lunes, 17 de noviembre de 2014
domingo, 16 de noviembre de 2014
Opinión Extremos Conrado Yasenza. Periodista.
Como final paradójico y cruel, dos hechos que nos compelen a seguir debatiendo y pensando sobre las complejas características de nuestro tiempo y de nuestra sociedad.
El lanzamiento y puesta en órbita del primer satélite geoestacionario, Arsat-1, diseñado y construido en su totalidad por científicos argentinos, demuestra que las políticas públicas que no persiguen fines cortoplacistas inciden materialmente en la recuperación de la autoestima y las posibilidades de desarrollo de un pueblo organizado cuando las políticas son orientadas en esa dirección y cuando las inversiones se realizan eficazmente pensando en “la modificación de una cultura empresarial histórica apegada a la especulación, el cortoplacismo y el atraso técnico”, como lo expresó el ensayista, docente y flamante miembro del directorio de la Autoridad Regulatoria Nuclear Diego Hurtado.
El desarrollo y producción del satélite Arsat I es la prueba de que el modelo económico centrado en la industria de ensambles y armadurías junto al modelo agroexportador no es suficiente y no sirve para encarar las complejidades de un mundo capitalista en crisis. Quizás el debate pase por la inversión en producción y venta de paquetes tecnológicos que profundice el lugar de privilegio en el que nos ha colocado la creación del Arsat I. Así y todo, el país, con lo mucho realizado, es dual: desarrollo tecnológico y niños con hambre o muriendo por enfermedades como la diarrea en la Argentina profunda e invisibilizada o sobreexpuesta por los medios masivos con oscuros intereses.
El debate y los desafíos están planteados y dentro del heterogéneo campo kirchnerista la discusión se produce.
En el extremo radicalmente opuesto, en esa zona abisal de nuestro país en donde pervive una cultura represiva, una maldita máquina asesina de vidas vulneradas, herencia de la última dictadura cívico-militar no desterrada aún. Luego de cinco años y ocho meses, años en los que la familia nunca dejó de buscar y luchar por la verdad y la justicia, el viernes 17 de octubre pasado, Horacio Vertbisky, presidente del CELS, anunció que el cuerpo de Luciano Arruga fue hallado en el cementerio de la Chacarita enterrado como NN. Macabro (las resonancias lingüísticas del terror que se actualizan en la desaparición de Jorge Julio López). Macabro y cruel. Otro nombre para decir violencia institucional y negligencia/complicidad del aparato jurídico Estatal. Un chico que cruza una autopista es atropellado, asistido por quien lo embistió, trasladado en una ambulancia del SAME al Hospital Santojanni, nosocomio al que la familia fue esa misma noche y donde se le informó que no había registro alguno de un ingresado con ese nombre; Morgue Judicial, entierro como NN; un joven humilde y atormentado por el miedo hacia el poder policial, doblemente asesinado. Cabos de un caso que no termina de cerrar: Luciano había sido detenido por la Policía de la Provincia de Buenos Aires en varias oportunidades, torturado porque se resistía a robar para las “fuerzas de seguridad”. La noche del “accidente” los móviles policiales se salieron de su jurisdicción; hay peritajes de este hecho como también de los apremios que Luciano sufrió.
Luciano está muerto y fue hallado. Cinco años y ocho meses en los cuales la familia, desde el inicio de su desaparición, no paró nunca de buscarlo. El hábeas corpus presentado por Mónica Raquel Alegre y Vanesa Orieta –madre y hermana de Arruga– con el patrocinio de Juan Manuel Combi y Paula Litvachky (directora del Área Justicia y Seguridad del CELS) fue rechazado por el Juzgado Federal Número Uno de Morón, a cargo del magistrado Juan Pablo Salas y, luego, la Justicia federal de San Martín. Finalmente la Sala IV de la Cámara Federal de Casación Penal hizo lugar al hábeas corpus presentado por el organismo. Cinco años y ocho meses, y Luciano fue identificado luego de ser enterrado como NN. Habría muerto por un accidente automovilístico. No cierra.
El día de la conferencia de prensa, Vanesa, la hermana de Luciano, dijo con lucidez: “Hoy vencimos”. Vencieron a la maquinaria asesina de la violencia institucional, la estigmatización del joven pobre y la negligencia/complicidad del aparato burocrático-administrativo-sanitario y judicial del Estado. Un triste día de pequeña justicia. Una justicia que no cierra.
El lanzamiento y puesta en órbita del primer satélite geoestacionario, Arsat-1, diseñado y construido en su totalidad por científicos argentinos, demuestra que las políticas públicas que no persiguen fines cortoplacistas inciden materialmente en la recuperación de la autoestima y las posibilidades de desarrollo de un pueblo organizado cuando las políticas son orientadas en esa dirección y cuando las inversiones se realizan eficazmente pensando en “la modificación de una cultura empresarial histórica apegada a la especulación, el cortoplacismo y el atraso técnico”, como lo expresó el ensayista, docente y flamante miembro del directorio de la Autoridad Regulatoria Nuclear Diego Hurtado.
El desarrollo y producción del satélite Arsat I es la prueba de que el modelo económico centrado en la industria de ensambles y armadurías junto al modelo agroexportador no es suficiente y no sirve para encarar las complejidades de un mundo capitalista en crisis. Quizás el debate pase por la inversión en producción y venta de paquetes tecnológicos que profundice el lugar de privilegio en el que nos ha colocado la creación del Arsat I. Así y todo, el país, con lo mucho realizado, es dual: desarrollo tecnológico y niños con hambre o muriendo por enfermedades como la diarrea en la Argentina profunda e invisibilizada o sobreexpuesta por los medios masivos con oscuros intereses.
El debate y los desafíos están planteados y dentro del heterogéneo campo kirchnerista la discusión se produce.
En el extremo radicalmente opuesto, en esa zona abisal de nuestro país en donde pervive una cultura represiva, una maldita máquina asesina de vidas vulneradas, herencia de la última dictadura cívico-militar no desterrada aún. Luego de cinco años y ocho meses, años en los que la familia nunca dejó de buscar y luchar por la verdad y la justicia, el viernes 17 de octubre pasado, Horacio Vertbisky, presidente del CELS, anunció que el cuerpo de Luciano Arruga fue hallado en el cementerio de la Chacarita enterrado como NN. Macabro (las resonancias lingüísticas del terror que se actualizan en la desaparición de Jorge Julio López). Macabro y cruel. Otro nombre para decir violencia institucional y negligencia/complicidad del aparato jurídico Estatal. Un chico que cruza una autopista es atropellado, asistido por quien lo embistió, trasladado en una ambulancia del SAME al Hospital Santojanni, nosocomio al que la familia fue esa misma noche y donde se le informó que no había registro alguno de un ingresado con ese nombre; Morgue Judicial, entierro como NN; un joven humilde y atormentado por el miedo hacia el poder policial, doblemente asesinado. Cabos de un caso que no termina de cerrar: Luciano había sido detenido por la Policía de la Provincia de Buenos Aires en varias oportunidades, torturado porque se resistía a robar para las “fuerzas de seguridad”. La noche del “accidente” los móviles policiales se salieron de su jurisdicción; hay peritajes de este hecho como también de los apremios que Luciano sufrió.
Luciano está muerto y fue hallado. Cinco años y ocho meses en los cuales la familia, desde el inicio de su desaparición, no paró nunca de buscarlo. El hábeas corpus presentado por Mónica Raquel Alegre y Vanesa Orieta –madre y hermana de Arruga– con el patrocinio de Juan Manuel Combi y Paula Litvachky (directora del Área Justicia y Seguridad del CELS) fue rechazado por el Juzgado Federal Número Uno de Morón, a cargo del magistrado Juan Pablo Salas y, luego, la Justicia federal de San Martín. Finalmente la Sala IV de la Cámara Federal de Casación Penal hizo lugar al hábeas corpus presentado por el organismo. Cinco años y ocho meses, y Luciano fue identificado luego de ser enterrado como NN. Habría muerto por un accidente automovilístico. No cierra.
El día de la conferencia de prensa, Vanesa, la hermana de Luciano, dijo con lucidez: “Hoy vencimos”. Vencieron a la maquinaria asesina de la violencia institucional, la estigmatización del joven pobre y la negligencia/complicidad del aparato burocrático-administrativo-sanitario y judicial del Estado. Un triste día de pequeña justicia. Una justicia que no cierra.
Entrevista. Victoria Basualdo. Investigadora “La tercerización laboral es una precarización legal”
Investigadora especializada en sindicalismo e historia de la clase trabajadora argentina, Victoria Basualdo se abocó en su último trabajo a estudiar la modalidad
de tercerización laboral, a la cual define como “la forma principal de precarización
en el trabajo registrado y una vía legal de fragmentar al colectivo laboral”.
de tercerización laboral, a la cual define como “la forma principal de precarización
en el trabajo registrado y una vía legal de fragmentar al colectivo laboral”.
Conceptualizar esta particular relación laboral. Ese fue uno de los objetivos que se plantearon la investigadora de Flacso y Conicet Victoria Basualdo y el abogado del Cels Diego Morales en su reciente trabajo La tercerización laboral (Ed. Siglo XXI). Allí presentan, junto a otros seis académicos, investigaciones sobre esta temática y el testimonio de tercerizados, en un proceso al que Basualdo definió ante Miradas al Sur como “nacido al calor de las experiencias de los trabajadores, en el que hubo intervenciones de investigadores, abogados laboralistas, sindicalistas y los propios tercerizados, que discutieron y pensaron esas experiencias. Para nosotros resulta central avanzar con la tipificación y medición de esta modalidad laboral, para nutrir así un proceso de organización que debe partir de los trabajadores y de las organizaciones sindicales, quienes pueden, en una segunda instancia, interpelar al Estado, porque las políticas de Estado son el resultado de una relación de fuerzas que tenemos que lograr alterar”.
Con todo, Basualdo señala que la génesis del libro trascendió al proyecto de investigación específico, ya que surgió a raíz del juicio por el asesinato de Mariano Ferreyra, en donde el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) tomó el caso. Según señala, ese juicio permitió mostrar ese asesinato como parte de un entramado más complejo, donde se exhibían el sindicalismo empresario, la connivencia policial con la violencia de la patota sindical, y el fenómeno de la tercerización en sí misma, punto sobre el que el área de Economía y Tecnología de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) y el CELS decidieron realizar este proceso de trabajo conjunto.
