domingo, 7 de abril de 2013
MAS ALLA DEL DILUVIO POR MARIO WAINFELD OPINIONJ
Más allá del diluvio
Por Mario Wainfeld
Imagen: DyN
La tragedia, la política y la sociedad. Precedentes que acusan, alertas no advertidos. La necesidad de hacer cambios. La solidaridad conmovedora. Gobernantes cuestionados, respuestas diferentes. La respuesta de la Presidenta y las medidas anunciadas. La equidad en juego. Enseñanzas y advertencias de La peste.
“Rieux decidió redactar la narración que aquí termina, por no ser de los que se callan, para testimoniar en favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio. Oyendo los gritos de alegría que subían de la ciudad, Rieux tenía presente que esta alegría está siempre amenazada. Pues él sabía que esta muchedumbre dichosa ignoraba lo que se puede leer en los libros, que el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás.”
La peste, Albert Camus
“Después del temblor de tierra que había destruido las tres cuartas partes de Lisboa, los sabios de la ciudad no encontraron un medio más eficaz para evitar la ruina que dar al pueblo un magnífico auto de fe. La Universidad de Coimbra dictaminó que el espectáculo de algunas personas quemadas a fuego lento sería el secreto infalible para impedir nuevos temblores de tierra.”
Cándido, Voltaire
Una cifra aterradora de muertos, pánico colectivo, escenas sólo vistas en cine catástrofe. Miles de víctimas que sufrieron daños irreparables, que padecerán traumas difíciles de sobrellevar. Respuesta formidable de la sociedad, trasuntada tanto en la solidaridad como en la capacidad de autoorganización. Bautismo conmovedor de una militancia joven menoscabada por ciertas crónicas. Una polémica, siempre necesaria, acerca de las potencialidades de la sociedad y el Estado. Desempeños muy dispares de protagonistas políticos, incluyendo a dos presidenciables, ambos esperanzas blancas de la oposición.
El cronista propone sólo algunos apuntes de un debate que debe ser largo ya que es imposible enunciar un saldo tan pronto. Pero hay que ir discurriendo sobre las responsabilidades concretas de antes y de después, que esta vez no pasarán por los tribunales, lo que fuerza a “la política” y a la sociedad a asumirlas. Los tribunales, al fin y al cabo, sólo dan respuestas sesgadas, parciales. El cedazo del Código Penal y aun el de las responsabilidades civiles son pobre vara, debe haber otra más exigente y profunda.
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Los dioses y los humanos: antaño, bajo otras cosmovisiones, las tragedias (entre ellas las producidas por cataclismos de la naturaleza) eran interpretadas como producto de la voluntad de los dioses. Como castigos o como mensajes. Los mismos dioses podían ponerle fin cuando el escarmiento era bastante, cuando se modificaban las conductas o cuando mediaban sacrificios o autos de fe. Actos de contrición de los hombres, perdón de la divinidad. Un orden moral estructurado, un mundo explicable, que la cita de Voltaire pone en tela de juicio. Vivimos en una era en la que las tragedias (o, cuanto menos, la magnitud y distribución de sus consecuencias) suelen ser leídas también como consecuencia de errores o fallas humanas. Cada una de ellas desata (debe desatar) un debate sobre las responsabilidades previas y ulteriores. No se trata, en las sociedades contemporáneas, de restaurar un orden previo y armonioso interferido por el pecado sino de cambiar lo que está mal hecho. Los daños, como entonces, son colectivos pero la búsqueda de responsabilidades se orienta a autores más precisos.
Yendo más al grano: a la luz de las ideologías del siglo XXI es inadmisible la idea de que lo padecido en La Plata y en la Capital, entre otros parajes, sea pura fatalidad. Que sólo se deba a un fenómeno meteorológico tremendo, que lo hubo. También mediaron la imprevisión, la falta de planificación, un urbanismo regido sólo por las leyes del mercado o la necesidad apremiante. A eso se agregaron, en paralelo con los diluvios y después, carencias operativas de gobernantes en el contexto de la urgencia.
Nadie puede afirmar que todas las pérdidas eran evitables en otro contexto. Nadie puede negar que una parte (que con el tiempo se debería precisar) sea debida a la mala praxis, a la improvisación, a la falta de volumen de quienes toman decisiones designados por el pueblo soberano.
