sábado, 1 de noviembre de 2014
La aventura de un matrimonio Por Italo Calvino
El obrero Arturo Massolari hacía el turno de noche, el que termina a las seis. Para volver a su casa tenía un largo trayecto que recorría en bicicleta con buen tiempo, en tranvía los meses lluviosos e invernales. Llegaba entre las siete menos cuarto y las siete, a veces un poco antes, otras un poco después de que sonara el despertador de Elide, su mujer.
A menudo los dos ruidos, el sonido del despertador y los pasos de él al entrar, se superponían en la mente de Elide, alcanzándola en el fondo del sueño, ese sueño compacto de la mañana temprano que ella trataba de seguir exprimiendo unos segundos con la cara hundida en la almohada. Después se levantaba repentinamente de la cama y ya estaba metiendo a ciegas los brazos en la bata, el pelo sobre los ojos. Elide se le aparecía así, en la cocina, donde Arturo sacaba los recipientes vacíos del bolso que llevaba al trabajo: la fiambrera, el termo, y los depositaba en el fregadero. Ya había encendido el calentador y puesto el café. Apenas la miraba, Elide se pasaba una mano por el pelo, se esforzaba por abrir bien los ojos, como si cada vez se avergonzase un poco de esa primera imagen que el marido tenía de ella al regresar a casa, siempre tan en desorden, con la cara medio dormida. Cuando dos han dormido juntos es otra cosa, por la mañana los dos emergen del mismo sueño, los dos son iguales.
En cambio a veces entraba él en la habitación para despertarla con la taza de café, un minuto antes de que sonara el despertador; entonces todo era más natural, la mueca al salir del sueño adquiría una dulzura indolente, los brazos que se levantaban para estirarse, desnudos, terminaban por ceñir el cuello de él. Se abrazaban. Arturo llevaba el chaquetón impermeable; al sentirlo cerca ella sabía el tiempo que hacía: si llovía, o había niebla o nieve, según lo húmedo y frío que estuviera. Pero igual le decía: «¿Qué tiempo hace?», y él empezaba como de costumbre a refunfuñar medio irónico, pasando revista a los inconvenientes que había tenido, empezando por el final: el recorrido en bicicleta, el tiempo que hacía al salir de la fábrica, distinto del que hacía la noche anterior al entrar, y los problemas en el trabajo, los rumores que corrían en la sección, y así sucesivamente.
A esa hora la casa estaba siempre mal caldeada, pero Elide se había desnudado completamente, temblaba un poco, y se lavaba en el cuartito de baño. Detrás llegaba él, con más calma, se desvestía y se lavaba también, lentamente, se quitaba de encima el polvo y la grasa del taller. Al estar así los dos junto al mismo lavabo, medio desnudos, un poco ateridos, dándose algún empellón, quitándose de la mano el jabón, el dentífrico, y siguiendo con las cosas que tenían que decirse, llegaba el momento de la confianza, y a veces, frotándose mutuamente la espalda, se insinuaba una caricia y terminaban abrazados.
Pero de pronto Elide:
—¡Dios mío! ¿Qué hora es ya? —y corría a ponerse el portaligas, la falda, a toda prisa, de pie, y con el cepillo yendo y viniendo por el pelo, y adelantaba la cara hacia el espejo de la cómoda, con las horquillas apretadas entre los labios. Arturo la seguía, encendía un cigarrillo, y la miraba de pie, fumando, y siempre parecía un poco incómodo por verse allí sin poder hacer nada. Elide estaba lista, se ponía el abrigo en el pasillo, se daban un beso, abría la puerta y ya se la oía bajar corriendo las escaleras.
Arturo se quedaba solo. Seguía el ruido de los tacones de Elide peldaños abajo, y cuando dejaba de oírla, la seguía con el pensamiento, los brincos veloces en el patio, el portal, la acera, hasta la parada del tranvía. El tranvía, en cambio, lo escuchaba bien: chirriar, pararse, y el golpe del estribo cada vez que subía alguien. «Lo ha atrapado», pensaba, y veía a su mujer agarrada entre la multitud de obreros y obreras al «once», que la llevaba a la fábrica como todos los días. Apagaba la colilla, cerraba los postigos de la ventana, la habitación quedaba a oscuras, se metía en la cama.
La cama estaba como la había dejado Elide al levantarse, pero de su lado, el de Arturo, estaba casi intacta, como si acabaran de tenderla. El se acostaba de su lado, como corresponde, pero después estiraba una pierna hacia el otro, donde había quedado el calor de su mujer, estiraba la otra pierna, y así poco a poco se desplazaba hacia el lado de Elide, a aquel nicho de tibieza que conservaba todavía la forma del cuerpo de ella, y hundía la cara en su almohada, en su perfume, y se dormía.
Cuando volvía Elide, por la tarde, Arturo hacía un rato que daba vueltas por las habitaciones: había encendido la estufa, puesto algo a cocinar. Ciertos trabajos los hacía él, en esas horas anteriores a la cena, como hacer la cama, barrer un poco, y hasta poner en remojo la ropa para lavar. Elide encontraba todo mal hecho, pero a decir verdad no por ello él se esmeraba más: lo que hacía era una especie de ritual para esperarla, casi como salirle al encuentro aunque quedándose entre las paredes de la casa, mientras afuera se encendían las luces y ella pasaba por las tiendas en medio de esa animación fuera del tiempo de los barrios donde hay tantas mujeres que hacen la compra por la noche.