–¿Cómo definen a la tercerización laboral?
–Se trata en todos los casos de la aparición de un tercero, en un fenómeno surgido en la década del setenta, tras la finalización de la edad de oro del capitalismo de posguerra, en donde el vínculo entre trabajadores y empresas era dual. Este tercero hoy día puede tener diferentes formas, siendo la más común una empresa subcontratista, pero también hay casos en los que la empresa no toma a cargo el empleo sino la provisión de mano de obra, y también están los trabajadores autónomos, sobre el que hay una discusión abierta, pero donde también hay una interrupción de la relación laboral dual tradicional.
–¿Todo tipo de tercerización se vincula al trabajo precario?
–Nosotros sostenemos que aun cuando tenga lógica dentro del proceso productivo, la tercerización siempre trae consecuencias complicadas para el colectivo trabajador, porque va a acompañada de la fragmentación laboral, ya que los tercerizados tienen salarios más bajos, menores derechos laborales e incluso menos herramientas de trabajo. Por eso se trata de una forma de precarizar el trabajo, aunque la precarización laboral en sí misma es mucho más genérica, ya que incluye por ejemplo a los trabajadores no registrados.
–¿El principal objetivo de la tercerización es reducir costos o debilitar al movimiento obrero?
–Es una gran discusión, que mantenemos de forma permanente. Algunos consideran que la reducción de costos es el motor central, pero yo pienso que ambas cuestiones van de la mano, porque la tercerización no afecta sólo a los tercerizados, sino que como sucede con otras formas de precarización laboral, la debilidad de un grupo de trabajadores es también una amenaza para el colectivo. La tasa de ganancias es claramente el motor de toda empresa, pero las altas tasas de ganancias no se vinculan sólo con el corto plazo, sino también con fortalecer al capital en su relación con el trabajo, con la fragmentación del colectivo laboral y la instauración de trabajadores de primera y de segunda, lo cual está presente en la tercerización y le brinda un enorme poder al capital.
–Pareciera igualmente que la alternativa en el capitalismo actual es tercerización o desocupación...
–El cambio del capitalismo a partir de la década del setenta es explicado por algunos en términos técnicos, pero yo creo que hay que pensar en la relación entre capital y trabajo, y que históricamente los ciclos del capitalismo se han vinculado con la lucha entre ambos. Por eso no deberíamos pensar a lo estructural como lo inmutable o lo dado. Esto de que parezca imposible modificar la disyuntiva entre precarización o desocupación es lo que tenemos que cambiar, y para eso es muy importante no encontrar sectores con esta vulnerabilidad laboral. Para nosotros fueron de un enorme impacto casos como el de una trabajadora textil de plena Capital que se prendió fuego porque no soportaba las presiones de mas productividad, o el de una trabajadora que tiene pérdidas y al no poder retirarse de su lugar de trabajo pierde el bebé.
–Si sumamos a los tercerizados y a los no registrados, ¿cuántos trabajadores hay con problemas de empleo dentro de la Población Económicamente Activa?
–Esa es la pregunta del millón, y el punto número uno es cómo lo cuantificamos. Se trata de una asignatura pendiente, no sólo en la Argentina sino en toda América latina, y de hecho, además de concienciar sobre el tema de la tercerización, uno de los objetivos de este libro es dar cuenta sobre la medición de la misma, ya que como señalaba hay muchas formas de definir la tercerizacion, y hoy no existen instrumentos de medición. Por eso sabemos que el 33% de los trabajadores está sin registrar, pero no sabemos cuál es el porcentaje de tercerizados. Otro eje de análisis del libro es cuál es el marco legal para modificar esta modalidad de contratación, ya que muchos proyectos legislativos no pudieron avanzar por la resistencia empresaria. Se trata de proyectos que proponen restaurar elementos de responsabilidad de la empresa, algunos de los cuales están comprendidos en la Ley de Contratos de Trabajo de 1974 derogada por la dictadura, aunque en el libro también se propone ir más allá, porque en los años setenta la tercerización no estaba tan expandida.
–De todas formas, los cambios en la legislación parecieran ser necesarios pero no suficientes para un fenómeno que ustedes describen como global...
–De hecho, verlo como un fenómeno global es imprescindible. Si uno hace responsables a los empresarios locales y al Ministerio de Trabajo de este fenómeno, falla a la hora del diagnóstico, ya que en realidad estamos hablando de uno de los legados estructurales más importantes de las transformaciones económicas que se operaron desde los setenta en adelante y a nivel regional. Por eso el libro se plantea también como un llamado a un proceso de trabajo para generar conocimiento y avanzar en la investigación, sistematización, documentación y estrategias de luchas en toda América latina.
–¿Qué forma particular adoptó la tercerización en nuestro país?
–La idea de que la última dictadura es la que impone la tercerización es limitada, porque, como señalaba, el proceso de transformaciones económicas se dio en toda la región. Aclarando esta salvedad, podemos afirmar que no se puede entender el avance de la tercerización en la Argentina sin entender la ofensiva del capital contra el trabajo que significó la última dictadura, donde se pueden ver tres líneas muy claras, como lo son la represiva, la económica y la laboral, que intentan romper con décadas de un tipo industrialización, para configurar otro modelo donde los grupos económicos concentrados tuvieron una evolución muy significativa. Por ejemplo en la siderurgia, las empresas Techint y Acindar, dos grandes tercerizadoras, tuvieron un proceso de concentración fenomenal, lo cual fortaleció enormemente a las patronales, al tiempo que planteó un proceso de erosión de los derechos laborales. La dictadura intentó borrar de un plumazo reivindicaciones laborales obtenidas con décadas y décadas de lucha, modificando la relación de fuerzas entre el capital y el trabajo, y de hecho su persecución represiva tuvo como núcleo a los delegados y las comisiones internas. Luego está la década del noventa, que también está signada por un marco regional que es el del Consenso de Washington, y donde se suma el proceso de privatizaciones, que fueron la punta de lanza de la profundización de este cambio en las relaciones laborales. Por ejemplo, los empleados ferroviarios o de YPF sufren fuertes procesos de tercerización, los telefónicos pierden el 50 por ciento de sus afiliados y se expanden los call centres. A esto se sumó toda la reforma y flexibilización laboral.
–¿Y qué sucede en la última década?
–Observamos aquí un proceso de crecimiento del empleo, de revitalización en la negociación colectiva, de la puesta en marcha del salario mínimo, y de descenso del trabajo no registrado, que bajó del 50% al 33%, todos procesos de una enorme incidencia, pero que no tocan fenómenos estructurales como la tercerización, donde observamos la presencia de un bloque de poder muy particular, que te habla de la importancia que tiene esta modalidad de contratación para las grandes empresas. No en vano Paolo Rocca, presidente de Techint, planteó en un encuentro de la Unión Industrial Argentina (UIA), desarrollado al poco tiempo del asesinato de Mariano Ferreyra, que la tercerización no puede discutirse, ya que es un núcleo estratégico para su Grupo. Y lo que esta empresa refleja es la política de las grandes compañías respecto a esta modalidad de contratación, porque se trata de un sector que tiene que acatar la ley, lo cual es muy bueno, porque cuenta con un escrutinio muy grande, pero siendo la tercerización legal, se legaliza esta fragmentación laboral. Actualmente vemos de hecho que el trabajo tercerizado proviene fundamentalmente de las grandes empresas y las privatizadas, así como de pymes vinculadas a estas privatizadas. Y en una tercera línea está el Estado, tanto en sus empresas como en la administración pública nacional, provincial, y municipal.
–¿Más allá de las responsabilidades del Estado, qué evaluación realizan sobre el sector sindical?
–A nivel general no podemos hablar de un movimiento sindical unificado. Hay de hecho todo un sector del sindicalismo que hizo negocios con las reformas neoliberales, lo cual afectó sus propias bases, como por ejemplo el ex secretario de la Unión Ferroviaria José Pedraza. Pero también me parece muy importante rescatar otros sectores y dirigentes, como los de la Central de Trabajadores Argentinos (CTA). Hugo Yasky apoya absolutamente el trabajo contra la tercerización, como el metalúrgico Victorio Paulón, Roberto Beto Pianelli de Subterráneos o Pedro Wasesco en su sindicato de neumático, todos ellos dirigentes con una trayectoria muy sostenida de lucha contra la tercerización. Pero también Daniel Yofra de los aceiteros y de la Confederación General del Trabajo (CGT) tiene una experiencia muy interesante de lucha, incluso frente a una empresa como Louis Dreyfus que es una cerealera de enorme poder y altísima rentabilidad, donde lograron contrarrestar la presión patronal y reducir la tercerización. También existen grupos de la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE) vinculados a Pedro Micheli que luchan contra la tercerización en el Estado.
–¿Qué responden ante quienes sostienen que los beneficios laborales hacen insustentable el desarrollo de algunas empresas?
–Puede sostenerse de manera excepcional, como por ejemplo se hizo recientemente con el régimen impositivo diferencial para las pymes. Pero la tercerización es una política vinculada con las grandes empresas, y estamos muy lejos de llegar al punto de considerar las excepciones. Hoy vemos que hay muchos costos que los empresarios no discuten, como el alquiler o la electricidad, pero los derechos laborales aparecen como variable de ajuste, y de ahí hay que salir, mediante una regla contra la tercerización, para recién después contemplar casos específicos.
Con todo, Basualdo señala que la génesis del libro trascendió al proyecto de investigación específico, ya que surgió a raíz del juicio por el asesinato de Mariano Ferreyra, en donde el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) tomó el caso. Según señala, ese juicio permitió mostrar ese asesinato como parte de un entramado más complejo, donde se exhibían el sindicalismo empresario, la connivencia policial con la violencia de la patota sindical, y el fenómeno de la tercerización en sí misma, punto sobre el que el área de Economía y Tecnología de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) y el CELS decidieron realizar este proceso de trabajo conjunto.
–¿Cómo definen a la tercerización laboral?
