lunes, 25 de noviembre de 2013
La motivación de las ideas
El perfil del nuevo ministro de Economía, contado por un ex compañero de estudios. El nuevo ministro fue ayudante docente. Desde allí, comunicaba sus ideas y críticas al estudiantado. Más de una vez, los alumnos lo aplaudíeron al finalizar las clases de Análisis Matemático, una disciplina que, salvo Adrián Paenza, nadie logra convertir en una pasión.
Quienes se destacan con un desempeño notable en las carreras académicas de las distintas ramas científicas, suelen ser personajes asociados al encierro del laboratorio y escondidos de las distracciones de la interacción social.
Axel Kicillof es de esos raros casos que rompen con ese arquetipo. Era un estudiante brillante, de esos que aprueban las materias con las mejores calificaciones, pero que al mismo tiempo cuestionan los programas de esas asignaturas, por sus enfoques científicos y por las ausencias en los contenidos.
Y ese cuestionamiento era muy activo en su caso. Profundamente involucrado en la vida de la carrera, tuvo desde joven una idea propia muy firme de cuáles debían ser los enfoques, los contenidos, la currícula y fundamentalmente, cual debía ser el aporte de la universidad pública a las ciencias de la economía.
El tiempo que me tocó compartir con Kicillof en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA, hacia 1996, fue de mucha actividad político académica, puesto que la conducción de la Facultad, de la que yo formaba parte, se disponía a aprobar una reforma curricular trascendental. Económicas ya no tendría un Ciclo Básico Común de un año, y a cambio se proponía un ciclo general a las cinco carreras que constaba de 12 materias comunes, entre otros cambios que modificaban la carga horaria de contenidos.
Esa reforma contenía intenciones más ligadas a cuestiones estructurales y posicionamientos políticos de la facultad dentro de la Universidad de Buenos Aires con un Oscar Shuberoff que soñaba con un ordenamiento que le permitiera sostener la idea del CBC pero liberarlo de esa sensación de año perdido y desvinculado de las carreras.
Kicillof leyó esto inmediatamente y puso la agrupación estudiantil que había creado –y que abrevaba casi exclusivamente en la politizada y socialmente más comprometida carrera de economía y que se llamaba TNT– a militar firmemente en contra de la Reforma Curricular.
A la cabeza de esa oposición, Axel mostró condiciones de estudioso de los procesos educativos, capacidad de liderazgo, fortísimas convicciones y vocación de poder. Era realmente incómodo como adversario político y debo decir también que su trato era a veces doloroso. En definitiva, uno también perseguía ideales.
Dueño de una gestualidad arrogante, practicante de un cinismo filoso, Kicillof se mostraba impermeable a los argumentos del otro. Era imposible disuadirlo de la idea de que el proyecto de reforma no era una confabulación del neoliberalismo para terminar con décadas de multiplicidad de enfoques y corrientes de pensamiento económico. No lo era.
Por supuesto, él veía una oportunidad de acumulación política y proyección electoral en esta discusión y la aprovechó con mucha eficacia.
Contrapuso el perfil de la militancia estudiantil enfocada en lo académico frente al clientelismo de Franja Morada, mirada de la agrupación radical –sesgada, simplista y errónea– que Kicillof se ocupó de diseminar con mecanismos de comunicación novedosos y creativos.
Ofrecían un caramelo a cambio de un voto, a manera de denuncia de la prosecución electoral como único objetivo en toda acción de gobierno de la Franja. El mensaje era un tanto oblicuo para la mayoría de la población universitaria compuesta por aspirantes a contador público, vocación menospreciada por TNT. Y menospreciados eran los aspirantes a ella, por supuesto.
Ahí radicaba el punto más débil del grupo al que pertenecían Axel, Cecilia Nahón y Augusto Costa –actuales embajadora en Estados Unidos y Secretario de Comercio Interior–, entre otros. Tenían la soberbia que caracteriza a ciertos procesos vanguardistas y que en lo cotidiano corre el riesgo de manifestarse en una arrogancia que hace perder de vista los buenos aportes de actores más corrientes. Y ahí hay una contradicción muy fuerte, que es la declamación de un Estado –clase política en gestión– presente en la vida de la gente pero un desprecio por la atención de las necesidades de la gente, como si fueran incompatibles con políticas públicas de fondo (Kicillof, en aquellos años, hubiera calificado de clientelista el proceso de asignación de planes de viviendas del Plan Procrear que él impulsa).
Acuñaron el concepto de “militonto”, señalando a los partidarios de las agrupaciones tradicionales que disponían de tiempo libre para ejercer el rol de militantes varias horas por día, apostados en mesas en el patio central de la Facultad. Y repartían volantes donde invitaban creativamente a los estudiantes a pensar cómo hacían esos militantes para vivir sin trabajar si no era echando mano de los ingresos del Centro de Estudiantes.
El otro elemento que supo aprovechar fue el de ocupar prestigiosamente el lugar de ayudante docente para comunicar sus ideas y críticas al estudiantado. No lo vi, pero me contaron que más de una vez, Kicillof fue aplaudido por sus alumnos al finalizar una clase de Análisis Matemático, arte no siempre inspirador de pasiones. Lo admiré por eso.
Si sigue siendo el que conocí hace dieciocho años, no debemos esperar de este ministro un tipo abierto al diálogo o la reflexión, pero tampoco uno vulnerable al lobby. Dudo que puedan motivarlo otras cosas que sus ideas. Tiene desde muy joven un cuadrito que dice que la emisión monetaria no es causal de inflación de precios y va a intentar probarlo.
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