El cronista renuncia a los estudios hídricos, que no son su métier. Pero sí intenta incursionar en cuestiones que rozan sus saberes. Un par de preguntas son imperiosas. ¿Es posible pensar que son polarmente diferentes los sucedidos de Capital y La Plata? ¿Que en un lugar primó la culpa del Gobierno y en otro la brutalidad de la naturaleza? Dos situaciones similares (aunque mucho más grave la de La Plata), producidas en cuestión de horas, en un mismo país y a 60 kilómetros de distancia, fuerzan la respuesta. Las semejanzas de fondo priman, lo que no equipara culpas ni responsabilidades. Ni iguala los procedimientos previos y posteriores. Pero hay un patrón común, que la astucia partidaria (de ambos sectores) procura diluir y que no debe ser dejado de lado.
La segunda pregunta es imposible de responder de modo irrefutable, sólo se pueden esbozar hipótesis. ¿Hay un denominador común entre estas inundaciones, las de Santa Fe en 2003, con Cromañón, con la muerte de los chicos del colegio Ecos, con la tragedia ferroviaria de Once, con los derrumbes de edificios en la Ciudad Autónoma, con tantas pérdidas de vidas en rutas y calles? ¿Mentamos un conjunto de contingencias aisladas o, por el contrario, creemos que “hacen sistema”? ¿Hay demasiadas muertes evitables en la Argentina? Quien propone un interrogante anticipa, por la parte baja, que le parece digno de estudio. El cronista cree que la cuestión es profunda, que la pregunta es necesaria. Y teme, o mejor dicho cree, que la respuesta más verosímil (casi la única verosímil) es la afirmativa.
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El asfalto: así planteado el tema, es factible combinar en el análisis la catástrofe de La Plata con la de Capital. En ambas mediaron advertencias previas de organizaciones sociales, vecinales, ecologistas, de profesionales de la construcción. Asfaltar sin ton ni son, taponar eventuales vías de desagüe, achicar los espacios verdes son vicios comunes en la capital de la nación y de su provincia más grande. Cierto es que nadie es portador de la verdad plena y que las pretensiones de esos sectores de la sociedad civil no son idénticas a las de los gobernantes. A menudo, tampoco concuerdan con las de muchos ciudadanos, de variadas extracciones sociales. Los más pudientes que quieren edificios gigantescos, muy demandantes de infraestructura. Y también los más humildes, que se asientan en terrenos “bajos” sencillamente porque son los más despoblados y accesibles. Para unos es la prepotencia del dinero, para otros el imperio de la necesidad. En la provincia hay muchos barrios o asentamientos relativamente nuevos en sitios de cotas bajas, que no fueron afectados en los últimos años porque no fueron de sequía pero sí (en promedio) de lluvias manejables. He ahí un riesgo virtual, cercano.
No deliran quienes exigen precauciones, fijación de reglas, distancia entre el agua y lo edificado. Un grado de planificación urbana, algo más que crecimiento a la que te criaste, que primó (allende las notables diferencias de época) en los ’90 o en el siglo XXI. Sobran ejemplos comparativos, aun en grandes ciudades. En el casco urbano de París no proliferan hipermercados como los hay en Buenos Aires. En países hermanos, emergentes, democracias en construcción como la nuestra, existen experiencias de presupuesto participativo bastantes inusuales en la Argentina. Esas campanas doblan por la mayoría de los partidos, aun por el sistema político en general.
En Capital y provincia se vienen subestimando los cambios climáticos. El jefe de Gobierno Mauricio Macri es un maestro en reseñar records. Pero hete aquí que si se baten marcas cada trimestre habría que cambiar el concepto de record. Las lluvias intensas se reiteran. En 2009, hubo una sequía “histórica” a nivel nacional. Las inundaciones históricas llegaron poco después. El tornado histórico porteño cayó en 2012... ¿Cuánto tardará la próxima marca insuperada en Tolosa, Ringuelet o Saavedra?
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Alertas desoídos: ciudades que nacen o crecen sólo regidas por las más crueles reglas del mercado. Construcción mal planificada de autopistas o distribuidores de tránsito. Todas son acciones más vistosas y redituables políticamente que la prevención de la furia del agua. Lo subterráneo, claro, no se ve. Es caro, proyecta a largo plazo. Lord Keynes decía que para entonces todos estaremos muertos. El dilema es que, por no contemplarlo, demasiados argentinos mueren antes de tiempo o sufren lo que no merecen y podría habérseles obviado.
