viernes, 29 de noviembre de 2013
La mujer que tenía un libro en la cabeza Por Juan Forn
En la época de Montaigne, se tardaba diez días para hacer los 600 kilómetros entre París y Burdeos, y él no estaba para encarar el viaje, después de que lo asaltaran, lo apalearan y lo dejaran por muerto en las afueras de París. Había ido a interceder ante la corte para detener las guerras de religión que estaban desangrando el país, pero lo único que le interesaba era volver cuanto antes a la famosa torre repleta de libros que tenía en sus tierras en Burdeos. Llevaba consigo un ejemplar de la primera edición de su libro, el único que escribiría en su vida, el que lo haría inmortal, pero todavía no: Montaigne había quedado insatisfecho con la primera versión publicada, el ejemplar que arrastraba consigo había duplicado elefantiásicamente su volumen con los agregados que quería hacerle (para lograr que fuese “un espejo en que cada hombre se vea reflejado”), llevaba diez años agregando cosas y ya había cumplido los cincuenta: sentía cada día más cerca la cita con la parca. Lo único que quería era terminar su libro, pero en París no podía trabajar tranquilo y a Burdeos no le daba el cuerpo para llegar, por eso aceptó una invitación a un palacete en el idílico Gournay, que quedaba a sólo medio día de París. Y así entró Marie de Jars, o Marie de Gournay, en la historia de la literatura.
El papá de Marie había hecho dinero, compró tierras, se hizo un palacio y mandó para allá “los doscientos libros que debía tener la biblioteca de un caballero”, para leerlos cuando se retirara a la campiña. Pero se murió antes, de golpe, y la familia tuvo que achicarse: dejaron París, terminaron en Gournay, desde allá la madre se desvivía por casar bien a las hijas, pero Marie le salió díscola, además de feúcha. Se encerraba en la biblioteca del padre para que no la peinaran ni la vistieran, ni le enseñaran modales. ¿Qué es lo que tanto te interesa de esa habitación llena de palabras?, le preguntaba la madre. Marie no contestaba; en cambio se leyó todos los libros que había en los estantes (para hacerlo tuvo que aprender sola latín, porque la mitad estaban en ese idioma) y después consiguió que un tío de París le dejara de regalo los libros que traía en sus visitas. Uno de ellos fue el de Montaigne. Cuando Marie se internó en él, no quiso salir más. Era tal la empatía que sentía con el libro que por momentos se preguntaba: ¿esto lo he escrito yo? Cuando supo que Montaigne estaba varado en París, le escribió una carta fervorosa (“Los antiguos están llorando por no haberlo tenido entre ellos”), le ofreció los aposentos de su padre en Gournay hasta que pudiera volver a Burdeos, le pidió que la considerara su hija.
Se sabe que la primera decepción de Montaigne al llegar a Gournay fue la fealdad de Marie y la segunda, el arrebato con que ella le aseguró que había nacido para leerlo, que nadie lo entendía como ella. Pero también descubrió que esa criatura que se había educado por las suyas en aquella biblioteca no sólo lo admiraba, sino que además era capaz de descifrarle la letra (los latines que usaba Montaigne cuando se hablaba a sí mismo) allí donde ni él mismo se entendía. Sabemos que Montaigne pasó cuatro meses en Gournay y que no volvió a ver nunca más a Marie. Ella le escribía todos los días, incluso le envió una novelita filosófica que escribió en su honor (“El paseo con Monsieur Montaigne”); él nunca le contestó. Sin embargo, en su lecho de muerte, sabiendo que ni su mujer ni su hija tenían interés en su obra, y que su amigo Pierre de Brach ya tenía cierta edad y quería escribir sus cosas, pidió que se encomendara a Mademoiselle de Gournay la edición de su libro incorporando todos los agregados y correcciones. La viuda cumplió el encargo a desgano y envió a Marie el mamotreto. La vida no había sido gentil con ella entretanto: sus hermanas se habían casado, su madre había muerto, el castillo se había vendido. El encargo llegaba en un momento providencial. Tan extasiada estaba que entendió que le ofrecían pasar el resto de sus días en la legendaria torre de Montaigne y partió con sus últimos ahorros a Burdeos, pero la viuda logró sacársela de encima una vez que Marie completó el trabajo (“Ahora, hija, vaya a París y publique el libro, y quédese allá velando por él”).
Marie no sólo dio a imprenta el libro de Montaigne en París. Para mantener la llama viva, publicó también su novelita, a la que agregó como prólogo la carta fervorosa con que invitó a su maestro a Gournay y, como epílogo, la carta de Madame Montaigne. A continuación se sentó a esperar que los fieles acudieran a su salón, y que esas veladas llegaran a oídos de Marguerite de Valois, la famosa Reina Margot, para que ésta le diese una pensión que le permitiera dedicarse de por vida a velar por Montaigne. Pero su novelita causó más sensación que el libro de su maestro: los literatos la leían entre risas y luego acudían a su salón para tener más anécdotas con que mofarse de ella. La llamaban La Virgen de Mil Años. Margot se interesó en el personaje y eso le complicó aún más las cosas a Marie, cuando la reina cayó en desgracia: pasó a defenderla con tanto ardor como a Montaigne. Como ella, iniciaba cada una de sus opiniones con las palabras: “Es una mujer la que habla”. Escribió panfletos exigiendo la igualdad entre hombres y mujeres con argumentos como éste: “Nada se parece tanto a un gato en el alféizar como una gata”. Cuando le llegó una carta en que el rey Jaime de Inglaterra le pedía una semblanza de sí misma para una colección sobre las personalidades más relevantes de la época, creyó por fin llegado el reconocimiento. Era una burla más: el manuscrito que envió circuló de mano en mano y fue el hazmerreír de París. Pero Marie sobrevivió a todo: a los enemigos de Margot, a las estrecheces económicas, a los que se burlaron de ella, incluso a la viuda y a la hija de Montaigne. Muertas las herederas, la obra del maestro quedó a su cargo, pero no tenía dinero para hacer una nueva edición y mantener la llama viva, hasta que un día compareció el cardenal Richelieu en la buhardilla donde vivía Marie con una criada y una gata. Venía a darle una pensión vitalicia, por “sus desvelos en conservar el viejo idioma”. La pensión era de cincuenta ducados anuales. Marie contestó que tenía una criada que alimentar. El cardenal agregó cinco. Marie dijo que tenía una gata; el cardenal agregó un ducado más. Marie dijo que la gata había tenido gatitos. El cardenal pidió una pistola y preguntó dónde estaban los gatitos.
Lo cierto es que con esa pensión Marie hizo una nueva edición del libro de su maestro, que es la que leemos hasta hoy. Cuando se descubrió, siglos después, el manuscrito de Montaigne, juntando polvo en el ático de su torre, se comprobó que las traducciones del latín hechas por Marie eran perfectas. Sus libros, en cambio, son ilegibles, pero eso no importa. La verdadera voz de Marie se oye adentro de la voz de Montaigne, y ya se sabe lo que pasa cuando leemos a Montaigne: sentimos, como Marie, como el resto del mundo, hombres y mujeres, no importa la época, que habla de nosotros, que estamos ahí.
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