arranque de la tregua acordada hace cuatro meses en Minsk, Bielorrusia. “Estuvimos en el sótano todo el día de ayer”, dijo Svetlana Mokraya, de 49 años, vecina de Marinka, que pudo refugiarse en la localidad vecina de Gueoguivka con la ayuda de una ambulancia. Los rebeldes trataron de “encontrar puntos débiles pero repelimos el ataque. Regresaron a Donetsk”, dijo Serguei, un soldado ucraniano de 30 años.

Mientras Kiev responsabilizó a los rebeldes de interrumpir el alto el fuego, Moscú responsabilizó al gobierno ucraniano. “Los terroristas dañaron brutalmente el acuerdo de Minsk”, afirmó el ministro ucraniano de Exteriores, Pavel Klimkin, según el cual los soldados ucranianos “no cedieron ni un centímetro de terreno”. La réplica de Serguei Lavrov, el ministro de Exteriores ruso, no se hizo esperar: “Los acuerdos de Minsk se encuentran bajo una amenaza constante de ruptura por la actuación de las autoridades de Kiev, que intentan obviar su obligación para establecer un diálogo directo con Donbás”. Por su parte el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, confirmó la gravedad de la situación. “Lo que hemos observado estas últimas 24 horas en Ucrania es un recordatorio que muestra que la tregua es muy frágil”, declaró .

El presidente ucraniano, Petro Poroshenko, justificó ayer la mayor ofensiva militar desde hace meses como acto de defensa frente a los separatistas prorrusos. “Existe la amenaza colosal de que se reanuden las acciones militares a gran escala por parte de los grupos terroristas rusos”, dijo. “El ejército ucraniano debe estar preparado para una nueva ofensiva por parte del enemigo. Catorce batallones tácticos rusos, integrados por más de 9000 efectivos, permanecen en territorio de Ucrania”, denunció. Los rebeldes amenazaron una y otra vez con ampliar su zona de influencia en Donbás, pero ese intento fue derrotado, anunció el gobierno de Kiev, orgulloso. Con el telón de fondo de esta escalada de violencia, Poroshenko anunció ayer un nuevo aumento del presupuesto militar del país. “El peligro de fuertes combates en Donbás persiste”, afirmó el presidente en su discurso sobre el Estado de la Nación. Ahora hay 50.000 soldados desplegados en la zona y Poroshenko quiere aumentar el número de efectivos de las fuerzas armadas hasta 250.000 antes de finales de año. Poroshenko preparó a la población de su país para tiempos difíciles y advirtió que persiste la amenaza de un ataque por parte de Rusia en cualquier momento.

Con miras a los enfrentamientos armados en el este, el Parlamento de Ucrania aprobó ayer una ley que autoriza el despliegue de tropas internacionales en el país. Sin embargo, tal misión requiere de un mandato de la Unión Europea (UE) o Naciones Unidas. El gobierno de Poroshenko ha solicitado varias veces a la UE y al Consejo de Seguridad de la ONU el envío de soldados para que sean desplegados, por ejemplo, a lo largo de la frontera con Rusia en la región separatista. Sin embargo, la comunidad internacional está dividida sobre las perspectivas de éxito de tal misión.

La UE y la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) se mostraron ayer preocupadas por el recrudecimiento de los combates. Se trata de la violación más grave de la tregua registrada hasta el momento, aseguró la responsable de Política Exterior de la UE, Federica Mogherini, que advirtió sobre una nueva espiral de violencia. La diplomática italiana responsabilizó de forma indirecta a los separatistas prorrusos de estos últimos combates, por haber trasladado grandes cantidades de armamento pesado hacia el frente. Los observadores de la OSCE constataron ayer que los separatistas prorrusos desplegaron artillería pesada hacia la denominada “línea de contacto”, en contra de lo acordado en el último alto el fuego, en el que las partes se comprometieron a retirar el armamento pesado al menos a 50 kilómetros de la línea del frente. La noche del martes se detectó el movimiento de una decena de tanques y otros vehículos armados desde la ciudad de Donetsk, antes de que se desataran fuertes combates en torno de la ciudad de Marinka, informó la OSCE.

A su vez, el asesor asistente de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, Ben Rhodes, dijo que la prioridad de Washington para la cumbre del G-7 de principios de la semana que viene es el mantenimiento de las sanciones contra Rusia, país al que Estados Unidos acusa de apoyar a las fuerzas rebeldes. “Creo que lo más urgente es centrarse en el mantenimiento de la unidad sobre las sanciones, que tienen repercusiones significativas sobre la economía rusa”, dijo Rhodes. “El mensaje tiene que ser que la presión no cesará a menos que veamos” una solución diplomática, afirmó.

Por su parte, Poroshenko defendió el uso de artillería pesada y explicó que el ejército repelió “de forma adecuada” el ataque de los rebeldes en Marinka. Durante su discurso ante la Nación, Poroshenko responsabilizó a Rusia de la escalada de violencia. “La zona de Donbás habría olvidado la guerra como si de un mal sueño se tratase si Moscú quisiera la paz tanto como Kiev”, advirtió el presidente ucraniano. Según Poroshenko, en la zona luchan en la actualidad 14 grupos de combate rusos con más de 9000 soldados apoyando a los rebeldes.

Moscú lo niega y acusa a Kiev de poner en peligro el plan de paz. El Ministerio de Exteriores de Rusia y el Kremlin culparon a Kiev del repunte de la violencia. El gobierno ucraniano quiere presentar a Rusia como agresor ante la cumbre del G-7 y la que la UE celebrará a finales de mes, apuntan desde Moscú. Según el portavoz del Kremlin, Dmitri Peskov, es el ejército ucraniano el que desestabiliza conscientemente y provoca tensiones. Rusia teme que ante estos nuevos enfrentamientos, Occidente prolongue o endurezca las sanciones impuestas a Moscú por el conflicto ucraniano.

El gobierno de Kiev afirma que en los combates por Marinka murieron 80 separatistas y fueron heridos un centenar. Pero el líder separatista Eduard Bassurin, dice que en los combates murieron 16 rebeldes y resultaron heridos otros 90. “La situación en la República Popular de Donetsk se agravó mucho”, afirmó. Según Bassurin, los rebeldes quieren mantener el alto el fuego y no hay planes para volver a desplegar armamento pesado en el frente.

En tanto, los analistas ucranianos creen que todavía está por verse si se trata sólo de un test militar o de un verdadero regreso de fuertes combates. En Kiev está muy extendida la opinión de que la zona controlada hasta ahora por los separatistas es demasiado pequeña como para poder sobrevivir como territorio independiente.

El politólogo Kost Bondarenko cree que el actual episodio de violencia es más bien una prueba de fuerza de las partes en conflicto, que quieren fortalecer sus posiciones en las negociaciones del proceso de paz. Este experto está convencido de que nadie iniciará un gran ataque. “Ninguna de las partes quiere ser culpable del fracaso de la tregua”, apunta.

Pero muchos analistas creen que el proceso de paz está desde hace tiempo en un callejón sin salida del que sólo puede salirse con nuevos combates.

“Existe el temor fundado en que vuelva a caerse en una escalada militar”, dijo Steinmeier, el canciller ucraniano, quien defiende la validez del documento firmado hace cuatro meses en Minsk, a pesar del evidente fracaso del alto el fuego. “Hoy por hoy no tenemos otro instrumento”, señaló.

05/06/15 Página|12