–Se trata en todos los casos de la aparición de un tercero, en un fenómeno surgido en la década del setenta, tras la finalización de la edad de oro del capitalismo de posguerra, en donde el vínculo entre trabajadores y empresas era dual. Este tercero hoy día puede tener diferentes formas, siendo la más común una empresa subcontratista, pero también hay casos en los que la empresa no toma a cargo el empleo sino la provisión de mano de obra, y también están los trabajadores autónomos, sobre el que hay una discusión abierta, pero donde también hay una interrupción de la relación laboral dual tradicional.
–¿Todo tipo de tercerización se vincula al trabajo precario?
–Nosotros sostenemos que aun cuando tenga lógica dentro del proceso productivo, la tercerización siempre trae consecuencias complicadas para el colectivo trabajador, porque va a acompañada de la fragmentación laboral, ya que los tercerizados tienen salarios más bajos, menores derechos laborales e incluso menos herramientas de trabajo. Por eso se trata de una forma de precarizar el trabajo, aunque la precarización laboral en sí misma es mucho más genérica, ya que incluye por ejemplo a los trabajadores no registrados.
–¿El principal objetivo de la tercerización es reducir costos o debilitar al movimiento obrero?
–Es una gran discusión, que mantenemos de forma permanente. Algunos consideran que la reducción de costos es el motor central, pero yo pienso que ambas cuestiones van de la mano, porque la tercerización no afecta sólo a los tercerizados, sino que como sucede con otras formas de precarización laboral, la debilidad de un grupo de trabajadores es también una amenaza para el colectivo. La tasa de ganancias es claramente el motor de toda empresa, pero las altas tasas de ganancias no se vinculan sólo con el corto plazo, sino también con fortalecer al capital en su relación con el trabajo, con la fragmentación del colectivo laboral y la instauración de trabajadores de primera y de segunda, lo cual está presente en la tercerización y le brinda un enorme poder al capital.
–Pareciera igualmente que la alternativa en el capitalismo actual es tercerización o desocupación...
–El cambio del capitalismo a partir de la década del setenta es explicado por algunos en términos técnicos, pero yo creo que hay que pensar en la relación entre capital y trabajo, y que históricamente los ciclos del capitalismo se han vinculado con la lucha entre ambos. Por eso no deberíamos pensar a lo estructural como lo inmutable o lo dado. Esto de que parezca imposible modificar la disyuntiva entre precarización o desocupación es lo que tenemos que cambiar, y para eso es muy importante no encontrar sectores con esta vulnerabilidad laboral. Para nosotros fueron de un enorme impacto casos como el de una trabajadora textil de plena Capital que se prendió fuego porque no soportaba las presiones de mas productividad, o el de una trabajadora que tiene pérdidas y al no poder retirarse de su lugar de trabajo pierde el bebé.
–Si sumamos a los tercerizados y a los no registrados, ¿cuántos trabajadores hay con problemas de empleo dentro de la Población Económicamente Activa?
–Esa es la pregunta del millón, y el punto número uno es cómo lo cuantificamos. Se trata de una asignatura pendiente, no sólo en la Argentina sino en toda América latina, y de hecho, además de concienciar sobre el tema de la tercerización, uno de los objetivos de este libro es dar cuenta sobre la medición de la misma, ya que como señalaba hay muchas formas de definir la tercerizacion, y hoy no existen instrumentos de medición. Por eso sabemos que el 33% de los trabajadores está sin registrar, pero no sabemos cuál es el porcentaje de tercerizados. Otro eje de análisis del libro es cuál es el marco legal para modificar esta modalidad de contratación, ya que muchos proyectos legislativos no pudieron avanzar por la resistencia empresaria. Se trata de proyectos que proponen restaurar elementos de responsabilidad de la empresa, algunos de los cuales están comprendidos en la Ley de Contratos de Trabajo de 1974 derogada por la dictadura, aunque en el libro también se propone ir más allá, porque en los años setenta la tercerización no estaba tan expandida.
–De todas formas, los cambios en la legislación parecieran ser necesarios pero no suficientes para un fenómeno que ustedes describen como global...
–De hecho, verlo como un fenómeno global es imprescindible. Si uno hace responsables a los empresarios locales y al Ministerio de Trabajo de este fenómeno, falla a la hora del diagnóstico, ya que en realidad estamos hablando de uno de los legados estructurales más importantes de las transformaciones económicas que se operaron desde los setenta en adelante y a nivel regional. Por eso el libro se plantea también como un llamado a un proceso de trabajo para generar conocimiento y avanzar en la investigación, sistematización, documentación y estrategias de luchas en toda América latina.
–¿Qué forma particular adoptó la tercerización en nuestro país?
–La idea de que la última dictadura es la que impone la tercerización es limitada, porque, como señalaba, el proceso de transformaciones económicas se dio en toda la región. Aclarando esta salvedad, podemos afirmar que no se puede entender el avance de la tercerización en la Argentina sin entender la ofensiva del capital contra el trabajo que significó la última dictadura, donde se pueden ver tres líneas muy claras, como lo son la represiva, la económica y la laboral, que intentan romper con décadas de un tipo industrialización, para configurar otro modelo donde los grupos económicos concentrados tuvieron una evolución muy significativa. Por ejemplo en la siderurgia, las empresas Techint y Acindar, dos grandes tercerizadoras, tuvieron un proceso de concentración fenomenal, lo cual fortaleció enormemente a las patronales, al tiempo que planteó un proceso de erosión de los derechos laborales. La dictadura intentó borrar de un plumazo reivindicaciones laborales obtenidas con décadas y décadas de lucha, modificando la relación de fuerzas entre el capital y el trabajo, y de hecho su persecución represiva tuvo como núcleo a los delegados y las comisiones internas. Luego está la década del noventa, que también está signada por un marco regional que es el del Consenso de Washington, y donde se suma el proceso de privatizaciones, que fueron la punta de lanza de la profundización de este cambio en las relaciones laborales. Por ejemplo, los empleados ferroviarios o de YPF sufren fuertes procesos de tercerización, los telefónicos pierden el 50 por ciento de sus afiliados y se expanden los call centres. A esto se sumó toda la reforma y flexibilización laboral.
–¿Y qué sucede en la última década?
–Observamos aquí un proceso de crecimiento del empleo, de revitalización en la negociación colectiva, de la puesta en marcha del salario mínimo, y de descenso del trabajo no registrado, que bajó del 50% al 33%, todos procesos de una enorme incidencia, pero que no tocan fenómenos estructurales como la tercerización, donde observamos la presencia de un bloque de poder muy particular, que te habla de la importancia que tiene esta modalidad de contratación para las grandes empresas. No en vano Paolo Rocca, presidente de Techint, planteó en un encuentro de la Unión Industrial Argentina (UIA), desarrollado al poco tiempo del asesinato de Mariano Ferreyra, que la tercerización no puede discutirse, ya que es un núcleo estratégico para su Grupo. Y lo que esta empresa refleja es la política de las grandes compañías respecto a esta modalidad de contratación, porque se trata de un sector que tiene que acatar la ley, lo cual es muy bueno, porque cuenta con un escrutinio muy grande, pero siendo la tercerización legal, se legaliza esta fragmentación laboral. Actualmente vemos de hecho que el trabajo tercerizado proviene fundamentalmente de las grandes empresas y las privatizadas, así como de pymes vinculadas a estas privatizadas. Y en una tercera línea está el Estado, tanto en sus empresas como en la administración pública nacional, provincial, y municipal.
–¿Más allá de las responsabilidades del Estado, qué evaluación realizan sobre el sector sindical?
–A nivel general no podemos hablar de un movimiento sindical unificado. Hay de hecho todo un sector del sindicalismo que hizo negocios con las reformas neoliberales, lo cual afectó sus propias bases, como por ejemplo el ex secretario de la Unión Ferroviaria José Pedraza. Pero también me parece muy importante rescatar otros sectores y dirigentes, como los de la Central de Trabajadores Argentinos (CTA). Hugo Yasky apoya absolutamente el trabajo contra la tercerización, como el metalúrgico Victorio Paulón, Roberto Beto Pianelli de Subterráneos o Pedro Wasesco en su sindicato de neumático, todos ellos dirigentes con una trayectoria muy sostenida de lucha contra la tercerización. Pero también Daniel Yofra de los aceiteros y de la Confederación General del Trabajo (CGT) tiene una experiencia muy interesante de lucha, incluso frente a una empresa como Louis Dreyfus que es una cerealera de enorme poder y altísima rentabilidad, donde lograron contrarrestar la presión patronal y reducir la tercerización. También existen grupos de la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE) vinculados a Pedro Micheli que luchan contra la tercerización en el Estado.
–¿Qué responden ante quienes sostienen que los beneficios laborales hacen insustentable el desarrollo de algunas empresas?
–Puede sostenerse de manera excepcional, como por ejemplo se hizo recientemente con el régimen impositivo diferencial para las pymes. Pero la tercerización es una política vinculada con las grandes empresas, y estamos muy lejos de llegar al punto de considerar las excepciones. Hoy vemos que hay muchos costos que los empresarios no discuten, como el alquiler o la electricidad, pero los derechos laborales aparecen como variable de ajuste, y de ahí hay que salir, mediante una regla contra la tercerización, para recién después contemplar casos específicos.
Venezuela, una excepción
En abril de 2012 Venezuela aprobó una la ley donde prohíbe de manera expresa la tercerización, definiéndola como “simulación o fraude tendiente a la no aplicación de la legislación laboral”. Según señala Basualdo al respecto, “no sabemos cómo va a evolucionar el caso de Venezuela, aún no hay datos claros sobre qué sucedió en estos dos años, y si se va a poder sostener en el tiempo, porque es algo que está muy atado a un proceso político particular como el del chavismo, ahora con Nicolás Maduro a la cabeza. Venezuela de todas formas es una excepción, otros países plantean alternativas de regulación, y este parece ser el horizonte de salida para el resto de América latina.