Por fin oía los pasos por la escalera, muy distintos de los de la mañana, ahora pesados, porque Elide subía cansada de la jornada de trabajo y cargada con la compra. Arturo salía al rellano, le tomaba de la mano la cesta, entraban hablando. Elide se dejaba caer en una silla de la cocina, sin quitarse el abrigo, mientras él sacaba las cosas de la cesta. Después:
—Arriba, un poco de coraje —decía ella, y se levantaba, se quitaba el abrigo, se ponía ropa de estar por casa. Empezaban a preparar la comida: cena para los dos, después la merienda que él se llevaba a la fábrica para el intervalo de la una de la madrugada, la colación que ella se llevaría a la fábrica al día siguiente, y la que quedaría lista para cuando él se despertara por la tarde.
Elide a ratos se movía, a ratos se sentaba en la silla de paja le daba indicaciones. El, en cambio, era la hora en que estaba descansado, no paraba, quería hacerlo todo, pero siempre un poco distraído, con la cabeza ya en otra parte. En esos momentos a veces estaban a punto de chocar, de decirse unas palabras hirientes, porque Elide hubiera querido que él estuviera más atento a lo que ella hacía, que pusiera más empeño, o que fuera más afectuoso, que estuviera más cerca de ella, que le diera más consuelo. En cambio Arturo, después del primer entusiasmo porque ella había vuelto, ya estaba con la cabeza fuera de casa, pensando en darse prisa porque tenía que marcharse.
La mesa puesta, con todo listo y al alcance de la mano para no tener que levantarse, llegaba el momento en que los dos sentían la zozobra de tener tan poco tiempo para estar juntos, y casi no conseguían llevarse la cuchara a la boca de las ganas que tenían de estarse allí tomados de las manos.
Pero todavía no había terminado de filtrarse el café y él ya estaba junto a la bicicleta para ver si no faltaba nada. Se abrazaban. Parecía que sólo entonces Arturo se daba cuenta de lo suave y tibia que era su mujer. Pero cargaba al hombro la barra de la bici y bajaba con cuidado la escalera.
Elide lavaba los platos, miraba la casa de arriba abajo, las cosas que había hecho su marido, meneando la cabeza. Ahora él corría por las calles oscuras, entre los escasos faroles, quizás ya había dejado atrás el gasómetro. Elide se acostaba, apagaba la luz. Desde su lado, acostada, corría una pierna hacia el lugar de su marido buscando su calor, pero advertía cada vez que donde ella dormía estaba más caliente, señal de que también Arturo había dormido allí, y eso la llenaba de una gran ternura.
1958
(De Los amores difíciles, traducción Aurora Bernarda, Tusquets Ediciones)
A menudo los dos ruidos, el sonido del despertador y los pasos de él al entrar, se superponían en la mente de Elide, alcanzándola en el fondo del sueño, ese sueño compacto de la mañana temprano que ella trataba de seguir exprimiendo unos segundos con la cara hundida en la almohada. Después se levantaba repentinamente de la cama y ya estaba metiendo a ciegas los brazos en la bata, el pelo sobre los ojos. Elide se le aparecía así, en la cocina, donde Arturo sacaba los recipientes vacíos del bolso que llevaba al trabajo: la fiambrera, el termo, y los depositaba en el fregadero. Ya había encendido el calentador y puesto el café. Apenas la miraba, Elide se pasaba una mano por el pelo, se esforzaba por abrir bien los ojos, como si cada vez se avergonzase un poco de esa primera imagen que el marido tenía de ella al regresar a casa, siempre tan en desorden, con la cara medio dormida. Cuando dos han dormido juntos es otra cosa, por la mañana los dos emergen del mismo sueño, los dos son iguales.
En cambio a veces entraba él en la habitación para despertarla con la taza de café, un minuto antes de que sonara el despertador; entonces todo era más natural, la mueca al salir del sueño adquiría una dulzura indolente, los brazos que se levantaban para estirarse, desnudos, terminaban por ceñir el cuello de él. Se abrazaban. Arturo llevaba el chaquetón impermeable; al sentirlo cerca ella sabía el tiempo que hacía: si llovía, o había niebla o nieve, según lo húmedo y frío que estuviera. Pero igual le decía: «¿Qué tiempo hace?», y él empezaba como de costumbre a refunfuñar medio irónico, pasando revista a los inconvenientes que había tenido, empezando por el final: el recorrido en bicicleta, el tiempo que hacía al salir de la fábrica, distinto del que hacía la noche anterior al entrar, y los problemas en el trabajo, los rumores que corrían en la sección, y así sucesivamente.
A esa hora la casa estaba siempre mal caldeada, pero Elide se había desnudado completamente, temblaba un poco, y se lavaba en el cuartito de baño. Detrás llegaba él, con más calma, se desvestía y se lavaba también, lentamente, se quitaba de encima el polvo y la grasa del taller. Al estar así los dos junto al mismo lavabo, medio desnudos, un poco ateridos, dándose algún empellón, quitándose de la mano el jabón, el dentífrico, y siguiendo con las cosas que tenían que decirse, llegaba el momento de la confianza, y a veces, frotándose mutuamente la espalda, se insinuaba una caricia y terminaban abrazados.
