domingo, 14 de abril de 2013
TODOS SOMOS CHAVEZ POR VICENTE BATTISTA, OPINION
Todos somos Chávez
Por Vicente Battista. Escritor
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Llegué a Caracas el domingo 17 de marzo. La Feria del Libro de Venezuela (Filven), la presentación de mi novela Gutiérrez a secas, publicada por la editorial Monte Ávila, y la coordinación de un taller de literatura policial eran las razones aparentes de ese viaje. Sin embargo, por encima del seminario policial y la presentación de la novela, destacaba una razón determinante y definitiva: trece días antes, los venezolanos en particular y Latinoamérica en general, habían perdido al comandante Hugo Chávez. Ahora, sin dejar de llorar a su líder, el país se preparaba para concurrir a nuevas elecciones presidenciales, precisamente las que se están celebrando en este momento, domingo 14 de abril.
Tal vez, para entender lo que sucede hoy, valga la pena retroceder catorce años y detenerse en aquel 5 de diciembre de 1998, cuando las elecciones presidenciales en Venezuela, ganadas por Hugo Chávez con el 56,20% de los votos. El 2 de febrero de 1999 asumió el mando, juró, según sus propias palabras, “sobre una moribunda Constitución” y diez meses más tarde, con el apoyo de casi el 80% de los venezolanos, puso en vigencia una nueva Constitución. La República Bolivariana de Venezuela, aquella utopía que lo venía desvelando desde hacía tanto tiempo, comenzaba a ser posible: el socialismo del siglo XXI, articulado respetando las pautas de la democracia tradicional, se ponía en marcha.
Otro hito digno de tenerse en cuenta se registró durante los primeros días de noviembre de 2005, pero no en Caracas sino en Mar del Plata, durante la II Cumbre de las Américas. El presidente norteamericano George Bush había llegado exultante, convencido de que el proyecto de Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), perpetrado un año antes en Miami, se pondría definitivamente en movimiento. No fue así: mediante un inteligente enroque político, Chávez, Lula da Silva y Kirchner frustraron la propuesta neoliberal de libre comercio, que beneficiaba exclusivamente a los Estados Unidos de América, y en su lugar pusieron en marcha la Alianza Bolivariana para América (ALBA) que, casualmente, también se había gestado un año antes, pero no en Miami sino en La Habana, mediante un acuerdo entre el presidente Hugo Chávez y el entonces presidente Fidel Castro.
En la cumbre de Mar del Plata, el ALCA, según palabras de Hugo Chávez, “se fue al carajo”. A nadie inquietó que el otrora exultante George Bush se retirara derrotado. “Estoy un poco sorprendido. Acá pasó algo que no tenía previsto”, le dijo a su anfitrión Néstor Kirchner. Efectivamente, Bush no había previsto que en esos días de noviembre del año 2005, algunos mandatarios latinoamericanos hicieran suyas aquellas palabras que un siglo antes pronunciara José Martí: “Tendría que declararse por segunda vez la independencia de la América latina, esta vez para salvarla de los Estados Unidos”. Junto a la pionera Cuba, Venezuela, Bolivia, Nicaragua, Ecuador, Brasil, Uruguay y Argentina comenzaban a declarar esa segunda independencia, para espanto de las despavoridas derechas de cada uno de esos países.