El legado de la dictadura
Previo a la publicación de La tercerización laboral, Victoria Basualdo también participó en Cuentas pendientes, libro compilado por Horacio Verbitsky y Juan Pablo Bohoslavsky que da cuenta sobre los cómplices económicos de la última dictadura. Sobre su investigación para este libro, Basualdo afirma que resulta “muy útil para relacionarlo con la temática de la tercerización, porque exhibe las transformaciones económicas operadas desde mediados de los años ’70, y cuyas consecuencias vivimos hoy. En los casos de Ford y Mercedes Benz, existen numerosas evidencias de que las empresas tuvieron una participación decisiva a partir de la provisión de listas e información para el secuestro de los delegados y comisiones internas. También se ve una confrontación tremenda entre sindicalistas combativos y burócratas u ortodoxos, donde estos últimos, como José Rodríguez del Smata, dejan sin respaldo a los trabajadores o directamente los entregan, pero paradójicamente se van a encontrar con una persecución hacia todo el movimiento sindical. Lo que este sector del sindicalismo no entendía era que el proyecto de la dictadura era ofensivo para la totalidad de la clase trabajadora, incluyendo los dirigentes ortodoxos, al punto de hacer desaparecer a Oscar Smith, un sindicalista tradicional del peronismo. En esta ofensiva está la génesis del enorme poder patronal frente a los trabajadores, que sufren un descenso del 40% en sus salarios en los primeros tres meses de la dictadura, así como una política de terror que hace imposible vislumbrar cualquier tipo de organización.”
15 de Noviembre de 2014 Masacre a los tiros en un pensión estudiantil Ricardo Martínez y Karen Wittenstein Equipo de investigación
Era un mediodía caluroso y el pronóstico amenazaba con lluvias y tormentas. Época de preparación de finales para los estudiantes. Rubén Gorosito tenía puesto solo un vaquero mientras estudiaba en su habitación. De pronto lo interrumpieron ruidos en el patio: “Me asomé a la puerta de la pieza de la pensión, abrí la mirilla... la celosía, mejor dicho, y vi que en el patio estaban corriendo dos personas armadas... bueno, así como estaba… la habitación nuestra tenía una puerta de salida que da a la calle 36... abrí la puerta, salí a la vereda... como pude, llegué caminando hasta la esquina de 36 y 4”. Con el libro en la mano y los documentos en el bolsillo, aterrorizado siguió alejándose de la patota cuando empezaron a sonar los disparos. En la cuadra siguiente un vecino le prestó una camisa y otro lo llevó en auto al centro. Buscó al hermano de Fernando Fracchia y le contó lo sucedido. Los familiares de Fernando y de Elvio Franzosi, lincoleños como Rubén, se movilizaron enseguida.
Gorosito no asomó más por la pensión. A la mañana siguiente, 17 de noviembre, leyó el bando militar en El Día: “Cuatro sediciosos muertos y algunos integrantes de las fuerzas de seguridad heridos”. Los vecinos dieron más precisiones, aunque también insuficientes: “Les dispararon desde todos lados; los agujeros de bala incrustaron el frente y las paredes interiores… a uno lo mataron cuando intentaba saltar una pared, a otro en un árbol y otro quedó tirado en la vereda”. El relato siempre vuelve al número tres… pero el bando del Comando Zona 1 decía cuatro. Fracchia, Franzosi y el marplatense Julio César Pomponio fueron asesinados allí; de la cuarta persona no se supo nada más. Los tres rondaban los 20 años y militaban en la Juventud Universitaria Peronista.
La pensión de 4 y 36 apareció en los estrados del juicio por La Cacha ’77 cuando el fiscal Hernán Schapiro aseveró que el Oso Acuña y Miguel Ángel Amigo condujeron el operativo. Ambos personajes fueron centrales en los crímenes perpetrados en ese centro clandestino de detención. El Oso era de Inteligencia del Servicio Penitenciario Bonaerense, por entonces subordinado al Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE) que en La Plata residía en el tenebroso Destacamento 101. Precisamente donde revistaba Amigo. Durante el juicio por La Cacha ’77, este militar trató de zafar argumentando que desde noviembre del ’76 y el año ’78 había estado con licencia por enfermedad: fue uno de los heridos en el operativo contra la pensión. Tal vez las patotas no esperaban que los pibes intentaran resistir el secuestro, pero Amigo ligó un disparo. El Tribunal Oral Federal N° 1 despreció el argumento y lo condenó a prisión perpetua.
En La Morgue de Camps los policías médicos Michelic y Zenof “certificaron” tres muertes por “destrucción de masa encefálica por arma de fuego”, la causa cliché de siempre. De la cuarta persona no hay registros. ¿La asesinaron o fue secuestrada?
En qué fecha comenzó a funcionar La Cacha es motivo de controversia. El juez de instrucción Manuel Blanco –además de desmigajar la causa por año– determinó que fue a partir de 1977, excluyendo así del proceso de justicia a una de las víctimas, Nilda Eloy, que ya en 1999 en los Juicios por la Verdad había testimoniado su paso por ese infierno durante tres o cuatro días de octubre del ’76.
Los tres asesinatos de la pensión de 4 y 36, y quizá también el secuestro de la cuarta persona mencionada como abatida en el comunicado del Comando Zona 1, forman parte del horrendo currículum del Destacamento 101 y de La Cacha. El ataque contó con otro testigo proveniente de la Jefatura de Camps. El policía médico Néstor De Tomas, que el 3 de marzo de 1999, ante el tribunal de los Juicios por la Verdad, declaró haber estado allí con la ambulancia esperando a que cesara el tiroteo. Olvidadizo como todos los policías médicos de Camps, aseguró no recordar cuántos cadáveres levantó.
Gorosito no asomó más por la pensión. A la mañana siguiente, 17 de noviembre, leyó el bando militar en El Día: “Cuatro sediciosos muertos y algunos integrantes de las fuerzas de seguridad heridos”. Los vecinos dieron más precisiones, aunque también insuficientes: “Les dispararon desde todos lados; los agujeros de bala incrustaron el frente y las paredes interiores… a uno lo mataron cuando intentaba saltar una pared, a otro en un árbol y otro quedó tirado en la vereda”. El relato siempre vuelve al número tres… pero el bando del Comando Zona 1 decía cuatro. Fracchia, Franzosi y el marplatense Julio César Pomponio fueron asesinados allí; de la cuarta persona no se supo nada más. Los tres rondaban los 20 años y militaban en la Juventud Universitaria Peronista.
La pensión de 4 y 36 apareció en los estrados del juicio por La Cacha ’77 cuando el fiscal Hernán Schapiro aseveró que el Oso Acuña y Miguel Ángel Amigo condujeron el operativo. Ambos personajes fueron centrales en los crímenes perpetrados en ese centro clandestino de detención. El Oso era de Inteligencia del Servicio Penitenciario Bonaerense, por entonces subordinado al Servicio de Inteligencia del Ejército (SIE) que en La Plata residía en el tenebroso Destacamento 101. Precisamente donde revistaba Amigo. Durante el juicio por La Cacha ’77, este militar trató de zafar argumentando que desde noviembre del ’76 y el año ’78 había estado con licencia por enfermedad: fue uno de los heridos en el operativo contra la pensión. Tal vez las patotas no esperaban que los pibes intentaran resistir el secuestro, pero Amigo ligó un disparo. El Tribunal Oral Federal N° 1 despreció el argumento y lo condenó a prisión perpetua.
En La Morgue de Camps los policías médicos Michelic y Zenof “certificaron” tres muertes por “destrucción de masa encefálica por arma de fuego”, la causa cliché de siempre. De la cuarta persona no hay registros. ¿La asesinaron o fue secuestrada?
En qué fecha comenzó a funcionar La Cacha es motivo de controversia. El juez de instrucción Manuel Blanco –además de desmigajar la causa por año– determinó que fue a partir de 1977, excluyendo así del proceso de justicia a una de las víctimas, Nilda Eloy, que ya en 1999 en los Juicios por la Verdad había testimoniado su paso por ese infierno durante tres o cuatro días de octubre del ’76.
Los tres asesinatos de la pensión de 4 y 36, y quizá también el secuestro de la cuarta persona mencionada como abatida en el comunicado del Comando Zona 1, forman parte del horrendo currículum del Destacamento 101 y de La Cacha. El ataque contó con otro testigo proveniente de la Jefatura de Camps. El policía médico Néstor De Tomas, que el 3 de marzo de 1999, ante el tribunal de los Juicios por la Verdad, declaró haber estado allí con la ambulancia esperando a que cesara el tiroteo. Olvidadizo como todos los policías médicos de Camps, aseguró no recordar cuántos cadáveres levantó.
Derechos Humanos Noviembre en rojo, el mes más sangriento de la dictadura
En ese mes de 1976, el Cementerio de La Plata registró el número más alto de entierros de NN de todo el Proceso. Coincide con la mayor escalada de la represión ilegal en esa ciudad, dirigida desde el Área de Operaciones 113.
Genocida. El director de investigaciones de la bonaerense se ufanó ante la prensa por las masacres.//Cifras del terror. En noviembre de 1977 se registraron 77 entierros de NN en el cementerio platense.
Con precisión burocrática, el director del Cementerio de La Plata designado en 1984 por el recién electo intendente radical Juan Carlos Albertí responde a un pedido impulsado por familiares de desaparecidos: “De acuerdo a lo solicitado en nota de referencia a inhumaciones de NN en el período 1976-1983, según documentación obrante ascienden a la cantidad de 491… fueron realizadas en forma individual, existiendo constancia en las respectivas licencias de inhumación de la certificación médica y la firma de la autoridad del Registro de las Personas, requisito imprescindible para su entrada al cementerio local”. Dicho más simple: ¿cuál es el problema, si acá no encontramos fosas comunes y el papelerío cubre todos los pasos administrativos?
La investigación de la Madre de Plaza de Mayo Adelina Dematti de Alaye* denuncia con claridad a los operarios del último dispositivo de la maquinaria genocida: los policías médicos de Camps fueron los encargados de hacer desaparecer a cientos de militantes políticos asesinados por el régimen militar-civil-eclesiástico.
Cuando no eran quemados o enterrados en los mismos centros clandestinos, los cuerpos ingresaban a la Morgue Policial platense donde los policías médicos sistemáticamente extendían certificados de defunción NN borrando las identidades, ignorando los signos de torturas y cautiverio, ocultando las verdaderas causas de muerte y omitiendo cualquier dato que pudiera llevar a conocer las circunstancias de los homicidios. Los cadáveres circulaban prontamente hacia el cementerio oficial gracias al salvoconducto firmado por los policías médicos, eficaces legalizadores de lo ilegal y guardianes –hasta hoy– de los crímenes del Estado terrorista.