Pero de pronto Elide:
—¡Dios mío! ¿Qué hora es ya? —y corría a ponerse el portaligas, la falda, a toda prisa, de pie, y con el cepillo yendo y viniendo por el pelo, y adelantaba la cara hacia el espejo de la cómoda, con las horquillas apretadas entre los labios. Arturo la seguía, encendía un cigarrillo, y la miraba de pie, fumando, y siempre parecía un poco incómodo por verse allí sin poder hacer nada. Elide estaba lista, se ponía el abrigo en el pasillo, se daban un beso, abría la puerta y ya se la oía bajar corriendo las escaleras.
Arturo se quedaba solo. Seguía el ruido de los tacones de Elide peldaños abajo, y cuando dejaba de oírla, la seguía con el pensamiento, los brincos veloces en el patio, el portal, la acera, hasta la parada del tranvía. El tranvía, en cambio, lo escuchaba bien: chirriar, pararse, y el golpe del estribo cada vez que subía alguien. «Lo ha atrapado», pensaba, y veía a su mujer agarrada entre la multitud de obreros y obreras al «once», que la llevaba a la fábrica como todos los días. Apagaba la colilla, cerraba los postigos de la ventana, la habitación quedaba a oscuras, se metía en la cama.
La cama estaba como la había dejado Elide al levantarse, pero de su lado, el de Arturo, estaba casi intacta, como si acabaran de tenderla. El se acostaba de su lado, como corresponde, pero después estiraba una pierna hacia el otro, donde había quedado el calor de su mujer, estiraba la otra pierna, y así poco a poco se desplazaba hacia el lado de Elide, a aquel nicho de tibieza que conservaba todavía la forma del cuerpo de ella, y hundía la cara en su almohada, en su perfume, y se dormía.
Cuando volvía Elide, por la tarde, Arturo hacía un rato que daba vueltas por las habitaciones: había encendido la estufa, puesto algo a cocinar. Ciertos trabajos los hacía él, en esas horas anteriores a la cena, como hacer la cama, barrer un poco, y hasta poner en remojo la ropa para lavar. Elide encontraba todo mal hecho, pero a decir verdad no por ello él se esmeraba más: lo que hacía era una especie de ritual para esperarla, casi como salirle al encuentro aunque quedándose entre las paredes de la casa, mientras afuera se encendían las luces y ella pasaba por las tiendas en medio de esa animación fuera del tiempo de los barrios donde hay tantas mujeres que hacen la compra por la noche.
Por fin oía los pasos por la escalera, muy distintos de los de la mañana, ahora pesados, porque Elide subía cansada de la jornada de trabajo y cargada con la compra. Arturo salía al rellano, le tomaba de la mano la cesta, entraban hablando. Elide se dejaba caer en una silla de la cocina, sin quitarse el abrigo, mientras él sacaba las cosas de la cesta. Después:
—Arriba, un poco de coraje —decía ella, y se levantaba, se quitaba el abrigo, se ponía ropa de estar por casa. Empezaban a preparar la comida: cena para los dos, después la merienda que él se llevaba a la fábrica para el intervalo de la una de la madrugada, la colación que ella se llevaría a la fábrica al día siguiente, y la que quedaría lista para cuando él se despertara por la tarde.
Elide a ratos se movía, a ratos se sentaba en la silla de paja le daba indicaciones. El, en cambio, era la hora en que estaba descansado, no paraba, quería hacerlo todo, pero siempre un poco distraído, con la cabeza ya en otra parte. En esos momentos a veces estaban a punto de chocar, de decirse unas palabras hirientes, porque Elide hubiera querido que él estuviera más atento a lo que ella hacía, que pusiera más empeño, o que fuera más afectuoso, que estuviera más cerca de ella, que le diera más consuelo. En cambio Arturo, después del primer entusiasmo porque ella había vuelto, ya estaba con la cabeza fuera de casa, pensando en darse prisa porque tenía que marcharse.
La mesa puesta, con todo listo y al alcance de la mano para no tener que levantarse, llegaba el momento en que los dos sentían la zozobra de tener tan poco tiempo para estar juntos, y casi no conseguían llevarse la cuchara a la boca de las ganas que tenían de estarse allí tomados de las manos.
Pero todavía no había terminado de filtrarse el café y él ya estaba junto a la bicicleta para ver si no faltaba nada. Se abrazaban. Parecía que sólo entonces Arturo se daba cuenta de lo suave y tibia que era su mujer. Pero cargaba al hombro la barra de la bici y bajaba con cuidado la escalera.
Elide lavaba los platos, miraba la casa de arriba abajo, las cosas que había hecho su marido, meneando la cabeza. Ahora él corría por las calles oscuras, entre los escasos faroles, quizás ya había dejado atrás el gasómetro. Elide se acostaba, apagaba la luz. Desde su lado, acostada, corría una pierna hacia el lugar de su marido buscando su calor, pero advertía cada vez que donde ella dormía estaba más caliente, señal de que también Arturo había dormido allí, y eso la llenaba de una gran ternura.
