“La duda nos impide el fanatismo, nos impide creérnosla. Es un lugar incómodo que nos deja pensando en otras posibilidades.”
La escritora María Rosa Lojo retrata la adolescencia en los años '70 a través de la mirada de Frik, una joven desajustada. Pero hay mucho del pasado de la propia autora entre esas esquirlas políticas, religiosas y familiares que aparecen en la narración.
Por Silvina Friera
El teatro del mundo suele ser incomprensible. Ser joven en los años ’70, cuando las piezas del rompecabezas estaban orientadas por el fervor de la militancia revolucionaria y la lucha armada, no fue fácil. Frik, una adolescente descolocada, desajustada, incómoda, termina en 1971 la escuela secundaria en el Sagrado Corazón de Jesús de Castelar, uno de los colegios donde se difundieron las conclusiones del Concilio Vaticano II, los Documentos de Medellín y los principios de la Teología de la Liberación. El grupo de teatro organizado por la profesora Elena Santos y el padre Juan Aguirre decide representar una obra de Arthur Miller, pieza iluminadora para Frik, que pronto descubrirá en las palabras, en la literatura, una casa que ella transportará “como lleva el caracol su cubierta móvil”. En Todos éramos hijos (Sudamericana), María Rosa Lojo reconstruye ese pasado complejo, atravesado por las esquirlas políticas, religiosas y familiares, desde una intimidad comprometida con los desgarros existenciales. El desdoblamiento narrativo –una tercera persona que orbita entre la adolescente y la mujer adulta que vuelve sobre los documentos, las fotografías y el andamiaje de todos los libros que escribió– y la distancia temporal le permiten asediar esos recuerdos para transfigurarlos en el tapiz de la ficción.
“Vivos y muertos, padres y alumnas, se codeaban en la foto desteñida de fin de curso, el único lugar donde todos podían, aún, compartir un espacio sobre la tierra”, se lee en una parte de esta novela, una ficción autobiográfica enlazada con Arbol de familia por ese hilo tan delicado como inquietante que va de la locura de Ana, la madre de Frik, a la locura de su hermano Fito. Dos compañeras de colegio de Lojo que desaparecieron durante la dictadura cívico-militar están representadas por los personajes de Silvia y Andrea en Todos éramos hijos. “Alguna frase real hay de Silvia, que se llamaba de otra manera. Me acuerdo de una en particular, cuando dijo que le importaba hacer algo concreto y útil por las personas, así fuera clavar un clavo en una pared; era un personaje que buscaba acciones que modificaran el mundo y que contrastaba con Frik, más especulativa, más introvertida, más dada a problematizar y a reflexionar”, cuenta la escritora en la entrevista con Página/12.
“El pasado es un documento que nunca está cerrado porque lo reinterpretamos todo el tiempo. La relectura de ese documento nos lleva a la vida; en la medida en que lo reinterpretamos, podemos modificarlo también, porque los hechos son construidos y hay que reelerlos para reconstruirlos. Esto es lo que hacemos todos con nuestras memorias personales”, plantea Lojo. “Cuando escribía la novela, pensaba en todos los jóvenes de hoy. Era importante escribir Todos éramos hijos para que supieran cómo fuimos los jóvenes de entonces y para acompañarlos en su tránsito por la adolescencia y la juventud. Algunas cosas son muy distintas porque cambiaron las circunstancias históricas, pero otras no. La angustia que se tiene en la etapa de la adolescencia sigue siendo una angustia muy grande. Muchos adolescentes se preguntan las cosas que se pregunta Frik, y algunos se sienten marginales o perdedores.”
–El personaje de Frik atraviesa por muchas de las experiencias que vivió usted, ¿no?
–Sí, sobre todo las dos primeras partes, la de la escuela, la misma obra de teatro de (Arthur) Miller que representamos, Todos eran mis hijos, y no sólo ésa sino también La muerte de un viajante. El clima de época que vivió mi generación está en la novela; los valores y los tabúes que dominaban en ese momento, las discusiones y la manera en que enfocábamos el mundo. El personaje que lleva la carga de la mirada narradora, que es Frik, tiene que ver con la adolescente que fui en aquel momento, con todas las reservas del caso. Es lo que uno interpreta desde hoy; no hay forma de resucitar el pasado. El pasado es lo que creemos que fue el pasado en el presente. Todos éramos hijos es una novela de balance de vida.
–¿Por qué la novela está estructurada en actos como si fuera una obra teatral?
