Por Vicente Battista *
En 1973 las calles de Santiago de Chile estaban convulsionadas. En octubre de 1972 los camioneros se habían declarado en huelga, contribuyendo de ese modo al desabastecimiento de productos primarios. Un desabastecimiento que habían puesto en marcha los grandes centros de distribución, controlados por diversos sectores de la burguesía comercial. Por aquellos días las “respetables” familias de los barrios altos de Santiago se manifestaron llevando en sus manos cacerolas vacías. Aseguraban, compungidas, que no tenían nada para poner en su interior y a falta de alimentos buenos sin golpes, comenzaron a batir las cacerolas y a puro batifondo hicieron público el sinsabor que les producía el gobierno socialista de Salvador Allende. Machacaban las ollas no en contra de los desaciertos de ese gobierno sino en contra de los aciertos que había logrado. El 6 de octubre, el senador Patricio Aylwin, en nombre de la institución y de su partido, el Demócrata Cristiano, había proclamado que Allende “violaba todos los compromisos contraídos”, la Cámara Alta calificó al gobierno como “fuera de la ley”. El alboroto del Congreso no consiguió destituirlo. Las clases dominantes, ese pastel formado por un buen número de empresarios y terratenientes, con alguna tajada clerical y sindical, decidieron que no bastaba con golpear cacerolas y se dirigieron, heroicos, a golpear las puertas de los cuarteles. Los tanques salieron a las calles y se llevó a cabo un sangriento golpe de estado con el patriótico propósito de poner fin a esa dictadura de papel, anunciada por los grandes medios de comunicación, e instaurar una dictadura de verdad, celebrada por esos mismos medios. Salvador Allende fue acribillado a tiros por defender un gobierno democráticamente elegido, hubo otros muchos asesinados, los que pudieron esquivar la muerte terminaron en la cárcel o en el exilio. Se trataba de un calco de lo que desde comienzos del siglo XX había sucedido en América latina y continuaría sucediendo con aquellos mandatarios o mandatarias, libremente elegidos, que se atrevieran a torcer el rumbo de la agenda que, “desinteresada y patrióticamente”, le marcaban los grandes grupos de poder. Argentina, Brasil, Uruguay, Bolivia, Chile, Ecuador, Venezuela, Paraguay y Honduras decidieron desoír esa agenda. Los golpeacacerolas una vez más golpearon las puertas de las Fuerzas Armadas. Como nadie les abrió, comprendieron que algo había cambiado: “Ya no hay golpes militares, ya no hay golpes legislativos, ahora hay golpes judiciales”, señaló el presidente Correa. Los exaltados golpeadores no perdieron el ánimo: había otras puertas para golpear, menos castrenses aunque igualmente efectivas, así lograron deponer los gobiernos de Paraguay y de Honduras. Seguían contando con el Gran Hermano que los protege, guía y vigila: los Estados Unidos de América.
En 1776, el gran país del Norte dejó de ser una colonia más del imperio británico. Horas después de esa independencia decidieron convertirse en un imperio, algo que, como bien se sabe, no se logra con la persuasión sino con la invasión: desde 1798 hasta hoy, los Estados Unidos de América han invadido un alarmante número de países e intervenido en más de un centenar de conflictos bélicos en el mundo entero. El argumento o, si se prefiere, la excusa fue, y sigue siendo, preservar la paz del territorio y proteger la vida de los ciudadanos estadounidenses que ahí viven. Con ese pretexto se hartaron de sumar tierra ajena a su propia tierra. Para circunscribirnos exclusivamente a América latina, basta con recordar que en 1847 se apoderaron de Texas, California, Nevada, Utah, Arizona, Nuevo México y una parte de Colorado, que hasta entonces pertenecían a México, y que en 1898 anexaron a Puerto Rico como una estrella más en su bandera. Deseosos por mantener el orden en lo que, sin eufemismos, llaman el “patio trasero”, alentaron todos los golpes cívico-militares en contra de aquellos gobiernos que se atrevieron a desoír la agenda marcada por los socios locales. En 1930 apoyaron el levantamiento del general Uriburu, que puso fin a la presidencia de Hipólito Yrigoyen; en 1955 el portaaviones Midway y otras naves estadounidense navegaban aguas argentinas en sostén a los militares golpistas que derrocarían al presidente Perón. En 1966 no fue necesario recurrir a las naves para consolidar el golpe del general Onganía que pondría fin al gobierno de Illia. El 14 de septiembre de 1970, Richard Nixon y Henry Kissinger, en una reunión secreta, que poco después se hizo pública, determinaron qué política seguir a partir del triunfo de Salvador Allende. Tres años más tarde, precisamente el 11 de septiembre de 1973, el general Pinochet se apoderaba de Chile.
Los diferentes gobiernos de los Estados Unidos de América suelen admitir todos y cada uno de los descalabros que cometen. Los admiten mucho después de haberlos ejecutado. Lo hacen, dicen, para salvaguardar los sagrados valores de la democracia y, de paso, aunque no lo digan, para alimentar la industria del espectáculo. Los asesinatos de Sacco y Vanzetti y de los esposos Rosenberg, para sólo dar un par de ejemplos, se convirtieron en formidables películas y notables piezas teatrales. Algo parecido ha sucedido con Chile y la dictadura de Pinochet y con otro montón de episodios trágicos en los que el gran país del norte tuvo incidencia directa.
Hoy late una nueva amenaza de golpe, apoyado en obediente silencio por los mismos que lo niegan a todo volumen. En definitiva, se trata de esa bipolaridad política tan común en algunos teóricos olvidadizos y distraídos. Sostienen que es un relato delirante hablar de golpes con la participación de la CIA y esbozan una sonrisa sarcástica cada vez que lo dicen. No les preocupa que todas estas sospechas, que comienzan a ser certezas, se conviertan en una exitosa película de Hollywood, producida por los mismos accionistas del golpe triunfante.
* Escritor.
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