1958
(De Los amores difíciles, traducción Aurora Bernarda, Tusquets Ediciones)
Alberto Szpunberg La academia de Piatock
El Atlante buscaaalguien en
Plaza de Mayo
Yo sostengo el balcón frente a la Plaza ahora vacía: no me
pesa la saliencia de cemento, no es eso, ni la verja que
hacia arriba la rodea ni la hiedra que, cada primavera,
avanza un poco más hacia mis labios, tampoco es este
absurdo de estar por encima de la gente, en esta
demostración de fuerza que condecoran las palomas y
degrada cada lluvia, no es eso, no, no es eso, sino
haber sentido y hoy no saber nada de esos gestos que,
allá arriba, entre geranios y lazos de amor, o allá abajo,
entre pañuelos blancos, las tardes de sol me devolvían
al aire.
Plaza de Mayo
Yo sostengo el balcón frente a la Plaza ahora vacía: no me
pesa la saliencia de cemento, no es eso, ni la verja que
hacia arriba la rodea ni la hiedra que, cada primavera,
avanza un poco más hacia mis labios, tampoco es este
absurdo de estar por encima de la gente, en esta
demostración de fuerza que condecoran las palomas y
degrada cada lluvia, no es eso, no, no es eso, sino
haber sentido y hoy no saber nada de esos gestos que,
allá arriba, entre geranios y lazos de amor, o allá abajo,
entre pañuelos blancos, las tardes de sol me devolvían
al aire.
Alberto Szpunberg La academia de Piatock
El Poeta pasa por Plaza de Mayo y
descubre al proletariado
Tiene razón el compañero Obrero del Vidrio:
yo empecé como copista del Libro, letra por letra, punto
por punto, hasta que una primavera me di cuenta de que
nunca lo mismo es lo mismo:
era justo el momento en que yo empezaba a copiar el
primer signo cuando el aire de la siesta abrió de golpe
las ventanas y eché una mirada, una sola mirada al
inmenso mundo:
no lo volvería a ver hasta levantar la vista de la última letra,
del último punto,
y recuerdo como ahora que el cielo con sus columnas
infinitas y sus minúsculos engranajes zodiacales y sus
palacios de piedra levantados sobre el viento y su
ejército de ángeles y arcángeles era otro
y que la tierra con sus barros y sus odios y sus guerras y sus
hambres era otra
y que las letras y los puntos de siempre, que ya
empezaban a formar las palabras de siempre,
en principio eran otros,
y cerré los ojos y descubrí que los signos de siempre
estaban a punto de crear otro cielo y otra tierra y
de empezar en realidad un nuevo Libro,
y ahí caí, compañeros, en que todo momento es el
momento justo.
descubre al proletariado
Tiene razón el compañero Obrero del Vidrio:
yo empecé como copista del Libro, letra por letra, punto
por punto, hasta que una primavera me di cuenta de que
nunca lo mismo es lo mismo:
era justo el momento en que yo empezaba a copiar el
primer signo cuando el aire de la siesta abrió de golpe
las ventanas y eché una mirada, una sola mirada al
inmenso mundo:
no lo volvería a ver hasta levantar la vista de la última letra,
del último punto,
y recuerdo como ahora que el cielo con sus columnas
infinitas y sus minúsculos engranajes zodiacales y sus
palacios de piedra levantados sobre el viento y su
ejército de ángeles y arcángeles era otro
y que la tierra con sus barros y sus odios y sus guerras y sus
hambres era otra
y que las letras y los puntos de siempre, que ya
empezaban a formar las palabras de siempre,
en principio eran otros,
y cerré los ojos y descubrí que los signos de siempre
estaban a punto de crear otro cielo y otra tierra y
de empezar en realidad un nuevo Libro,
y ahí caí, compañeros, en que todo momento es el
momento justo.
Alberto Szpunberg La academia de Piatock
Habla Piatock
Yo, Piatock, vi muchas cosas en mi vida:
en vísperas del día más terrible de todos los días, asistí al
parto de un cordero de dos cabezas:
con la una asentía, con la otra negaba, pero en sus cuatro
ojos brillaba
la misma única mirada de los que de una u otra forma van a
morir.
Yo sentí que los cuatro ojos me miraban
y aún humedece mis ojos la misma única mirada.4
El Cordero de Dos Cabezas formula las
Cuatro Preguntas
– ¿Por qué esta noche es diferente a las demás si quien
pregunta responde por otra boca y en ésta ya no hay
palabras sino chirridos de arena entre los dientes?
– ¿Por qué esta noche es diferente a las demás si la
amargura sólo nos recuerda el cautiverio y es
precisamente el recuerdo lo que más nos cautiva?
– ¿Por qué esta noche es diferente a las demás si, contra
el más elemental sentido, nos bañamos dos veces en la
misma sangre?
– ¿Por qué esta noche es diferente a las demás si afuera el
matarife afila pacientemente su cuchillo y ahora
recostarse acaso sea dormirse para siempre
Yo, Piatock, vi muchas cosas en mi vida:
en vísperas del día más terrible de todos los días, asistí al
parto de un cordero de dos cabezas:
con la una asentía, con la otra negaba, pero en sus cuatro
ojos brillaba
la misma única mirada de los que de una u otra forma van a
morir.
Yo sentí que los cuatro ojos me miraban
y aún humedece mis ojos la misma única mirada.4
El Cordero de Dos Cabezas formula las
Cuatro Preguntas
– ¿Por qué esta noche es diferente a las demás si quien
pregunta responde por otra boca y en ésta ya no hay
palabras sino chirridos de arena entre los dientes?