La democracia despuntaba con promesas de justicia y el flamante director del Cementerio adjunta al informe un cuadro estadístico donde observa “un pico que va desde junio del ’76 a enero del ’78; después, los datos marcan una normalidad…”; firma y lo envía. El pico del estrago obliga a cerrar los ojos por un instante. Algún familiar –tal vez la propia Adelina– volvió a abrirlos para remarcar con lápiz rojo una de las cifras: 77. Corresponde a noviembre de 1976 y es, lejos, el número más alto de la tabla.
La investigación de la Madre de Plaza de Mayo Adelina Dematti de Alaye* denuncia con claridad a los operarios del último dispositivo de la maquinaria genocida: los policías médicos de Camps fueron los encargados de hacer desaparecer a cientos de militantes políticos asesinados por el régimen militar-civil-eclesiástico.
Cuando no eran quemados o enterrados en los mismos centros clandestinos, los cuerpos ingresaban a la Morgue Policial platense donde los policías médicos sistemáticamente extendían certificados de defunción NN borrando las identidades, ignorando los signos de torturas y cautiverio, ocultando las verdaderas causas de muerte y omitiendo cualquier dato que pudiera llevar a conocer las circunstancias de los homicidios. Los cadáveres circulaban prontamente hacia el cementerio oficial gracias al salvoconducto firmado por los policías médicos, eficaces legalizadores de lo ilegal y guardianes –hasta hoy– de los crímenes del Estado terrorista.
La democracia despuntaba con promesas de justicia y el flamante director del Cementerio adjunta al informe un cuadro estadístico donde observa “un pico que va desde junio del ’76 a enero del ’78; después, los datos marcan una normalidad…”; firma y lo envía. El pico del estrago obliga a cerrar los ojos por un instante. Algún familiar –tal vez la propia Adelina– volvió a abrirlos para remarcar con lápiz rojo una de las cifras: 77. Corresponde a noviembre de 1976 y es, lejos, el número más alto de la tabla.
Tertulia entre genocidas y periodistas. El sábado 27 de noviembre de 1976, la tapa del diario El Día proclama en grandes letras “Los golpes asestados a la guerrilla en La Plata” y describe entusiasta y con detalle una grotesca puesta en escena animada por el director de Investigaciones de la Policía de la provincia de Buenos Aires, Miguel Osvaldo Etchecolatz, para ufanarse ante la prensa de las masacres de noviembre. Pasaron apenas dos días del ataque brutal a la casa de la calle 30 donde fue secuestrada la bebé Clara Anahí Mariani Teruggi, y el impúdico comisario mayor derrama exultante en público las catastróficas cifras del genocidio en curso. El Día, obediente, las transcribe: “En los últimos 30 días el total de bajas experimentado por la subversión en La Plata asciende a 107 extremistas”. La hospitalidad policial, alojada en el Área Operacional 113 de la Zona 1 represiva, agasaja a los invitados con la proyección de un corto cinematográfico: “Con música folklórica de fondo… las imágenes mostraron monumentos, tareas en las fábricas y en el campo, niños estudiando… Un enemigo se cierne sobre todo ello, una mancha negra simbolizada por el imperio del comunismo y del marxismo… Finaliza la película con un canto de paz y las dos últimas frases del Himno Nacional, mientras un coro entona el Aleluya”, escribe encantado el enviado de El Día.
Terminada la función en la Jefatura de Policía, los asesinos acompañan a los periodistas a una visita guiada por las casas donde se habían realizado “tres importantes procedimientos contra la subversión”; así pasaron por 63 entre 15 y 16 (“donde fueron abatidos dos sediciosos”), luego por 139 entre 47 y 49 (“seis sediciosos”) y finalmente por 30 entre 55 y 56 (“siete sediciosos”).
Parece imposible contabilizar a las víctimas de las masacres de noviembre del ’76 en La Plata, incluso si nos limitamos a intentarlo con las inscriptas en los documentos producidos por la burocracia terrorista y las presentadas en la prensa como “abatidas en enfrentamientos”. Comparando las declaraciones públicas de los verdugos jefes, los “enfrentamientos” ficcionados en los diarios, el listado de NN del cementerio oficial y las actas de defunción emitidas por el Registro de las Personas a partir de los certificados firmados por los policías médicos, lo único que obtenemos es un desesperante palimpsesto, un mapa incierto y monstruoso que confiesa las trampas laberínticas de la burocracia genocida pero nunca las cifras precisas de los crímenes.
Un poeta que escapó a las masacres, Javier Gortari, revela en una corta dedicatoria aquello que la profusa contabilidad del terror pretende ocultarnos: “A esa ciudad sangrante, herida en diagonales, infestada de tilos que rezuman fantasmas y aparecidos”. Los tilos de La Plata florecen en noviembre. Noviembre del ’76 está encerrado en rojo. Hasta el perfume de las calles nos impide olvidar el genocidio.
Terminada la función en la Jefatura de Policía, los asesinos acompañan a los periodistas a una visita guiada por las casas donde se habían realizado “tres importantes procedimientos contra la subversión”; así pasaron por 63 entre 15 y 16 (“donde fueron abatidos dos sediciosos”), luego por 139 entre 47 y 49 (“seis sediciosos”) y finalmente por 30 entre 55 y 56 (“siete sediciosos”).
Parece imposible contabilizar a las víctimas de las masacres de noviembre del ’76 en La Plata, incluso si nos limitamos a intentarlo con las inscriptas en los documentos producidos por la burocracia terrorista y las presentadas en la prensa como “abatidas en enfrentamientos”. Comparando las declaraciones públicas de los verdugos jefes, los “enfrentamientos” ficcionados en los diarios, el listado de NN del cementerio oficial y las actas de defunción emitidas por el Registro de las Personas a partir de los certificados firmados por los policías médicos, lo único que obtenemos es un desesperante palimpsesto, un mapa incierto y monstruoso que confiesa las trampas laberínticas de la burocracia genocida pero nunca las cifras precisas de los crímenes.
Un poeta que escapó a las masacres, Javier Gortari, revela en una corta dedicatoria aquello que la profusa contabilidad del terror pretende ocultarnos: “A esa ciudad sangrante, herida en diagonales, infestada de tilos que rezuman fantasmas y aparecidos”. Los tilos de La Plata florecen en noviembre. Noviembre del ’76 está encerrado en rojo. Hasta el perfume de las calles nos impide olvidar el genocidio.
Los operativos contra las tres casas montoneras. Los ataques a las tres casas fueron mostrados a la prensa como eficaces operaciones de contrainsurgencia fruto de acciones previas de inteligencia a gran escala. Si bien es cierto que varios de los asesinados venían siendo perseguidos desde tiempo atrás, “el exitoso final” fue conseguido mediante la aplicación de los atroces métodos de coacción de la “escuela francesa”: arrancar información a personas aisladas en catacumbas secretas, encapuchadas, atadas y sometidas a tortura sin límite físico ni temporal. En el caso de las tres casas operativas, el secuestro del “Ingeniero” diseñador de los embutes para esconder documentación y material de imprenta desencadenó la tempestad de muerte.
El 22 de noviembre a la madrugada cayeron sobre la casa de 63 entre 15 y 16. La destruyeron, la saquearon y asesinaron a Adolfo Berardi y Marisa Gau, que estaba embarazada de nueve meses. El hijito de ambos, Nicolás, salvó la vida porque su papá lo pasó por la pared medianera envuelto en un colchón. Permaneció durante tres semanas apropiado por un policía hasta que sus abuelos lograron rescatarlo.
Las patotas tenían preparado un segundo asalto para las siguientes horas: la casa de 139, en el barrio de Gambier, donde también había embutes diseñados por el “Ingeniero”. Desparramando balas y explosivos, cien efectivos desataron el ataque cerca del mediodía. Según los vecinos, “fue tan salvaje que comenzaron a tirar sobre casas equivocadas llenando de disparos los frentes”. Enseguida, a las 12:00, entraron a la Morgue policial cinco cuerpos. Y dos más a las 16:00. Se conocían perfectamente las identidades, pero allí estaban los policías médicos para hacer su aporte en el “operativo conjunto” y anotaron NN en el espacio destinado a los nombres. Las causas de muerte: destrucción de masa encefálica por arma de fuego a los cinco primeros y por explosivo a los dos últimos. Los enterraron en el cementerio y ya no es posible identificarlos porque, violando una orden judicial, la mayor parte de las 491 sepulturas NN fueron trasladadas al osario durante la gestión del intendente Juan Carlos Albertí; temprano empezó la democracia a incumplir sus promesas en la ciudad de los tilos.
En la casa de 139 vivían María Graciela Toncovich, su compañero Miguel Tierno y su hijita María del Cielo. La noche anterior se habían sumado Enrique Desimone y la pareja integrada por Roald Montes y Mirta Dithurbide. También se refugiaba allí Elida D’Ippolito con su hija Laurita; un mes antes su marido, Roberto Pampillo, había sido asesinado junto a Miguel Orlando Galván Lahoz en un desorbitado ataque de diez horas a un departamento de calle 58 entre 7 y 8, en pleno centro platense.
María del Cielo y Laura se salvaron milagrosamente porque a la mañana la abuela Toncovich se las había llevado a su casa. Vivía cerca y escuchó impotente junto a su marido y las nenas las andanadas del horror.
El 23 de noviembre, la tapa de El Día reunía los dos operativos en una sola línea: “Ocho extremistas fueron abatidos ayer en La Plata”. Ese martes fue una jornada poco productiva para la cacería de Camps y Etchecolatz. Apenas le dispararon a un pibe en motoneta y allanaron una casa de Tolosa sin encontrar a nadie. La Morgue de la Policía no recibió nuevos cuerpos; sólo mantuvo apilados los masacrados el día anterior. La calma se perdió muy pronto; el día siguiente fue de furia.
Desde la madrugada circulaba una amenaza en la tapa del pasquín local: “Consejos de Guerra en toda la Nación”; extraño anuncio, porque estaban vigentes desde el mismo día del golpe.