Las tormentas de esta semana se veían venir. Había pronósticos meteorológicos, la furia de la lluvia escalaba desde el sur de la provincia de Buenos Aires. Un lector, Gustavo Mariani, critica el silencio de los medios platenses, con la honrosa excepción de la venerable AM Radio Provincia. Los dos intendentes concernidos estaban fuera del país, lo que no es pecado si se deja armado un esquema de gobierno para cubrir la suplencia. Los comportamientos ulteriores de ambos comprueban que ni por asomo lo hicieron. El intendente Pablo Bruera se valió de un subterfugio vergonzoso y berreta. Habla mal de su ética y también de su inteligencia: era imposible que su mensaje no fuera refutado.
Macri no hizo tanto pero también mostró la hilacha. Se mostró enfadado, no supo ni quiso disculparse. Mezcló excusas penosas con argumentos de bajo vuelo, hasta metió a los holdouts en su discurso autoexculpatorio.
El gobernador Daniel Scioli se defendió algo mejor, por lo menos fue comunicando las tristes nuevas y colocó a todo su gabinete a dar explicaciones prácticas. No todos, ni la mayoría dan la talla, pero por lo menos dieron la cara.
En ese carril, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner demostró una vez más por qué es la protagonista de más fuste de la etapa. No es la primera vez que mete los pies en el barro (ya lo había hecho en Tartagal), pero a veces rehusó su presencia, que siempre legitima, conforta a la mayoría y cumple un deber. Esta vez se movió a su pueblo de infancia y a barrio Mitre. Recibió vítores y críticas recias: un ejercicio de democracia “a la argentina”, una referencia para los que denuncian dictaduras que no condicen con la realidad.
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Estado y sociedad: la solidaridad y los aportes comunitarios generaron una exaltación de la sociedad civil versus el Estado. Un mensaje ideológico por donde se lo mire, que engarza fantástico con las traducciones gauchitas sobre la unción del papa Francisco.
La solidaridad, los esfuerzos personales y los aportes materiales son conmovedores. Hablan de una sociedad que reacciona bien ante la desdicha y que acaso obra de modo distinto al cotidiano. La apología de lo inorgánico es, en cambio, una moraleja falaz. El oenegeísmo antipolítico acecha siempre, aunque usualmente no proviene de las oenegés más avezadas en la ayuda social. A los voluntarios de la Cruz Roja o a sus autoridades ni se les ocurriría imaginar una sociedad omnipotente aislada del Estado o aun enfrentada con él.
La organización, el mayor esfuerzo económico, las respuestas extendidas corren por cuenta del Estado, aunque (como ya se dijo y se deberá ahondar) muchos servidores públicos no estén a la altura de las responsabilidades con las que fueron honrados.
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“Perdimos todo”: tal la frase de ciudadanos dolidos, repasando el saldo provisorio de la catástrofe. En esta ocasión el daño fue relativamente transversal: afectó a varios estratos sociales. Tolosa, epicentro de las muertes y el estrago del agua, es un paraje poblado por gentes de clases medias. Muchos perdieron todo, pero esos “todos” distan de ser idénticos. El ajuar de algunos hogares puede valer “n” veces más que el de otros.
El sentido común de los argentinos (aun de aquellos que son antiestatistas o muy liberales) presupone que el Estado debe intervenir mucho, pagar mucho, reparar mucho. ¿Debe hacerse en proporción a los patrimonios de los damnificados, es decir, pagando más a los que más poseen? ¿O debe primar un criterio de equidad, reparando especialmente en los desposeídos? La respuesta no está en las leyes, que no prevén tanto, sino en la ideología que se aplique desde el Estado.
Las medidas que anunció la Presidenta, en su discurso del viernes, privilegiaron la segunda opción. Se valió de herramientas pragmáticas, bien K: dinero en el bolsillo del universo de víctimas más vulnerables. El cronista comparte la idea central y la metodología. Habrá que ver cómo se pone en práctica para redondear el juicio de valor.
En principio, de cualquier modo, el Estado se mostró eficaz en su mejor terreno: las agencias de pago, los organismos previsionales, la AFIP, la abominada caja. Frente a la emergencia asistencial y humanitaria (que, valga la paradoja, ya no debería sorprender), la respuesta fue menos expeditiva, estructurada y veloz.