– ¿Por qué esta noche es diferente a las demás si la
amargura sólo nos recuerda el cautiverio y es
precisamente el recuerdo lo que más nos cautiva?
– ¿Por qué esta noche es diferente a las demás si, contra
el más elemental sentido, nos bañamos dos veces en la
misma sangre?
– ¿Por qué esta noche es diferente a las demás si afuera el
matarife afila pacientemente su cuchillo y ahora
recostarse acaso sea dormirse para siempre
Un lírico capaz de elogiar a la ganzúa Premio Cultura para el poeta Alberto Szpunberg.
“Alberto es alguien que está recogiendo la herencia de Juan Gelman”, afirmó Horacio González.
Imagen: Joaquín Salguero
Por el aporte que ha realizado con su descomunal obra –Poemas de la mano mayor, El che amor, Su fuego en la tibieza, La academia de Piatock, entre otros libros–, la ministra de Cultura, Teresa Parodi, homenajeó al poeta de las criaturas despojadas.
Por Silvina Friera
Nada aquerencia tanto como la palabra compañero. Se alza el poeta en estado de asamblea permanente, levanta los dedos índice y medio en alto, como apuntando al cielo de Pista Urbana, nuevo espacio cultural, y los separa hasta formar la “V” de la victoria. Después cierra el puño. Un relámpago de gestos se suceden en el aire: la “V”, el puño bien cerrado, la “V”... Es el juego limpio que juega Alberto Szpunberg cuando la ministra de Cultura, Teresa Parodi, le entrega el Premio Cultura Argentina por el aporte que ha realizado con su descomunal obra –Poemas de la mano mayor, El che amor, Su fuego en la tibieza y La academia de Piatock por mencionar algunos títulos–, una distinción que han recibido anteriormente artistas como Mercedes Sosa, Horacio Salgán, León Ferrari, Eduardo Falú y Luis Felipe Noé, entre otros. Son muchas las miradas que lo acompañan en este mediodía que rezonga por los excesos de la lluvia. “Nunca le di la mano a ningún ministro”, confiesa el poeta que “saca a pasear el bastón” por las callecitas de San Telmo, el barrio donde vive, y en estado de gracia encuentra en una paseadora de perros el principio de un poema. “Míreme bien porque creo que soy una de las últimas lectoras de poesía que les queda –le dice Parodi–. Soy una admiradora casi obsesiva de la poesía como herramienta para hacer otra música. La poesía tiene tantas músicas como lecturas y cada uno puede encontrar una. La mayor importancia que tiene la poesía es la infinita música que tiene la palabra, el roce de la palabra con la idea.”
Szpunberg (Buenos Aires, 1940), un refucilo de calidez y picardía aleteando por las pupilas, recibe el diploma y la escultura Los equilibristas de la cordobesa Victoria Lemme. “Nunca me olvido de un poeta francés maravilloso, que hoy se lee poco pero hay que recuperarlo, que es Paul Eluard. En un poema dice que la poesía tiene por meta la verdad práctica. Eso tiene resonancias un poco duras, pero a veces hay que recordarlo. La poesía también tiene que ver con la verdad práctica. En función de eso yo quiero hacer mi aporte. Como en estos momentos está en discusión, charlatanería y mezquindad el tema de la inseguridad, yo escribí ‘Elogio de la ganzúa’...”, anticipa el autor de Como sólo la muerte es pasajera, su poesía reunida publicada en 2013 por Entropía. “La llave que abre/ y la llave que cierra/ son la misma llave/ adentro y afuera// ¿A la calle?, no hay problema,/ sólo al forzar se falsea;/ la misma llave te deja/ dormidito en la vereda// Pero ojo al piojo/ que el mal de ojo/ es el cerrojo”, lee Alberto el inicio de este poema inédito y celebran la ocurrencia a pura carcajadas y aplausos escritores, artistas y músicos como Horacio González, Juan “Tata” Cedrón, Tom Lupo, Eduardo Jozami, Adolfo Nigro, Juano Villafañe, Pablo Mainetti, Judit Said y Dorotea Murh, más conocida como Dolly Onetti, la viuda del escritor uruguayo.
El músico Jorge Sarraute, integrante del mítico Cuarteto Cedrón, donde tocó el contrabajo, interpreta varias de las canciones que surgieron de las juntadas en Barcelona –la ciudad del exilio– con Alberto y Luis Luchi (1921-2000) a fines de la década del 70. Entonces el piano y la voz de Sarraute bucean por las honduras de los versos de Szpunberg en “Vidalita de la casa dejada”, “Chacarera mezclada”, “Chacarera de memoria” –“chacarera que se baila, como quien sueña despierto”– y “Lo fusilaron contra un paredón del bajo Flores”. Las palabras del poeta tienen aromas y vibraciones; enhebran intimidades que bailan de boca en boca. La uruguaya Mónica Lacoste, la ideóloga parlanchina de Pista Urbana, es una anfitriona que derrocha simpatía. “Hoy tenemos la alegría enorme de haber concretado un disparate total. Sé que los que están acá son parte de esa locura, cosa que me alegra profundamente”, subraya.
–Habría que debatirlo... –retruca Szpunberg.
–¡Así son los poetas: desagradecidos! –bromea Lacoste.
