Por Jorge Alemán *
Después de Gramsci, el poder no puede ser pensado en el campo emancipatorio sólo en su aspecto coercitivo y localizado. Hay una línea que, partiendo de Gramsci y siguiendo por Althusser, Foucault y otros, nos indica que el poder no sólo oprime, sino que fabrica consensos, establece la orientación subjetiva y produce una trama simbólica que funciona de modo “invisible”, naturalizando las ideas dominantes y donde siempre, y en esto consiste su éxito definitivo, esconde su acto de imposición. El procedimiento de los medios orientados por las corporaciones dominantes se define como un acto de enunciación que siempre busca esconder su carácter histórico como también los intereses que promueve bajo un modo supuestamente universal. El orden simbólico que atraviesa al neoliberalismo se comporta como un dispositivo racional que aparenta promover diversas formas de subjetividad, mientras la repetición de lo mismo en el circuito ilimitado de la mercancía prosigue su marcha incesante y circular. Sin embargo, en la medida en que los medios de comunicación, más allá de sus diversas modalidades de transmisión, se sostienen en el lenguaje, es necesario, según nuestro juicio, despejar una confusión muy habitual entre las ciencias sociales y las filosofías contemporáneas concernidas por esta cuestión.
Es determinante admitir que cuando se trata del orden simbólico, del lenguaje en sus distintas variantes y modos de comparecencia, siempre se debe distinguir dos dimensiones distintas de dicho orden. En primer lugar hay que señalar de entrada la “dependencia y subordinación” del ser hablante con respecto al orden estructural u ontológico del lenguaje con respecto al sujeto. El ser vivo es capturado por el lenguaje para volverlo un sujeto, esta captura se establece antes de su nacimiento y prosigue después de su muerte. Esta dependencia del sujeto que sólo se puede constituir como tal, siendo siempre un efecto del lenguaje que lo precede, exige ser distinguida de la dominación construida de una forma sociohistórica. Son dos vertientes de lo simbólico que, aunque se presenten en la llamada realidad fenoménica mezcladas, obedecen a lógicas radicalmente diversas y distintas. La primera dependencia simbólica es ineliminable y constitutiva del sujeto; la segunda, en tanto construcción sociohistórica, es susceptible de distintas transformaciones epocales.
Lo que le otorga su especificidad terminante al neoliberalismo es que es el primer régimen histórico que intenta por todos los medios alcanzar la primera dependencia simbólica. Señalemos que dicha dependencia constitutiva es la que opera como condición de posibilidad de los legados históricos y las herencias comunes donde la memoria puede aún recoger el dolor de los excluidos en el pasado. En este aspecto el neoliberalismo necesita producir un “hombre nuevo” engendrado desde su propio presente, no reclamado por ninguna causa o legado simbólico y precario, “líquido”, fluido y volátil como la propia mercancía. Si alguna indicación de lo que denomino “izquierda lacaniana” tiene una relevancia decisiva, es aquella que indica que la política, ahora más que nunca, debe oponerse al “crimen perfecto” del neoliberalismo, que en su despliegue contemporáneo intenta, en su dominación sociohistórica, tocar y alterar severamente el lugar del advenimiento del sujeto en el campo del lenguaje. Tal como de distintas maneras Lacan lo supo demostrar.
Actualmente el neoliberalismo disputa el campo del sentido, la representación y la producción biopolítica de subjetividad. Y siempre aparecerán ensayistas que como el surcoreano Han, claro sucesor menor de Baudrillard, insistirán en que el crimen perfecto del capitalismo neoliberal se ha realizado definitivamente. Pero la política, en la medida que está soportada por los seres hablantes y no puede ser reducida a una mera gestión profesional, es la que en esta época puede hacer irrumpir y proteger el carácter fallido de toda representación. Por definición, el sujeto es aquello que no puede ser nunca representado exhaustivamente, su dependencia estructural del lenguaje lo impide. El ser hablante, sexuado y mortal, hecho sujeto por el lenguaje, nunca encuentra en él una representación significante que lo totalice. De última, esta es la razón por la que el neoliberalismo, en su afán de representar la totalidad hasta extinguirse como representación, no es el fin de la historia. Por ello, debemos insistir en el enorme valor político que posee, para un proyecto emancipatorio, la distinción clave entre la dependencia del sujeto en su advenimiento en el lenguaje y la dominación sociohistórica, que nunca agota al sujeto en su apertura a las posibilidades de una transformación por venir.
* Psicoanalista y consejero cultural de la embajada argentina en España
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