En la calle 30 N° 1134 entre 55 y 56 vivían Diana Teruggi, Daniel Mariani y Clara Anahí, la hijita de ambos. Al fondo de la casa, un embute diseñado por el “Ingeniero” ocultaba la imprenta clandestina donde se editaba la revistaEvita Montonera. El 24 de noviembre, cerca del mediodía, dos centenares de efectivos pertenecientes al Regimiento 7 de Infantería, la X Brigada de Infantería, Comisaría 5ª, Regional IV, División de Investigaciones, Cuerpo de Infantería Motorizada, Comando Táctico Operacional (COT), Gendarmería y Cuerpo de Bomberos atacaron la vivienda con morteros, explosivos, ametralladoras, tanquetas, helicópteros y bombas de fósforo. Diana Teruggi, Juan Carlos Peiris, Daniel Mendiburu Eliçabe, Roberto Porfidio y Alberto Bossio resistieron como pudieron al bombardeo infernal que se prolongó durante cuatro horas. Todos ellos fueron masacrados. Daniel Mariani no estaba en el momento del ataque, pero las patotas siguieron persiguiéndolo hasta asesinarlo en agosto del ’77. Diana protegió a su bebé de tres meses colocándola en una bañadera de hierro que no fue alcanzada por los disparos. De allí se la llevaron viva los genocidas y desde entonces su abuela Chicha Chorobik de Mariani la sigue buscando. Los policías médicos Néstor de Tomas y Héctor Amílcar Darbón firmaron los certificados de un varón y una mujer carbonizados, que de inmediato fueron escondidos en tumbas anónimas. Del salvaje operativo participaron personalmente el jefe de la Policía, Ramón Camps, y su hombre de confianza, Miguel Etchecolatz, además de los máximos jefes militares de la región: generales Carlos Guillermo Suárez Mason y Adolfo Sigwald y el coronel Carlos Alberto Presti. No buscaban arsenales sino destruir la imprenta. La revista Evita Montonera reapareció y continuó denunciando los crímenes de la dictadura hasta agosto de 1979.
El 22 de noviembre a la madrugada cayeron sobre la casa de 63 entre 15 y 16. La destruyeron, la saquearon y asesinaron a Adolfo Berardi y Marisa Gau, que estaba embarazada de nueve meses. El hijito de ambos, Nicolás, salvó la vida porque su papá lo pasó por la pared medianera envuelto en un colchón. Permaneció durante tres semanas apropiado por un policía hasta que sus abuelos lograron rescatarlo.
Las patotas tenían preparado un segundo asalto para las siguientes horas: la casa de 139, en el barrio de Gambier, donde también había embutes diseñados por el “Ingeniero”. Desparramando balas y explosivos, cien efectivos desataron el ataque cerca del mediodía. Según los vecinos, “fue tan salvaje que comenzaron a tirar sobre casas equivocadas llenando de disparos los frentes”. Enseguida, a las 12:00, entraron a la Morgue policial cinco cuerpos. Y dos más a las 16:00. Se conocían perfectamente las identidades, pero allí estaban los policías médicos para hacer su aporte en el “operativo conjunto” y anotaron NN en el espacio destinado a los nombres. Las causas de muerte: destrucción de masa encefálica por arma de fuego a los cinco primeros y por explosivo a los dos últimos. Los enterraron en el cementerio y ya no es posible identificarlos porque, violando una orden judicial, la mayor parte de las 491 sepulturas NN fueron trasladadas al osario durante la gestión del intendente Juan Carlos Albertí; temprano empezó la democracia a incumplir sus promesas en la ciudad de los tilos.
En la casa de 139 vivían María Graciela Toncovich, su compañero Miguel Tierno y su hijita María del Cielo. La noche anterior se habían sumado Enrique Desimone y la pareja integrada por Roald Montes y Mirta Dithurbide. También se refugiaba allí Elida D’Ippolito con su hija Laurita; un mes antes su marido, Roberto Pampillo, había sido asesinado junto a Miguel Orlando Galván Lahoz en un desorbitado ataque de diez horas a un departamento de calle 58 entre 7 y 8, en pleno centro platense.
María del Cielo y Laura se salvaron milagrosamente porque a la mañana la abuela Toncovich se las había llevado a su casa. Vivía cerca y escuchó impotente junto a su marido y las nenas las andanadas del horror.
El 23 de noviembre, la tapa de El Día reunía los dos operativos en una sola línea: “Ocho extremistas fueron abatidos ayer en La Plata”. Ese martes fue una jornada poco productiva para la cacería de Camps y Etchecolatz. Apenas le dispararon a un pibe en motoneta y allanaron una casa de Tolosa sin encontrar a nadie. La Morgue de la Policía no recibió nuevos cuerpos; sólo mantuvo apilados los masacrados el día anterior. La calma se perdió muy pronto; el día siguiente fue de furia.
Desde la madrugada circulaba una amenaza en la tapa del pasquín local: “Consejos de Guerra en toda la Nación”; extraño anuncio, porque estaban vigentes desde el mismo día del golpe.
En la calle 30 N° 1134 entre 55 y 56 vivían Diana Teruggi, Daniel Mariani y Clara Anahí, la hijita de ambos. Al fondo de la casa, un embute diseñado por el “Ingeniero” ocultaba la imprenta clandestina donde se editaba la revistaEvita Montonera. El 24 de noviembre, cerca del mediodía, dos centenares de efectivos pertenecientes al Regimiento 7 de Infantería, la X Brigada de Infantería, Comisaría 5ª, Regional IV, División de Investigaciones, Cuerpo de Infantería Motorizada, Comando Táctico Operacional (COT), Gendarmería y Cuerpo de Bomberos atacaron la vivienda con morteros, explosivos, ametralladoras, tanquetas, helicópteros y bombas de fósforo. Diana Teruggi, Juan Carlos Peiris, Daniel Mendiburu Eliçabe, Roberto Porfidio y Alberto Bossio resistieron como pudieron al bombardeo infernal que se prolongó durante cuatro horas. Todos ellos fueron masacrados. Daniel Mariani no estaba en el momento del ataque, pero las patotas siguieron persiguiéndolo hasta asesinarlo en agosto del ’77. Diana protegió a su bebé de tres meses colocándola en una bañadera de hierro que no fue alcanzada por los disparos. De allí se la llevaron viva los genocidas y desde entonces su abuela Chicha Chorobik de Mariani la sigue buscando. Los policías médicos Néstor de Tomas y Héctor Amílcar Darbón firmaron los certificados de un varón y una mujer carbonizados, que de inmediato fueron escondidos en tumbas anónimas. Del salvaje operativo participaron personalmente el jefe de la Policía, Ramón Camps, y su hombre de confianza, Miguel Etchecolatz, además de los máximos jefes militares de la región: generales Carlos Guillermo Suárez Mason y Adolfo Sigwald y el coronel Carlos Alberto Presti. No buscaban arsenales sino destruir la imprenta. La revista Evita Montonera reapareció y continuó denunciando los crímenes de la dictadura hasta agosto de 1979.
Masacres vengadoras. La escenografía legitimadora del genocidio que montó Etchecolatz con la prensa amiga el 27 de noviembre de 1976 se centró en alardear sobre la eficacia de la “inteligencia” del aparato represivo, “defensor de los supremos intereses de la patria contra los elementos subversivos disolventes”. Para eso utilizó las tres casas atacadas describiendo minuciosamente “los ingeniosos mecanismos para acceder a compartimientos secretos” encontrados en las “moradas extremistas”, información aportada por un “ingeniero actualmente detenido”, dijo el genocida hoy convicto y reprodujo El Día, todavía impune.
Pero en las semanas anteriores a la destrucción de las casas montoneras, los materiales que llenaron las tapas y las páginas policiales de El Día fueron las ejecuciones de sospechosos andando por las calles y las persecuciones efectivísimas con decenas de muertos subversivos jamás identificados. La mecánica exterminadora de los asesinatos masivos no era nueva, pero desde fines de octubre tomó la particular característica de masacre vengadora. Aquella que Rodolfo Walsh denunciaba en su carta a la junta militar: “Simples sospechosos a los que se mata para equilibrar la balanza de las bajas según la doctrina extranjera de ‘cuenta-cadáveres’ que usaron los SS en los países ocupados y los invasores en Vietnam”. El mensaje estaba claro: cualquier esbozo de resistencia contra el régimen sería respondido con pilas de cadáveres.
El 27 de octubre, cerca de las 20 es tiroteado el frente de la casa del rector dictatorial de la Universidad de La Plata, Guillermo Gallo, en la calle 42 entre 18 y 19. Dos custodios de la Policía resultan heridos de muerte. Gallo, veterinario con rango de Teniente Primero del Ejército, fue un “orgánico” que cumplió a rajatabla las premisas que el Estado terrorista había planificado para la Universidad: persecución política, cesantías, delación de estudiantes, docentes y no docentes, cupos de ingreso, cierre de carreras y del comedor universitario.
Unas horas después, el 28 de octubre a la madrugada, diez cadáveres masculinos son ingresados a la Morgue de la Jefatura de Policía. Los policías médicos Ciafardo y De Tomas certifican que todos murieron por destrucción de masa encefálica por disparos de arma de fuego. Escriben NN en lugar de los nombres y firman para hacerlos desaparecer bajo tumbas anónimas. Desaparecidos para siempre, porque luego fueron trasladados al osario.
El Día presenta la masacre como un enfrentamiento con diez muertos de un lado y ninguno del otro. “Fuerzas conjuntas abatieron a diez sediciosos en el Bosque. Presúmese que el grupo habría asesinado horas antes a los custodios del rector”, miente en tapa. “Dos vehículos sospechosos son perseguidos y en el Bosque de La Plata un feroz enfrentamiento se produce con el saldo de 10 terroristas masculinos muertos. Un oficial y un suboficial sufrieron heridas de carácter reservado”, dice el Comando Zona 1 y publica el diario. Macario Percuoco, el policía de la comisaría novena que llevó los certificados de defunción al Registro de las Personas para conseguir las licencias de inhumación, declaró años después que los presuntos autos del operativo quedaron en la puerta de la comisaria varios días. “Eran coches chicos, creo que Fiat… los vimos todos… estaban muy agujereados”. Notable puntería la de quienes acertaron un disparo en cada uno de los diez cráneos.