–Quiero leer algo. Si lo que leo dice algo, mejor –arremete el poeta.
–Le pido que ponga riendas a su corazón, siéntese, por favor.
–Eso es imposible...
“Alberto es alguien que está recogiendo la herencia de Juan Gelman. No es exactamente lo mismo lo que él hace, pero el trabajo con la melancolía, el lirismo de los perdidos e ignorados, los grandes idiomas antiguos, el hebreo y el griego como resonancias en el castellano actual, son planos compartidos”, plantea González. “La preocupación social está tomada desde pequeños personajes frágiles que tienden a fracasar y a dejar un testimonio; su fuerza es la del gran fracaso lírico. Alberto, a su manera, con todas las diferencias del caso, es un continuador del mismo nivel de fuerza poética de Gelman, entendiéndolo como un pensador de la naturaleza en su relación con la historia, no como un teórico. En la naturaleza de Gelman hay aves de todo tipo, en la de Alberto hay gaviotas y sentencias de sacerdotes extraviados. Finalmente, en los dos hay un impulso de estudiar la historia a través del punto de vista del más frágil y de las criaturas más despojadas. Alberto es un gran poeta lírico de la Argentina contemporánea.”
La magia de Szpunberg surte efecto. Todos repiten el estribillo de su “Elogio de la ganzúa”: “pero ojo al piojo/ que el mal del ojo/ es el cerrojo”... El poeta regresa a la mesa con el diploma y la escultura y aclara: “Homenaje viene de homo, hominis, hominaticum –silabea Alberto a Página/12–. Era un ritual en la Edad Media por el cual la gente se convertía en vasallo del señor. O sea que entre compañeros no puede haber homenajes. Por eso me irrita la palabra homenaje. Esto es un encuentro en el que la asamblea permanente es posible, ¿no?; es cuestión de que alguien la convoque. La disponibilidad está, por lo menos por mi parte. ¿Y por la tuya?”.
31/10/14 Página|12
Imagen: Joaquín Salguero
Por el aporte que ha realizado con su descomunal obra –Poemas de la mano mayor, El che amor, Su fuego en la tibieza, La academia de Piatock, entre otros libros–, la ministra de Cultura, Teresa Parodi, homenajeó al poeta de las criaturas despojadas.
Por Silvina Friera
Nada aquerencia tanto como la palabra compañero. Se alza el poeta en estado de asamblea permanente, levanta los dedos índice y medio en alto, como apuntando al cielo de Pista Urbana, nuevo espacio cultural, y los separa hasta formar la “V” de la victoria. Después cierra el puño. Un relámpago de gestos se suceden en el aire: la “V”, el puño bien cerrado, la “V”... Es el juego limpio que juega Alberto Szpunberg cuando la ministra de Cultura, Teresa Parodi, le entrega el Premio Cultura Argentina por el aporte que ha realizado con su descomunal obra –Poemas de la mano mayor, El che amor, Su fuego en la tibieza y La academia de Piatock por mencionar algunos títulos–, una distinción que han recibido anteriormente artistas como Mercedes Sosa, Horacio Salgán, León Ferrari, Eduardo Falú y Luis Felipe Noé, entre otros. Son muchas las miradas que lo acompañan en este mediodía que rezonga por los excesos de la lluvia. “Nunca le di la mano a ningún ministro”, confiesa el poeta que “saca a pasear el bastón” por las callecitas de San Telmo, el barrio donde vive, y en estado de gracia encuentra en una paseadora de perros el principio de un poema. “Míreme bien porque creo que soy una de las últimas lectoras de poesía que les queda –le dice Parodi–. Soy una admiradora casi obsesiva de la poesía como herramienta para hacer otra música. La poesía tiene tantas músicas como lecturas y cada uno puede encontrar una. La mayor importancia que tiene la poesía es la infinita música que tiene la palabra, el roce de la palabra con la idea.”
Szpunberg (Buenos Aires, 1940), un refucilo de calidez y picardía aleteando por las pupilas, recibe el diploma y la escultura Los equilibristas de la cordobesa Victoria Lemme. “Nunca me olvido de un poeta francés maravilloso, que hoy se lee poco pero hay que recuperarlo, que es Paul Eluard. En un poema dice que la poesía tiene por meta la verdad práctica. Eso tiene resonancias un poco duras, pero a veces hay que recordarlo. La poesía también tiene que ver con la verdad práctica. En función de eso yo quiero hacer mi aporte. Como en estos momentos está en discusión, charlatanería y mezquindad el tema de la inseguridad, yo escribí ‘Elogio de la ganzúa’...”, anticipa el autor de Como sólo la muerte es pasajera, su poesía reunida publicada en 2013 por Entropía. “La llave que abre/ y la llave que cierra/ son la misma llave/ adentro y afuera// ¿A la calle?, no hay problema,/ sólo al forzar se falsea;/ la misma llave te deja/ dormidito en la vereda// Pero ojo al piojo/ que el mal de ojo/ es el cerrojo”, lee Alberto el inicio de este poema inédito y celebran la ocurrencia a pura carcajadas y aplausos escritores, artistas y músicos como Horacio González, Juan “Tata” Cedrón, Tom Lupo, Eduardo Jozami, Adolfo Nigro, Juano Villafañe, Pablo Mainetti, Judit Said y Dorotea Murh, más conocida como Dolly Onetti, la viuda del escritor uruguayo.