El dato trasciende a la terrible coyuntura. Algo similar pasa, con todas las diferencias del caso, con el presupuesto educativo versus la calidad de la enseñanza. La recuperación y la reforma del Estado (fortalecido por el kirchnerismo tanto en sus recursos como en valoración simbólica) prosperan más en algunas áreas que en otras, un alerta para la sintonía fina.
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Las gentes y la peste: los gremios docentes honraron su tradición, depusieron la huelga, pusieron a los pibes primero. Tal vez la tregua impuesta por el horror dé una manito para destrabar un conflicto demasiado prolongado. El sindicato de camioneros se pasó de rosca: bloqueó una refinería en un momento de contrición colectiva. Puso un interés sectorial, que se podía postergar por unos días, por encima del general.
Albert Camus, gran escritor y moralista, describió como nadie la tragedia colectiva en La peste. Su mensaje final puede servir de cierre precario a esta columna. La inundación mostró enormes reservas de la sociedad argentina, lo que conforta en medio de tanta desdicha. Pero la peste no es un castigo de los dioses. Y sigue al acecho si no se atiende mejor a sus causas, si no se modifican patrones de conducta o políticas que han sido puestas en entredicho.
Lo social, ante todo
“El desastre es la expresión social de un fenómeno natural”, explica el ambientalista Antonio Elio Brailovsky, que tuvo notables intervenciones en estos días.
Es un lugar común digno de ser repetido: en Cuba los huracanes causan menos daños que en Haití o que en la mayoría de los estados de Estados Unidos. El Katrina fue un ejemplo ineludible. La socióloga norteamericana Margaret Somers sistematizó el tema en un libro titulado Genealogies of Citizenship. Asoció las tremebundas consecuencias del huracán con el apartheid social que viven los negros en Nueva Orleáns y con la privatización de hecho de la agencia estatal encargada del control de daños.
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Otro origen parece tener la prevalecencia de víctimas de la tercera edad, que se percibe en los primeros datos de La Plata. En terribles olas de calor padecidas en Francia (2003) fallecieron miles. No especialmente los más pobres sino los que vivían solos.
En 1995 en Chicago otra oleada de calor arrasó con la vida de 700 ancianos. El periodista norteamericano Eric Klinenberg analizó el universo de víctimas en un libro titulado Heat Wave: A Social Autopsy of Disaster in Chicago (Illinois). Los que vivían solos, pobres o no, fueron mayoría. La falta de lazos sociales fue, quizá, la causa principal.
Ocurre en otras comarcas, no es consuelo ni excusa aunque sí ayuda a comprender la complejidad de los fenómenos, irreductibles a una sola explicación.
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La existencia, innegable, de muchos damnificados de clase media en esta semana no debe hacer olvidar que la desigualdad social se reproduce, en tendencia, en las tragedias. La gravedad de las muertes obtura otras miradas, pero debe subrayarse que ya anteayer había más refugiados en La Matanza que en La Plata. Y que las pérdidas materiales deben evaluarse por su precio, pero también por la capacidad personal o familiar de reposición.
También la actitud ante la ayuda puede ser diferente. Para alguien de clase media el lugar de protección puede resultar muy transitorio, acaso incómodo, insatisfactorios los colchones o la comida insuficiente. Puede ser distinto para argentinos de menos recursos materiales: es factible que valoren distinto el estar bajo techo, conviviendo con sus pares y con un nivel de atención social inusitado.
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Una conclusión ineludible es bien planteada por Somers. Los daños de la tragedia, acaso, no vulneran ninguno de los “derechos legales de ciudadanía”. Nadie pierde la libertad de expresión, de reunión, de asamblea, de voto, o el acceso a alguna política de transferencia social. Ningún damnificado, pues, protesta porque perdió esos derechos. Lo damnifican, eso sí, la ausencia o labilidad del Estado, de cualquier nivel de gobierno. Los convierte de hecho en ciudadanos de segunda, en habitantes sin estado, stateless people en inglés. Los somete a las reglas del mercado y a los “contratos individuales”. La ciudadanía no es (solamente) cuestión de derechos conferidos en la norma, aun los sociales. Depende de un sistema político que prevalezca sobre el individualismo y la contractualización extremos. En especial, que sirva de contrapeso al fundamentalismo de mercado para garantizar estructuralmente la igualdad. Sobre todo (pero no únicamente) en situaciones límite.
mwainfeld@pagina12.com.ar
07/04/13 Página|12
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