Hasta que llegué a Caracas, sabía de la República Bolivariana de Venezuela por lo que me habían contado y por lo que había leído en diferentes diarios, la mayoría de ellos opositores a Chávez. Salí del aeropuerto Simón Bolívar a la una y media del mediodía y, con la natural desconfianza de todo buen porteño, observé mi entorno con ojos críticos. Confieso que antes de las diez de la noche de ese mismo domingo había borrado el último vestigio de desconfianza: bastaron unas pocas horas para entender que estaba ante un proceso revolucionario inédito, un modelo cercano al de la Revolución Cubana que, sin embargo, había llegado por otra vía. Pensé en el Chile de Allende y pensé que las malas hierbas como Pinochet nacen en cualquier chiquero. Recordé que once años antes Hugo Chávez tuvo que soportar un golpe de Estado y recordé que esa escaramuza, celebrada por la derecha internacional, se prolongó por apenas dos días: los Pinochets de turno regresaron al chiquero y la revolución bolivariana se consolidó definitivamente. Los beneficios de esa revolución están frente a los ojos de quien quiera verlos. Yo los vi. Vi los teleféricos que hoy transportan a los miles de venezolanos que viven en las montañas, antes de Chávez debían someterse a horas de caminatas por senderos de tierra y piedras. Vi las 380.000 viviendas sociales, construidas en sólo dos años, para darles albergue a los sin-casa de Caracas. Vi la medicina libre y gratuita para toda la población y vi de qué modo operan las Misiones, llevando ayuda efectiva para quien la necesite. Anduve por la Feria del Libro y me asombré por el precio de los libros publicados por las editoriales estatales: se venden a un promedio de dos pesos argentinos por volumen. Una de las primeras medidas de todo gobierno revolucionario es alfabetizar a su pueblo. Lo hizo Fidel Castro a pocos días de tomar el poder en Cuba, lo hizo Hugo Chávez un año después del golpe de Estado de la derecha y a meses de que intentaran derrocarlo nuevamente con la paralización de la empresa petrolera, entre diciembre de 2002 y enero de 2003, paralización que le hizo perder al país alrededor de veinte mil millones de dólares.
En este momento, los venezolanos se enfrentan a una elección definitiva: continuar con la revolución bolivariana o regresar a la excluyente política neoliberal. En este rincón: Nicolás Maduro, el hombre elegido por el propio Chávez para continuar con el proceso revolucionario. En este otro rincón: Henrique Capriles, el barbilindo gobernador del Estado de Miranda, derrotado en las recientes elecciones presidenciales. Una pelea de fondo, que habrá que ganar por nocaut. Las encuestas dan una diferencia de algo más de 10 puntos a favor de Maduro. En base a esos cálculos, Capriles obtendría el 44% de los votos; es decir, habría un 44 % de votantes que optaría por la derecha. ¿Hay una derecha tan numerosa en Venezuela? No, de ningún modo. Capriles, además de los genuinos votos de la derecha, cuenta con los votos de una gran masa de despistados, reverentes lectores de una prensa opositora, que suma el 90% de los diarios de Venezuela. Capriles también cuenta, aunque parezca una paradoja, con el voto de ciertos grupos intelectuales autoproclamados de izquierda que invariablemente sufren un molesto escozor cada vez que oyen palabras como “popular” o “populista”. Cualquier similitud con lo que sucede en nuestro país no es mera coincidencia.
Hace apenas dos semanas, cierta consigna que circulaba por las calles de Caracas despejó para mí cualquier duda de quién iba a ser el vencedor. “Yo soy Chávez”, decía la consigna y se repetía en remeras de diferentes colores, en carteras de distintos tamaños, en pañuelos y bufandas y en cualquier otro sitio que pudiera estamparse. Esta simple frase de apenas tres palabras me llevó a una vieja película de Stanley Kubrick, basada en una novela de Howard Fast, con guión de Dalton Trumbo. Hablo de Espartaco, de una de sus últimas escenas, cuando el general romano se dirige a los esclavos derrotados y en un tono que va del dominio a la burla, pregunta: “¿Quién es Espartaco?”. Cada uno de los esclavos se pone de pie y con acento categórico afirma: “Yo soy Espartaco”. Un gesto parecido encontré en El Eternauta, de Héctor Oesterheld. No es casual que Howard Fast y Dalton Trumbo hayan sido encarcelados durante el macartismo en los Estados Unidos, como tampoco es casual que Oesterheld fuera secuestrado por los verdugos de la última dictadura cívico-militar e integre la ominosa lista de treinta mil desaparecidos. Ellos –Fast, Trumbo, Oesterheld–, cada cual a su modo, crearon y le dieron sentido al héroe colectivo. Ese mismo héroe lo encontré en cada uno de los venezolanos que anunciaban con orgullo: “Yo soy Chávez”. Se disponen a continuar con la obra del Comandante.
Celebremos, entonces, el triunfo de Nicolás Maduro.
14/04/13 Miradas al Sur
GB
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