El músico Jorge Sarraute, integrante del mítico Cuarteto Cedrón, donde tocó el contrabajo, interpreta varias de las canciones que surgieron de las juntadas en Barcelona –la ciudad del exilio– con Alberto y Luis Luchi (1921-2000) a fines de la década del 70. Entonces el piano y la voz de Sarraute bucean por las honduras de los versos de Szpunberg en “Vidalita de la casa dejada”, “Chacarera mezclada”, “Chacarera de memoria” –“chacarera que se baila, como quien sueña despierto”– y “Lo fusilaron contra un paredón del bajo Flores”. Las palabras del poeta tienen aromas y vibraciones; enhebran intimidades que bailan de boca en boca. La uruguaya Mónica Lacoste, la ideóloga parlanchina de Pista Urbana, es una anfitriona que derrocha simpatía. “Hoy tenemos la alegría enorme de haber concretado un disparate total. Sé que los que están acá son parte de esa locura, cosa que me alegra profundamente”, subraya.
–Habría que debatirlo... –retruca Szpunberg.
–¡Así son los poetas: desagradecidos! –bromea Lacoste.
–Quiero leer algo. Si lo que leo dice algo, mejor –arremete el poeta.
–Le pido que ponga riendas a su corazón, siéntese, por favor.
–Eso es imposible...
“Alberto es alguien que está recogiendo la herencia de Juan Gelman. No es exactamente lo mismo lo que él hace, pero el trabajo con la melancolía, el lirismo de los perdidos e ignorados, los grandes idiomas antiguos, el hebreo y el griego como resonancias en el castellano actual, son planos compartidos”, plantea González. “La preocupación social está tomada desde pequeños personajes frágiles que tienden a fracasar y a dejar un testimonio; su fuerza es la del gran fracaso lírico. Alberto, a su manera, con todas las diferencias del caso, es un continuador del mismo nivel de fuerza poética de Gelman, entendiéndolo como un pensador de la naturaleza en su relación con la historia, no como un teórico. En la naturaleza de Gelman hay aves de todo tipo, en la de Alberto hay gaviotas y sentencias de sacerdotes extraviados. Finalmente, en los dos hay un impulso de estudiar la historia a través del punto de vista del más frágil y de las criaturas más despojadas. Alberto es un gran poeta lírico de la Argentina contemporánea.”
La magia de Szpunberg surte efecto. Todos repiten el estribillo de su “Elogio de la ganzúa”: “pero ojo al piojo/ que el mal del ojo/ es el cerrojo”... El poeta regresa a la mesa con el diploma y la escultura y aclara: “Homenaje viene de homo, hominis, hominaticum –silabea Alberto a Página/12–. Era un ritual en la Edad Media por el cual la gente se convertía en vasallo del señor. O sea que entre compañeros no puede haber homenajes. Por eso me irrita la palabra homenaje. Esto es un encuentro en el que la asamblea permanente es posible, ¿no?; es cuestión de que alguien la convoque. La disponibilidad está, por lo menos por mi parte. ¿Y por la tuya?”.
31/10/14 Página|12
ECONOMIA › PANORAMA ECONOMICO Jóvenes
Por Alfredo Zaiat
La Organización Internacional del Trabajo identificó a nivel mundial que los jóvenes enfrentan problemas estructurales en sus posibilidades de inserción en el mercado laboral. Precisó que poseen menores oportunidades de empleo que los adultos (tienen el triple de probabilidades de estar desempleados) y de acceder a uno formal. Sus trayectorias laborales suelen combinar desempleo, inactividad, empleo precario y autoempleo, en condiciones menos favorables que las de los adultos. Otras investigaciones sobre este tema indican que el empleo precario da cuenta de un cambio trascendente que ha tenido lugar en el modo de inserción de los jóvenes al mundo laboral, puesto que el tradicional pasaje de la escuela al trabajo ha perdido fuerza. En ese contexto, los jóvenes alternan períodos de desocupación, empleos precarios, pasantías, becas. Muchos jóvenes enfrentan entonces condiciones de precariedad en sus primeras experiencias laborales, siendo esta situación de carácter temporal para aquellos con mayores niveles de calificación formal y relativamente permanente para quienes presentan bajas credenciales educativas quedando así ligados a la inestabilidad, bajos ingresos, falta de empleo. Como se sabe, no todos los jóvenes disponen de los mismos activos (diploma, contactos, sostén familiar) para enfrentar el desafío de insertarse en el mercado de trabajo, y el nivel educativo de los jóvenes condiciona sus posibilidades de acceso al mercado de trabajo: mayores niveles de educación implican una mayor probabilidad de obtener empleo. El nivel de instrucción mínima exigida en el mercado es de secundario completo, que margina a aquellos que no alcancen ese nivel.