–El teatro es un hilo vertebrador y parte de la explicación está en las palabras del padre Aguirre cuando los convoca a representar la obra: el teatro como gran espejo de la interioridad, como conocimiento de uno mismo, como caída en la profundidad. Al inverso de la caverna platónica, que es el mundo de la ignorancia, el teatro –que también es una especie de caverna– es el acceso a una revelación. Eso es lo que les va ocurriendo a los personajes. Son revelaciones dolorosas, revelaciones del desamparo, de su propia impotencia frente a muchas cosas. El teatro me pareció un vehículo interesantísimo para marcar estas fragilidades. Es una novela coral, con mucho diálogo, con muchas voces contrapuestas, donde todo se debate y se discute, con un hálito trágico porque suceden cosas irreparables que sólo se pueden volver a pensar y a imaginar en un plano simbólico, en el final de la novela. El reencuentro con los muertos sucede en ese plano, en el de la imaginación y la voluntad reparadora, pero lo que ha ocurrido es una tragedia.
–”Todas las generaciones serán juzgadas por sus propios hijos, hagan lo que hagan”, dice el padre Aguirre.
–Los jóvenes se enfrentaban con los propios padres, como es habitual, y con el mundo que esos padres habían dejado que existiera; un mundo que se percibía lleno de desigualdades, de injusticias, de deformidades. Esa generación lo había aceptado así y eso extremó los enfrentamientos habituales en algunos jóvenes. No todos los jóvenes fueron militantes ni revolucionarios, pero hubo un clima de época en el que se creía que los cambios sociales eran posibles y casi inmediatos. Esa fue la gran fantasía utópica de que todo era alcanzable, que estaba a la vuelta de la esquina y que la juventud iba a hacer lo que los viejos no pudieron hacer o no quisieron. Todo esto contribuyó a que se exacerbaran las contraposiciones entre una generación y otra, más teniendo en cuenta que muchos padres de clase media habían sido antiperonistas. Los padres de izquierda también, y eso lo digo por experiencia propia. En general había una mayoría de padres antiperonistas que tenían muchos motivos para oponerse al peronismo como fenómeno. Antonio, el padre de Frik, veía a Perón como un líder de masas cercano a Franco, amigo de dictadores, que no les iba a dar cabida a los jóvenes revolucionarios peronistas.
–¿Cómo vivió los momentos previos a la muerte de Perón?
–La muerte de Perón produjo una terrible orfandad para los que habían creído en él, sin duda. Pero también para los que habían creído y se habían desengañado, porque el vacío que dejaba era inmenso. López Rega no era el modelo para llenarlo; Isabel tampoco. No había ningún reemplazante en el horizonte. Si bien los jóvenes se habían enojado con Perón, con él era posible dialogar, y tal vez hubiera dialogado de haber vivido más tiempo; existía esa posibilidad de un reencuentro entre los jóvenes y Perón, pero la historia no fue así. La muerte de Perón fue muy traumática.
–“Militar o no militar” parecía ser el dilema hamletiano de los jóvenes de los ’70, ¿no?
–Sí. Por mi carácter personal y mi formación, yo no era una persona inclinada a la militancia política, menos aún a la militancia armada. Siempre pensé que mi compromiso con la sociedad pasaba por otro lado, aunque no sin culpa, porque las ideas fuerza de ese tiempo eran las ideas revolucionarias. Por momentos, la persona que no hacía un trabajo social o no militaba, se sentía inútil. ¿Qué puedo hacer por la sociedad? Me costó bastante tiempo aceptar quién era yo y que podía trabajar por la sociedad desde otro lugar, que no era el de la revolución ni las armas. Que era el lugar de la duda, que lo sigo defendiendo hoy en día, con todo lo saludable que tiene la duda. La duda nos impide el fanatismo, nos impide creérnosla. La duda es un lugar incómodo que nos deja pensando en otras posibilidades. Una duda, claro, que no paralice. Mi crecimiento fue aceptar que el aporte que podía hacer a la sociedad era intelectual. Y que no era un aporte inútil, porque también hay un cambio de las conciencias. Siempre pensé que los libros cambian las vidas de las personas. Que leerlos y escribirlos cambian la vida. Los libros nos hacen sentir incómodos con la realidad. Frik es una desajustada en el mundo y ese desajuste es insoportable, hasta el punto de llevarla a preguntarse si vale la pena seguir viviendo, una pregunta que se hacen muchos adolescentes. Esta es una novela sobre la adolescencia y sus crisis en los años ’70. Mis crisis fueron bastante violentas. Como Frik, yo tuve anorexia y casi me muero... Finalmente uno acepta la incomodidad de vivir y la falta de respuestas absolutas, que no implica bajar los brazos ni dejar de tener fe en la acción limitada que somos capaces de realizar. En un momento, en la novela, el padre Aguirre se pregunta por qué lo buscan, antes de exiliarse a México, si es una persona común. Y su ex compañero de escuela le dice: “Ninguna revolución se hace sin las personas comunes”. Yo creo en eso: los cambios los producimos todos. Y los libros y el pensamiento pueden producir esos cambios.
–Quizá la duda era insoportable al principio de los años ’70, un tiempo marcado por un puñado de certezas muy fuertes, ¿no?
