miércoles, 6 de noviembre de 2013
Alejo Carpentier (Cuba)
Vivió, en el espacio de un palpito, los momentos capitales de su vida; volvió a ver a los héroes que le habían revelado la fuerza y la abundancia de sus lejanos antepasados, haciéndole creer
en las posibles germinaciones del porvenir. Se sintió viejo de siglos incontables. Un
cansancio cósmico, de planeta cargado de piedras, caía sobre sus hombros descarnados
por tantos golpes, sudores y rebeldías. Había gastado su herencia y, a pesar de
haber llegado a la última miseria, dejaba la misma herencia recibida. Era un cuerpo de
carne transcurrida. Y comprendía, ahora, que el hombre nunca sabe para quién padece y espera. Padece y espera y trabaja para gentes que nunca conocerá, y que a su vez padecerán y esperarán y trabajarán para otros que tampoco serán felices, pues el hombre ansía siempre una felicidad situada más allá de la porción que le es otorgada.
Pero la grandeza del hombre está precisamente en querer mejorar lo que es. En imponerse tareas.
En el Reino de los Cielos no hay grandeza que conquistar, puesto que allá todo es
jerarquía establecida, incógnita despejada, existir sin término, imposibilidad de sacrificio,
reposo y deleite. Por ello, agobiado de penas y de tareas, hermoso dentro de su miseria, capaz de amar en medio de las plagas, el hombre sólo puede hallar su grandeza, su máxima medida en el Reino de este Mundo.
El Reino de este mundo (1949)
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