La mecánica de los “traslados” ha sido ampliamente comprobada al develarse el funcionamiento de los centros clandestinos de detención gracias a los valientes testimonios de los sobrevivientes. El binomio legitimador “traslado-enfrentamiento” se debe traducir como “ejecuciones sumarias de personas secuestradas”.
Las masacres vengadoras no tienen pausa. El 29 de octubre a las 0:30 dos autos que eluden un control son perseguidos y cinco terroristas caen abatidos en 128 y 578, según el parte oficial. Un rato después, otro auto que huye por la Ruta 11 se estrella contra una alcantarilla y explota. Otra vez entran a la Morgue diez terroristas abatidos. La única novedad es la causa de muerte: carbonización total. Fueron inhumados como NN y luego pasados al osario.
Pero en las semanas anteriores a la destrucción de las casas montoneras, los materiales que llenaron las tapas y las páginas policiales de El Día fueron las ejecuciones de sospechosos andando por las calles y las persecuciones efectivísimas con decenas de muertos subversivos jamás identificados. La mecánica exterminadora de los asesinatos masivos no era nueva, pero desde fines de octubre tomó la particular característica de masacre vengadora. Aquella que Rodolfo Walsh denunciaba en su carta a la junta militar: “Simples sospechosos a los que se mata para equilibrar la balanza de las bajas según la doctrina extranjera de ‘cuenta-cadáveres’ que usaron los SS en los países ocupados y los invasores en Vietnam”. El mensaje estaba claro: cualquier esbozo de resistencia contra el régimen sería respondido con pilas de cadáveres.
El 27 de octubre, cerca de las 20 es tiroteado el frente de la casa del rector dictatorial de la Universidad de La Plata, Guillermo Gallo, en la calle 42 entre 18 y 19. Dos custodios de la Policía resultan heridos de muerte. Gallo, veterinario con rango de Teniente Primero del Ejército, fue un “orgánico” que cumplió a rajatabla las premisas que el Estado terrorista había planificado para la Universidad: persecución política, cesantías, delación de estudiantes, docentes y no docentes, cupos de ingreso, cierre de carreras y del comedor universitario.
Unas horas después, el 28 de octubre a la madrugada, diez cadáveres masculinos son ingresados a la Morgue de la Jefatura de Policía. Los policías médicos Ciafardo y De Tomas certifican que todos murieron por destrucción de masa encefálica por disparos de arma de fuego. Escriben NN en lugar de los nombres y firman para hacerlos desaparecer bajo tumbas anónimas. Desaparecidos para siempre, porque luego fueron trasladados al osario.
El Día presenta la masacre como un enfrentamiento con diez muertos de un lado y ninguno del otro. “Fuerzas conjuntas abatieron a diez sediciosos en el Bosque. Presúmese que el grupo habría asesinado horas antes a los custodios del rector”, miente en tapa. “Dos vehículos sospechosos son perseguidos y en el Bosque de La Plata un feroz enfrentamiento se produce con el saldo de 10 terroristas masculinos muertos. Un oficial y un suboficial sufrieron heridas de carácter reservado”, dice el Comando Zona 1 y publica el diario. Macario Percuoco, el policía de la comisaría novena que llevó los certificados de defunción al Registro de las Personas para conseguir las licencias de inhumación, declaró años después que los presuntos autos del operativo quedaron en la puerta de la comisaria varios días. “Eran coches chicos, creo que Fiat… los vimos todos… estaban muy agujereados”. Notable puntería la de quienes acertaron un disparo en cada uno de los diez cráneos.
La mecánica de los “traslados” ha sido ampliamente comprobada al develarse el funcionamiento de los centros clandestinos de detención gracias a los valientes testimonios de los sobrevivientes. El binomio legitimador “traslado-enfrentamiento” se debe traducir como “ejecuciones sumarias de personas secuestradas”.
Las masacres vengadoras no tienen pausa. El 29 de octubre a las 0:30 dos autos que eluden un control son perseguidos y cinco terroristas caen abatidos en 128 y 578, según el parte oficial. Un rato después, otro auto que huye por la Ruta 11 se estrella contra una alcantarilla y explota. Otra vez entran a la Morgue diez terroristas abatidos. La única novedad es la causa de muerte: carbonización total. Fueron inhumados como NN y luego pasados al osario.
Bomba en el corazón de las tinieblas. El 9 de noviembre, cerca de las 19, una bomba destruye parte del primer piso de la Jefatura de Policía. El Díanarra que en ese momento estaban reunidos allí altos funcionarios y que la explosión produjo once heridos. Entre ellos el subjefe policial, coronel Ernesto Trotz, a quien debió amputársele un brazo; el coronel César Rospide, asesor de Camps, y el director de Investigaciones, Etchecolatz. Un bombero de la Policía murió horas después.
El parte oficial del Comando Zona 1 no tarda en hacer pública la reacción: “En la madrugada, doce subversivos fueron abatidos”. El libreto es siempre idéntico: autos sospechosos en fuga, persecución, enfrentamiento, muchas bajas entre los subversivos y ninguna entre las “fuerzas conjuntas”. Ocho extremistas muertos a balazos en Los Hornos y cuatro carbonizados en Gonnet. Otra docena de militantes ejecutados que los policías médicos se apresuran a hacer desaparecer sin nombre en el cementerio. Con todos los papeles en regla, notará años después el primer director del cementerio posdictadura.
El diario Excelsior de México, por medio de su corresponsal Flavio Tavares, titula el 11 de noviembre: “18 Guerrilleros Muertos, al parecer por represalia de la Policía Argentina. Sin un solo disparo. Versiones de ejecuciones sumarias después del atentado contra la jefatura de Policía”. Denuncia que “varios de los asesinados estaban desde hace varios días detenidos y fueron sumariamente fusilados luego del atentado”, y reproduce una información publicada por el diario La Prensa: “En horas siguientes al atentado un grupo comando retiró por la fuerza a tres elementos subversivos del Hospital San Juan de Dios de La Plata, donde estaban internados heridos en calidad de detenidos y bajo fuerte custodia policial”. Tavares suma a la contabilidad del 10 de noviembre los asesinatos de Luis Bearzi y Marcelo Bettini en manos de las patotas de Etchecolatz, perpetrados horas antes de la voladura de Jefatura, y la masacre de cuatro militantes más en Valentín Alsina.
Hacía varios días que Jorge Julio López padecía el secuestro en uno de los centros clandestinos de detención que funcionaban en Arana. El 10 de noviembre a las 6 de la tarde fue testigo de los fusilamientos de varios compañeros de cautiverio en el interior del chupadero como represalia por la bomba en la Jefatura. No sabemos si los cuerpos de esos militantes fueron destruidos allí mismo o pasaron por la Morgue para hacerlos desaparecer con puntillosidad administrativa. Entre el 10 y el 15 de noviembre los policías médicos despacharon 41 cadáveres hacia tumbas anónimas, según consta en el listado del cementerio que la propia burocracia terrorista confeccionó. Treinta muertos por destrucción de masa encefálica por proyectil de arma de fuego. Los restantes, por carbonización total.
Otra pila de cadáveres se sumaría a la lista el miércoles 16 de noviembre. El Día basó su versión de lo ocurrido en “fuentes responsables”. A la 1 de la madrugada del 16, un grupo de alrededor de treinta sediciosos que se desplazaban en autos intentó copar una planta transmisora situada en la División de Cuatrerismo de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, en Arana. De inmediato “fuerzas conjuntas” se reunieron para repeler el ataque. Durante el “cruento enfrentamiento” la mayoría de los sediciosos se dio a la fuga, pero diez de ellos fueron abatidos, “en tanto cuatro agentes se reponen satisfactoriamente de las heridas”. El lugar presuntamente atacado no era otro que el centro clandestino de detención, tortura y exterminio en el que estuvieron secuestrados Jorge Julio López, los chicos secundarios de “La noche de los lápices” y otros cientos de militantes. ¡Otra vez diez cadáveres! Tres mujeres y siete varones que son ingresados a la Morgue policial para poder esconderlos pronto en el cementerio. Los policías médicos Ciafardo, De Tomas, Luchetti y Langone se repartieron el trabajo profesional: anotaron en todos los certificados “destrucción de masa encefálica por proyectil de arma de fuego”, firmaron y dejaron que otros dos colegas cómplices se ocuparan de los chicos asesinados que llegaron a la tarde. El diario preferido de los platenses anunciaba en tapa: “Fueron abatidos 14 extremistas”. A las diez ejecuciones sumarias de secuestrados en Arana y presentadas como “enfrentamiento”, el pasquín sumaba las víctimas de un operativo contrainsurgente contra una pensión de estudiantes en la calle 4 y 36 (ver nota Masacre a los tiros en un pensión estudiantil).
Los policías médicos de la Morgue platense fueron una pieza clave en la cinta de montaje de persecución, secuestro, tortura, muerte y desaparición de opositores al régimen. La magnitud de las masacres de noviembre probó la ominosa eficacia del dispositivo burocrático genocida para deshacerse de las víctimas, de las pruebas de los crímenes y de la responsabilidad de los asesinos. Mientras los tilos platenses vuelven a traernos aquel noviembre, Adelina Dematti de Alaye y Chicha Mariani, incansables continuadoras de una lucha colectiva iniciada junto a Licha De La Cuadra durante los años de plomo, siguen reclamando justicia.
El parte oficial del Comando Zona 1 no tarda en hacer pública la reacción: “En la madrugada, doce subversivos fueron abatidos”. El libreto es siempre idéntico: autos sospechosos en fuga, persecución, enfrentamiento, muchas bajas entre los subversivos y ninguna entre las “fuerzas conjuntas”. Ocho extremistas muertos a balazos en Los Hornos y cuatro carbonizados en Gonnet. Otra docena de militantes ejecutados que los policías médicos se apresuran a hacer desaparecer sin nombre en el cementerio. Con todos los papeles en regla, notará años después el primer director del cementerio posdictadura.