Países de la región han implementado medidas destinadas a mejorar la situación social, educacional y laboral de los jóvenes. Entre los que se destacan México con el Programa Jóvenes con Oportunidades; Brasil con el Programa Nacional de Inclusión de Jóvenes Pro Joven; y Costa Rica con el Programa Avancemos. En marzo de 2014 el gobierno de CFK lanzó un plan para dar respuesta al estado de vulnerabilidad de ese sector social. Pese a que el grupo de jóvenes de 18 a 24 años registró una reducción de la tasa de desocupación del 32 al 19 por ciento de 2003 a 2013, ese porcentaje sigue siendo muy elevado, con el agregado de que su dinámica reciente muestra estancamiento. Esa misma tendencia se verifica en la tasa de asalariados no registrados que descendió de 73,1 a 51,4 por ciento en esos diez años. El Programa de Respaldo a Estudiantes Argentinos (Progresar) es una respuesta a esa fragilidad y es un eslabón más del nuevo paradigma de seguridad social diseñado por el kirchnerismo, extendiendo la cobertura a jóvenes adultos que deseen finalizar sus estudios. La reciente investigación El impacto distributivo del “PROG.R.ES.AR” en Argentina. Una primera aproximación en base a microsimulaciones, de Ana Paula Di Giovambattista, Pablo Gallo, Demian Panigo, señala el triple objetivo del plan:
1. apoyar financieramente a uno de los subconjuntos poblacionales más vulnerables de la sociedad, dando un nuevo paso hacia la equidad distributiva;
2. promover un nuevo mecanismo de incentivos para la generación de nuevas capacidades en los jóvenes (con la reinserción y permanencia en el sistema educativo formal o profesional), y así garantizar una menor brecha de clases en materia de igualdad de oportunidades; y
3. impulsar la demanda agregada, con la inyección de hasta 10.600 millones de pesos anuales.
El programa garantiza el reconocimiento e instauración de un derecho social para los jóvenes: recibir apoyo por parte del Estado para su reinserción y/o continuidad en el sistema educativo.
A partir de la base de microdatos de la Encuesta Permanente de Hogares del Indec, correspondiente al segundo trimestre del 2013, se ha identificado a 1,55 millón de jóvenes que cumplen con los requerimientos definidos en la legislación para acceder a ese derecho. Desde su lanzamiento ya se ha inscripto más de un millón de jóvenes (casi el 60 por ciento mujeres), y en octubre 510 mil jóvenes presentaron sus certificados de estudios al día y ya están cobrando el Progresar. El primer pago de la prestación se realizó en marzo de 2014. Para poder cobrar, el joven debe entregar certificados de que está estudiando en un establecimiento educativo público. El 80 por ciento del dinero (480 pesos) se entrega todos los meses, y el 20 por ciento restante (120 pesos), tres veces al año (marzo, julio y noviembre) con la presentación del formulario de alumno regular y materias aprobadas. Además debe acreditar una vez al año (hasta el 30 de noviembre) el formulario de Control de Salud completado por su centro de salud habitual. El cobro de la prestación se realiza mediante tarjetas de débito. El dinero es depositado mensualmente en cuentas gratuitas a los titulares. El financiamiento del programa es con fondos del Tesoro Nacional, asignados anualmente a través de la Ley de Presupuesto.
El estudio de Di Giovambattista, Gallo y Panigo, difundido en la publicación trimestral del CEIL-Conicet N° 17, es el primero en simular cuál podría ser el impacto del programa en materia distributiva. Los autores aclaran que esas simulaciones brindan una evaluación estática sobre la desigualdad y, por lo tanto, “las variaciones de precios e ingresos ocurridas desde entonces generan la necesidad de considerar los resultados expuestos como preliminares”. Utilizando datos de la EPH del Indec para el segundo trimestre de 2013 (última onda disponible en el momento de comenzar la investigación) se obtienen como principales resultados que el Progresar:
- reducirá la desigualdad en un rango potencial de hasta un mínimo de 2,18 y un máximo de 14,30 por ciento para el conjunto de la población (total país), dependiendo del indicador, los parámetros de la desigualdad y el efectivo nivel de adhesión de los jóvenes;
- disminuirá la inequidad distributiva entre los jóvenes (total país) hasta un 32,08 por ciento; y
- afectará mucho más intensamente la distribución del ingreso en las regiones más pobres del país, con reducción de la desigualdad entre los jóvenes del NEA y del NOA que podría ubicarse hasta el 37,7 y el 37 por ciento, respectivamente.
Los autores destacan que “se evidencia una reducción de las inequidades en torno de un rango potencial de hasta un mínimo de 15 y un máximo de 28 por ciento. La incidencia más notable tiene lugar en el Noreste del país”. También precisan que la caída en el nivel nacional de la desigualdad del ingreso que tiene lugar en el segmento de población joven resultaría, en promedio, hasta 2,3 veces más intensa (7,6 por ciento) que la reducción que genera la implementación del programa para la sociedad en forma agregada, poniendo de relieve su elevado grado de focalización. “Como consecuencia, la desigualdad se reducirá sensiblemente, tanto para la población en su conjunto como en el grupo poblacional de jóvenes de entre 18 y 24 años, cualquiera sea el indicador utilizado para su medición y la definición de ingresos seleccionada”, mencionan Di Giovambattista, Gallo y Panigo.
El Progresar amplía el sistema de protección social al extender hasta el rango etario de 18 a 24 años el alcance de los derechos adquiridos con la Asignación por Embarazo y la Asignación Universal por Hijo. La integración del Progresar con esos otros derechos sociales implica que la cobertura social por parte del Estado a grupos poblacionales de elevada vulnerabilidad tiene el siguiente recorrido: se inicia en la niñez, continúa en la juventud y abarca también el primer período de adultez.
azaiat@pagina12.com.ar
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