Desde luego, esta producción fue una de pocas excepciones en un ambiente cultural dominado por la paranoia de la guerra nuclear y la vigencia del equilibrio de la Mutua Destrucción Asegurada por los arsenales atómicos de la URSS y Estados Unidos. El cine occidental produjo sátiras de pesimismo sombrío como el que campea en Dr. Insólito o cómo aprendí a no preocuparme y amar la bomba, de Stanley Kubrick, en el que un desquiciado general de la Fuerza Aérea norteamericana inicia por las suyas una guerra nuclear, o directamente subproductos comerciales que destacaban en trazos gruesos y propagandísticos las “bondades” de Occidente y las “maldades” del Oriente comunista. La televisión, los diarios, las revistas, los púlpitos de los predicadores, las novelas y hasta los comics, chorreaban anticomunismo burdo, esquemático y demonizante: los rusos quieren dominar el mundo, en Rusia el Estado te quita todo, hasta los hijos, prohíbe la religión, no hay partidos políticos, no hay elecciones, está todo racionado, no hay libertades, no hay nada, sólo trabajo esclavo para el Estado, un Panóptico burocrático que todo lo observa y todo lo reglamenta.
El temor a la marea roja, al comunismo apátrida y disolvente, había empezado muy temprano, no bien el Partido Obrero Socialdemócrata ruso en su versión bolchevique se había hecho con el poder en octubre de 1917 (del viejo calendario gregoriano ruso) aprovechando una coyuntura en la que las consecuencias dramáticas de la I Guerra Mundial habían dejado al imperio zarista en una situación económica, política y militar de extrema debilidad, con la economía devastada, la población empobrecida y el ejército al borde de la sublevación. Desde su cuartel general en el Instituto Smolny, en la ciudad imperial de San Petersburgo, los bolcheviques, con Lenin y Trotsky a la cabeza, lanzaron una insurrección que con la sencilla pero contundente consigna que clamaba por Paz, Pan y Tierra, arrasó, con la punta de las bayonetas de los Guardias Rojos, con la república de Kerensky, con la autocracia, la nobleza y el capitalismo. El fantasma que había recorrido Europa durante las insurrecciones obreras de 1848 y 1870 se corporizaba finalmente en un Estado obrero, un nuevo tipo de organización social que –se esperaba– fuera el puntapié inicial de un proceso de extensión a Europa y el mundo de la Revolución Proletaria que permitiera a la Humanidad el tránsito del “reino de la necesidad al reino de la libertad”. Horrorizadas por esa perspectiva, las burguesías de catorce países se aliaron en una fuerza militar que invadió territorio ruso hasta que fueron expulsadas luego de una sangrienta guerra en 1922. Y precisamente a fines de ese año, en diciembre, en la conferencia de Alma Ata, en Kazajstán, nació formalmente la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas, con la participación original de Rusia, Bielorrusia, Ucrania, Armenia, Georgia y Azerbaiján.
Pero la Historia, con su astucia y su violencia, iba a dictaminar un destino divergente al imaginado por los padres fundadores del nuevo orden social. Pese al esfuerzo colosal de varias generaciones de trabajadores, pese al sacrificio de millones de soviéticos en la Segunda Guerra Mundial, pese a los innegables avances científicos y técnicos, pese a la formidable maquinaria militar convencional y nuclear, pese a la extensión continental de sus áreas de influencia y a la vastedad de sus recursos naturales, el Estado soviético, encuadrado en las áreas de influencia delineadas en las conferencias de Yalta, Teherán y Postdam, fue perdiendo progresivamente fuerza estratégica en su oneroso enfrentamiento con el mundo capitalista. La carrera armamentística y espacial, los esfuerzos en África y Medio Oriente, y especialmente la desastrosa intervención en Afganistán fueron hemorragias que sangraron sus recursos hasta el punto que hacia fines de los ochenta se hizo insostenible su rígido esquema económico y político. La glasnost y la perestroika de Gorbachov no hicieron más que acelerar el proceso: el 8 de diciembre de 1991 el tratado de Belavezha puso fin a casi setenta años de Unión Soviética. Al año siguiente, en su State of the Union, el discurso anual con que el presidente norteamericano se dirige al Congreso, George Bush pudo decir orgulloso: este año, por la gracia de Dios, ganamos la Guerra Fría. En la ex URSS el paso al capitalismo fue desordenado, salvaje y pródigo en corrupción privada y estatal. Las consecuencias fueron las de siempre: desocupación, salarios bajos, inestabilidad, inflación, pobreza, marginalidad.
Luego de varias situaciones de inestabilidad, intento de golpes de Estado, presidencias sin control de alcoholemia y apropiación privada de los grandes conglomerados económicos estatales, un oscuro y desconocido abogado nacido en Leningrado, ex miembro de la temida KGB y entusiasta practicante de artes marciales que había sido primer ministro de Boris Yeltsin y Dimitri Medvedev, llegó a la presidencia de Rusia donde permanece hasta hoy. Vladimir Putin, el hombre que –nacido bajo el comunismo– fue bautizado en secreto por sus padres, el hombre que considera una enfermedad la homosexualidad y afirma enfáticamente que “el código moral del comunismo era una mala copia de la Biblia” y es necesario reemplazarlo por los valores tradicionales de la Iglesia Ortodoxa rusa, es el nuevo hombre fuerte de Rusia. El que pretende –y en parte lo está logrando– poner de pie al viejo y cansado Oso ruso y reverdecer los brillos imperiales del Águila zarista y también ¿por qué no? el poder y la influencia de la Estrella Roja soviética. Putin ha sacado a Rusia del estancamiento, tiene un sólido apoyo popular y ha reconstruido alianzas estratégicas en Asia, Europa y América. Sus fuerzas aéreas y navales vuelven a surcar cielos y mares del mundo y sus modernos misiles balísticos apuntan a los blancos de siempre. ¿Se vienen los rusos otra vez?
09/11/14 Miradas al Sur
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