El diario Excelsior de México, por medio de su corresponsal Flavio Tavares, titula el 11 de noviembre: “18 Guerrilleros Muertos, al parecer por represalia de la Policía Argentina. Sin un solo disparo. Versiones de ejecuciones sumarias después del atentado contra la jefatura de Policía”. Denuncia que “varios de los asesinados estaban desde hace varios días detenidos y fueron sumariamente fusilados luego del atentado”, y reproduce una información publicada por el diario La Prensa: “En horas siguientes al atentado un grupo comando retiró por la fuerza a tres elementos subversivos del Hospital San Juan de Dios de La Plata, donde estaban internados heridos en calidad de detenidos y bajo fuerte custodia policial”. Tavares suma a la contabilidad del 10 de noviembre los asesinatos de Luis Bearzi y Marcelo Bettini en manos de las patotas de Etchecolatz, perpetrados horas antes de la voladura de Jefatura, y la masacre de cuatro militantes más en Valentín Alsina.
Hacía varios días que Jorge Julio López padecía el secuestro en uno de los centros clandestinos de detención que funcionaban en Arana. El 10 de noviembre a las 6 de la tarde fue testigo de los fusilamientos de varios compañeros de cautiverio en el interior del chupadero como represalia por la bomba en la Jefatura. No sabemos si los cuerpos de esos militantes fueron destruidos allí mismo o pasaron por la Morgue para hacerlos desaparecer con puntillosidad administrativa. Entre el 10 y el 15 de noviembre los policías médicos despacharon 41 cadáveres hacia tumbas anónimas, según consta en el listado del cementerio que la propia burocracia terrorista confeccionó. Treinta muertos por destrucción de masa encefálica por proyectil de arma de fuego. Los restantes, por carbonización total.
Otra pila de cadáveres se sumaría a la lista el miércoles 16 de noviembre. El Día basó su versión de lo ocurrido en “fuentes responsables”. A la 1 de la madrugada del 16, un grupo de alrededor de treinta sediciosos que se desplazaban en autos intentó copar una planta transmisora situada en la División de Cuatrerismo de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, en Arana. De inmediato “fuerzas conjuntas” se reunieron para repeler el ataque. Durante el “cruento enfrentamiento” la mayoría de los sediciosos se dio a la fuga, pero diez de ellos fueron abatidos, “en tanto cuatro agentes se reponen satisfactoriamente de las heridas”. El lugar presuntamente atacado no era otro que el centro clandestino de detención, tortura y exterminio en el que estuvieron secuestrados Jorge Julio López, los chicos secundarios de “La noche de los lápices” y otros cientos de militantes. ¡Otra vez diez cadáveres! Tres mujeres y siete varones que son ingresados a la Morgue policial para poder esconderlos pronto en el cementerio. Los policías médicos Ciafardo, De Tomas, Luchetti y Langone se repartieron el trabajo profesional: anotaron en todos los certificados “destrucción de masa encefálica por proyectil de arma de fuego”, firmaron y dejaron que otros dos colegas cómplices se ocuparan de los chicos asesinados que llegaron a la tarde. El diario preferido de los platenses anunciaba en tapa: “Fueron abatidos 14 extremistas”. A las diez ejecuciones sumarias de secuestrados en Arana y presentadas como “enfrentamiento”, el pasquín sumaba las víctimas de un operativo contrainsurgente contra una pensión de estudiantes en la calle 4 y 36 (ver nota Masacre a los tiros en un pensión estudiantil).
Los policías médicos de la Morgue platense fueron una pieza clave en la cinta de montaje de persecución, secuestro, tortura, muerte y desaparición de opositores al régimen. La magnitud de las masacres de noviembre probó la ominosa eficacia del dispositivo burocrático genocida para deshacerse de las víctimas, de las pruebas de los crímenes y de la responsabilidad de los asesinos. Mientras los tilos platenses vuelven a traernos aquel noviembre, Adelina Dematti de Alaye y Chicha Mariani, incansables continuadoras de una lucha colectiva iniciada junto a Licha De La Cuadra durante los años de plomo, siguen reclamando justicia.
EL PAIS › OPINION El insulto como editorial
Por Jorge Halperín
Días atrás, Luis D’Elía me comentaba que entre quienes convocaron por las redes sociales al cacerolazo del 13N algunos habían colocado su imagen en una horca. Son autores anónimos o escudados en apodos irreales, y ejercen el perverso poder de herir a distancia. Lo que no imaginé es que algún día se produciría una extraña colaboración entre el periodismo y los barrabravas de la red. Desde la Presidenta hasta los ministros, funcionarios y referentes del kirchnerismo o intelectuales que simpatizan con él, pasando por diversos sectores sociales, todos son destinatarios de mensajes denigrantes en la red que llevan firmas que en muchos casos pueden ser falsas, garantizando así la impunidad de quien insulta.
Esta clase de insultos están en el conjunto de las redes sociales, pero principalmente emplean como sede los diarios online, y son hoy un fenómeno tan extendido que, según el artista Roberto Jacoby, autor de la muestra plástica Diarios del odio, en esos medios ocupan más espacio que la información. Saturan las páginas online de los diarios La Nación, Clarín, InfoBAE y otros medios opositores. El hecho de que hoy formen parte constitutiva de aquellos diarios online lleva a preguntarnos si esos exabruptos son en ellos un injerto forzado o, al revés, un complemento de su discurso “periodístico”. En otras palabras, y parangonando a Von Clausewitz, si el insulto en la red es el discurso editorial por otros caminos.
La primera razón para sospecharlo es el generoso espacio que esos medios conceden a los “trolls”. La segunda, la afinidad de pensamiento, en el sentido de que los “trolls” suman su “aporte” violento a algunos de los artículos de sus medios y nunca para cuestionar el enfoque editorial, sino como una extensión brutal de sus textos. Da toda la impresión de que se sienten arropados por esos medios y que más bien dicen lo que éstos no pueden decir sin violentar las reglas de la comunicación periodística.
No vamos a juzgar las baterías de insultos que pueden ser orquestadas por los propios medios desde oficinas privadas, tal como lo denuncia Víctor Hugo Morales en su libro Audiencia con el diablo. Nos vamos a ocupar de los mensajes espontáneos, de quienes los escriben y envían convencidos de que ejercen una forma –rara– de ciudadanía independiente.
Pero nos preguntamos: ¿para qué serviría a los fines de los medios opositores difundir cataratas de insultos hacia los funcionarios y las personas públicas que ellos cuestionan editorialmente?
Por una parte, para mostrar un presunto estado de ánimo colectivo que crece en indignación. El discurso periodístico exige un tono profesional. Mientras que las frases duras de “José”, “Miguelito” o “Catalina” jugarían como “el pueblo” expresándose sin vueltas en la misma dirección en que lo hace la prosa en apariencia prescindente del discurso periodístico. Ya no es el medio aislado el que cuestiona al poder político. Está acompañado del viejo coro griego, la voz popular, cuanto más tosca más verosímil. Pero impregnándolo de dramatismo.
Si el Gobierno hace valer a cada paso –y exhibe con movilizaciones multitudinarias– el apoyo popular, los diarios empresarios opositores le oponen la “voz” del otro pueblo, que no se congrega tanto en el espacio público, y menos aún detrás de agrupaciones políticas, sino que se presenta como masa en el espacio virtual, pero actuando como los sujetos independientes que se sienten. El insulto “trolleano” es, por un lado, una forma de impugnación al poder político, sus seguidores y sus ideas. El exabrupto como expresión política es un acto individualista. Es probable que quien lo profiere en las redes rechace las exigencias de la militancia –de derecha o izquierda–, que suponen integrarse a alguna fuerza, acordar con los otros, negociar, fundamentar, cuidar las formas. O que sea “trabajito extra” de algunos militantes.
Si se examina el insulto por su intensidad y por la necesidad que tiene de denigrar al otro (las palabras usadas aluden a la mierda, a las cloacas, a enfermedades terribles como el cáncer o a la muerte), este gesto extremo da una idea de que está interpelando a otro que tendría un gran poder de daño (y por eso se lo convierte en palabras en la cosa más abyecta, o bien en el virus más dañino). En muchos casos, la fuerza de la agresión verbal actúa como un reconocimiento del poder del enemigo, sea del poder político de quienes lo ejercen, sea del poder de las palabras de los intelectuales impugnados. En otros casos se despotrica contra otros que, aunque carecen de poder, producen un gran daño a la autoestima de quien los interpela, poniendo en riesgo la identidad del ciudadano “indignado”.
Dicen los autores de la muestra plástica: “Todo odiante necesita de su objeto, ya que define su identidad por relación con lo odiado. Así vemos que los comentaristas se perciben argentinos por relación al bolita, al paragua, al perucho. Se perciben blancos en tanto denigran a los que llaman negros, hombres en cuanto destituyen a la mujer, educados en la medida en que estigmatizan a los ignorantes. Se sienten clases medias porque detestan a los pobres”.
Hay también alguna conexión entre el insulto denigrante y la idea de fin de ciclo promovida justamente por los medios opositores y los periodistas e intelectuales que editorializan en ellos. Una idea de fin de ciclo que, más allá de su falta de fundamento, hay que admitirlo, la oposición mediática y partidaria ha conseguido instalar en muchos sectores (al menos desde el oficialismo hay una permanente necesidad de desmentirla).
El insulto exhibe un estado de ánimo de ruptura, de “¡Basta!”, de “¡Esto no da para más!”. Y pone fin a cualquier comunicación. Quien insulta anuncia que se llegó al límite, que se terminó el tiempo del otro; sólo cabe imaginar con inquietud cuál sería su nuevo paso.
Parece que hubiera un fuerte contraste entre el “empaque” de un diario como el de los Mitre, que denuncia y condena la presunta violencia y actitudes autoritarias del Gobierno y, por otro lado, la procacidad, que es el lenguaje de muchos de sus lectores. Pero esta cohabitación lleva a preguntarse, más que por el contraste, por la continuidad en los textos periodísticos propiamente dichos, y por el grado de violencia que se ejerce en ellos valiéndose de una prosa elegante e informada en la que abundan los prejuicios ideológicos, de clase y de género, los juicios lapidarios en los cuales se habla del presunto desequilibrio de la Presidenta, y todo tipo de descalificaciones.
En estos días en que un periodista y un empresario periodístico son juzgados como cómplices del terrorismo de Estado, es oportuno preguntarnos cuánta violencia podemos esconder los periodistas bajo la retórica del oficio.
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