sábado, 23 de noviembre de 2013

PERFILES Vale la pena

Hija de una pareja de militantes montoneros, Victoria Grigera Dupuy está segura de que su nombre es un acto de fe –“¿por qué te ponían Victoria en época de la Triple A, en la dictadura?, ¡hasta si nacías en cautiverio te ponían Victoria! Porque eran gente de fe”–, que si algo aprendió de sus padres es que no hay proyecto que no sea colectivo y que con el humor se come y se cura casi tan bien como con la democracia. Actriz, guionista, “standupera”, recorre el país con su “monto standup” pasando la “bóveda” en lugar de la gorra –para guiñarle el ojo a Jorge Lanata– y desacralizando incluso el discurso más políticamente correcto de los derechos humanos con su kit de “cajita infeliz” para amantes del humor negro. Puede permitírselo ahora, dice, cuando el pacto de impunidad se ha quebrado y ella misma se siente un “efecto creativo de la década ganada”. Por Marta Dillon Los dos tienen cerca de treinta años. El nació en cautiverio y recuperó su identidad cuando ya había cumplido más de dos tercios de su vida. Ella es huérfana, su padre está desaparecido y su madre murió de cáncer en 2008. Hablan de la posibilidad de la vida después de la muerte. El está convencido de su existencia, ella suspira, deja que sus ojos apunten a ningún lado, se deja mecer por la fantasía de un “cielo compañero” donde volver a abrazar a los seres queridos, se conmueve con el calor de ese contacto añorado, se alivia. Entonces él dice: “Pará, pará, tengo un problema, ¿qué voy a hacer yo en el cielo? ¿voy a estar con mi mamá o con mi apropiadora?”. Victoria Grigera Dupuy sale de inmediato de su ensueño: “Ah, no, es la peor imagen del mundo la que me tiraste, me estaba comprando la vida después de la muerte, pero ya imaginarme apropiadores en el más allá me la secó, como que me digas que te morís y tenés que sacar la clave fiscal para entrar al paraíso. Dejá, ahora no quiero que exista nada”. Se oyen risas. “Mi nombre es Victoria y vengo de una familia disfuncional, papá era montonero, mamá era monotributista. Mi viejo tomó cianuro, yo tomo Levité pomelo. Los tiempos cambiaron, mis viejos usaron armas yo uso Twitter... Puedo escribir los tuits más tristes esta noche... ¿por qué en la Ciudad de Buenos aires hay más bicisendas que heterosexuales? ¿Por qué donde pongo el ojo sale un bala? Puedo escribir los tuits más tristes esta noche: Si hasta la luna recibió hombres, ¿yo por qué no? Si soy redonda, llena de pozos...” A los 16 años, Victoria tenía el pelo violeta, vestía remeras de Sid Vicious, usaba alfileres de gancho a modo de aros y hacía tiempo que soñaba con ir a Abuelas de Plaza de Mayo para trabajar con ellas. A su padre lo “había matado la dictadura”, igual que a María José, íntima amiga de su madre y embarazada al mismo tiempo que ella gestaba a Victoria. Esa prima o primo del corazón estaba y está todavía desaparecida. Hubiera sido su compañera de juegos, la que la salvara de no tener con quién compartir eso que sabía sobre la dictadura y que apenas se mencionaba en 1994. En esa época vio a los mellizos Matías y Gonzalo Reggiardo Tolosa en la tele cuando todavía se los llamaba “Miara” por el apellido de su apropiador, Samuel Miara. Fue el punto límite, lo que la decidió a dar el gran paso: se presentó en la sede de Abuelas, fue recibida con los brazos abiertos, le presentaron a otros nietos y enseguida empezó a trabajar con ellxs. Su primera tarea fue anotarse en el CBC, donde cursaba uno de los mellizos, lo ubicó y por primera vez en su vida se quedó muda. “Aunque sea una barbaridad, algo de la boca siempre me sale.” No esa vez. Pero siguió trabajando, encontró entre los nietos que trabajaban con Abuelas su “familia disfuncional”. Fue tan activa que se decía que el recorrido de los que iban recuperando su identidad era de “la Conadi a Abuelas y de ahí a la casa