–Sí, yo me sentía una persona marginal al centro, donde ocurrían todas las cosas. La certidumbre era un modo de exorcizar esa carga de angustia que se tiene en la adolescencia: ¿quién soy?, ¿adónde voy?, ¿para qué estoy en este mundo?, ¿qué puedo hacer? El tener una convicción tan firme, que en muchos casos se asociaba a la fe religiosa, te colocaba en el mundo de una manera asertiva muy tranquilizadora, porque estabas para algo concreto. Mientras que los que no estábamos en esa posición no nos sentíamos ni tan útiles ni con un destino tan claro. Era mucho más difícil... El padre de Frik perdió en la Guerra Civil Española y ella se percibe como extranjera porque sus padres sienten que están de paso en la Argentina y van a volver a España cuando todo cambie. Uno de los problemas que tiene Frik es aceptar que ella se puede quedar en el país, que puede tener otro destino. Esta es una de las grandes cargas del libro: los deseos de los padres que pesan también sobre los destinos de los hijos. No como mandatos, ni crueles ni obligatorios, pero sí como fuerzas de presión inconsciente que hacen que algunos hijos se sientan inclinados a cumplir lo que los padres no hicieron, mientras que otros hijos eligen un camino de rebelión abierta, que también es hacer lo que los padres no hicieron de otro modo. Si mi padre fue un gorila, yo voy a ser todo lo contrario. O como Frik: si mi padre no pudo estudiar, yo voy a estudiar para tener un destino mejor que el que él tuvo.
–En esta novela, como en la anterior, se despliegan las tensiones con la madre y cómo afecta a la protagonista la progresiva locura de su madre y de su hermano. ¿Cómo explica esta deriva?
–Mi mamá se empezó a deteriorar cuando su propia madre murió, en el año ’70. Si miro hacia atrás para ver cuándo empezó todo, creo que fue en ese momento. Todo tenía que ver con las pérdidas: la pérdida de la tierra; la pérdida de la propia belleza, algo que era muy valorado por ella, que era muy hermosa y que tenía aspiraciones que no pudo realizar; la pérdida del primer novio muerto, que está en Arbol de familia, que ella no puede resolver y que provoca el abandono de los propios hijos que quedan a la deriva. No son niños, pero todavía la necesitan... Una novela como ésta se escribe con bastante distancia temporal, porque los hilos del tapiz no los tenés encima, sino que el tapiz se completó en muchos aspectos y lo ves a la distancia. Uno de mis proyectos futuros es escribir sobre Fito. Mi hermano fue un niño muy perturbado que también me perturbó a mí. No hay explicaciones definitivas; es un psicótico compensado que vive en un hotelito frente al Borda, como muchos pacientes externados, juega mucho al ajedrez y vende útiles en Puan. Milita en el Partido Obrero; es el único budista-trotskista que conozco... La enfermedad mental es un asunto delicado. La sociedad contiene bastante poco a los pacientes y a las familias; se tiene miedo y es un tema que se lo intenta esconder bajo la alfombra. Quizás el próximo libro que escriba tenga que ver con lo que significa la locura en una familia.
Textual
Allí, en las cajas, latían los documentos: las fotografías y las fotocopias, los apuntes y los recortes de prensa, el andamiaje de todos los libros que había escrito y también las huellas de lo que había leído. Algunas no habían sido visitadas en añrciana que no había aprendido todavía ninguna de las lenguas terrestres.
“Dejar de huir”, se ordenó la vieja Frik. Y abrió la caja semioculta en la última biblioteca.os. Quizá porque enmascaraban, con su neutralidad de oficina, un territorio minado en el que cualquier contacto azaroso, cualquier pisada en falso, podría pulverizar las capas protectoras que el tiempo había ido depositando sobre ellas, recubriéndolas de una cáscara lisa y dura de estalagmita. Entonces, otra vez, desnuda como una larva, y tan indefensa, quedaría en carne viva, frente a la luz sin filtrar de la mañana, la joven Frik: el vampiro albino, con sus transparentes e inútiles alas de mariposa, la ma
* Fragmento de Todos éramos hijos (Sudamericana), página 142.
La ficha
María Rosa Lojo, doctora en Letras por la UBA e investigadora principal del Conicet, es autora de una destacada obra literaria y académica. Ha publicado las novelas La pasión de los nómadas, La princesa federal, Una mujer de fin de siglo, Las libres del Sur, Finisterre y Arbol de familia; los cuentos de Historias ocultas de la Recoleta, Amores insólitos y Cuerpos resplandecientes. Bosque de ojos reúne sus microficciones líricas. Obtuvo el Premio del Fondo de las Artes en cuento (1985) y en novela (1986), el Primer Premio Municipal de Buenos Aires Eduardo Mallea en narrativa 1996 y el Diploma al Mérito Konex, entre otros.
05/11/14 Página|12
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