de Vicky”. “Hablemos con los pibes futuro de la patria y contémosle la historia como es: no existen los reyes; Caperucita, ¿qué tiene en la canastita? ¡Dólares! Tiene dólares y el lobo feroz es Moreno. A Cenicienta le chupa un huevo el príncipe azul, es una empleada doméstica que quiere que la pongan en blanco y la calabaza la compró en el mercado central a precio controlado. ¿Qué decir de Hansel y Gretel? Uf, hijos de desaparecidos que no conformes con ser candidatos a diputados hacen asados en la ex ESMA. Los peores, igual, son los pitufos. Razonen: son celeste y blancos, están todo el día al pedo, ¿qué pasa?, ¿cobran la asignación universal?” Victoria es actriz, guionista, “standupera”, para usar el neologismo de este tiempo, y convierte en carcajadas las zonas más trágicas de nuestra historia, de su historia en primera persona. Es la manera que encontró y comparte de contestar aquella pregunta de Semprún en “Aquel domingo”, donde intentaba narrar la experiencia dentro de un campo de concentración nazi: “¿De qué experiencia podías hablarles, si no tenías más experiencia que transmitir que la de la muerte, es decir, la única cosa que, por definición, no podías haber vivido, que únicamente otra persona podía haber vivido?”. Victoria no estuvo “adentro”, su cuerpo no sabe del cautiverio y la tortura, pero con eso ha convivido. Con el horror y con la palabra a medias que siguió después, con la impunidad y la indiferencia social que hoy se hicieron añicos y que le permitieron a ella tener un “efecto creativo” de esta última década a la que llama sin vergüenza “ganada”. Su show se llama Montostandup, es tan flexible como el público que lo ve y termina siempre pasando no la gorra sino “la bóveda” –en honor a Lázaro Báez–. Montostandup nació oficialmente el 6 de julio de este año, en una peña de una agrupación política, Los Tíos, un grupo que fue joven en los ’70 y que ahora quiso volver a militar orgánicamente. Dos de las personas que integran Los Tíos son sobrevivientes de la ESMA, ahí donde estuvo el padre de Victoria, ahí donde nacieron varios de sus entrañables amigos. Ahí donde la invitaron a actuar en ocasión del último aniversario de Abuelas de Plaza de Mayo. No pudo decir que sí de inmediato, ella se define como parte del grupo “no te piso la ex ESMA”, menos con la megacausa en curso, Victoria como querellante, a poco de haber escuchado el testimonio de un amigo que le dejó el corazón roto. No podía dormir con el “voy/ no voy” dándole vueltas en la cabeza. Contra toda regla de urbanidad, llamó a su amigo Juan Cabandié a mitad de la noche. Justo a él, justo en el momento en que se difundía la tétrica cámara oculta del incidente con la agente de tránsito, justo cuando su mujer estaba a punto de parir. Lo llamó y le preguntó: “¿Vos cómo hacés para dar charlas en el lugar donde naciste y te secuestraron?, ¿hay vida después de eso?”. Juan la convenció de que iba a valer la pena. Y valió la pena, nunca mejor usado el lugar común. “Hice la ‘versión pakapaka del montostandup –una a la que le quitó las partes más negras–. Nos divertimos mucho, fue una de las funciones más lindas de mis 12 años como actriz. Ver a las Abuelas muertas de risa fue mi doctorado honoris causa como humorista.” “Tendría yo 6-7-8 (cual humor político fácil) y en una siesta con mis vecinos le robamos manzanas a un viejo malo de la esquina, y bueno sí, robé, lo que pasa es que no había pakapaka y me aburría, tampoco había paco por cierto. Cuestión que llegué con las manzanas a mi casa y pensaba, uh, mi vieja me va a retar. Pero no era una madre, era una monto madre. No sé si vieron la película Carrie, cuando ella está en el medio del escenario y le cae la sangre de chancho y con su mirada empieza a temblar todo lo que la rodea, bueno, así se puso mi mamá: ‘¡Victoria, sos una individualista!’ ‘Tengo 8 años mamá, ¿qué decís?’ ‘Que le robaste al pueblo trabajador en una clara actitud liberal’. ‘Mamá, no jodas, quiero ver los dibus...’ Terminé devolviendo las manzanas, obviamente, decí que ya eran los ’80, si no hubiera tenido que izar la bandera con la estrella federal en la verdulería ante la carcajada de mis amiguitos. Además de no ver la tele dos días tuve que hacer una ‘autocrítica por escrito’: Sí, desde entonces tomo Rivotril. Y no te toco una manzana ni en pedo, me dan asco. Y eso porque lo trabajé en terapia, si no ¡hubiera sido manzanera!” La “monto niñez” de Victoria termina, un poco arbitrariamente, cuando su madre empieza a trabajar en el Parakultural –la mítica sede del movimiento under porteño post dictadura– y la niña se da cuenta de que quiere terminar la secundaria para usar purpurina como las Gambas al Ajillo y ser de grande tan buena como Alejandro Urdapilleta, que actuaba los viernes muy tarde y le permitía ver los viernes, más temprano, No toca botón. Urdapilleta y Olmedo eran sus grandes amores, “siempre fui así, amplia, como el movimiento peronista”, define. Su militancia en Abuelas y después en la agrupación Venceremos –donde conoció a Victoria Donda cuando tenía otro nombre y la acompañó en el proceso de recuperación de su identidad– la distrajeron un poco de su amor a las tablas, aunque fue con la “Vence” cuando el humor empezó a imponerse: su paso por las aulas de derecho convocando a unirse a la militancia terminaba siempre en esas carcajadas que la salvan. Y que enmudecieron sólo cuando su mamá empezó a despedirse de la vida por un cáncer que no le dio oportunidad. Victoria hizo lo que pudo en ese proceso, incluso hacerla reír, leerle Cosmopolitan o Para ti con tal de que ella no supiera que afuera, en la calle, se quemaban gomas para defender las ganancias del sector agropecuario, porque a una “monto madre” siempre la angustia la política. Muy cerca del final, esa mujer le pidió a su hija que dejara de aguantar, que llorara con ella, que en definitiva era su madre. Victoria lloró todo lo que había aguantado y entonces su mamá le palmeó la rodilla y le dijo: “Vamos, no es para tanto”. Siguieron años oscuros, terapia, Rivotril y whisky. Hasta que volvió a hacerse carne lo que siempre había sabido, que no hay salida individual, que no iba a sobrevivir sin un proyecto colectivo, sin hacer algo por los demás. Se decidió a poner su arte al servicio de la Fundación Pallium, que ofrece cuidados paliativos a pacientes oncológicos. Ahí se descubrió diciéndole a una mujer que pesaba 40 kilos y que se acercaba a la celebración de su último cumpleaños “que no se le ocurra festejarlo antes porque trae mala suerte”. La mujer miró a Victoria, se miró a ella y preguntó: “¿Más mala suerte que ésta?”. Las risas se escucharon más allá de la sala. Victoria supo que, como le dijo después esa mujer, podía hacer reír hasta a los muertos. Y desea que entre ésos, estén también los suyos. Epílogo: “Ordenes de arriba, mi productora imaginaria, se llama así, un poco porque quienes militamos alguna vez orgánicamente sabemos que hay asados, o momentos como un polvo que son abortados por esas tres palabritas cortamambo: Ordenes de arriba. Los 6 años que milité me la pasé escuchando eso, ya sea por un 20 de diciembre, como para que no comas chicle en una reunión. Sin embargo –y si se me permite la sobredosis de psicoanálisis– Ordenes de arriba tiene otra interpretación más subjetiva y que no la pongo en ningún afiche: Ordenes de arriba (señala el cielo). No, no es por Dios, porque Dios está para cosas más importantes como la inseguridad en el Tigre, es por mis viejos, por los que se fueron... Para mal y/o para bien, sigo recibiendo “órdenes de arriba”. Uy sí, ya sé, mamá, que lo de las manzanas no fue “tan así”... “Papá, dejá de espiarme cuando garcho, querés...”

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